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Historias

La crisis de las prostitutas colombianas en Madrid

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Revista Don Juan
Las prostitutas colombianas en España son una especie en vías de extinción. En el año 2000, se estima que había 4.761 trabajadoras sexuales colombianas en España, que en 2005 pasaron a ser 2.388 y en 2012, según una Memoria de Médicos del Mundo, se apunta a 1.302. La crisis de la economía europea es la principal causa de que muchas hayan regresado a Colombia. Estuvimos en las calles aledañas a la Gran Vía, la Colonia Marconi y el Parque del Oeste hablando con las últimas prostitutas colombianas en España.
 Shirley tiene cincuenta años, está parada en el Paseo del Rey o en la calle Rosaleda en Madrid, aguanta el frío mientras espera que un cliente se decida. Antes estuvo en la Casa de Campo, en la calle de Almagro y en el polígono industrial de la Colonia Marconi. “Nos arreglamos con las ganas de querer salir y hacer un buen trabajo”, me dice.
–¿Cuánto tiempo invierte en prepararse? –le pregunto.
–Ay, un poquito, y eso que no tengo pelos ni en las piernas ni en el pecho –me dice. “Poquito” se traduce finalmente en tres horas. No entiende que haya chicas que se vistan en bluyín y en botas, “yo soy más de vestidito, me quito la braga y listo”. Desde luego que hay que tener muy presente muchos frentes en este trabajo. Llegó a España hace catorce años desde Pereira para reunirse con el resto de su familia. “En mi casa nunca se ha ocultado lo que yo hago”, dice. Shirley empezó a los 16 años a ejercer la prostitución en el Parque Bolívar de su ciudad para ayudar en casa a su mamá a mantener a sus hermanos pequeños. Para ella este trabajo es una forma de subsistir, “yo vivo de cobrar un servicio”, apunta. “Veinte euros un ‘francés’ y cuarenta un ‘completo’”. Al hombre no termina de convencerle la propuesta y acelera el carro dejando un rastro de haz de luz roja.
La felación y el coito son como la distribución en el campo de los futbolistas en el dibujo táctico del 4-4-2, un clásico que todo el mundo conoce. Sin embargo, Margarita, de 48 años, nació en Pasto, Nariño, al sur de Colombia. Recuerda aquellas primeras veces en la calle en las que los clientes le preguntaban por un “francés” y ella les respondía que no, que no lo hablaba. Por aquel tiempo tampoco hablaba el “griego”, como le dicen en Europa al sexo anal. Hoy, simplemente no quiere hablarlo. Bastante tienen sus clientes de mediana edad subiendo hasta la tercera planta sin ascensor en la que se encuentra la pieza donde trabaja. “Llegan cansados”, bromea.
En los servicios de Shirley no hay remilgo ni pudor. “Ay, mi amor, en la calle, casi todas hacemos de todo”. Sin embargo, no se viene con todos los clientes, “si no te mueres”, sentencia. Shirley es una mujer transexual que conserva el órgano masculino. “A mí cuando me follan me parece divino, pero cuando me toca follar lo hago también”. Reconoce que con los clientes practica sexo, en ocasiones, sin preservativo, pero “sin llegar a terminarlo”, aclara. En las antípodas de su modus operandi se encuentra Elisa, de treinta años. “Conmigo vienen una vez, no repiten, porque yo no hago lo que hacen el resto de chicas”, confiesa. “Si no hay preservativo yo no follo, tampoco por atrás”.
"Antes nos iba muy, muy bien. En una semana me podía sacar 1.500, 1.800 hasta 2.000 euros. Había días de 400 euros. Ahora, una gran jornada es de 160”, comentan.
Esta mujer de treinta años es fruto de un matrimonio turco-colombiano. Llegó a Madrid en 2010. En este tiempo ha sido mamá y hoy vive con su hijo de tres años en una pieza en un apartamento compartido. Nadie de su entorno sabe que ejerce como prostituta. “Lo hago por necesidad”, dice. La calle de la Montera, en pleno centro citadino, es su lugar de trabajo. Se muestra distante y desconfiada a partes iguales, así como pragmática a la hora de encarar su oficio. “Yo cuando estoy con un hombre veo el dinero en su cara”. Para tirar gratis con un hombre cualquiera que ha conocido en una discoteca prefiere cobrar 25 euros por un servicio de diez minutos y así tener algo que llevar a su pequeño. De ese total hay que descontar cinco euros que paga en concepto de alquiler por la pieza.
Estas habitaciones se encuentran en pisos ubicados en edificios de las calles aledañas a la Gran Vía, cerca de los lugares donde se paran y esperan a los clientes. Husmeo en una de esas habitaciones como si fuera a comprar el piso y veo que es estrecha. La cama ocupa gran parte del espacio y está custodiada por dos espejos rectangulares a cada lado. Sobre una mesita hay un rollo de papel de cocina, un paquete de kleenex y una tira de preservativos. Una silla y una lámpara. Para mis adentros me digo que no es la idea que tengo de un lugar acogedor. Pero aquí no se viene a tomar una aromática, me recrimino.
Y me acuerdo de las hogueras que prenden las chicas en la Colonia Marconi para entrar en calor en noches gélidas en las que también trabajan. La necesidad y el deseo no entienden de festivos y la ética se rige por otros valores. Los “pases”, tal y como los describe Elisa, se sienten fríos. Cada uno por sus propios medios se desviste. Al hombre no le permite que le bese en la boca ni en los pechos. Elisa, con ayuda de una servilleta evita que sus manos toquen el pene del cliente al ponerle el condón. Se monta sobre el hombre a horcajadas y de manera estratégica sitúa dos dedos entre ambos para evitar el choque directo de las zonas púbicas. A continuación reproduce por dos veces un sonido seco –simulando el efecto sonoro del movimiento pélvico en la penetración– para concluir con un “y listo”. “Lo que me haces tú ya me lo hace mi mujer”, le dicen los clientes que no volverán a buscarla. Por lo visto, sus mujeres tienen un olfato tan fino que la sospecha nunca se va. Por eso, Shirley dice que no usa perfume, porque delata a los clientes y no quiere perderlos. Ni abrigos que puedan soltar pelos y dejarlos en los asientos de los carros. Los caballeros tienen que seguir siendo maridos después de los encuentros con otras damas. Damas de la calle.
Al otro lado del teléfono siento que Paula, de 41 años, tiene ganas de hablar. Y cuenta. A ella acuden, entre otros, los
que denomina hombres muy “dañados”, pero seguros de que el dolor es su peaje para el placer. “Les gusta un daño fuerte”, dice con su acento caleño. El intercambio de parejas, el voyerismo, el BDSM (bondage, sadismo, sadomasoquismo, dominación, sumisión), el fetichismo y la coprofilia hacen parte de un abanico de fantasías escondidas. Paula, además de ser una especie de Justine, es una excelente cicerone en este mundo donde la sangre y el esperma se vienen al mismo tiempo, a veces, con ayuda de la orina. Seis mil euros le puso sobre la mesa un chico a Paula para que llevara a cabo este servicio. No se puede negar que ella tiene sentido del humor y agallas para lidiar con estos tipos, “que no saben con qué disfrutar”, alega. Y comparte otra petición que le hicieron: que introdujera una aguja larga y gruesa por el pene. No pierde la oportunidad para contar la vez aquella que un cliente le pidió que le atara bien fuerte los huevos y que le azotase con una fusta. A su vez, tenía que orinar en un vaso transparente y dárselo para que él se lo bebiera y después se viniera. “Y el señor tan feliz”, comenta. Con delicadeza desestimó un servicio escatológico por declararse incapaz de hacerlo, “lo gracioso es que el que pidió eso come las gambas con cuchillo y tenedor”, añade.
Paula no pierde el buen humor, en cada cuento saca una sonrisa. Hasta cuando cuenta la primera vez en que le dijo a un desconocido aquello de “¿quieres subir y acostarte conmigo?”. Tampoco esperó a que su familia se enterara por un tercero y ella misma les contó que era prostituta. La respuesta que le dio su hijo al respecto de la cuestión es una prueba del amor que hay entre ellos: “Mamá, yo a usted siempre la he visto trabajar mucho y no tengo nada que reprocharle”.
"Ay, mi Amor, en la calle, casi todashacemos de todo”.
Paula se lamenta de que la gente solo se queda con lo más malo de esta profesión. Entonces yo pienso en mis prejuicios, que no son otra cosa que lagunas de ignorancia, acerca de la prostitución. La mujer continúa disparando frases tan simples como una bala, pero con el certero efecto que le imprime la velocidad: “Gracias al trabajo como prostituta pude pagar el entierro de mi hermana. Limpiando casas no podría haberlo hecho”. Paula entró y salió de los clubes cada vez que necesitó dinero rápido, que no fácil, para sufragar una circunstancia en la que no había tiempo que perder. Como fue el cáncer que mató a su hermana.
Paula ni se droga ni fuma ni toma. Shirley no es adicta a las drogas, pero sí las consume: cocaína, hachís y pastillas. Fuma para pasar la noche entre cliente y cliente. El whisky le hace falta tomarlo. Ella misma reconoce que va a trabajar sobria y regresa borracha a casa.
–¿La droga la paga el cliente? –le pregunto.
–Claro, no le voy a invitar yo. Ni que fuera mi marido. Y recuerda a un cliente que cada vez que le pintaba una raya le regalaba el turulo con el que esnifaba la cocaína –un billete de 20 euros–.
Estaba encantada, no hacía más que preguntarle “¿No me vas a poner otra?”. Por lo visto, este tipo de cliente que consume drogas paga bien. Con tanto ajetreo el viagra tiene su excusa y los clientes la toman y les gusta que mujeres transexuales como Shirley también la tomen. Como si la coctelera no estuviera a rebosar, de su bolso saca un botecito de popper: “a los clientes les pone muy cachondos”, dice en relación con el calambrazo que recorre toda la espina dorsal que desata esta sustancia al inhalarla. “Vienen clientes espectaculares y la pasamos divino”.
No ocultan que les fue bien, sobre todo antes de la crisis de 2007 y 2008, aunque “para esto los clientes siempre guardan su dinerito y una recoge alguito”, dice Paula sobre la situación actual. Ya no gana el equivalente a seis mil euros, cuando había clientes que pasaban toda la noche con ella. Sus precios por servicios son veinte minutos por cuarenta euros y cuarenta euros por un masaje con “final feliz”, es decir, un “francés”. Shirley da fe de esas boyantes cantidades de antaño. “Antes nos iba muy, muy bien. En una semana me podía sacar 1.500, 1.800 hasta 2.000 euros.
Había días de 400 euros”. Ahora, una gran jornada es como la que hizo a mediados de marzo, en la que ganó 160 euros en tres “pases”. Al trabajar en la calle sus tarifas son menores, pero añade que “depende como se sienta el cliente” puede pagar más o menos por otro tipo de servicio.
–¿Como cuál? –pregunto.
–Besar los tacones de mis zapatos y mis pies.
–Y te paga…
–De setenta euros en adelante.
Margarita se muestra más pesimista e incluso habla de que “la putería se acabó”. Acto seguido arremete contra la antigua alcaldesa de Madrid por su intento de botarlas de la calle. Muy lejos están los días en los que ganaba trescientos euros diarios, a veces, dos mil euros al mes. Y lo compara con el mes de enero en el que apenas hizo dos pases.
"A los clientes les pone muy cachondos", dice Shirley sobre el Popper.
 Me queda sonando que las mujeres con las que he hablado han ganado, en ocasiones, una buena cantidad de euros, pero no era paraellas. Se han prostituido para ayudar a los suyos. ¿Por qué se las estigmatiza más que se las alaba? Supongo que el precio por hacer lo primero sea menor que el valor que requiere hacer lo segundo. Un pecado capital cualquiera. Sentada en el asiento del copiloto del carro, Shirley susurra la misma oración varias veces y se santigua. De su bolso saca una botella de plástico de 500 ml y toma un trago de whisky, “solito, sin pasante”, antes de comenzar a trabajar una noche más. “Salimos a la calle a luchar”, confiesa con esa voz de travesti que no le gusta.
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