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Historias

Potreriando: amor al aire libre

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Foto:

Revista Don Juan
Hacer el amor al aire libre no es monopolio de hippies. La escena más caliente de Match Point ocurre en un potrero de una mansión en la campiña inglesa. Scarlett Johanson termina en el pasto y la morbosa cámara de Woody Allen nos muestra su culo empapado bajo la lluvia. El escritor argentino Marcelo Birmajer nos regala un relato en un potrero en medio de la ciudad y dos parejas nos muestran las posibilidades infinitas del amor en medio de la naturaleza.
Hay cosas que no se pueden inaugurar. Se inaugura un hospital, una escuela, un shopping. Pero no una casa abandonada. Tampoco un baldío. Ni un amor. Ya sé, dicen que el primer amor es el más importante. Pero... qué es más importante para una mujer, ¿el primer hombre al que se entregó; o el segundo, que la arrancó de sí misma? Y para un hombre, ¿la primera mujer que se le entregó; o aquella a la que él se entregó, contra su voluntad? 
Las edades tampoco se inauguran, por más que lo intentemos con los cumpleaños. La juventud se nos va antes de que podamos disfrutarla; y cuando comenzamos a aceptar la vejez, fallecemos. Decimos que cumplimos catorce por llevar la cuenta de las veces que salió el sol desde el día en que nacimos, pero sólo cuando el esbozo de un bigote o el grosor de un hombro nos asombran, comprendemos que ya no tenemos trece. Yo no hubiera tenido dieciocho nunca de no ser por el baldío y aquel potrero nocturno.
Todos mis amigos ya habían "debutado", como le decimos en Argentina a traspasar la frontera del amor, a los catorce, a los quince, con prostitutas; yo me mantenía en la embajada de ese país, la autocomplacencia. Hasta que conocí a Lizabeth. Era un año más chica que yo, pero parecía llevarme una vida. Mientras yo, a los dieciocho de calendario, no terminaba de parecer un adulto, ella ya parecía estar volviendo de la adultez: sus pechos eran inabarcables; su rostro contenía la suavidad de los comienzos y la hondura de la perversión, como la mezcla exacta de un chocolate semiamargo.
Bastó con mirarla y le regalé mi razón de vivir: desde entonces la llevó en su cuerpo. Yo la perseguía a escondidas para que me la devolviera. Pero sabía que había un único modo de recuperarla: rescatándola de entre sus piernas, donde la había dejado en dos mitades: una por delante, una por detrás. En cualquiera de los dos casos tendría que sostenerme de sus pechos para no caer al abismo.
Los muchachos que ya habían cruzado el río del sexo, la invitaban a bailar, al cine, a tomar café. Ella los rechazaba. Y yo, que no sabía todavía de qué se trataba, podía imaginar lo impensando. A veces los ignorantes ignoran también los límites, las imposibilidades. Son pocas veces.
El baldío apareció de pronto. Hasta entonces, había sido un paredón blanco. Pasaba a su lado, como por tantas otras construcciones sin sentido de mi barrio, el Once, sin preguntarme qué escondería. Pero un día le desapareció una circunferencia de ladrillos, quedó un agujero en el medio, como si se hubiera escapado un preso. En el faltante de muro apareció un alambre de púas; y detrás del alambre, la vegetación exótica y un viejo caballo blanco. De la nada, surgió aquel jardín agreste en nuestro céntrico trozo de ciudad. Los muchachos se peleaban por ver quién sería el primero en profanar el solar repentino.
Yo ya comenzaba, incluso antes del amor, a escribir mis primeros cuentos de amor. Nos animamos a escribir de todo; después los recuerdos nos impiden tocar tal o cual tema. Pero el solo hecho de escribir me llevó a imaginar cómo recuperar los anhelos que había dejado, con sólo mirarla, en el cuerpo de Lizabeth.
Aunque esto ocurrió hace veinticinco años, ella era lo que hoy llamaríamos una "dark"; no sólo porque su color preferido era el negro, usaba calzas y no se maquillaba, sino porque su voz grave y la expresión de su rostro parecían rehusar la luz del sol y de la luna, querer vivir fuera de cualquier estabilidad. De modo que hablé con Efraín, el imprentero, y tramé mi farsa. A los pocos días le regalé a Lizabeth un libro de Somerset Maugham que incluía una página falsa. El libro era Liza de Lambeth, el primero publicado por el gran escritor inglés, que yo había sustraído de la biblioteca de mi padre; la página que yo le había agregado, y que no se diferenciaba en nada de las originales, incluía un párrafo en el que un muchacho, para festejar el día de la primavera, invita a Liza a un "picnic nocturno".
Yo desconocía si en Londres se festejaba el día de la primavera, pero en mitad de la página impostada había sellado el siguiente mamarracho: "La antigua tribu de druidas celtas sabía que el resto de los mortales jamás comenzaban la primavera: vivían en un perpetuo invierno, porque creían recibirla de día. Sólo de noche cambian las estaciones: es la oscuridad lo que mata el otoño, no el calor".
Estábamos en los primeros días de septiembre; el 21 se festeja en Buenos Aires, sin pompa y con lujuria.
-Gracias por el libro -me dijo, coqueta- ¿A qué se debe?
-Hay un párrafo que nos involucra. Pero no se lo tenés que comentar a nadie.
Lizabeth dio vuelta el libro, como si se tratara de una botella con gotas de mercurio en su fondo; lo miró como un tasador de joyas.
-Pero es un libro del siglo pasado -dijo (el siglo pasado todavía era el 19)- ¿Cómo va a hablar de nosotros?
-Liza sos vos. Y yo quiero invitarte a un potrero nocturno.
-¿Un picnic de noche?
Asentí.
-Qué buena idea -comentó. Y vibré como una flecha. Pero agregó:
-¿Con quiénes?
Evidentemente, conmigo no alcanzaba. Pero igual lancé:
-Recibir la primavera de noche es mi secreto. Y sólo lo voy a compartir con vos.
-No sé guardar secretos -respondió sin responderme.
Se fue con el libro en la mano.
Una semana más tarde, cuando la intercepté en una esquina, para sacarme del paso me preguntó dónde sería.
-En el baldío nuevo -dije.
-Pero... hay un caballo -me respondió-. Y el alambre de púas. Ese lugar no puede ser seguro de noche...
-El caballo es inofensivo -argumenté sin saber-. Del alambre de púas me encargo yo. Y no creo que nadie entre a ese baldío de noche, excepto nosotros dos. Otra vez Lizabeth me dejó sin dejarme saber si aceptaba mi invitación.
Dos días antes de la primavera, en el almacén del barrio, mientras yo compraba lentejas y ella manteca, me dijo:
-Leí la página del libro. Era verdad lo que me decías.
-¿Vas a recibir la primavera conmigo?
-Mis padres no me dejan -me mintió-. Además, Pomak me invitó a Palermo en la mañana.
Pomak era el chico malo del barrio. Andaba en moto y usaba navaja. Curiosamente, también era adinerado y había comenzado con buenas notas la carrera de abogado. Era buen mozo y las mujeres lo adoraban. Todas las paradojas de su vida conspiraban a su favor. Parecía el negativo de mi vida: yo no sabía ni manejar un auto, le temía a la violencia física, mis padres eran de clase media y, después de haber terminado mi secundario con mucha dificultad, ni siquiera me animaba a pensar qué carrera me interesaba. Lo que yo tenía de salvaje era irritante para las damas; y lo que tenía de bueno, despreciable.
De las dos excusas, la que más me dolió fue la mentira: que los padres no le permitieran algo. De por sí la belleza es como el agua: esquiva todas las barreras. Mucho más que la voluntad, consigue sus fines sin luchar. Pero además, argumentar que sus padres podían prohibirle algo, a Lizabeth... era un insulto a mi inteligencia. A ella nadie podía prohibirle nada: ella era lo prohibido.
-No importa -mentí yo también-. De todos modos voy a recibir la primavera de noche.
Le arranqué una mirada enigmática. Pero se marchó como todas las demás veces: saludándome con un beso en la mejilla, como a un hermano menor, como a una criatura inofensiva.
Suele afirmarse que el deseo de alcanzar nuestros sueños nos vuelve poderosos; pero yo creo más en lo contrario: la frustración al darlos por perdidos nos vuelve temerarios. Como había pasado por el imprentero para impresionar a Lizabeth, ahora fui al ferretero para enfrentarme al alambre de púas: le pregunté qué herramienta lo combatía y me vendió una pinza que parecía para arrancar diente de tiburón. Repito lo de los sueños perdidos: si Lizabeth me hubiera dicho que sí, jamás me hubiera animado a cortar un alambre de púas. Pero ahora que la esperaría sin esperanzas, nada me importaba y era capaz de muchas más cosas.
Avisé en casa que esa noche, 20 de septiembre, no iría a dormir. Mis padres debieron aceptarlo: aunque aún no había conocido mujer, dieciocho era edad suficiente como para dármelas de hombre. Decidí pasar la noche entera en el baldío porque padecía la afiebrada quimera de que Lizabeth lo pensaría dos veces, y vendría antes de que terminara de clarear el día de la primavera.
Rompí el alambre y pasé. Me interné en el baldío. El caballo estaba suelto, me siguió. Del otro lado se levantaba un muro entero, terminado en vidrios rotos, para que nadie osara traspasarlo. Yo no había arreglado una hora con Lizabeth, pero ella no me dio ni el disgusto de llegar tarde. Prendí la linterna y me puse a leer La luna y seis peniques, también de Maugham. La luna que me iluminaba no valía ni seis peniques. Había llevado repelente para los mosquitos, pero tampoco ellos acudieron a la cita.
A las tres de la mañana Lizabeth no había aparecido y yo, para morir dignamente y no de amor -cualquier muerte por amor es humillante-, monté el caballo. Salvo los burritos de Córdoba, nunca había montado nada. Ni siquiera una mujer. Era un caballo viejo y le costó un poco, pero logró tirarme. Tan manso era que la caída no me hizo nada. Volví a intentarlo. Una y otra vez, un centenar de veces, hasta que Lizabeth no vino y salió el sol. Era el día de la primavera, un día asqueroso.
Durante las siguientes horas no tuve fuerzas para regresar a mi casa. Los jóvenes salían de a docenas, las mujeres vestidas para matar, rumbo a los parques, los lagos, las diversiones del día más sabroso del año. Yo caminaba como un búho, ajeno a la alegría. La sola idea de regresar junto a mis padres me provocaba rechazo. Ellos no tenían la culpa, pero esa mañana yo no deseaba ser yo, ni de clase media ni el hijo de mis padres. Finalmente llamé y dije que tampoco esa noche iría a domir. Mi madre, para tranquilizarse, me preguntó:
-¿Conseguiste novia?
Supe que si le respondía que no, o le pedía que se metiera en sus cosas, pensaría cualquier barbaridad. De modo que le mentí un "sí". Colgué y salí en busca de una pensión. Pregunté el precio y vendí la pinza en una casa de empeños. Para una noche alcanzaba. Era la primera noche que dormía solo. Había pasado muchas noches fuera de la casa de mis padres, en campamentos y viajes. Pero nunca había dormido solo, y mucho menos en una pensión. Dormí de día, como un muerto, mientras los jóvenes eran más jóvenes que nunca. Muchos comenzaron en el amor ese mismo día.
Desperté al anochecer. No me quedaba un centavo y mi desayuno fue hacerme buches con jabón. Salí sin nada, esperando que nadie me viera en aquel estado lamentable (no hay nada peor que un mendigo de clase media; es mucho más patético que un pobre mendigo). Y a las tres cuadras, por supuesto, me crucé con Lizabeth.
Lo que se me ocurrió fue decirle:
-Deberían prohibir ser tan hermosa...
Pero callé, porque era humillante. Me había plantado, como a una de esas plantas sin nombre ni pedigrí, del baldío, y alguien, que no era yo, la había dejado más hermosa de lo que era. No era el día de la primavera, era su día, y no lo había pasado conmigo.
Me sorprendió, como siempre hacía, respondiendo a mi silencio:
-Quiero hablar con vos.
-Te escucho.
-Acá no. En un lugar donde nadie nos pueda escuchar.
La boca se me llenó de saliva. Me empalmé y al instante perdí la potencia. Sentí unas incontenibles ganas de orinar. Transpiré como un burro. Tal vez porque aquella catarata de orín sólo podía ser lanzada en un sitio oculto, o porque mi transpiración me recordó el olor del viejo caballo, dije:
-Ayer dejé abierto el baldío.
-Vamos -dijo, para mi estupor.
Cuando llegamos, levanté un poco el alambre de púas y la hice pasar. Noté su admiración: era evidente que yo conocía el terreno. Pero cuando nos ocultamos tras unas ramas, y yo esperaba que sucediera el inconcebible milagro, sucedió lo opuesto. Nadie todavía ha logrado dar con una palabra que sea lo opuesto de milagro. Pero escenas hay muchas. Como por ejemplo, Lizabeth diciéndome aquella noche:
- Ya no soy virgen. Pomak me desvirgó hoy al mediodía.
Me tuve que dejar caer al suelo para no caer desmayado. Me pinché con una ortiga. No sé de dónde saqué la fuerza para no llorar, mientras le preguntaba:
-¿Por qué me lo contás?
-Sos el único que me puede entender. Leés libros. ¿A quién se lo voy a contar?
Como leía libros, me tomaba como a una amiga. Como no me animaba a matarla, pensé en matarme. El amor ya me había humillado en vida, de modo que morir de cualquier manera daba lo mismo. Pero interrumpió mis cavilaciones suicidas un perro feroz. Era negro, puntiagudo y lanzaba espuma por la boca. El hocico se abría y cerraba como si fuera la boca de la noche. Nos cerraba el paso.
Definitivamente era la muerte que yo había pedido. Pero no Lizabeth. La tomé por la cintura, la subí al caballo blanco y monté tras ella. El caballo alzó las piernas y le hizo frente al perro rabioso. Las nalgas de Lizabeth se pegaron contra mis partes. Yo me sostenía del cuello del caballo, como había hecho la noche anterior, y mi cuerpo era el seguro de Lizabeth.
Ella llevaba una pollera, y ninguna bombacha; de modo que las sentí frescas y nuevas. Mi entrenamiento sirvió para que Lizabeth y yo quedáramos arriba del caballo. El perro se alejó unos pasos, el caballo regresó a su posición horizontal. Parecían haber hecho las paces, un equilibrio de poderes, un statu quo. Pero ni Lizabeth ni yo nos decidíamos a bajar. Sí bajé mi bragueta. Cómo logré deslizar el pantalón es un enigma que aún no he logrado revelar, pero sí puedo decir que mi pantalón arrollado hacía las veces de silla de montar.
El caballo galopaba acompasadamente alrededor del baldío. Acomodé a Lizabeth donde el cuerpo me lo pedía. La ayudé con saliva. Eso no lo había tenido Pomak. El perro volvió a ladrar, el caballo se alzó en dos patas, Lizabeth gritó poseída y nuestro corcel le partió en dos mitades el cráneo al monstruo. Lizabeth fue mía de un modo que no lo sería por primera vez para nadie más. Era mi primer día de la primavera. Mi último día de juventud.
Por: Marcelo Birmajer / Fotografía Álex Mejía
Modelos y actores: Paula Estrada, Isabel Pradilla, David Cantor, Lucas Acevedo // Maquillaje y pelo: Rey Tuk // Producción : Isabel González // Agradecimiento especial Humberto Quevedo Peluquería. vestido: diez de dos para la ropería
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