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Historias

Road trip por los mejores Whiskies de Escocia

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NADIE ENTENDIÓ MUY BIEN POR QUÉ DIEGO Mauricio Arango Zuluaga, mesero del restaurante V. O. By Paco Roncero, miró a los lados, verificando que nadie lo viera, y se agachó para tomar unas piedras del piso y metérselas en el bolsillo. Estábamos a punto de partir del castillo de Drummuir, una residencia construida en 1847 para el almirante Archibald Duff, en un recorrido por Escocia con los catorce mejores meseros de Bogotá, premiados en el concurso Master of Taste, de Diageo.
“¿Usted se imagina cuántos años tienen esas piedras?”, dijo Diego al subir al bus, entre las carcajadas de todos. Él no pensó que todos lo habíamos visto. Eran las 8.30 a. m., había un poco de neblina y Diego llevaba puestas gafas oscuras.
Las gafas, claro está, eran por el guayabo. Al entrar al castillo de Drummuir el día anterior, nuestros ojos sólo pudieron ver una cosa: una biblioteca enorme de botellas, cerca de mil referencias de licores. “Pueden servirse ustedes mismos”, nos dijo el mayordomo. Perdí la cuenta de cuántos vasos bebí, pero recuerdo haber destapado la botella número veinte. Eso sí, me serví un dedo de cada uno para poder probar todos los que pudiera. Esa noche puedo decir que recorrí todo Escocia en más de veinte botellas, desde el sabor a sal y humo de las maltas de las islas Hébridas, las frutas y las nueces del Speyside, las flores y la miel de los Highlands y los pastos verdes de los Lowlands.
El whisky es un milagro. El grano de cebada se humedece, y cuando brotan las raíces de esa pequeña semilla, los granos se tuestan para que no se conviertan en plantas. Allí, la cebada pierde su nombre y pasa a llamarse malta. En algunas destilerías ahúman los granos con turba, un material orgánico anterior a la formación del carbón mineral y que abunda en Escocia. Por la turba, algunos whiskies tienen sabor a humo. Luego, ese grano tostado se muele, se pone a hervir en agua caliente para que el almidón se convierta en azúcar y después, al hervir ese caldo en el alambique, el azúcar se convierte en alcohol. Pero si la receta es sólo una, ¿por qué cada whisky sabe diferente? Hay varios factores: qué tan tostado y ahumado es el grano de malta, los componentes del agua de cada destilería y la forma del alambique, si termina en espiral, si se corta de repente o si baja en picada.
Al final, el proceso finaliza en barricas de cedro o roble. Mientras más vieja la barrica, más tiempo puede estar el whisky en ella, porque el proceso va a ser más gentil y delicado y el resultado va a ser más sabroso al paladar y, sobre todo, más costoso. ¿Cuánto cuesta un arriendo de un metro cuadrado en Escocia por treinta años? Ya sabe el porqué de los precios de los whiskies. Además, hay un dato adicional: cada año, el whisky se evapora 2% en las barricas. A ese fenómeno le dicen “la parte de los ángeles”. Así que al final hay que recuperar esa pérdida.
El Speyside Cooperage es un taller de fabricación y reparación de barricas. Sus trabajadores son unos de los mejor pagados en Escocia.
El whisky que hacen en una destilería con cebada es un single malt, y el que hacen con cebada, trigo y maíz se llama single grain. En 1860, Andrew Usher mezcló los dos, y fue John Walker, por su especialidad en mezclar tés, el que logró llevar la costumbre de tomar whiskies mezclados, blended, a todos los rincones del mundo. Por eso, en Colombia tomamos Johnnie Walker, Old Parr y Buchanan’s, porque sus sabores son más suaves y equilibrados que los single malts, y eso los hace más atractivos en el mercado mundial.
Yo intenté que los catorce meseros que me acompañaron hicieran lo mismo, pero fue imposible. El mayor fracaso fue cuando Lucho, el mesero del Bandido, se sirvió un trago de Baileys. Otros más se sirvieron tequila, Zacapa y Tanqueray Rangpur. Sólo Gelber Casallas, el mesero del bar Apache, me siguió el paso en el recorrido por los single malts de las islas, con vasos ahumados de Talisker y Lagavulin, sin hielo, como deben tomárselo los hombres, así lleven falda puesta.
Pero después de esa decepción, en la cena final me dieron una gran lección de servicio. El blanco de las críticas fue el mesero español que nos atendió. Al llevarme un plato de rib eye término azul, Diego David Mora, capitán de meseros de Criterion, me dijo “¡no toque el plato!”, y puso su dedo en el borde y dijo “el plato no puede estar por fuera de la mesa ni un milímetro”, y lo empujó, alineándolo con el borde de la mesa. “Además, la proteína debe estar enfrente del comensal”, dijo, y giró el plato para que la carne me mirara de manera directa.
Y así empezaron una retahíla de críticas en contra del servicio escocés. Recordaron al mesero del restaurante de la primera noche, que se puso a limpiar las mesas alrededor y las dejó sin cubiertos ni servilletas. “Uno no puede dejar una mesa pelada, sin nada, eso es contaminación visual”, dijo Diego de V. O. Luego recordaron al mesero español de Gleneagles, un hotel en el que David Beckham suele alquilar un piso entero para pasar el verano. El mesero estaba feliz de hablar en español. Y habló demasiado, y casi gritaba “¿quién quiere agua?”, con las botellas en la mano, en vez de pasar de comensal en comensal ofreciéndola. De hecho, Diego, de V. O., se paró a ayudarle a servir el agua en el momento de mayor caos.
Pero el inútil mesero español de la última cena me dejó una nueva gran obsesión etílica. En un viaje anterior a Escocia visité el The Cafe Royal, un bar que data de 1863 y donde una barman con la nariz más grande que he visto me sirvió mi primer gran amor: el Laphroiag, un single malt con el que entendí de verdad qué era un whisky: años y años de sexo entre la madera y el alcohol, en el que las barricas respiran como pulmones que dejan entrar el salitre del mar y preservan el humo de la turba. Al segundo trago de Laphroiag, la mesera me dijo que su favorito era Lagavulin, otro single malt que me obsesionó.
Pero en mi última noche en Escocia decidí salirme del guion y explorar más de las islas. El mesero español me vio la intención y me trajo algo que todavía no puedo pronunciar: Bunnahabhain, que significa “boca del río”. Él es mi nuevo amor porque entra dulce, casi como un Dalwhinnie, pero al final una ola gigante de mar y humo y algas estalla en la boca y deja noqueado al bebedor más rudo. Al día siguiente, en el duty free, busqué una botella, pero no la encontré. Así, que tendré que volver a Escocia por ella.
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