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Historias

La condesa de Mayo del 68

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Foto:

 “De Bendern. No soy madame Bendern, sino de Bendern”, insiste Caroline. Su empeño en resaltar la alcurnia de su apellido no parece solo pretencioso, sino un capricho senil. Ya pasaron cincuenta años desde que en mayo de 1968 perdió el derecho de llevar el título de condesa, su trabajo como modelo y los millones de libras que heredaría de su abuelo.
No me estaba esperando. Está harta de los periodistas, de contarles una y otra vez la historia de la foto que le costó su carrera y su fortuna. Sin embargo, me invita a sentarme mientras despeja sin prisa la mesa de comedor. Lleva a la cocina una taza que minutos antes debió contener alguna bebida caliente y hace a un lado un cenicero cargado casi a tope: eso explica el intenso olor a tabaco dulce de esta habitación. Su casa queda en una ciudad serena de las afueras de París, cuyo nombre debo reservarme: “No quiero que llegue más gente a tocar a las puertas de mi casa”, dice.
Busca algún lugar para depositar el cenicero y poco le importa que las cenizas se rieguen o se esparzan sobre una montaña de vinilos o junto a una torre de discos compactos. Hay mucha música y hasta un piano en esta habitación, pero aquí no suena nada; solo los pasos cortos y lentos de esta mujer de setenta y ocho años que no deja de arrastrar la plataforma de sus zapatos de colegiala sobre las fibras de la alfombra. El cenicero termina encima del nivel más alto de un mueble en el que reposa un retrato suyo del tamaño de una carta y que data de las épocas en las que modelaba profesionalmente. Es una fotografía en blanco y negro en la que Caroline mira al cielo expectante y casi inexpresiva, de la que cuelga una corona envejecida de rosas disecadas que le da un toque dramático y nostálgico.
En la década de 1960, Caroline de Bendern tenía una apetecida belleza que oscilaba entre la sensualidad de Jane Birkin y la androginia de Twiggy. Su carrera de modelo empezaba a dispararse y los contratos para sesiones fotográficas venían de Milán, París y Nueva York: había cambiado el té de las cinco de su natal y muy tradicional Windsor por las fiestas del medio glamuroso y underground neoyorquino: “Era un entorno artístico en el que todos hablábamos mucho de todo. Andy Warhol siempre estaba rodeado de gente hermosa y de anfetaminas, y cuando uno toma anfetaminas, habla mucho”, recuerda Caroline. “Por él conocí a Lou Reed y, bueno, tuvimos un affair… También pasé alguna noche con Otis Redding, antes de que perdiera la vida en ese horrible accidente de avión. Así se pasaba la vida”, suspira.
De esa jovencita que aparece en la foto, Caroline todavía conserva el cuello espigado, los ojos de un azul intenso, la sonrisa amplia, el pelo corto y el fleco sobre la frente, solo que ahora lo usa más largo y lo deja caer hacia los lados, como las grandes luminarias que quieren ocultar las huellas de la edad. Sin embargo, en otros muros de su sala comedor hay otras imágenes en donde hace poses de modelo.
Y también está esa foto que la convirtió en la imagen más famosa de la Revolución de Mayo de 1968.
Los historiadores aseguran que al menos un millón de personas salieron a marchar el 13 de mayo de 1968, aunque según las cifras de la policía fueron doscientas mil.
Al finalizar 1967, Francia estaba socialmente bloqueada. El país había registrado cuatrocientos cincuenta mil desempleados –una de las cifras más altas que ha conocido en términos de desempleo– y los trabajadores tenían sueldos bajos y malas condiciones de trabajo; por otro lado, las mujeres no podían abrir una cuenta bancaria sin el permiso de su marido, la interrupción voluntaria del embarazo era ilegal y había una sola cadena de televisión que pertenecía al poder, con un director de información supervisado por el ministro de la Información, que a su vez seguía las órdenes del general De Gaulle, quien había estado en el poder por diez años.
El movimiento se empezó a gestar en marzo de 1968, cuando los estudiantes ocuparon la torre administrativa de la Universidad de Nanterre para reclamar la libre movilidad de los estudiantes: pedían que los hombres pudieran ir a las habitaciones de las mujeres y viceversa. Otros, liderados por el estudiante Daniel Cohn-Bendit, protestaban contra la guerra de Vietnam y algunos fueron arrestados por el cargo de agitadores. Y cuando los demás estudiantes se enteraron, decidieron tomarse la Sorbona.
El 3 de mayo la policía intervino violentamente para evacuar la Sorbona por órdenes del presidente Charles de Gaulle: 596 personas fueron detenidas y se registraron más de cien heridos, las clases fueron suspendidas al día siguiente y la Sorbona se cerró. Tres días después, treinta mil estudiantes desfilaron en París hasta el Arco del Triunfo –pues la Sorbona seguía cerrada– y en la tarde el Barrio Latino, sede de la Sorbona y epicentro del movimiento, volvió a encenderse: 422 personas fueron arrestadas y casi mil personas resultaron heridas, entre ellos 345 policías y más de 600 estudiantes. Finalmente, el 10 de mayo los brotes de violencia en las manifestaciones alcanzaron su punto más álgido: “Me uní a las formaciones de los que despavimentaban las calles para armar barricadas y detener a la policía, para no dejar que nos molieran alegremente”, recuerda Frédéric Joignot, periodista de Le Monde. “Una gran solidaridad se creó entre los activistas, como si fuéramos miles de extras en una obra de cine colectiva, viva, real. Fue algo muy fuerte, embriagante, extremo realmente”.
Por esos días, Caroline de Bendern había recibido una invitación del cineasta francés Serge Bard para participar en la película Détruisez-vous (Destrúyanse) que se rodaría en París durante la primavera del 68. Caroline desembarcó en la capital francesa con un guion que cuestionaba la segregación racial en Estados Unidos. “Interpretaba a una chica que repite la lección de su profesor con un discurso revolucionario”, recuerda. “Decía ingenuamente que había que romper los muros de la prisión, atacar los bancos y cosas de ese estilo… De hecho, hace unos años subí un extracto de ese monólogo a YouTube bajo el título ‘Caroline Says’ y lo llamé así a propósito de una canción de Lou Reed, en la que habla de mí, creo”.
En el video, Caroline, con el pelo rubio y corto, mira al vacío y dice: “Si en América los negros se rebelaran, los blancos comprenderíamos. No es una cuestión de raza, sino de clase”.
Fue precisamente durante el rodaje que se decretó el 13 de mayo como un día de huelga general. “Todo el mundo llegaba a contarnos en las grabaciones que la situación se estaba complicando con los estudiantes de la Universidad de Nanterre que habían boicoteado los exámenes para lograr flexibilizar las normas internas”, recuerda Caroline. “Luego apresaron a unos chicos que estaban protestando contra la guerra de Vietnam y hasta los llamaron terroristas. Los tuvieron presos varios días y por eso fue que empezó esa enorme concentración de estudiantes frente a la Sorbona, que la policía trató de disipar con mucha violencia. Recuerdo que algunos amigos de la gente que trabajaba con nosotros llegaban heridos y con la ropa deshecha”.
Sin embargo, las seis semanas que duró el movimiento no tuvieron siempre ese clima de enfrentamientos violentos: ese nunca fue su espíritu. En cambio, sus características esenciales fueron el espíritu crítico, “la insubordinación, el carácter festivo, la invención colectiva, la palabra liberada y las discusiones en las calles, con todos los delirios que eso supone”, apunta Hervé Hamon, estudiante y simpatizante del movimiento, en el suplemento de Le Monde que fue publicado para conmemorar los cincuenta años del acontecimiento. “No hay jefe, ni organizador… Eso es el 68, un movimiento profundamente espontáneo, la irrupción de una juventud que, por primera vez, se comporta como una fuerza social”.
Fotografía: David Fritz Goeppinger 
El 13 de mayo, agremiaciones de obreros, sindicatos, el Partido Comunista Francés y muchos otros sectores se unieron no solo a la huelga, sino también a la marcha: “Todo el reparto de la película se reunió en casa del poeta Alain Jouffroy, que interpretaba a mi profesor en el filme. Allá llegó también Thierry Garrel, que hoy es un importante productor de televisión, y todos estuvimos de acuerdo en salir a las calles a protestar”, recuerda Caroline. “Ese día, muchos iban muy enojados y muy decididos, pero recuerdo que al comienzo todo fue muy ligero. Nos reíamos y hacíamos bromas, hasta que llegó un momento en que mis pies ya no resistían más, así que le pedí a uno de mis compañeros de marcha que me llevara en hombros”.
Justo al llegar a la Plaza Edmond Rostand, Caroline vio a un grupo de fotógrafos y sus reflejos de modelo profesional la hicieron adoptar la postura de una verdadera revolucionaria: “Enderecé la espalda y posé bien. Era importante porque llevaba la bandera de Vietnam, la bandera de un país en guerra que me había dado el chico que me cargó. Me puse seria y tuve una emoción en ese momento que no había tenido en toda la marcha. En la medida en que jugué el juego, todo se volvió verdadero para mí. Levante el brazo empuñando fuerte la bandera y me quedé mirando hacia delante”.
Jean-Pierre Rey, uno de los reporteros gráficos de la agencia Gamma disparó su cámara y la fuerza de la pose de la señorita De Bendern en esa foto hizo que editores y directores de revistas y periódicos de todo el mundo la escogieran para sus primeras planas. La imagen era perfecta para ilustrar la magnitud del movimiento estudiantil que se estaba extendiendo por toda Francia: una mujer revolucionaria sobre los hombros de un hombre –en una época en la que apenas se empezaba a hablar de liberación sexual y de derechos de las mujeres– protestando contra la guerra de Vietnam, empuñando la bandera del Frente Nacional de Liberación de Vietnam y en medio de un cortejo multitudinario de gente joven gritando arengas.
Ese día, la Sorbona reabrió sus puertas después de diez días de cierre. Los estudiantes tomaron posesión del edificio aunque la facultad se había declarado en huelga. Como si fuera poco, en la tarde fueron liberados cuatro estudiantes que habían sido condenados días antes, lo cual fue leído como una victoria por los estudiantes que no paraban de vociferar: “Liberen a nuestros camaradas” y “No más policía en el Barrio Latino”. Y mientras los cortejos avanzaban de la Plaza de la República a la de Denfer-Rochereau, atravesando París de norte a sur, a lo largo de las cinco horas que duró la manifestación, los fotógrafos no dejaron de disparar sus cámaras para mostrar los bulevares repletos de manifestantes que iban cogidos de las manos o armando cadenas con los brazos entrelazados. Otros sostenían pancartas en las que se leían algunos de los emblemas más representativos del movimiento: “Prohibido prohibir”, “Metro, trabajo, dormir”, “Corre, camarada, el viejo mundo está detrás de ti”, “El poder se halla en la punta del fusil”, “Sean realistas, pidan lo imposible”, “La imaginación al poder” y “No quiero perder mi vida ganándomela”.
Unos días después de la marcha, Caroline viajó a Roma para una sesión fotográfica con Jackie Raynal, una amiga suya que había sido arrestada por armar barricadas de adoquines en las calles de París. De repente, mientras caminaba por la ciudad, descubrió su fotografía en la portada de la revista L’Espresso.
“Estaba caminando frente a un quiosco de periódicos y al verla me dije: ‘Al menos es una buena foto’, pero no me di cuenta en ese momento del impacto político y simbólico de la imagen, ni me imaginé que le hubiera dado la vuelta al mundo. La miré con los ojos de la modelo que era y como me gustó, compré la revista, corté la foto y la puse en mi book. Pensé que si alguna vez necesitaban a alguien para sostener una bandera, ahí estaría yo para hacerlo. También recordé que cuando vi a todos esos fotógrafos, pensé que debía posar bien, porque si la foto era mala y se publicaba en un periódico, no iba a ser bueno para mi imagen”.
Lo paradójico es que la foto resultó tan buena, que terminó arruinando su carrera de modelo. Poco importó que Caroline tuviera contratos con la agencia neoyorquina de Eileen Ford y con la parisina de Catherine Harlé; tampoco que tuviera experiencia en desfiles con grandes casas de modas como Dior, en avisos publicitarios que aparecían en Vogue Italia, en reportajes de moda francesa para varias entregas de Le Jardin des Modes y en la imagen central de alguna portada de la revista Amica, de Milán.
Una tras otra se fueron cerrando todas las puertas. Las agencias y las marcas empezaron a rechazarla, pues su imagen ya era tan icónica y tan familiar a los ojos del público –tanto francés como del mundo entero– que nadie quería que sus publicidades estuvieran asociadas con una “peligrosa revolucionaria”. “Las directoras de las agencias me sermoneaban por mi imprudencia y acababan mis contratos sin darme una segunda oportunidad”, recuerda Caroline. “Y fue así como la explosión mediática hizo que me empezaran a llamar “la Marianne del 68”.
Caroline vive desde hace más de cuarenta años en Francia y sabe que solo ella ha sido situada a la altura de la Marianne, un auténtico honor para cualquier mujer francesa. La Marianne es uno de los principales símbolos democráticos de Francia y de sus valores: libertad, igualdad, fraternidad. Representa precisamente el triunfo de la República y por eso se encuentra en muchos documentos oficiales, hay bustos de ella en las alcaldías y oficinas públicas. Además, su figura es siempre la primera invitada a las ceremonias en las que los extranjeros obtienen la nacionalidad francesa. Pero, sin duda, la Marianne más recordada es la que creó el pintor romántico Eugène Delacroix en su célebre óleo La libertad guiando al pueblo, que pintó para conmemorar la Revolución de 1830, y en la que ella es una alegoría de la libertad.
Hoy, a sus 78 años, Caroline solo levanta las cejas, se ríe discretamente y afirma con la cabeza cuando se le pregunta qué significa para ella el hecho de que la llamen “la Marianne del 68”. En vez de apresurarse a dar una respuesta, saca un libro del tamaño de medio pliego, en el que guarda fotocopias y originales de varias revistas y periódicos que publicaron su foto. Abre una página en la que se puede ver un artículo escrito en inglés, de una revista de la que Caroline no recuerda el nombre, bajo el título “Revolución” e ilustrado con una imagen en la que se sobrepone al cuadro de Delacroix la foto de Jean-Pierre Rey.
“Cuando vi este montaje, me dije que todo eso era un verdadero disparate. Luego pensé que debía haberme quitado la camiseta para verme como la Marianne de Delacroix, habría causado todavía más sensación. Aunque mejor que no lo hice, porque no tenía chance de rivalizar con los senos de ella que son tan perfectos”, dice Caroline entre risas.
Días después se publicaron otras imágenes de la misma escena desde otros ángulos. Una de ellas capturó de frente a Caroline y permite ver la cara del hombre que la carga: es ni más ni menos que Jean-Jacques Lebel, un enragé del movimiento –que traduce algo así como un furibundo, un rabioso–. “Nuestro objetivo era ambicioso: cambiar las reglas del juego, modificar las relaciones humanas, no ser objetos sino devenir sujetos”, aseguraba Lebel en una entrega de 1998 del diario Libération. Para muchos, Lebel era un anarquista y agitador que tuvo la idea de tomarse y ocupar el Teatro del Odeón, un símbolo de la cultura institucional.
Sin embargo, Jean-Jacques Lebel y Caroline no eran amigos directos. “Él era amigo de mis amigos y marchábamos juntos por puro azar. Recuerdo que antes de salir a marchar él cogió en el último minuto una bandera, que ya me había ofrecido para que yo la llevara, pero solo se la recibí cuando estuve sobre sus hombros”.
Cuando el conde Maurice-Arnold de Bendern vio la fotografía, llamó a su nieta Caroline para que fuera a verlo con urgencia.
Maurice-Arnold de Bendern era un aristócrata británico apasionado por el bridge y reconocido como uno de los hombres más ricos de Europa, con una fortuna que ascendía, en esa época, a los cincuenta millones de libras. Su linaje podía rastrearse desde los tiempos de Francisco José de Austria, quien le había otorgado a su abuelo el título de Barón. Luego, la reina Victoria le dio la autorización de usar su título en Inglaterra, hasta que la familia decidió mudarse a Liechtenstein “para no pagar los altos impuestos del Reino Unido”, según cuenta Caroline. Fue entonces cuando obtuvieron el De Bendern, sinónimo de su lugar de procedencia: Bendern es una ciudad de Liechtenstein.
Caroline era la nieta favorita del conde y soñaba hacer de ella una princesa o, al menos, una aristócrata distinguida. Sin embargo, Caroline siempre le había demostrado que no estaba hecha para ese tipo de vida.
A los diez años, junto a una amiga, se escapó de un prestigioso colegio inglés con todo y uniforme: “Estábamos cansadas de las órdenes, los regaños y los castigos, entonces tuvimos la idea de irnos a vivir juntas a una casa abandonada que conocíamos. Era muy lejos, así que caminamos hasta donde pudimos y dormimos sobre el heno de una granja que encontramos a la mitad del camino. Recuerdo que picaba terriblemente fuerte en las piernas. Al otro día, hicimos stop a los carros de la carretera para llegar a la famosa casa y la persona que nos recogió nos llevó directo a la policía porque ya todo el sector estaba alertado de que había dos chicas en fuga. No solo me expulsaron, sino que además dijeron que estaba poseída por el diablo”.
Del siguiente colegio Caroline también fue expulsada por irse a ver a una tropa de soldados americanos que llegó a la ciudad y tras ese episodio, el conde decidió enviarla a Viena para que se rodeara de “gente adecuada” y estudiara música. Como era de esperarse, Caroline nunca quiso frecuentar los brillantes salones que celebraban la gloria de los tiempos en los que Sissi fue emperatriz de Austria, sino que prefirió los clubes nocturnos de jazz.
Aun así, el conde, que Caroline llamaba cariñosamente Tutti, arregló todo para que fuera desposada por el heredero de la corona de Yugoslavia: “Se llamaba Pierre o… no me acuerdo qué”, recuerda Caroline. “Me citaron a una recepción en Biarritz y yo debía hacer una reverencia frente a él, pero como no lo conocía y él estaba sentado en un rincón, ni siquiera noté su presencia; además, parecía cualquier cosa menos príncipe y fue al único al que olvidé saludar y reverenciar”.
Gracias a ese fallo, se salvó de un matrimonio por conveniencia y regresó a Viena con la orden de preparar su baile de debutante. Ella, la rebelde perpetua, no obedeció y el príncipe de Liechtenstein, que era muy amigo de su abuelo, la delató. Fue entonces cuando Tutti desistió de sus propósitos y aceptó a regañadientes la voluntad de Caroline: convertirse en modelo.
Sin embargo, parecía que con la foto todo había ido demasiado lejos: “Como una idiota fui a verlo”, dice Caroline. “He debido desobedecerle, como siempre. Pero para ese momento él tenía noventa años, así que fui y no le gustó como estaba vestida ni como hablaba… No le gustó nada de mí”.
“You’re cut off”, le dijo el conde. Lo que menos le gustaba era esa ala de izquierda por la que se estaba inclinando su nieta, que se veía tan convencida y comprometida en la fotografía. Para él, nadie que perteneciera a su linaje iba a manchar el apellido De Bendern con “revoluciones proletarias”. Ella no se justificó ni le explicó que esa fue la primera y única manifestación a la que asistió. Tampoco le contó que después de marchar se había ido tranquilamente a comer a La coupole –uno de los restaurantes más tradicionales de Francia– como siempre solía hacerlo. En vez de eso, le dijo: “Vete a la mierda”, y tiró la puerta.
“Bueno, en realidad no le dije eso, pero sí tiré la puerta”, asegura Caroline. “Creo que estaba muy inspirada por la época, era algo idealista y por eso lo desafié tanto ese día. Pero, en realidad, yo no era una ‘ista’: ni comunista, ni anarquista, ni fascista. Era una ciudadana del mundo. No tenía grandes convicciones, pero sí, digamos, era más de izquierda”.
Fotografía por: David Fritz Goeppinger
Unos meses después se enteró de que Tutti estaba enfermo, así que lo llamó y le preguntó si podía ir a verlo. Él solo le dijo: “¡Te arrepentirás!” y le tiró el teléfono. Al poco tiempo, el conde murió y el resto de su familia se repartió la fortuna que, de no haber sido por la foto, habría sido enteramente para Caroline. Ella no solo era la favorita de su abuelo, sino que además era la heredera directa del conde, ya que este había desheredado antes a su hijo, el padre de Caroline, por haberse casado en segundas nupcias con una plebeya hija de un croupier catalán. “Estoy segura de que si él hubiera vivido más habría cambiado las cláusulas de su testamento porque siempre andábamos peleando por lo que yo hacía y no hacía, pero luego nos reconciliábamos y todo volvía a quedar bien”.
“Tiene que haber algo para mí”, le dijo Caroline a Jean-Pierre Rey, pero la respuesta del reportero fue un “no” tajante.
Para Caroline, debía haber algún tipo de reconocimiento o de regalías por la explotación de la foto que la había convertido en el ícono de Mayo de 1968. Insistió en que había trabajado para la imagen por haber posado y en que sin ella Rey jamás habría logrado la imagen, pero nada obligaba al fotógrafo ni a la agencia Gamma –la dueña de los derechos– a pagarle ni un céntimo. Caroline incluso llegó a interponer una demanda contra la agencia y el fotógrafo, a la que el juez respondió con el mismo “no” que Rey le dio desde el comienzo.
No era una estudiante rebelándose contra la guerra de Vietnam, sino una modelo posando. No era una revolucionaria marchando, sino una chica que por pura casualidad se mezcló en la marcha. No conocía las vejaciones de la vida obrera ni la escasez de la vida estudiantil, sino los lujos propios de una familia aristócrata. Y tampoco militaba por ninguna de las causas del movimiento; apenas si las conocía. Sin embargo, sin su carrera de modelo ni el apoyo económico de su abuelo, tuvo por primera vez en su vida que intentar sobrevivir.
Caroline, entonces, se convirtió en una digna representante de la contracultura de los setenta: una hippie empedernida. Regresó a Roma con su amiga Jackie Raynal y empezaron a buscar trabajo.
“Lo único que logramos fue que nos hicieran unas fotos desnudas, tal vez para Playboy, pensamos, pero eso nunca se concretó. Eran muchas, pero las perdí casi todas, solo me queda esta”. Mientras lo dice, abre la página de un pequeño libro titulado Las películas Zanzibar y los dandis de Mayo del 68 (The Zanzibar Films and the Dandies of May 68), en el que se hace un recuento de los filmes creados por el llamado Grupo de Zanzibar, del que salieron realizadores como Philippe Garrel y Daniel Pommereulle. Allí está la foto de los pechos desnudos de Caroline y de su compañera. “Hace poco una amiga me envió un video sobre Henry Miller en el que mostraba su baño, que estaba tapizado de fotos y resulta que una de esas fotos era de la sesión de desnudos que hicimos con Jackie. La nuestra estaba justo junto al retrete”.
Como nada funcionó en Europa, Caroline volvió a Estados Unidos y a sus amigos de antes. Allí llevó una vida errante. Trabajaba en lo que podía, pues nunca más tuvo chance de volver a trabajar como modelo a pesar de que lo intentó en varias ocasiones y de que su belleza se conservó intacta por muchos años más. “Andy Warhol, que obviamente también había visto la foto de Mayo del 68, empezó a llamarme ‘Caroline la comunista’”, recuerda. No tuvo más remedio que ganarse la vida con su única pasión: el jazz.
Y no podía estar en un mejor lugar para explotar lo que había aprendido durante las lecciones de piano que había recibido en la escuela de música en Viena. Sabía de jazz por la vida bohemia que había llevado en los clubes nocturnos, y en Nueva York estaban floreciendo de nuevo las Big Bands. Así conoció al saxofonista Barney Willen, que había sido descubierto por Miles Davis. Se casaron y se fueron a África a registrar las músicas tradicionales de ese continente. Allí, Caroline grabó una nueva película con Serge Bard –el mismo director que la había invitado a Francia en mayo de 1968–, pero ese nuevo filme nunca vio la luz porque Bard se convirtió al islam y abandonó todos los proyectos que tenían alguna relación con el mundo capitalista y occidental. Después de unos años trabajando en África en causas humanitarias, Caroline y su esposo se habían convertido en unos legítimos hippies.
Sin embargo, su matrimonio con Barney Willen no duró mucho más. Tras su estadía en África, se fueron a vivir a Mónaco, pero el lujo de la Costa Azul acabó la relación. Caroline se enamoró de Jacques Thollot, un compositor y baterista francés: “Él también vivió todos los eventos de ese Mayo del 68, solo que a él no le tomaron ninguna foto”, dice entre risas. “Pero a raíz de eso grabó una serie de canciones en 1969. Cuando murió hace un par de años, decidí realizar un álbum póstumo con esas canciones y para la portada del disco escogí un retrato mío en blanco y negro que me tomó Just Jaeckin, el director de Emmanuelle (1974), que mucho antes de dedicarse al cine, trabajó como fotógrafo de moda”.
De ahí en adelante, Caroline se concentró en pequeños trabajos relacionados con la música de sus esposos. Recopiló grabaciones y armó un archivo entero con el legado de ellos. Incluso digitalizó viejas grabaciones análogas, que hoy están disponibles en YouTube porque ella misma se encargó de subirlas a la red.
—Su abuelo le dijo que se arrepentiría. Hoy, cincuenta años después de ese Mayo del 68, ¿se arrepiente?
—No, no hay que arrepentirse de nada de lo que se hace en la vida ni de las decisiones que se toman. Incluso aunque yo no elegí, sino que me encontré de repente en esa situación de la foto, no me arrepiento de nada.
Como si fuera su book de modelo, Caroline conserva en un fólder innumerables recortes de prensa con esa imagen: los de Life, Time, Le Matin, L’Espresso y L’Impartial. Pero su favorita es, sin duda, una portada de Paris Match que decora las paredes de su casa. Ahí también está la foto de Jean-Pierre Rey que sepultó su carrera y su herencia, pero que le dio lo que quiso siempre desde niña: libertad.
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