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Historias

Travesía por el Magdalena

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“Buenas noches, el RR Dorada reinició descargue hoy a las 16:45, si no hay inconveniente debe finalizar descargue mañana a la medianoche”, decía el mensaje que llegó a mi celular. “Deben presentarse a las 14:30 en el caño de Policarpa, 200 metros antes de la glorieta de Mamonal, sentido Cartagena-Pasacaballos. Ahí los va a recoger una lancha”.
Después de varios intentos dimos con el caño Policarpa, un riachuelo sucio que atraviesa la autopista. A la sombra de lo que parecía un vigoroso samán, había un endeble muellecito de tablas. Un marinero con overol e insignias de la Naviera Central Colombiana nos esperaba en una lancha casi nueva. Nos alargó dos chalecos salvavidas. El endeble muelle era también el escondedero de consumidores de droga que, tirados sobre un tablón, nos vieron pasar, con maletas de ruedas y ropa limpia, como si fuéramos una alucinación. Uno de ellos balbuceó algo con la dicción de un boxeador reventado y aunque lo tomé como una despedida, bien pudo ser un insulto. Enfilamos por el caño y pronto estábamos cortando el suave oleaje de la bahía de Cartagena, en medio de gigantescos trasatlánticos y alcatraces que planeaban a ras del agua y se zambullían sin aviso. Entre los manglares asomaban las chimeneas de Ecopetrol con sus llamas perpetuas y los gigantescos tanques de almacenamiento de hidrocarburos como tambores relucientes de una banda marcial en receso.
Desde aquí, empezaría una travesía por medio país remontando el río Magdalena, desde esta boca en la bahía de Cartagena —la otra es Bocas de Ceniza en Barranquilla— hasta Barrancabermeja. Unos 600 kilómetros de viaje, la mitad de un largo río que atraviesa a paso lento 17 departamentos, más de 700 municipios y conecta, sorteando sinuosamente los recovecos de una geografía intrincada, el corazón andino del país con la costa caribe. Un río que se derrama con tanta amplitud y tan poco ruido que a veces parece un lago quieto. Según Manuel Rodríguez Becerra, presidente del Foro Nacional Ambiental, en la cuenca del Magdalena-Cauca vive el 80 % de la población del país, allí se produce el 80 % del PIB, 70 % de la energía hidráulica, 95 % de la termoelectricidad, 70 % de la producción agrícola, incluyendo 90 % del café, y 50 % de la pesca de agua dulce. El río irriga unas 889.000 hectáreas de ciénagas y es el hábitat de más de mil especies, según el Instituto Von Humboldt, un centro de investigación ambiental.
Las cifras solo prueban que cuando se dice que el río es la arteria del país no se trata de una alegoría, sino de su descripción. Su función vital va más allá de la hazaña geográfica, a la que se suman conquistas increíbles en los territorios no menos escarpados de la fantasía y el mito. Por el Magdalena subieron en un vapor Florentino Ariza y Fermina Daza para curarse del corazón; bajó braceando desde Neiva hasta Barranquilla, cuchillo al cinto, el joven Kapax; y subió el barón Von Humboldt garabateando notas y medidas en un champán; fue por este río que subió el piano de cola de Geo von Lengerke, el emprendedor bandido en La otra raya del tigre; por aquí bajó espiando a las bellas lavanderas el hombre-caimán y subieron los hipopótamos perdidos de Pablo Escobar. Sus bogas inspiraron las poesías de Candelario Obeso y unos versos de Pablo Neruda en su Canto General. Por aquí subió el primer carro que rodó en Bogotá, un Orient de cuatro caballos. Y dice John Dos Passos, quien quizá lo recorrió, que fue este río el que mató a Jonas Fenimore, un personaje de sus novelas.
El Magdalena pasó en zig-zag por los rincones más atroces de la guerra, y en ese viaje irremediable hacia el mar, arrastró callado buena parte de lo que ella dejó —cadáveres sin nombre, natas de crudo derramado, toneladas de mercurio, enseres y puertas de casas abandonadas a la fuerza—. En el caluroso Magdalena Medio se incubaron las autodefensas que darían pie al paramilitarismo y en los páramos del Macizo colombiano, donde nace, marcharon guerrilleros atrincherados en la bruma.
Hoy, el río sigue siendo testigo de la tragedia, ya no de otros, sino de la propia. Y el viaje que empezamos es el testimonio de la triste decadencia del río, la creciente dificultad para navegarlo, la infame deforestación en sus riberas, la contaminación de sus aguas saturadas de la basura de las ciudades y los desechos de la minería que ha intoxicado sus afluentes, de las más de cien especies en peligro de extinción —el manatí, el caimán, el paujil del pico azul, la tortuga charapa— que malviven en el río, de la miseria de los pueblos de pescadores que alguna vez fueron la gran despensa del país y, en últimas, la indiferencia y la ineptitud de quienes tienen la responsabilidad de protegerlo.
Entre los impávidos trasatlánticos, estacionados en la bahía, flotaba el remolcador RR Dorada, un barco cuya especialidad es empujar. De lejos parece muchas cosas: una capilla flotante, una mujer en traje de novia, un dedo mocho. No tiene las armoniosas curvas de las quillas de los veleros, ni la proa prominente de los rompeolas. Es más bien una caja de metal de tres pisos, la cáscara para tres monumentales motores de más de mil caballos de fuerza que empujan hasta 8 barcazas con 65.000 barriles de crudo. “Es como mover el estadio Maracaná”, diría luego José de Jesús Martínez.
Poner pie a bordo fue como enlazar una mula resabiada. Faltaba ahora que ese animal pudiera llegar a Barrancabermeja a tiempo, un propósito que con la suma de retrasos acumulados —y los que vendrían después—, parecía ya imposible. “Vamos a ver si zarpamos mañana”, dijo sin apuros José de Jesús Martínez, el piloto al mando del RR Dorada, que nos recibió con una taza de café en la mano y una toallita colgando en el bolsillo del pantalón. “Tenemos que armar el convoy y esperar a que nos autoricen”. Ser marinero, se descubre rápido, es aprender a esperar. Quizás por eso José de Jesús Martínez no anda con afanes; treinta años navegando el Magdalena le han enseñado a no forzar la marcha de la vida.
La brisa del mar mece las seis barcazas de hierro atadas a una boya en la bahía de Cartagena. Cuatro marineros ataviados con sus overoles naranjas, sus cascos y sus salvavidas bregan enlazando amarras y templando guayas con enormes malacates. Al rayo del sol, la superficie de hierro de cada barcaza es una parrilla al fuego.
“Yo salí de allá abajo, de la marina”, dice José de Jesús Martínez, 64 años, observando desde el puente de mando a sus marineros alistar el convoy. Los otros tripulantes le dicen “el Padre”. No es por la edad con la que aventaja al resto de la tripulación ni por su serenidad imperturbable, es porque antes usaba camisas sin cuello, como los curas. A José de Jesús Martínez el apodo le viene bien. De pie en el puente, subido en un banquito para marinos tropicales y bajitos como él, parece oficiando desde un altar que mantiene limpio, espantando insectos a golpe de trapo y polichando las barras niqueladas del timón.
El Padre recibe, de pronto, la señal del contramaestre; el convoy está armado y forma una puya, como le dicen ellos, de casi medio kilómetro que carga el equivalente a unas 250 tractomulas. “Jefe, zarpando: 15 horas”, anuncia José de Jesús Martínez por el radioteléfono y se reporta a la Base Naval de Cartagena. “El chicharronazo es salir de todos estos buques” —el Krymsk, el BLS Ability, el Caribe Star—, que aguardan su turno para cargar.
Fueron fuerzas igual de caprichosas a las del mar en que se mecen las que hicieron que José de Jesús Martínez esté hoy subido en este barco. Tratando de rastrear las causas, los influjos de la casualidad y el oleaje de sus decisiones, el piloto remonta las aguas del tiempo hasta sus épocas de vendedor trashumante de nísperos y zapotes en Montería. A los 28 años ya hacía buena plata, dice. “Pero un día me mamé el plante en una corraleja. Con los bolsillos vacíos me tocó navegar… y mire todavía estoy en el río”.
Su ascenso a piloto fue otra casualidad, un hecho fortuito que lo cogió parado en la orilla correcta: en 1989 hubo una huelga de estibadores y pilotos en Puerto Wilches y un ingeniero que tenía a cargo la operación de una de las navieras le dijo “José, ¿usted se quiere ir para la casilla (puesto de mando)?”. “Ajá, ni corto ni perezoso le dije que sí”, recuerda. “Cuando me di cuenta, ya estaba montado en el potro”.
Ya los buques han quedado atrás, lo mismo que sus recuerdos de juventud. Ahora se enfoca en la delicada maniobra de ingreso al canal del Dique. Empuja las tres palancas de potencia a fondo y, atrás, las chimeneas del motor sueltan densos penachos de humo negro. La puya del remolcador, por fin, se clava en el canal, despacio, como una aguja por un estrecho ojal.
A medida que avanzamos por el canal del Dique van quedando atrás los parques industriales, los parqueaderos de tractomulas, los talleres y se va abriendo paso una vegetación compacta entre la que que se ven, a veces, los ranchos de descanso de los pescadores y las madreviejas que conectan con las ciénagas. El agua es de color café oscuro, como el cuncho de un café con leche. Para muchos, el canal como obra de ingeniería es una proeza, pero como intervención es una pequeña tragedia ambiental y social. El canal es un tajo artificial que partió en dos un complejo sistema de humedales que vivía de las inundaciones periódicas, pero que ahora, desconectado, se ha ido secando, a cambio de mantener esa carretera de agua navegable.
La idea de conectar Cartagena con el Magdalena data de la época de la Colonia, cuando los españoles iniciaron las primeras obras para atravesar las ciénagas de las sabanas de Bolívar y salir a aquel río que los indígenas pijaos llamaban Yuma, río del país amigo. Pero fue realmente a comienzos del siglo XX, upado por el entusiasmo de la ingeniería aplicada al recién inaugurado canal de Panamá, que se dieron las primera obras para convertir ese paso en un verdadero canal. Desde entonces, ha sido rectificado varias veces para quitarle curvas. En los años cincuenta, la primera rectificación las redujo de 113 a 93 y en 1984 se repitió la operación, que las bajó a 50. Aunque más corto, el problema es que sin curvas, el canal se parece cada vez más a una manguera de desfogue que lentamente ha sepultado de arena los arrecifes de coral de la bahía.
Por más corto que sea, este solo puede ser un viaje largo. Especialmente para José de Jesús Martínez, que ha bajado y subido el río tantas veces, casi sin interrupción, que parece que fuera un único e interminable viaje. Solo le pareció breve el día que impuso el récord del viaje más veloz: de Cartagena a Barranca en 72 horas. Ahora, navegando con un cielo despejado por los últimos recodos de su vida, José de Jesús Martínez saborea la posibilidad de batir la marca. El río está crecido, las aguas al límite de la cota de desborde y sus guantes mandan sobre la máquina más potente que se haya visto en este río. ¿Podría esta vez llegar a casa con la medalla invisible de una victoria sin jueces en una competencia de la que solo él lleva el registro?
El Padre sabe que descontarle horas y minutos al viaje puede convertir un apacible recorrido en una procesión de accidentes. El río se ha deteriorado: la tala de los bosques que alguna vez protegieron sus riberas ha hecho que sus márgenes se desmoronen; la misma situación en sus afluentes —más de 500 que se alinean a lado y lado como las patas de un ciempiés— lo han convertido en un inmenso sifón de tierra licuada. El Magdalena arrastra unos 172 millones de toneladas de sedimento al año, un récord para su caudal. Y la situación solo empeora: esa cifra es un 30 % más que hace diez años. El resultado es un río cada vez más pando y más ancho.
Al final de la tarde los marineros aprovecharon los últimos rayos del sol para tejer un chinchorro con los ripios de cabos y lazos rotos. En la noche, con la luz de una linterna, los marineros tendrán que sumarle al convoy una nueva barcaza que los espera amarrada a una fronda de monte, a orilla del canal.
A la mañana siguiente, el sol logró colarse entre una maraña de nubes plomizas y la punta del convoy apenas se veía en el horizonte brumoso. En la nueva barcaza uno de los marineros encontró un reguero de mangos que se cayeron de un palo. “Los coges, los pones a cocinar y te haces un jugo”, le dijo al cocinero.
Tomando jugo de mango llegamos a Calamar, fin del canal, cuyo imponente puente de concreto es el dintel de ingreso al gran río de la Magdalena. Gran porque aquí ya es un portentoso río con un caudal de 7.000 metros cúbicos por segundo, hecho de la suma del río Cauca, del Bogotá, del Sumapaz, del Carare, del Opón, del Gualí, del Páez, del San Jorge… Para el Padre empieza un nuevo desafío, pues debajo de ese manto de agua apacible hay toda una geografía de obstáculos invisibles.
El lecho del río es como un desierto de dunas subacuáticas. Para navegarlo en un remolcador hay que saber cuáles son los canales navegables y evitar los brazos tapados que pueden ser como un callejón sin salida. “Aquel se está secando”, dice el piloto mientras vira para evadir un brazo ancho del río. Para navegar el río Magdalena hay que ver lo invisible y esa es una habilidad de José de Jesús Martínez. Sin tocar los binóculos sabe distinguir las sombras que producen las playas, el reflejo de las montañas en el río, que los novatos confunden con frecuencia con la orilla o los rebozos que forman en el agua los troncos enterrados.
Lo que José de Jesús Martínez no ve con los ojos lo presiente. Como ahora que augura un aguacero pronto. “Lo que sirve es que llueva en Bogotá”, dice el Padre. Es verdad: en muchos sentidos el río que navegamos es solo el resultado diferido de lo que pasa en el altiplano. Es allá arriba, en los páramos y bosques de niebla donde se recogen las aguas que luego escurren por las laderas de los Andes hasta formar su imponente cauce. Pero lo es también en un sentido que tiene que ver más con la naturaleza de los hombres que con la del clima. Es en Bogotá, en los sillones aterciopelados del poder, donde se ha decidido lo que es hoy, y será en el futuro, este gran río. Ya muchas veces José de Jesús Martínez ha oído las promesas que hacen políticos y ministros de un río grande, sano y navegable y al final, todo termina en una frustración o, peor, como ahora, en un escándalo de corrupción.
Esta vez fue Navelena, un consorcio entre Odebrecht de Brasil y Valorcon, de la familia Gerlein de Barranquilla y frecuente proponente en licitaciones sin competidor. En 2014, Navelena recibió uno de los contratos más suculentos de la historia reciente del país por 2,5 billones de pesos (en cifras redondas 2,500.000.000.000 de pesos o unos 850 millones de dólares), para devolverle la navegabilidad al gran río de la Magdalena, incluyendo el tramo Puerto Salgar - Barrancabermeja, taponado hace más de medio siglo para el comercio fluvial.
“Este es un proyecto que va a hacer navegable el río en una distancia de 908 kilómetros y que va a permitir que tanto de día como de noche se puedan movilizar convoyes de 7.200 toneladas”, dijo en 2014 Augusto García, entonces director de Cormagdalena, la agencia del gobierno que vela por el río. El día que estampó su firma en el acta de inicio de la obra, en La Dorada, Caldas, el entonces vicepresidente Germán Vargas LLeras aseguró: “El río Magdalena, que hoy moviliza 1,5 millones de toneladas de carga al año, podrá en el 2016 transportar 6 millones de toneladas y al finalizar el contrato, que tiene una duración de 13,5 años, la meta es alcanzar los 10 millones de toneladas al año”. Dos años después, en las vísperas de este viaje, lo veríamos lanzando salvavidas para que su promesa no se hundiera.
Al caer la tarde las nubes se han arrinconado contra las estribaciones lejanas de la cordillera y la serranía de San Lucas formando un sombrero gris. Después del noticiero, José de Jesús Martínez volvió al puente. “Hoy nos acompaña la luna”, dijo y, como preparándose para un ritual secreto, apagó los radares. Solo en la punta del convoy titilaban una luz roja a babor y una verde a estribor. Sin despegar los ojos de esa negrura en la que él dice ver cosas empezó a relatar los tiempos del río, antes del GPS y las cartas satelitales de navegación. Volvió a recordar su juventud cuando se navegaba con timones de rueda que había que girar “a pulmón”. “Cosa seria, le cuento”, dijo, y recordó también los tablones pintados de rojo y blanco que enterraban en las playas, en un intento precario de señalización. En las noches nubladas, como la de hoy, se guiaban por los relámpagos que fijaban en los ojos del piloto un retrato del camino que se diluía hasta el siguiente destello.
“Hay que ir buscando las corrientes fuertes y las aguas lisas”, dice José de Jesús Martínez, intentando darme una lección abreviada de navegación. Pero en realidad, lo que hace del Padre un piloto excepcional es que conoce el río como si fuera el barrio en el que creció. Cada fronda, cada playa, cada giro, cada pueblo grande o pequeño es un lugar familiar y, además, tiene su nomenclatura. Ahora, por donde pasamos, es el Remolino de la Muerte, kilómetro 193; más adelante Yatí, 233; Lobita, 247; Boca de Perico, 254; Palmarito, 250… Así, sumando kilómetros, nos vamos acercando a la esquina que más lo inquieta, el kilómetro 299, conocido como la oreja de Pinillos. Es el paso más difícil del río y José de Jesús Martínez no sabe aún si tendrá que partir el convoy o pasarlo entero. “Voy a intentarlo”, dice. Si lo logra, se ahorrarían casi medio día de maniobras y subiría las probabilidades de romper su marca.
“Para mí el mejor indicador de la salud del río es el pescado”, dijo Roberto Ramírez Ocampo, presidente de la Federación Nacional de Navieros (Fedenavi), que agrupa a las pocas navieras que todavía le apuestan a mover carga por el río. Es un hombre macizo, de cejas tupidas y barba, que si llevara una pipa y una gorra de paño podría ser el capitán de un vapor europeo en el siglo XIX. Lo conocí por casualidad en el vuelo de Bogotá a Cartagena (el duende amable que cuida a los reporteros me lo puso en el asiento vecino junto a un ingeniero civil que trabaja en el río). Durante más de una hora de vuelo asistí en silencio a una cátedra sobre la situación del río. De vez en cuando miraba por la ventanilla del avión y viendo la costra del planeta pensaba en algo sorprendente: el río del que hablaban mis dos vecinos estaba justo debajo de nosotros viajando, parsimonioso y sin afán a 1,3 kilómetros por hora hacia el mismo destino. El viaje que nosotros haríamos por aire en el tiempo de un almuerzo, al río le toma al menos un mes.
Ramírez es un convencido del desperdicio que es no proteger y aprovechar el río. Pero él, y a los pocos que realmente les importa el río, son una especie en extinción: de las cerca de cien empresas que navegaban el río a principios de los años 1960, hoy solo quedan 7 que mueven unos 2 millones de toneladas al año (80 % son hidrocarburos como ACPM, combustóleo, gasóleo, gasolina y nafta), que es casi como decir nada frente a los 630 millones que mueve el Misisipi, o los 552 entre el Rin y el Danubio o los 20 en el Paraná.
Si como dice Ramírez el pescado es buen indicador, el río está enfermo: la pesca en el río pasó de 80.000 toneladas en 1993 a escasas 5.000 hoy día, según Cormagdalena, y algunos creen que puede ser menos. El retrato más surrealista de esa situación lo vería, la víspera de embarcar, en Pasacaballos, un pueblo de pescadores en la boca del canal del Dique. Allí, muy cerca del embarcadero donde varias chalupas de madera se mecían ociosamente, está la sede de Agropez, una asociación comunitaria de pescadores. En el patio, un anciano de brazos fibrosos remendaba su atarraya. “La pesca se ha ido para abajo”, me dijo Heber Posada, vicepresidente de la asociación. “Antes un pescador traía 60 kilos, hoy le toca salir a la bahía y no trae ni 12 kilos”, dijo. “Nos toca arriesgarnos y salir en botecitos cada vez más lejos, a mar abierto. Eso es peligroso”. Dice Posada que los trabajos de dragado en el canal del Dique y en la bahía han espantado a los peces.
Sus quejas las interrumpió una pareja de pescadores con jeans remangados y chancletas que descargaron una nevera de icopor. Tras siete horas en el mar, la aguja de la balanza dice que sacaron 10 kilos de róbalo, lebranche, jorobado, barbudo y cachimalo. Varios peces parecían no tener la talla. Posada dijo estar cansado de hacer llamados a las autoridades, pero parecía no percatarse de que en la sede de la asociación las autoridades le habían metido el caballo de Troya que terminaría de fulminarlos. La Sociedad Portuaria de Puerto Bahía les instaló en un rincón del patio, donde antes se descargaban las cestas rebosantes de pescado, dos piscinas negras para que cultiven tilapia roja. En cada estanque hay unos 1.500 alevinos que comen en las tinieblas de una pecera el concentrado que le arrojan con la mano pescadores que se quedaron sin faena. Ver a unos pescadores cultivando peces en un estanque de plástico me pareció como asistir a la tragedia de un panadero de barrio anunciando en la vitrina pan tajado de talego. Las tilapias de criadero quizás tendrán buena salida: en Barú, al otro lado del canal, ya hacen pasar como pargo rojo tilapias congeladas que traen del Tolima. Y en Barranca, dicen los marineros del RR Dorada, el pescado lo traen de Arauca.
Son casi las ocho de la mañana cuando el RR Dorada entra en la antesala del peligroso 299, o sea, la oreja de Pinillos. “RR Dorada va a cruzar con seis barcazas por el paso Pinillos, otros barcos repórtense”, advierte el piloto por el radio. De vuelta recibe silencio.
Lanzarse a este paso, el más difícil y riesgoso de la travesía, donde además se junta el Cauca y el Magdalena, es jugarse la reputación de buen piloto en la ruleta. “Esto es pura curva, como la vuelta a Colombia”, dice el Padre. El paso es una especie de culebra enroscada de curvas cerradas como úes y canales estrechos que solo permiten el paso de un barco a la vez.
De pronto el chasquido del radio corta el silencio: el remolcador Toledo se reporta bajando el río. Lo mismo hace el Barrancabermeja que empuja cuatro barcazas repletas de gasolina. “Es una bomba”, dice el contramaestre. Un choque sería fatal. En el río la prioridad siempre la lleva el que baja, por lo que José de Jesús Martínez no tiene más remedio que orillar el RR Dorada y desistir de su intención de cruzar el convoy completo. El viaje se alargará más de medio día y la posibilidad de batir su récord empieza a escurrirse.
Nos detenemos unos metros adelante de un caserío sobre el río, donde un hombre levantaba un pequeño terraplén con pala y otros desarmaban, palo a palo, una tribuna de corralejas. La estela del remolcador mece las lanchas que hay en la orilla y el río bordea peligrosamente la cota del terreno. Si las lluvias en el centro del país continúan, el río no tendrá más remedio que botarse para afuera.
Dos marineros saltaron a tierra arrastrando sobre el hombro una pesada guaya que enlazaron a la pata ancha y lacerada de un hobo. Por una trocha que corta la hierba alta se acercó una pareja de campesinos con un niño. Venían a cobrar “el muerto”, como les dicen a los 20.000 pesos que vale amarrarse al palo de su parcela. La mujer recibió el dinero y, agradecida, le extendió al marinero una bolsa de suero costeño.
“¡Vamos pa la oreja!”, grita José de Jesús Martínez después de ver pasar los dos remolcadores. Antes se lanza un guantazo seco a la oreja. Una avispa cae y se retuerce sobre el tablero de control. “Esta es la punta de Cartagenita”, anuncia el piloto después de varios giros. “Aquí nos cogieron en el 89”. Y cuando lo dice es como si un manto de pesadumbre le hubiera caído encima.
José de Jesús Martínez apenas llevaba cuatro años navegando, aún era marinero. Iba a bordo del remolcador Alfonso Montilla. A la medianoche, una escuadra de guerrilleros los interceptó y los obligó a meterse por un brazo del río hasta la ciénaga de las Rayas y allí escondieron el barco bajo un bosque de suanes. Los hicieron caminar monte adentro hacia un campamento del Eln en la serranía, por los lados de Tuiquicio. “Nos trataron bien, pa qué”, recuerda. Hacían desayuno y cena con las mismas provisiones que llevaban a bordo. Los contaban en la mañana y en la tarde, para asegurarse de que ninguno había escapado. Estuvo 15 días secuestrado y un día los dejaron irse sin explicaciones. Nadie sabe a ciencia cierta quién o cómo se logró la liberación.
“A raíz de eso vinieron los problemas en el río”, recuerda el Padre. “Nos levantaban a plomo, permanentemente”. Los remolcadores se volvieron entonces trincheras flotantes: su cascarón tenía doble lámina de hierro rellena de arena y llevaban en las puntas garitas de costales donde se apostaban infantes de marina con ametralladoras y lanzagranadas. “Esto era como el papamóvil, todo encerrado”, recuerda el piloto. “Hacía calor y no había aire acondicionado”. Los hostigamientos eran tan frecuentes e impredecibles que los marineros comían acurrucados en las escaleras grasientas del cuarto de máquinas, envueltos en el ruido ensordecedor de los motores a toda marcha, un tormento preferible a la zozobra de estar expuestos a ráfagas repentinas desde la manigua o a granadas que caigan de la nada, como cocos inesperados.
Eso fue lo que le pasó precisamente a él una vez. Era la 1:30 de la mañana. En la vuelta de Centeno, kilómetro 338, le lanzaron una granada a la casilla, él se tiró al piso, pero recibió la descarga de esquirla en las piernas. Tres infantes de marina quedaron heridos. A uno, una bala le atravesó la barriga y tuvieron que evacuarlo de urgencia a Bogotá. Nunca supieron si había sobrevivido. A los demás los atendieron en el hospital de La Gloria.
La violencia en el río se mantuvo por varias décadas y lo convirtió en fosa común de las guerras que se libraban en tierra firme. José de Jesús Martínez recuerda que bajaban flotando cuerpos hinchados que parecían reses y en la punta del remolcador se arremolinaban las cabezas de los decapitados.
“Jueputa avispero”, dice de pronto, tras un aguijonazo en la muñeca descubierta, que lo saca de sus recuerdos y lo devuelve a la maniobra que le tomará el resto de la mañana terminar. Pero antes, envuelve la historia con una última reflexión. “Esos fueron los años más amargos que vivimos en el río Magdalena, con ese sosiego. Cosa seria mi llave”.
En las noches, los marineros se reúnen en el comedor del barco. Allí hay un televisor que casi siempre está prendido, aunque nadie lo esté mirando. Es una pequeña ventana de luz a un país remoto, por estos días sometido a un invierno feroz, del que estamos a salvo en esta cápsula de hierro hecha para el agua. El ruido ensordecedor de los motores que no descansan impide conversaciones largas. Las imágenes casi mudas de la pantalla producen un cierto embrujo al que casi todos sucumben, como insectos nocturnos, mientras cucharean en silencio en sus platos de porcelana.
“La comida salada conmigo no entra”, dice José de Jesús Martínez, mientras le da los últimos enviones a un plato de carne molida y bollo de yuca. “Yo le tengo miedo a la sal”.
El noticiero repite una vez más las imágenes anodinas de la víspera, como si sus televidentes fueran una legión de amnésicos. Pero esta noche la emisión de las ocho trae, por fin, dos novedades: el gol de James Rodríguez y el llamado del presidente Juan Manuel Santos a “no bajar la guardia” por la ola invernal en el centro del país. La nota estaba adornada con imágenes de calles inundadas y semáforos dañados, gente saltando charcos con paraguas de colores y mujeres con baldes y traperos en Bogotá y Medellín. En fin, el rostro humano de gente que había bajado la guardia. La coletilla era la advertencia del aumento en el nivel de los ríos. La presentadora, entrenada para hacer amenas las malas noticias, no pudo evitar levantar la ceja cuando dijo “los ríos”, como si hablara de una familia de bandidos entrenados, no para cometer la bajeza de robarnos, sino para sacarnos corriendo de la casa, porque sí, por pura maledicencia.
Más tarde, esa misma noche, esa realidad fantasmagórica del noticiero que contradecía los días azules de buena parte del viaje, hizo polo a tierra sobre nosotros. La víspera de llegar a Barranca, el RR Dorada se metió de lleno en la tormenta espesa que desde hacía días parecía enfrascada entre las cordilleras. La atravesamos en la oscuridad de la madrugada y fue como si el barco hubiera hecho un monumental corto circuito. Los relámpagos iluminaban las aguas oscuras del río y reteñían el perfil de las orillas. Los destellos se colaban por las ventanas circulares de las compuertas iluminando los corredores y se sucedían, uno tras otro, con tal frecuencia que parecía que ya hubiera despuntado el día con una luz mercurial y fría. José de Jesús Martínez, precavido antes que orgulloso, decidió detener al barco —un par de horas más que habría que sumarle al recorrido, un par de horas que seguramente arruinarían sus aspiraciones— y con tres golpes de campana en el timbre de emergencias ordenó al maquinista apagar los motores.
En la mañana parecía como si las lluvias hubieran alegrado al río. Desde uno de los balcones del barco, el maquinista que había salido a descansar los tímpanos me alargó, sin decir nada, su celular. Su mujer, desde Caucasia, Antioquia, le había hecho llegar una foto en la que se veía la calle inundada de su casa por el desbordamiento del río Cauca. “Los ríos” seguían ensañados con la gente. “Todos estos caen pronto”, dijo señalando con un dedo de castigo los villorrios desvencijados que iban desfilando ante nosotros y refundiéndose en la distancia.
Después de Payares vimos a una familia con el río hasta las pantorrillas sacando sillas y otros bártulos de su casa inundada. Los hombres empujaban bestias tierra adentro, mientras que una mujer con azadón intentaba sacar el Magdalena de su sala comedor. Una hilera de gallinas hacía equilibrio en el borde de una balsa y parecían esperando a que las recogiera el arca de Noé. Del rancho zarpó una chalupa pintada con los colores de la bandera de Colombia que se pegó a un costado del RR Dorada. En la proa iba un perro con el rabo entre las piernas que miraba, aterrado, el agua a su alrededor. A gritos, el chalupero pidió que le regalaran los desperdicios de la cocina; los marranos, al igual que el perro y las gallinas, también eran damnificados del invierno.
Pero El RR Dorada flotaba en su propia realidad, bendecido por el agua que para otros llega como una maldición. Desde aquí el único pronóstico se hace mirando para arriba y para arriba, con ojo de marinero, la cosa todavía pinta bien: el cielo se ha vuelto a encapotar y amenaza con nuevas lluvias.
El capítulo más reciente de la tragedia del río Magdalena está todavía a la vista, como una de esas cruces blancas que recuerdan a un muerto a la orilla de la carretera. En los últimos kilómetros, llegando al puerto de Barrancabermeja, se ven los vestigios del naufragio de Navelena: lanchas, retroescavadoras y planchones arrumados en una orilla del río, envueltos en la cinta amarilla que encierra la escena de un crimen. Y así es. En Barranca, el letrero de las oficinas de Navelena, incestuosamente ubicadas en el mismo edificio de Cormagdalena, empieza a desteñirse como todas sus promesas; la sede está vacía y una hoja de papel pegada en la puerta advierte que no hay servicio.
Pero esa parálisis no ha cambiado gran cosa en el río. Durante los dos años que Navelena estuvo activa, para los que recorrían a diario era evidente algo que el Gobierno, absorto en su propio discurso de cumplir “con un anhelo de todo el país”, como lo dijo el entonces vicepresidente, Germán Vargas Lleras, el día que se firmó el contrato, no pudo —o no quiso— advertir. Que los trabajos que se hicieron durante casi dos años revolcando barro en un tramo ínfimo del río eran insuficientes, inocuos. Los marineros se reían de ver lo que en la propaganda estatal era la gran obra de infraestructura del país. “Trabajaban con juguetes de Navidad para niños”, dijo el maquinista, indignado de ver que las dragas solo merodeaban a pocos kilómetros de Barranca. El decir del maquinista y otros marineros lo confirmó, con más elementos, el gerente de otra naviera. “No tenían los equipos”, dijo. “Claramente no era lo ideal”.
Esa fue la consecuencia de un proceso que, en muchos sentidos, empezó viciado. En la recta final de la licitación los otros dos competidores —Coderma y Navega Magdalena— retiraron sus ofertas, sin explicación. Así, el contrato no se entregó a la mejor oferta, sino, en realidad, a la única.
Pocos meses después, un hecho que parecía aislado terminaba de configurar la tormenta perfecta en la que quedó preso el futuro del río Magdalena. En marzo de 2015 estalló en Brasil un escándalo de corrupción, del tamaño de todo ese país. Tan grande que arrastró hasta a la propia presidenta, Dilma Rousseff, que acabó destituida. Petrobras, la petrolera estatal, había participado en un entramado oscuro de delitos con algunas de las mayores empresas del país, entre ellas Odebrecht, para manipular licitaciones, desviar fondos y lavar dinero. El fraude puede sumar unos 4.000 millones de dólares en la última década, según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, que dio las primeras puntadas del caso. Marcelo Odebrecht fue condenado en Brasil por corrupción, lavado de activos y asociación para delinquir y su imperio se desmoronó de la noche a la mañana.
Pese a esas alertas tempranas y a que para entonces otros cuatro directivos de Odebrecht estaban presos, en noviembre de 2015 el Banco Agrario, el único banco público del país, le concedió a Navelena un crédito por 120.000 millones de pesos, dinero que hoy está perdido, según un informe de la Contraloría General. En Colombia, Odebrecht habría repartido US$11 millones en sobornos y dádivas, según testimonios que ha recogido la justicia brasilera. Por otros contratos con Odebrecht están en la cárcel un viceministro, Gabriel García Morales, y un exsenador, Otto Bula, y decenas de funcionarios, empresarios y políticos son investigados. Los tentáculos de Odebrecht habrían llegado hasta financiar bajo la mesa las campañas de Óscar Iván Zuluaga y Juan Manuel Santos en las presidenciales de 2014.
Desde el 17 abril de este año, cuando el Gobierno declaró la caducidad del contrato con Navelena, nadie está limpiando los canales del río que, como cualquier calle sin barrendero después de un vendaval, empiezan a ser cada vez más difíciles de recorrer. Hasta comienzos de 2018 se sabrá quién será el nuevo encargado de mantener el río navegable.
El RR Dorada se reportó en Barrancabermeja 89 horas después de su zarpe en Cartagena. José de Jesús Martínez, sin medallas que reclamar, se consoló con el lento emerger de las chimeneas de la ciudad que le producía una alegría que, es cierto, de tanto frecuentarla en cada arribo ha ido perdiendo intensidad. “Pero claro, sigue ahí”, dijo. “Cumplimos la misión”.
Los “chichafría”, unos pajaritos amarillos, empezaron a revolotear junto al barco, como gaviotas del interior. Los marineros se alistaron para desarmar el convoy. Si no había demoras, esa misma tarde las barcazas empezarían a llenarse de combustible y muy pronto, el RR Dorada daría un giro sobre sí mismo para enfilar otra vez por este río, tan mítico como tortuoso, rumbo al punto del que partió. José de Jesús Martínez ya sabe que en la vida de los marinos de agua dulce, terminar es volver a empezar.
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