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Historias

El Coltán: la tercera Guerra Mundial

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Revista Don Juan
Desde 1998, 4.5 millones de personas han muerto en la República Democrática del Congo por cuenta de una de las guerras más silenciosas de la historia. Allí, treinta mil personas fueron violadas en 2013 y dos millones de personas han sido desplazadas. El Coltán, el mineral que ha hecho posible que guardemos en nuestros bolsillos cientos de fotos y horas de música en dispositivos del tamaño del dedo meñique, es la razón de esta guerra que ya ha tocado las puertas en Colombia. Desde inicios del siglo xxi, contrabandistas, grupos armados y mineros ilegales han sitiado los departamentos de vichada, Vaupés, Guainía y Guaviare en su búsqueda. Una paciente espera del estado y los escasos estudios han creado una nube de noticias falsas y exageradas sobre la presencia del Coltán en Colombia. Sin embargo, en julio de 2015, un grupo de investigación de la Universidad Nacional encontró el primer lugar en Colombia que podría ser un yacimiento económicamente viable para su explotación. Y lo mantienen en secreto para que los males de la república democrática del Congo no lleguen al país.
La tierra es un ser vivo que tanto respira por sus volcanes y géiseres como también circula dentro de su interior un magma fundido que después termina enfriándose y convirtiéndose en Las rocas y suelos que a diario pisamos, o en los minerales y metales que exhibimos en lujosas joyerías como también que fundimos y aleamos en la industria de los utensilios cosmopolitas o de las sociedades modernas que facilitan y llenan de bienestar nuestra vida y nuestra conectividad entre nosotros a los costos más altos con el medioambiente y en especial con el agua que es la piel del planeta tierra y el mineral más importante para la vida.
¿En qué país te rodea el 10% de la flora y la fauna del planeta? en esta historia, un hombre borracho muere aplastado por la llanta de un tractor en una sabana remota del departamento de guainía, en colombia. Karol pollak, el hijo de un editor de libros polaco, patenta en 1886 el condensador electrolítico de aluminio. en la república democrática del congo, unos hombres torturan a una mujer embarazada, le sacan el bebé de las entrañas, lo ponen en una sartén y obligan a que su familia se lo coma, adobado con materia fecal y orina. En 1930, la empresa tansitor electronic inc. cambia el aluminio de los condensadores por tantalio, para que sea más eficiente almacenar la carga, moderar el voltaje y las fluctuaciones de corriente en los circuitos electrónicos. La electrónica en miniatura y la superconductividad dan sus primeros pasos, y de esa manera, sin que nadie lo planeara, comenzó la tercera guerra mundial. Para vender más playstation 2 en la navidad del año 2000, Sony produjo una reacción en cadena que hizo que el precio del coltán aumentara diez veces en una noche. según un artículo del 2011 de la revista de la american anthropologial association, sony y citybank negociaron de forma directa con el congolese rally for democracy, un grupo rebelde que fue uno de los actores principales en la segunda guerra del congo, entre 1998 y 2003, en la que participaron nueve países y murieron 5,4 millones de personas. “the african World War”, le dicen.
Entre junio y julio de 2015, después de siete días de viaje en avioneta, lancha, tractor y a pie, despejando el camino a machete por las selvas del guainía, un equipo de geólogos de la Universidad Nacional de Colombia encontró el primer posible yacimiento de coltán viable económicamente para su explotación en colombia. Desde 1998, hemos leído artículos, hemos entrevistado periodistas, científicos, mineros y compradores de coltán en colombia y la República Democrática del Congo, adonde viajamos en 2010 para hacer un programa de dos entregas con Especiales Pirry, para el canal rcn. por eso, en esta historia vamos a saltar de un extremo al otro del mundo. Desde las selvas colombianas hasta las selvas del áfrica central.  De las aguas azules verdosas del lago Kivu, el octavo lago más grande de áfrica, a las aguas negras del río inírida, el principal tributario del río guaviare. todo parece muy lejano, pero hay algo que une los dos mundos: el coltán, una roca negra azulada que está en los bolsillos y hogares de millones de personas en el mundo, en el computador en el que se escribió esta nota, en el teléfono que usamos para llamar a sus protagonistas, en la pantalla en que usted está leyendo o en la máquina que imprimió esta revista.
La bruma espesa lo cubre todo. estamos a punto de aterrizar en la república democrática del congo, el tercer país más grande de áfrica –75 millones de habitantes–, a bordo de un bimotor. con esfuerzo podemos ver al fondo el lago Kivu. La noche anterior hicimos un primer acercamiento, pero había poca luz y a falta de iluminación artificial el terminal aéreo estaba cerrado. es una ironía que esto suceda en una de las naciones más ricas del mundo, la nación de los diamantes y el coltán. cuatro meses después, vemos que, desde el aire, el departamento de guainía luce casi igual al congo, un mar verde y tupido, interrumpido sólo por el río inírida, que brilla bajo el sol como una serpiente prehistórica: el gigante que navegaremos en busca del coltán colombiano. esta región no solamente tiene eso en común con el país africano, también aquí, según las autoridades, grupos rebeldes como las farc y el eln cobran impuestos a las explotaciones ilegales de la inmensa riqueza mineral que se esconde bajo la selva. El aeropuerto internacional de goma tiene militares por doquier, animales, costales, aeronaves de naciones unidas, muchos gritos, gente hostil. caos. un funcionario de migración pregunta a qué venimos. Le respondemos en francés que estamos aquí para hacer un informe para la prensa colombiana. no entiende, llama a un militar, y minutos después estamos en una oficina muy pequeña con paredes roídas y dos escritorios. todo contrasta con una foto inmaculada y de gran formato de Joseph Kabila, presidente de la república del congo, sonriente y enfundado en un traje gris. Kabila, militar de carrera, se convirtió en el presidente más joven del planeta cuando en 2001 asumió el poder a los 29 años, tras el asesinato de su papá, Laurent, quien a su vez derrocó al dictador mobutu sese seko.
El aterrizaje en inírida es mucho más amable, una pista pavimentada en medio de potreros de ganado robados a la selva. Un aeropuerto como una isla perdida en un océano de selva espesa con pobladores amables con calor humano. Dicen que el coltán está muy lejos, a varias horas o incluso días selva adentro. Apenas pasamos los primeros minutos en Inírida, escuchamos rumores sobre un pequeño cargamento que acababa de ser incautado por la policía.
Avanzamos a toda velocidad en un mototaxi por la capital del departamento, una ciudad de alrededor de veinte mil habitantes, en su mayoría indígenas, tan remota y pobre en infraestructura como muchos poblados africanos, a la que todo llega por vía fluvial o aire, sin vías que la conecten con la otra Colombia, la de ciudades como Bogotá, Cali o Medellín. Un polvo negro en dos bolsas blancas yacía en el borde de la pista, el piloto dijo que venía de un lugar llamado Zancudo. No hay yacimientos certificados en Colombia, por eso tomamos algunas muestras de la arena negra que llevaríamos posteriormente a la Universidad Nacional para un análisis de laboratorio. Sobre el coltán en Colombia las noticias han sido muchas, fragmentadas y erróneas.
La más reciente fue del 15 de mayo pasado, cuando un equipo multidisciplinario de la Fiscalía, la Policía, el Ejército y la Armada encontraron que dos frentes de las Farc recibían más de 20.000 millones de pesos mensuales en Guaviare y Guainía por cuenta de la explotación ilegal de oro y coltán extraído de reservas naturales del oriente del país. Se capturaron 59 personas, entre ellas cinco extranjeros y doce integrantes de la guerrilla. Además, en la investigación se supo que las Farc desplazaron a tres resguardos indígenas del Guainía para poder hacer la explotación en sus territorios ancestrales. En total, crearon 63 minas ilegales y nueve campamentos con la ayuda de 54 dragas, una operación enorme en la que el administrador era alias Brache, el delegado de Géner García Molina, alias Jhon 40, un capo del narcotráfico de las Farc. En el operativo, alias Chispas arrojó al río diez costales que contenían al menos 50 kilos de tungsteno, un mineral que es muy parecido al coltán y que ha hecho que su presencia en el país sea muy discutida. De ahí la importancia de las muestras que pretendemos tomar en nuestro viaje, porque en estas tierras cualquier tierra de color negro es coltán. Y eso no es cierto. De hecho, el coltán ni siquiera existe en el sentido estricto de la palabra.
Tome una tabla periódica y busque el coltán. Puede tardarse cinco horas o cinco días en hacerlo y nunca lo encontrará. La palabra “coltán” es una abreviatura de columbita y tantalio, un material del grupo de los óxidos del que se extrae el niobio y el tantalio, dos elementos metálicos que sí están en la tabla periódica. El tantalio tiene el número 73 y el niobio está en el 41. Uno está encima del otro y, además, tantalio viene de Tántalo, un hijo de Zeus que fue enviado al Inframundo, y que, a su vez, tuvo una hija llamada Niobe. De ahí el niobio. Ambos elementos tienen puntos de fusión muy altos. Es decir, el tantalio puede fundirse y pasar a un estado líquido a los 3.017 °C, mientras que el niobio lo hace a los 2.477 °C. Por eso usted puede cargar y recargar su teléfono celular cuantas veces quiera y usarlo todo el día en mil y una funciones a la vez. El tantalio y el niobio soportan toda la energía necesaria para ello. La palabra coltán, entonces, actualmente es un nombre que se usa como término comercial para referirse a minerales con contenidos de tantalio y niobio.
En 2012, el viceministro de Minas de ese entonces, Henry Medina, ratificó la presencia de coltán en una entrevista en el periódico El Tiempo: “En los departamentos de Vichada, Guainía y Vaupés se reporta presencia de coltán. Fueron identificadas cuatro subáreas que corresponden a más de dos millones de hectáreas con potencial, pero es necesario realizar mayores estudios para corroborarlo, y para esto el Servicio Geológico Colombiano se encuentra adelantando un proceso de contratación de técnicos expertos en esta materia”. Sin embargo, hoy en día, tres años después de ese anuncio, no hay una sola mina que extraiga coltán de manera legal en Colombia. Desde 2010, cuando salió al aire nuestro programa de televisión sobre el coltán, las calles de Inírida se convirtieron en una pasarela de empresarios de mineras enormes, pequeñas y mediocres, contrabandistas y hasta funcionarios de Ingeominas y otros entes estatales que viajaban a comprar coltán a como diera lugar. En cafetines del pueblo se cerraban los negocios. Incluso, pistolas de fluorescencia de rayos X, que pueden costar hasta ochenta mil dólares, eran usadas en esos cafetines para mostrarles a los compradores los elementos químicos presentes en esos puñados de tierra y piedras negras, que, en muchos casos, no eran de minas del Guainía, sino de Venezuela y Brasil. De hecho, se dice que muchas minas del departamento tienen títulos mineros para explotar coltán sin nunca haber encontrado el material en sus terrenos.
Lavado de minerales es el nombre de ese delito: mentir sobre la procedencia de un mineral. Sin embargo, eso no es lo peor que le puede pasar a un comprador de coltán. Zezé Amaya, un geólogo del departamento de Geociencias de la Universidad Nacional, vio desfilar por su oficina una fauna innumerable de compradores de coltán que le pedían que le examinaran sus tesoros. La gran mayoría compraron, sin saberlo, estaño, titanio, wolframio o tungsteno, en vez de coltán. “¿Ustedes quieren al medioambiente?”, nos pregunta Zezé antes de continuar con la entrevista. Hablaremos con él horas y horas sobre nombres de ríos y caseríos que no podemos revelar. Cualquier pista de más podría causar un desastre ambiental en Guainía. Zezé pertenece al Grupo de Estudios en Geología Económica y Mineralogía Aplicada de la Universidad Nacional de Colombia (Gegema). Están adscritos a Colciencias y una de sus formas de financiación es por medio de recursos de las gobernaciones del Vaupés, Guainía, Guaviare y Vichada, a través del Sistema General de Regalías con el Fondo de Ciencia, Tecnología e Innovación. Con él trabajan los geólogos José Franco y Amed Bonilla, dirigidos por el profesor Thomas Cramer, doctor en mineralogía del Technische Universität, en Berlín.
Entre junio y julio de 2015, en un viaje que les tomó más de siete días selva adentro, en algún punto de la frontera con Brasil, los cuatro realizaron un descubrimiento excepcional: el primer depósito de coltán en Colombia, certificado por un centro de investigación, que podría ser económicamente viable para su explotación, y que en la actualidad continúan en su investigación pese a las dificultades burocráticas de hacer ciencia en el país. Es decir: en muchas de esas rocas que los compradores han adquirido en la fiebre del coltán desde 2010, puede haber niobio y tantalio, pero en bajas proporciones o en formas en que es muy difícil de extraer. En cambio, en las muestras que estos cuatro científicos encontraron, los niveles de estos minerales son como su concentración in situ, altísimos. Por eso, su explotación sería muy rentable para el país. En el mundo, el kilo de coltán se cotiza hoy en 200 dólares, mientras que en Guainía, un kilo puede costar entre 30.000 y 40.000 pesos, es decir, alrededor de diez dólares. Por eso, los detalles de más sobre este hallazgo no nos están permitidos.
Viajar por el país es encontrarse con cerca de 20 mil cascos azules de la ONU y campos de refugiados.
Zezé busca entre cajas de muestras un trozo de coltán que trajo de Guainía. Después de un rato, da un grito: “¡Claro, ya sé dónde está! El profesor lo metió aquí”, dice, se agacha al piso y abre la tapa de un recipiente de plomo utilizado en medicina nuclear para guardar los isótopos de cancerología. La radiación del coltán de esa mina es altísima, y por eso el profesor Cramer lo guardó allí, para evitar que su equipo de investigación sufra mutaciones genéticas. En ese momento, enfundado en una bata azul que le queda gigante, el profesor se asoma, frunce los labios, se ríe y vuelve a irse. Es como una nube que va y viene flotando, de un lado a otro, por el departamento de Geociencias.
Zezé toma un contador Geiger, un instrumento que permite medir la radiactividad de un objeto. Recordamos haberlo visto en películas y documentales sobre Hiroshima y Chernóbil. En el medioambiente, el contador registra 0.2 μSH de radiación. Al acercarse a la roca de coltán, el aparato emite un traqueteo, una serie de impulsos, y alcanza a medir hasta 6 a 12 μSH grados de radiactividad. Basta con 0,5 para que ya sea dañino al ser humano. Al decirnos esto, pensamos que esta roca de grano no supera los 300 gramos de masa y aquellos indígenas del Guainía y mineros del Congo cargan varios kilos en su espalda, ¡y toneladas en sus aldeas, o peor, toneladas en sus hogares! ¿Cómo sonaría el contador Geiger al acercarlo a sus cuerpos? La República Democrática del Congo es tan grande como Europa occidental: dos millones trescientos cuarenta y cinco mil kilómetros cuadrados, para ser exactos, más rico en minerales que Venezuela y a la vez tan pobre como Haití.
Los cerros de Mavicure son la postal más famosa del departamento del Guainía.
Los tugurios de Goma, en la República Democrática del Congo, contrastan con la exuberancia natural del país al salir de las ciudades.
Un exreportero del Washington Post nos dijo que este país puede ser un lugar verdaderamente complicado si no se habla lingala (lengua local). “Hay jóvenes armados y drogados de distintos grupos que los matarían por robarles la cámara”, sentenció, mientras nos hablaba de las zonas en conflicto. Intimidados ante semejante caos y sin entender una palabra del idioma –que suena a golpes de tambor en vez de sonidos articulados con la lengua–, Donato Lwiyando, un misionero jesuita que será nuestro guía, apareció como casi lo que es: un ángel de piel negra que, en vez de sotana, luce una camisa colorida. Llama la atención su sonrisa inquebrantable y la fluidez de su castellano con acento español. Intercambió unas palabras con la persona que nos tenía retenidos y en menos de diez minutos nos sacó del aeropuerto.
Salimos a las calles de Goma, la ciudad más importante del este de la República Democrática del Congo y la capital mundial del mercado de coltán: el 80% de los yacimientos del mundo se encuentran en esta región, y por eso constituye el epicentro del conflicto congolés, que ha dejado 4,5 millones de muertos desde 1998, la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial, según la ONU. “Tenemos ochenta millones de hectáreas cultivables, eso podría alimentar cerca de mil millones de personas, pero sólo cultivamos seis millones; el río Congo podría producir electricidad para toda el África subsahariana, pero solamente el 5% de la población –algo más de tres millones de personas– tiene acceso al agua y a electricidad; el 60% de la selva que hay en África crece acá, y lo más importante, en el subsuelo tenemos diamantes; el 25% de cobalto que hay en el mundo; cobre, casiterita, oro y coltán”. Colombia, por su parte, tiene 42 millones de hectáreas cultivables, se siembran sólo 7,1 millones de hectáreas y 13.554.727 de hogares tienen acceso a la electricidad y 12.163.217 al acueducto. Un cartel inmenso al extremo norte de Goma anuncia el hotel Ihusi, el mismo que aparece en el documental Virunga, nominado al premio Óscar el año pasado. Un remanso de paz de cinco estrellas que bordea el lago Kivu. No goza de prestigio por esta razón, sino por encontrarse estratégicamente situado a pocos metros de la frontera con Ruanda.
Cualquier extranjero que tenga agallas para venir acá, podría, en caso de peligro, llegar en pocos minutos a tierra de paz. En Goma hay toda una organización en medio del caos para otorgar, a quien pueda pagarlo, la posibilidad de vivir de manera confortable en un país donde el 70% de la población vive con menos de un dólar al día. Los contrastes son evidentes, un soldado gana 35 dólares al mes, un policía 40, mientras que una botella de agua en el supermercado central de la ciudad cuesta un dólar, una lechuga, ocho, tres tomates, cinco, por ello la dieta de los locales se basa en arroz y harinas. Automóviles de modelos recientes, que exhiben con orgullo insignias de ONG, son los únicos que circulan por las vías destapadas, mientras cientos de personas nativas van a pie o en medios de transporte improvisados como bicicletas hechas de madera, o amontonados en camiones y buses desvencijados. A los locales no les gustan los periodistas y menos si son “musungos”, que significa “hombre blanco”, en lengua local. Ingenuos, llegamos a pensar que después de pagar 300 dólares por el permiso para grabar y tomar fotos, nos moveríamos libres por las calles.
Sin embargo, cuando pretendimos hacerlo, una turba se nos abalanzó gritándonos en francés que veníamos a su país a registrar la miseria para luego volver al nuestro a enriquecernos con el reporte. La reflexión no era del todo falsa, las principales cadenas de televisión y diarios del mundo han llegado, observado y preguntado en distintas lenguas a las
mismas fuentes sobre el problema de fondo que aqueja al país, para luego volver a Europa, Asia o América y observar de lejos que la masacre sistemática y el robo de recursos naturales continúan año tras año. Esta avalancha mediática ha creado en el gobierno local un sistema de sobornos o “incentivos”, como los llaman los funcionarios, que agilizan todos los procesos, poniendo al periodista dos o tres días después en la calle, cámara en mano, sólo para entender que tiene que pagar de nuevo, cientos de dólares, a un policía que le otorgue seguridad personalizada. Así asistimos a lo más parecido a un parque Walt Disney del horror, en el que, protegidos por los cascos azules de Naciones Unidas, cerca de veinte mil soldados apostados en el país, la mayor misión de este organismo en el mundo. Con su ayuda fuimos a campos de refugiados con cientos de miles de personas.
Según la ONG, Oxfam, dos millones de seres humanos se han desplazado en el país. “Los rebeldes mataron a mi esposo, cuando llegué al campo me violaron, tengo tres hijos y otro producto de la violación, son lo único que tengo, no existe ninguna esperanza […]”, dice Mimi Nyiraneza, habitante del campo de Mugunga. Pero las minas de coltán están muy lejos de ahí. En Bukavu, al otro lado del lago Kivu, y los ojos no alcanzan para ver la otra orilla, ni la mente para procesar las historias macabras que ocurren allí. Pero debemos emprender el camino hasta esa pequeña ciudad, bordeando el lago, para acercarnos lo más posible a las minas. El miedo, compañero permanente mientras estuvimos en el Congo, no aparece navegando el río Inírida, un paisaje sobrecogedor retratado en la película El abrazo de la serpiente aparece frente a nosotros: los cerros de Mavicure. Tenemos una cita con indígenas de la etnia puinave. Nos mostrarán una arena negra que algunos creen es coltán, y que diversas personas, impulsadas por el precio alto que alcanza en el mercado internacional, llegan buscando a diversos puntos de esta zona de Colombia.
En octubre de 2014 las autoridades incautaron varias toneladas de lo que podría haber sido coltán, muy cerca de aquí, en el vecino departamento de Vichada. De nuevo, el coltán aparece y desaparece como el Mohán y la Patasola en la selva colombiana. Luego del encuentro y las presentaciones de rigor, caminamos junto a los indígenas selva adentro, abriendo camino a punta de machete, exhaustos y asustados por la presencia de marranos salvajes, que dejan un rastro de olor parecido al del sudor humano y tan agresivos como los jabalís. Llegamos al yacimiento. Tomamos muestras y salimos de ahí antes de caer el sol.
El 25 de agosto de 2009 miembros del FDLR, Frente Democrático para la Liberación de Ruanda, uno de los grupos rebeldes que operan en la República Democrática del Congo, llegaron a la casa de Marta Buhendwa, preguntaron por su esposo. Ese mismo día la familia había vendido su posesión más preciada, una vaca flaca y vieja. Luego de robarles el dinero de la venta, ordenaron al hombre a que abusara de su hija, y como se negó, le pegaron un tiro en la cabeza, violaron a la pequeña de diez años y mataron a su hermano, que se abalanzó a defenderla. Luego la ensartaron en el suelo con una bayoneta. Pidieron a Marta que rociara gasolina alrededor de su casa, la encendieron y
se fueron. Ella contempló por horas el horno crematorio en el que se convirtió su morada. Esta historia nos la cuenta el padre Donato Lwiyando, nuestro guía, camino hacia la provincia de Mukungue, donde visitaremos una mina de coltán.
Recorrer los 130 kilómetros que separan a Bukavu del sector minero nos tomaría al menos cuatro horas por rutas maltrechas y polvorientas, rutas vigiladas y controladas por cualquiera de los grupos rebeldes que operan en la zona. A medida que nos alejamos y dejamos atrás el alboroto y caos que gobierna la ciudad de Goma, sólo una idea está clavada en la mente: ¿los paramilitares rondarán esta carretera? ¿Qué pasaría si nos los cruzamos en el camino? Donato nos responde enfático: “Hay que estar muy pendientes de las barricadas en la carretera. Al detenernos estaríamos perdidos, ellos no respetan a nadie.
Primero nos robarían todo, después violan a las mujeres y con suerte no nos matan”. Sabíamos que tres periodistas habían sido asesinados en este país y que en 2013 se presentaron casi treinta mil violaciones sexuales. En el hospital de Panzi conocimos a Denis Mukwege, médico ginecólogo congolés, nominado al Premio Nobel de la Paz por su trabajo en la rehabilitación de víctimas del abuso sexual como arma de guerra. En 2014, Mukwege intervino en el tratamiento de 1.600 mujeres. Dudamos en continuar, las historias de horror se amontonan en la cabeza. Aquí la violación es un arma de guerra.
Pocos días antes escuchamos a una mujer que relató cómo los rebeldes torturaron a su amiga embarazada sacándole el bebé de las entrañas, para luego ponerlo en una sartén y servirlo a sus acompañantes junto a un amasijo de materia fecal y orina que obligaron a comer a todos. La República Democrática del Congo es exuberante. Cultivos de té y banano junto a árboles inmensos y frondosos que filtran la luz y dibujan con sus sombras figuras cambiantes en el camino. Filas de mujeres caminan al borde de la carretera llevando, sobre la cabeza, madera, agua, frutas y ropa. Erguidas y elegantes, lucen telas multicolores que resaltan con su tono de piel y hacen del paisaje un lugar cálido y hermoso. Cada diez minutos sobrepasamos camiones rebosados de gente, cajas y animales. Llegó un momento en que nos salimos de la carretera principal para tomar una estrecha ruta destapada. Durante tres horas no nos cruzamos con nadie.
Cuatro horas de camino separan Goma del sector minero. Allí encontramos a Vicente, un minero que alcanza a ganar tres dólares al día extrayendo coltán.
Al llegar nos rodean árboles altos y el padre apaga el carro. Todo es silencio, un pigmeo de la congregación javeriana nos recibe. Después de un almuerzo frugal, emprendimos camino a la mina más cercana de coltán. Con prevención bordeamos la montaña. Al llegar a la cima, a unos diez kilómetros de donde dejamos el carro, empezaron a aparecer mineros de todas las edades, entre ellos decenas de niños. Nos miran callados, con miedo, las niñas se esconden.
Donato nos explicó la reacción diciendo que el lobo de la historia de caperucita aquí, es el hombre blanco. “Aquí los europeos, desde el siglo XIX, con el rey Leopoldo de Bélgica, han cometido las peores barbaridades: saqueado, robado, matado, violado y ahora son los que vienen por el coltán, por nuestra riqueza”. Varios metros abajo, un minero escarba con las manos y una pica, como si se tratara de una mina medieval. Acerca un poco a nuestra cámara el material que nos trajo hasta acá. Sonríe con timidez. Se llama Vicente, tiene sesenta años y gana al día dos o tres dólares en la mina. Un kilo de coltán, al salir del país, se cotiza en 200.
La población de menores en la mina resulta abrumadora. La ecuación es sencilla: mano de obra barata y acceso a los socavones más estrechos y profundos, que aquí alcanzan los ochenta metros. Tal es el caso de Sosthene, el nieto de Vicente, que con siete años también trabaja en la mina. Muchos ojos fríos, inertes como el mineral que buscan, nos miran. Es difícil no sentirse intimidado. El modelo industrial anacrónico se hace evidente en estas tierras. Industrias multinacionales incrementando sus capitales año tras año, mientras en un país olvidado personas trabajan sólo por la comida, como animales. Son las cuatro de la tarde y el padre grita desde la entrada que tenemos treinta minutos para hacer el trabajo. Desde este momento empieza una carrera contrarreloj.
En 24 horas debemos estar en Kinshasa, la capital, al otro extremo del país para partir de regreso a Colombia. Pocos mineros se atreven a hablar, juguetean haciendo muecas al lente, para después reírse viendo el resultado. La tensión se apacigua un poco, pero evaden las preguntas, tienen miedo, muchas de estas minas están controladas por guerrillas y nadie quiere arriesgar el pellejo. Grupos armados que sacan el producto hacia países vecinos, como Uganda y Ruanda, que es el mayor exportador de coltán, sin tener minas en su territorio. En los últimos años algunos de estos grupos rebeldes han firmado pactos de paz con el gobierno, incorporándose a las filas del ejército. Luego de violar y matar, ahora custodian las minas del lado estatal. De estas minas se extraen los llamados “minerales libres de sangre”.
Supuestamente allí no deben trabajar niños, se deben portar elementos de protección y no debe haber disparos. Algo que para muchos, en la práctica, con la cantidad de intermediarios implicados en el proceso, es casi imposible de determinar. Resulta impactante conocer que la materia prima de casi toda la tecnología que nos rodea depende de estos mineros que trabajan en circunstancias deplorables. El único contacto que el congolés común tiene con la tecnología que se obtiene de sus recursos naturales es el teléfono celular. Hay uno en cada mano, y no por lujo, sino porque en el país no existe red de telefonía fija.
Llegamos a la camioneta en la mitad del tiempo que nos tomó subir. Donato intenta encenderla sin éxito. El sol cae en el horizonte. Nos miramos aterrados. El padre susurra varias plegarias al cielo, mueve un botón, cambia la alimentación del motor al segundo tanque de combustible y el milagro toma forma ante nuestros ojos: con el campero encendido emprendemos el camino a toda velocidad. Ahora sólo rogamos para que en el trayecto de vuelta no se apague otra vez. La oscuridad avanza sobre el valle y amenaza con tomarse el país entero. La misión de cascos azules de la ONU redujo sus efectivos en dos mil hombres en marzo pasado. Grupos armados ilegales mantienen la guerra encendida al este luchando por el control de yacimientos de coltán. Los cálculos estiman más de dos millones de personas desplazadas. Nosotros avanzamos por la ruta, la adrenalina disminuye y voces amontonadas nos vienen a la cabeza, relatos varios que hemos escuchado a lo largo de este viaje. Gustavo Pérez, soldado uruguayo de los cascos azules: “Cuento los días para irme de este país, no hay salida”. Una víctima de violencia sexual: “¿Felicidad? ¿Qué es eso?” Espoir Baraarandanda, reinsertado: “He matado a 25 personas y tengo 17 años”. Consolata, joven esclavizada sexualmente: “Quiero estudiar leyes para luchar por los derechos de las mujeres”.
En el viejo Boeing 727 en el que volvemos a Kinshasa, la capital de República Democrática del Congo, para emprender nuestro regreso a Colombia, nos sentimos seguros por primera vez. Habíamos leído que esta aerolínea, junto a todas las demás del país, figura en la lista negra de la Unión Europea por carecer de mantenimiento. Minutos después, a 33.000 pies de altura, quisimos ver el panorama por última vez. Sin embargo, una cucaracha muerta, entre los cristales de la ventana, que se supone debería estar presurizada, nos lo impidió. Al regresar de Guainía nos encontramos con Zezé y el profesor Cramer en la Universidad Nacional. Tomamos las muestras, las pusimos en la pistola de fluorescencia y los resultados no se consideraron favorables. Como los cientos de compradores ignorantes que fueron estafados en Guainía, nosotros perdimos el viaje y no encontramos coltán. Con esta escena terminó nuestro programa de 2010. Pero Gegema y el profesor Cramer no descansaron. En los últimos cinco años viajaron al Guainía innumerables veces. Empresas privadas, sus ahorros personales e incentivos de Colciencias y el SGR hicieron posible que el 28 de junio de 2015 emprendieran el viaje definitivo.
Zezé nació en Inírida, y su conocimiento del departamento es enorme. Su cuenta en Google Earth tiene puntos y rutas marcadas que informan de sus innumerables aventuras por la selva. Para la última, y más definitiva, viajó con sus compañeros de investigación con 37 millones de pesos en efectivo en una avioneta hasta Inírida. Además, llevaba martillos de geología, dos GPS, teléfonos satelitales, radios y un Spot, una especie de walkie talkie anaranjado que tiene un botón que dice “help”. Al oprimirlo, en cualquier lugar del mundo, un mensaje de texto le llegará el profesor Cramer, con los datos de las coordenadas, para ir a su rescate. Al aterrizar en Inírida, el equipo contrató quince hombres, entre los que repartieron fajos de dinero para que, en caso de sufrir un robo o que alguno sufriera un accidente, la pérdida no fuera responsabilidad de uno solo. También contrató dos lanchas, que cargaron con el equipaje y varios tambores de gasolina, a treinta mil pesos por galón, el precio del combustible en los confines de la selva colombiana.
Después de navegar unas horas por el río, llegaron a un meandro en el que los esperaba un tractor, porque allí, en las postrimerías de Colombia, las camionetas 4x4 se quedan cortas. Hay muchos tractores que prestan ese servicio de atravesar la sabana en viajes de hasta diez horas, por los que cobran millón y medio de pesos. Por eso hay que llevar dinero en efectivo: de estas selvas sale el corazón de la tecnología mundial, pero los tractores todavía no reciben tarjetas de crédito. Esos tractores arrastran un tráiler de madera, donde se suben las personas, los equipos y los animales por igual, unos sobre otros. Pero algunos pasajeros arriesgados se montan donde pueden, y fue así como el conductor del tractor que llevó al equipo a su descubrimiento le contó que unos meses atrás, uno de sus pasajeros, borracho, se resbaló de un guardabarros, cayó al suelo y el tractor le pasó por encima. Después de ocho horas de viaje sobre el infierno del tractor, el terreno se volvió tan quebrado que llegó un punto en que el conductor del tractor no se arriesgó a seguir.
Entonces tomaron otra lancha, y durante varios días pararon en playas a armar cambuches improvisados con plásticos enormes, y se encontraron uno que otro caserío donde alguna vez ocurrió el milagro y pudieron comprar una gaseosa helada por cinco mil pesos. Al seguir la travesía, Zezé y sus acompañantes llegaron a un punto de la selva en el que debían bajarse y atravesar a pie, a punta de machete, por dieciséis horas. Allí contrataron indígenas para cargar sus equipos, que cobran entre mil y cinco mil pesos por kilo de carga. En mitad de la selva, en un claro, encontraron una especie de espantapájaros. Tenía el cuerpo hecho con palos, un fusil hecho de icopor, que decía “prohibido seguir”, y un cráneo de danta o tapir a manera de cabeza. Lo habían dejado las Farc allí para los visitantes indeseados. Sin embargo siguieron el camino hasta encontrarse en otro río con otra lancha, que deben haber agendado días antes con la ayuda del teléfono satelital, que les cobra seis mil pesos por minuto. A Zezé le ha pasado que sufre algún retraso en la ruta, y al llegar, el lanchero se ha cansado de esperar, y ahora es él quien debe esperarlo uno o dos días más a que regrese.
Esa lancha, al final, terminó por llevar al equipo y su equipo a un caserío de indígenas cristianos. Al llegar los hicieron pasar a una maloca donde había una mesa con frutas exóticas, entre ellas bananos rojos, propios de la selva. La hospitalidad indígena llegó al punto de que, junto a las frutas, había un recipiente de plástico con rocas y arena negra. Zezé sacó de inmediato su contador Geiger y registró altos niveles de radiación. Hasta esa aldea perdida en la selva llegan de vez en cuando compradores de coltán de Brasil y Colombia, para venderlo, quizá, a nombre de sus minas con títulos falsos de explotación de coltán. Los indígenas no lo explotan de manera regular ni industrial. Sólo venden al comprador ocasional que se arriesga a llegar hasta allí. Al día siguiente, a las 6 a. m., emprendieron camino a pie por la selva con dos indígenas. Cada uno les cobró cincuenta mil pesos por acompañarlos, que es la tarifa normal que cobra un baquiano por trabajo en la selva y los llanos de Colombia. Después de tres horas de caminata encontraron un riachuelo de aguas rojizas por los taninos de la materia vegetal descompuesta. Un árbol caído y la tierra removida son los indicios de que es un lugar en el que, a punta de pala, se saca coltán de allí. Con bateas, como mineros prehistóricos, recolectaron más muestras de piedras y tierra negra que daban muchos impulsos en el contador Geiger.
El equipo de investigadores de Gegema encontró en julio de 2015 el primer yacimiento de coltán que podría ser viable económicamente para su explotación. En la travesía de siete días por la selva navegaron ríos, recorrieron ocho horas sobre un tractor e, incluso, encontraron un muñeco  espantapájaros de la guerrilla que les advertía no entrar a su territorio.
Una semana después, al llegar a su laboratorio, el equipo se reunió y puso una de las muestras en la pistola de fluorescencia de rayos X. Conectaron un computador y vieron los pulsos del material. La onda, como de un electrocardiograma de un enfermo terminal, les mostró dos picos en la gráfica: uno en el tantalio y otro en el niobio. Nunca antes habían visto una muestra de semejante calidad extraída en el país y distribuida por más de dos kilómetros de radio. Es decir, una mina de esa magnitud traería un enorme desarrollo económico, y si se tratara de forma responsable con el medioambiente y las sociedades indígenas vulnerables, el fantasma del Congo se alejaría de Colombia. El coltán, por fin, está entre nosotros.
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