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Historias

El único Elvis más grande que Elvis

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Foto:

Revista Don Juan
Pete acaba de terminar su primer pase del día cantando Suspicious minds. Se seca el sudor de la frente. Limpia el vaho que empaña sus gafas de cristales ahumados azules y montura dorada. Posa sonriente, levantando el enorme pulgar de la mano derecha como si ofreciera un amarre para barcos, con los fans que se le aproximan como se acercan los niños a Santa Claus en Navidad. Y después, por fin, resopla, se relaja y echa mano de la tartera negra que ha dejado en una mesa junto al descomunal trono de madera pintada de oro donde está sentado. Una silla talla XXXL en la que se ha arrellanado al llegar y de la que solo se levanta- rá durante las próximas cuatro horas a mitad de alguna canción para agitar las caderas y el culo para sorpresa y regocijo del público. Pete saca de la misma una manzana como los magos extraen conejos de sus chisteras. Una manzana roja, muy roja, de cuento, que brilla cubierta por su manaza y bajo el oro de los anillos con forma de herradura y el zafiro negro que acorazan sus dedos.
–Va a comerse una manzana... Si hubiera venido hace 10 o 15 años, ¿qué hubiera comido en este momento?
–Pues seguramente una hamburguesa doble con queso o una pizza, o cualquier otra cosa de esas que saben tan bien.
Pete ha llegado a trabajar una hora y media antes. La chica que atiende el aparcamiento del hotel Linq no sabe quién es Pete Vallee. Hasta que le cuento que es el tipo que imita a Elvis Presley en el Harrash’s, el casino contiguo. Y entonces sí, dice que claro, que es Big Elvis, y que sí, que claro también, que ahí deja él su coche los tres días a la semana que baja al Strip, la sección de Las Vegas Boulevard donde se alinean a ambos lados los hoteles más famosos, donde brotan torres eiffeles, pirámides y palacios, a trabajar. Y en ese momento un compañero suyo, un negro con chaleco rojo que sonríe curioso abriendo mucho la boca y mostrando los dientes como si fuera un catálogo de pianos, me señala una puerta en la verja de alambre y me dice que ahí, justo ahí, es donde se detiene siempre Pete Vallee. Porque ahí, justo ahí, es donde hay menor distancia entre el aparcamiento y la entrada al Piano Bar del casino en el que actúa. Y ahí, justo ahí, lleva razón, pocos minutos después aparece el Chevrolet Tahoe azul con Pete al volante, ya vestido de satén negro y lentejuelas doradas, ya con sus gafas de sol puestas, ya transformado en Big Elvis, ya izando el pulgar y ya sonriendo. Y ahí, justo ahí, es donde, cuando se abre la puerta del vehículo, emerge de verdad Pete Vallee en todo su esplendor.
Las Vegas no sería lo mismo hoy sin Elvis Presley. El 16 de agosto se cumple el 41 aniversario de su muerte. Pocos meses antes, en diciembre de 1976, había actuado por última vez en la ciudad. Entonces se quejaba la crítica de que Elvis parecía una parodia de sí mismo. No era el mismo Elvis que había batido récords años antes: 636 noches de
shows con todas las entradas vendidas. No era el cantante aquel salvaje y joven que había actuado por primera vez allí en 1956, cuando empezaba todo, cuando el rock and roll aún era solo una manifestación incipiente del demonio, como decían de aquella música los detractores más cristianos de la América más puritana y mojigata, anunciado en el hotel New Frontier como “El cantante atómico”. Tampoco era el Elvis que se había pasado semanas allí en 1963 filmando Viva Las Vegas, de donde saldría la canción que es hoy el himno oficioso de la ciudad de los casinos. Era aquel Elvis crepuscular, gordo y extravagante. Pero era el Elvis que tenía también la mejor voz de su carrera, profunda, densa y con matices. Y ese es el Elvis al que Pete Vallee rinde homenaje desde hace más de veinte años. El Elvis Presley en el que se convierte. Porque Pete Vallee en realidad no fue Pete Vallee hasta que empezó a ser Elvis Presley.
Vallee, como Elvis, nació en Memphis. Lo hizo en 1965, cuando aún vivía el cantante allí. De hecho, recuerda cuando era un niño haber visto pasar su caravana de coches a toda pastilla atravesando la ciudad. Desde entonces Pete ha visitado Graceland, la mansión donde vivió Presley, una docena de veces. Pete, cuando era aún aquel chaval, cantaba en la iglesia y sus vecinos le decían que lo hacía igual que Elvis. Y decir eso allí es como alabar a Jesucristo.
Pete creció y continuó cantando. Tuvo un grupo de rock en el que tocaba el bajo y cantaba. Pero su madre se empeñó en que se mudasen al estado de Washington y lo hicieron. Y después se empeñó en que Pete debía estudiar Derecho
y Pete lo hizo. Pero él lo que quería era cantar, así que abandonó los estudios, encontró un trabajo y siguió cantando, aunque por pura afición, en bares y karaokes. Después se casó. Y su esposa quería que se mudaran a Colorado y que
fuese fontanero.
Pero esta vez Pete se plantó. Dijo que no, que qué demonios, que él no quería irse a Colorado ni ser fontanero. Que él lo que quería era cantar. Así que se divorció, mandó su vida anterior al carajo y se mudó a Las Vegas. Él soñaba solo con poder cantar. Y en ese momento fue cuando un amigo suyo se lo propuso, cuando surgió la idea de que montara un espectáculo en el que cantase canciones de Elvis, de que se convirtiese en Big Elvis. Y Pete se miró al espejo y pensó que sí, que tenía el Big, porque era grande, extremadamente grande, con un peso de 400 kilos. Y que también tenía el Elvis, porque cantaba como él, como le habían dicho desde que era pequeño. Y decidió que por qué no. Y empezó a actuar como Big Elvis, imitando al rey en un bar del norte de la ciudad lejos del Strip y de las masas. Pero allí el público no le prestaba atención a la actuación, Pete apenas ganaba para poder pagarse las hamburguesas que devoraba de cinco en cinco cada vez que pisaba un McDonald’s y se hundía emocionalmente. Y así estaba, a punto de enviarlo de nuevo todo al infierno, cuando le ofrecieron una prueba en el hotel Barbary Coast. Se presentó vestido con un traje blanco de pernera y manga de elefante como los que llevaba el Elvis de los años setenta, cantó cinco temas, lo vio el dueño del hotel y lo fichó. Veinte años después, Pete Vallee sigue siendo Big Elvis. Veinte años después, Big Elvis es Pete Vallee. Veinte años des pués, Pete Vallee tiene ya, como su ídolo, como Frank Sinatra, como Dean Martin y como otros mitos que hicieron grande esta ciudad, una estrella con su nombre en el Paseo de la Fama.
Pete me cuenta que hace tres años conoció a Linda Thomson, que fue una de las últimas novias de Presley. Que ella estaba de viaje en Las Vegas y acudió a su show y que cuando lo escuchó cantar lloró de emoción. Al terminar la actuación se acercó a él y le confesó que su voz la había revuelto por dentro, que le había dado un vuelco el corazón. Lo mejor que puede decirle la gente a Pete es que cuando canta y cierran los ojos están viendo a Elvis. Dorothy, una septuagenaria sonriente que confiesa que recorre el país buscando a los imitadores de Elvis para escucharlos, me dice muy rotunda que Pete es el mejor: “Hay otros que imitan muy bien sus bailes y todos aquellos gestos tan sensuales que hacía. Pero con la voz... Ay, con la voz le prometo que Pete es el mejor que he visto nunca”.
Vallee ofrece tres días de espectáculo a la semana, con tres pases cada jornada. Antes actuaba todos los días, pero que con 52 años se lamenta de que ya no tiene el mismo aguante que antes. Además, se ha mudado recientemente a 100 kilómetros de la ciudad, donde está muy orgulloso de haberse podido comprar una casita con un pequeño terreno, lejos del ruido, lejos de los neones y lejos de Las Vegas. Dice que ya no soporta la ciudad. Y se entiende.
Las Vegas tiene algo que aturde. Da la sensación de que hay una parte que no se termina de comprender. Como si hiciera falta tomarse la píldora roja de Matrix para visualizar la realidad de la ciudad. Primero piensa uno que esa nebulosa la provocan los estímulos constantes. Las luces, la música, el ruido y esos interiores de casino sin ventanas en los que se pierde la referencia temporal y no se sabe si es de día o de noche. Las Vegas es, literalmente, una sobredosis para los sentidos. Después te percatas de que a todo eso te acostumbras, pero el aturdimiento no desaparece. Y entonces, de repente, paseando por el Strip, la sección de Las Vegas Boulevard donde se alinean a ambos lados los hoteles más famosos, donde brotan torres eiffeles, pirámides y palacios, donde lucen las fuentes saltarinas del Bellagio, donde centenares de personas caminan arriba y abajo buscando los neones de colores, se escucha. Es la voz de Frank Sinatra, que sale del hilo musical de uno de los hoteles. Y en ese momento, por fin, se comprende todo. Sinatra actuó por  última vez aquí la primavera de 1994, pocos meses antes de retirarse definitivamente de los escenarios y cuatro años antes de morir el 14 de mayo de 1998, el día que se apagaron en su honor las luces del Strip, hace ya casi dos décadas. Pero Sinatra sigue viviendo en Las Vegas. Esa es la clave de la ciudad. Esa es la realidad: el futuro no existe. Aquí nunca llega del todo. Se vive en un presente histórico continuo.
Por eso la historia de esta ciudad no sería la misma sin Elvis. Él y Sinatra son probablemente los dos íconos más importantes de Las Vegas. Pero sobre todo son dos símbolos de su pasado. Aunque cuatro décadas después de su muerte, eso parece no ser suficiente garantía de presente ni mucho menos de futuro. En Las Vegas hay calles con su nombre, cocteles, platos, hasta máquinas de juego... Pero también ha habido durante años una industria fallida que explotaba la imagen del cantante. Desde imitadores callejeros, que sigue habiéndolos, con disfraces ridículos y pelucas con tupés sobredimensionados que posan con los turistas a cambio de las propinas, hasta un espectáculo
del Circo del Sol que se canceló por falta de público, museos también casi vacíos como el del hotel Westgate, recientemente abierto, o bodas horteras como las que ofrecen en el hotel Planet Hollywood donde te puede casar un Elvis que por los 700 dólares del precio, además de las flores y las fotos del enlace, te deja elegir las tres canciones que te cantará durante la ceremonia. Y no es que Elvis Presley no tenga aún fans. Al contrario, sigue siendo, por detrás de Michael Jackson, el segundo famoso ya fallecido que más ingresos genera, según Forbes: 55 millones de euros al año. Pero Las Vegas es, curiosamente, un mercado que hoy se le resiste. Irónicamente, la misma ciudad en la que uno de cada dos viajeros que llegaban en los sesenta lo veía cantar, ahora ha perdido la atracción por su fantasma o por los negocios variopintos que brotan con su imagen.
Hoy, cuando Pete empieza a cantar, a las tres de la tarde, en el bar del hotel, esa realidad también se nota. El espectáculo empieza descafeinado, con el local con apenas unas mesas ocupadas por un público que espera más curioso que expectante. Algunos de ellos han visto a Pete aparecer –imposible no verlo, claro– y lo han seguido hasta dentro dejándose llevar para ver qué hará. Pero según canta, según atruena su voz por los altavoces, con la música enlatada de fondo, decenas de personas se acercan y se unen. Pete Vallee es un planeta con gravedad propia. Al final de cada espectáculo los nuevos fans hacen cola para tomarse una foto con él en su trono dorado. Tras ellos, Wild Billy, un marine retirado, da saltos de alegría y vende camisetas, discos y pegatinas de Big Elvis. Wild Billy es un amigo de Pete que se jubiló y se mudó a Las Vegas desde California para estar a su lado. “Yo no cobro nada por hacer esto”, me dice mientras despacha un disco de canciones de amor. “Pero Pete es un tío maravilloso y este es el mejor trabajo del mundo”. Durante las actuaciones, Wild Billy coge una guitarra de juguete naranja inflable y la toca como si fuera Keith Richards mientras su amigo Big Elvis canta.
Cerca de 200.000 personas vieron el año pasado actuar a Big Elvis en este hotel. Durante 45 minutos de sesión canta apoltronado en su silla gigante. Don’t be cruel, In the ghetto, Love me tender... Tiene un repertorio de más de 900 temas. Desde el Elvis clásico del rock and roll diabólico y censurado de los cincuenta hasta el más góspel. Suspicious minds, por supuesto, su mayor éxito y el que más le reclama el público, incluida, que hoy cantará en los tres pases. Antes de cada tema lo presenta hablando de Elvis, de dónde salió cada canción o de qué andaba haciendo el cantante en aquella época. Cuenta cosas como que Elvis hizo 33 películas en 14 años o que Can’t help falling in love es la
canción de amor más bonita que existe.
Pete Vallee, llevaban razón los compañeros de parroquia en Memphis, tiene la voz de Elvis. Si uno se olvida, como le gusta que le digan, de dónde está, de cuándo está y de lo que está viendo y cierra los ojos, escucha a aquel Presley de los setenta. Una voz profunda y con alcance que sube y baja por las escalas. Los movimientos, claro, como bien decía Dorothy, son otra cosa. Porque Pete Vallee no se ha convertido solo en uno de los imitadores en Las Vegas más famoso, sino también por haber sido capaz de perder más de 200 kilos de peso por sí mismo.
En 2005 su báscula llegó a marcar 900 libras (408 kilos). Le costaba moverse. Le costaba respirar. Y, sobre todo, le costaba cantar porque se le bloqueaba el diafragma. Se percató entonces, por fin, de que necesitaba perder peso. Consultó a siete cirujanos y al final decidió que no, que no se reduciría el estómago en el quirófano, que lo lograría por sí mismo. Vallee me confiesa con cierta lástima que a él nunca nadie le advirtió de que su alimentación era un peligro. Su madre, cuando era un niño, siempre le decía: “Niño, come pizza”. Y él lo hacía. En esa América más profunda en la que creció Vallee es más barato comprar soda que agua, en esa América más desigual la gente más humilde no tiene, literalmente, acceso fácil o asequible a alimentos sanos. Ni educación de qué es una dieta equilibrada. En esa América tan extendida los niños comen hamburguesas y pizzas en los colegios y las madres, como la de Pete, les dicen a sus hijos que coman pizzas. Aunque esos hijos cada vez están más gordos.
Y eso le sucedía a Pete cuando era un niño y después cuando fue un adolescente. Que cada vez crecía más. Hasta que alcanzó récord de tonelaje. Entonces dejó de comer fuera, dejó de englutir comida procesada, de zamparse montañas de hamburguesas como Homero Simpson, cambió los espaguetis por fideos japoneses y empezó a hacerse sus propias pizzas de coliflor y sus salsas con aceite de oliva para las ensaladas y se puso incluso a hacer ejercicio. “Sobre todo en la piscina, aunque al principio parecía una ballena flotando”, me cuenta con una sonrisa.
Lo logró. Así perdió en diez años 200 kilos. Aunque ahora se ha vuelto a descuidar. Dice que últimamente ha comido “algunas guarrerías” y ha engordado 30 kilos. Por eso se ha merendado hoy esa manzana y por eso se comerá un plátano en el segundo descanso. Se ha metido de nuevo en cintura. Su peso ideal, dice, serán 140 kilos. “Tengo los huesos muy grandes, ¿ve? Nunca voy a poder ser un tipo delgado”, se consuela, extendiendo su mano ante mí. Sobre el dorso de sus dedos brilla una cabeza de tigre en otro de sus anillos y las siglas TCB, taking care of business, uno de los lemas de Elvis, en otro anillo que le hizo el mismo joyero que se lo había hecho también a él.
Pete huele a colonia y es un tipo educado que dice “caballero” antes de dirigirse a mí, que quiere saber qué me parece Donald Trump, porque a él no le gusta hablar de política, pero el presidente le da miedo. Pete asegura rotundo que como Elvis y los Beatles no ha vuelto a haber nada igual. Que Lady Gaga y otros artistas así están bien, pero que no han revolucionado el mundo como ellos lo hicieron. Pete me revela que al despertarse lo primero que hace es agradecerle a Dios haberle dado el don para entretener a la gente. Pete me dice que él sabe que no es Elvis, que no se cree Elvis, que sabe que esto es un trabajo y que él tiene su propio estilo, “porque hay otros imitadores por aquí que están desquiciados y sí se lo creen”. Y Pete me cuenta que pensó en dejarlo cuando cumplió los 42 años, porque esa es la edad a la que murió Elvis. Pero que luego reaccionó y pensó que por qué iba a hacer eso, que si él no es Elvis
no tenía que retirarse entonces. Y ahora dice que seguirá mientras “Dios me lo permita y el público siga viniendo”.
Vallee no es el único que tiene un espectáculo así. Compite con otros imitadores del rey del rock. Aunque a ellos no les gusta que se digan que son eso, imitadores, sino que prefieren que se les considere artistas que hacen un homenaje. Cuestión de semántica. En realidad son imitadores puros. Lo es Vallee, incluso con esa forma tan característica de decir “thank you, thank you very much”, forzando la mueca, con los labios en escorzo, como lo decía Elvis. Y lo son otros como Travis Allen, con su show All shock up en el Planet Hollywood, o Steve Connolly en
el Canyon Club y el Four Queens Hotels. Pete me confiesa también que hay muchas mañanas que se levanta y se mira al espejo y sin haberse puesto las gafas ahumadas aún ni haberse peinado el tupé, cuando está él solo frente a sí mismo, sin disfraces, piensa qué demonios está haciendo. Que hay días que aborrece cantar Suspicious minds, que odia la canción, que no puede más. Pero que luego llega a la ciudad, se sienta en su trono, coge el micrófono, canta, ve al público disfrutar y se le pasa. Lo dice con un poco de resignación. Como si se refiriese a un destino previamente escrito y ya asumido y aceptado. Como una condena. Como si no pudiera evitarlo. Casi como si no dependiera ya de él. Como si reconociese que Pete Vallee dejó de ser Pete Vallee el día en que se convirtió en Big Elvis. “Probablemente, el Elvis más grande de todo el mundo”, como bromea él. Literalmente, el único Elvis más grande
que Elvis. ¿Y eres feliz así?, le pregunto antes de despedirnos, cuando caminamos de regreso al aparcamiento y a su Chevrolet azul. Él, apoyado en un bastón, con paso lento y oscilante como un péndulo; yo pequeño a su lado, marcando el compás de su vaivén. “Bueno, tengo un trabajo con el que hago a la gente feliz. Eso es bueno, ¿no?”, me responde. Después sonríe y alza de nuevo el pulgar derecho.
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