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Historias

Marihuana medicinal, ¿la nueva industria colombiana?

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La industria del cannabis medicinal obtuvo el año pasado ganancias por más de 5 mil millones de dólares, veinte países han aprobado su uso con fines terapéuticos y se espera que en el 2025 genere 283.422 empleos en Estados Unidos. Colombia es el segundo país con mayor cupo para cultivar marihuana legal en el mundo, lo que equivale a un 44 % de la producción autorizada por la ONU, y ya hay más de veinte empresas con licencia para el cultivo y la producción de cannabis medicinal. Este es el panorama de una industria que promete convertirse en la nueva joya de la corona de la agricultura colombiana.
Cuarenta minutos en avión desde Bogotá, veinte minutos en carro desde el aeropuerto José María Córdova y listo. Un viaje muy distinto a cualquiera que hiciera un agente de la DEA en la década de 1980 para encontrar los cultivos de marihuana en el país. Nada parecido a las escenas de la serie Narcos.
La cita era a las ocho de la mañana. El cielo en Rionegro estaba oscuro y empezaba a llover. Tenía una ubicación que me habían enviado por WhatsApp y nada más: “Es muy fácil llegar”, me dijo mi contacto. Iba en búsqueda de una de las fincas donde se está cultivando marihuana legal en el país.
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“Me arrepiento de no haberle dado cannabis medicinal antes a mi abuelo. Ver cómo, sus últimos días, en que el cáncer se lo llevaba, los pasó en relativa paz, fue algo tranquilizador para él y para nosotros”. “A mi mamá, después de tomar todos los medicamentos posibles para mejorarse de las venas várices, lo único que le funcionó fue la crema de cannabis para controlar los dolores. De paso, también dejó de sufrir los efectos secundarios de las drogas tradicionales que la estaban enfermando más”. “Las convulsiones de mi hijo son cada vez menos frecuentes. Desde que está en tratamiento con cannabis los episodios no son tan críticos y la mejoría es notable, ya puede hacer cosas de niños, puede jugar”. “Lo único que me ha ayudado a bajar los dolores de la fibromialgia son los ungüentos de cannabis, han hecho lo que ningún calmante pudo”. “Por el insomnio, a mi esposo le recetaron cualquier cantidad de pastillas que lo dejaban en un estado terrible, algo que no hace ni la peor traba. Él ha ido recuperando el sueño gracias a las gotas de marihuana”.
Los testimonios de las personas que se han mejorado gracias al uso de cannabis medicinal podría llenar todas estas páginas. Pacientes con enfermedades como autismo, ansiedad, dolor crónico, convulsiones, esclerosis múltiple, párkinson, diabetes, adicciones a los opioides o esquizofrenia son testigos de los beneficios que ha traído toda una industria que empieza a tomar fuerza en el mundo entero. En Estados Unidos, 29 estados han legalizado el uso médico del cannabis y 8 para uso recreativo y solo en Colorado el recaudo en 2017 por impuestos sobre la marihuana fue de 247.000.000 dólares, una cifra similar a las ventas de las tiendas de café en Colombia, y se prevé que en el 2021, según ArcView (un centro de estudios de EE. UU. sobre el negocio de la marihuana), se recauden en ese país alrededor de cuatro billones de dólares. Estos son los números de un negocio que va en serio y hoy se parece más al Lobo de Wall Street que a la comuna hippie de la mamá de Homero J. Simpson.
Ante esta ola de cambio, Colombia no se podía quedar atrás. Al ser uno de los productores históricos en el mundo, su papel no podía ser secundario. Desde el 2012, cuando se empezó a debatir la Ley Galán para regular el uso del cannabis, el país ha entrado en debates, discusiones médicas y una pelea política por la reglamentación del uso medicinal del cannabis. En 2016 el Congreso de la República aprobó la Ley 1787, que crea un marco regulatorio para el acceso al uso médico y científico del cannabis y sus derivados. Con este marco se dio vía libre a la solicitud de licencias para el cultivo, la fabricación y la distribución de productos medicinales. El problema era que ya había empresas con la licencia para la producción y fabricación. Tuvo que pasar un año para que les dieran la de cultivo. Ahora vienen todos los permisos del ICA y del Invima, que es otro proceso largo. En la década de 1930 el Gobierno de EE. UU. empezó una guerra contra el cultivo de cannabis cuando creó la Oficina Federal de Narcóticos. Para ese entonces la marihuana era uno de los materiales más usados en la elaboración de textiles y fibras. La campaña, más allá de la ilegalización de su consumo, también fue una campaña de desprestigio contra las comunidades que la cultivaban y la consumían, en su mayoría latinoamericanos y afroamericanos. El cannabis se empezó a relacionar con la criminalidad en muchas ciudades. Tanto que en Nueva Orleans y en Chicago se llegó a culpar a los jazzistas de expandir ese vicio entre la comunidad. Impulsado por el lobby de las empresas del nailon y el petróleo, el Gobierno de EE. UU. empezó una cruzada para ilegalizar la marihuana en todo el mundo. Solo la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca cambiaría el papel del Gobierno norteamericano frente a esta planta.
“Al principio cuesta convencer a los inversionistas, a los mismos bancos, pero es que estamos creando algo nuevo. La tecnología, el marketing, los foros con médicos son algunas de las estrategias que estamos implementando para que esa imagen de negocio ilegal se vaya borrando”, dice Álvaro Torres, CEO y cofundador de Khiron Life Sciences Corp., otra de las empresas que ya está desarrollando toda la infraestructura para producir cannabis medicinal en el país. Torres es el arquetipo de las personas que están entrando en este negocio, profesionales con importantes carreras en sectores como el inmobiliario, el de la infraestructura, el farmacéutico o del mercadeo, como el otro fundador de Khiron, Andrés Galofre, que por varios años trabajó en Pfizer como Brand manager. “Toda esa experiencia la estoy aplicando ahora. En ese entonces trabajé de la, mano con médicos, desarrollé programas de educación y exactamente eso es lo que estamos replicando en Khiron. Nuestro objetivo es crear una nueva industria farmacéutica basada en el cannabis y Colombia tiene todo el potencial para esto”, afirma Galofre.
Sin embargo, no hay que olvidarse que este nuevo negocio está más cerca de Wall Street que de Woodstock. Ahora que varias empresas multinacionales se están estableciendo en el país empiezan a aparecer los primeros damnificados. Cannalivio, una de las empresas pioneras en la producción de cannabis medicinal, no solo en Colombia sino en América Latina, fue una de las víctimas. Fundada en 2006, en Medellín, abrieron la trocha para que en el país se comenzara a hablar de las bondades médicas de la marihuana. Mauricio García, fundador de Cannalivio, es un fiel creyente de todo este negocio: “Solo que ahora con la reglamentación, ser artesanal es muy jodido”, dice. Luego de obtener las licencias expedidas por el gobierno salieron a buscar socios para cumplir con los estándares económicos que pide la ley: “Esto lleva a una dimensión ética del negocio que, por lo menos, yo no comparto. Y no digo que esté mal, pero en Cannalivio no veíamos el negocio como un fin. Lo nuestro era una filosofía que iba encaminada a mejorar la calidad de vida de las personas. No todo es plata”, explica García. De esa empresa que crearon, hoy apenas conservan el nombre: “Fue lo único que logramos mantener. Perdimos la razón social, las licencias, nos tocó vender un montón de cosas. Hasta me tocó volver a vivir a la casa de mis papás. Pero uno aprende y estamos dispuestos a empezar de cero otra vez, nosotros tenemos el conocimiento y eso es lo más valioso, lo material va y viene”. Basados en la Ley 30 de 1986, que permite la tenencia de veinte plantas de marihuana, han seguido investigando los múltiples usos del cannabis: “Ahora estamos viendo cómo hacemos productos cosméticos, desde jabones, bálsamos labiales hasta cremas. Las circunstancias nos devolvieron a la raíz de esto: la botánica. Por eso ya no nos vamos a limitar solo a la marihuana”.
El pasado mes de enero, 21 compañías tenían licencias para el cultivo y la fabricación de derivados del cannabis. El Gobierno se encontraba en una fase de asignación de cupos para estas empresas, pues cada una tiene que demostrar que la cantidad que va a cultivar es la necesaria para su producción y que no tendrá excedentes injustificados que puedan terminar en el mercado negro. Además, la Junta Internacional para la Fiscalización de Estupefacientes (Jife), un organismo de la ONU, le asignó a Colombia un cupo de 40,5 toneladas para cultivar marihuana legal, convirtiéndonos en el segundo país con mayor capacidad de la producción. Esto significa, según Andrés López, director del Fondo Nacional de Estupefacientes, “la oportunidad de ofrecerles a médicos y pacientes medicamentos seguros, eficaces y de calidad a corto plazo gracias a las fórmulas magistrales (medicamentos preparados exclusivamente para un paciente). También, la oportunidad de exportar extractos y con ello afianzar inversiones y el beneficio para todos los involucrados en la cadena productiva”, como afirmó en el diario El Tiempo.
La bandeja está servida.
***
Mientras cruzábamos los centros comerciales que empiezan a inundar esta zona, mi conductor comienza a hablar de todos los operativos de seguridad que hacen cuando viene alguna persona importante: “Aquí aparecen carros blindados, helicópteros, motos de policía, que da miedo”. Llanogrande es una de las zonas del país donde la tierra es más costosa y en pleno corazón de este enclave está el sitio que busco.
La voz andrógina de Waze nos avisa que nuestro destino está a 200 metros a mano derecha. Un portón blanco y una reja de madera. Nos abren sin preguntarnos mucho. Avanzamos unos metros y empiezan a aparecer filas de invernaderos rodeados por rejas y alambres de púas, avisos de prohibido pasar, retroexcavadoras y postes con cámaras que parecen verlo todo. Una imagen muy parecida a la que recrea Andréi Tarkovski en su película Stalker.
Andamos por una carretera destapada. El conductor empieza a mirarme impaciente. No hay rastros de una entrada ni de una portería. Una persona se acerca a nosotros, nos pregunta que hacia dónde nos dirigimos: “Estamos buscando la entrada de Pharmacielo”, le digo. Responde que sigamos derecho, que apenas bajemos una lomita veremos las porterías que parecen una estación de policía.
Llegamos a una puerta de madera. Arriba se ve la garita con vidrios polarizados y el nombre de Pharmacielo. Un celador nos pregunta a quién buscamos. Luego de comprobar la información abre la reja que muestra otro filtro de seguridad. Nos piden documentos de identificación, nombres completos y de nuevo preguntan a quién buscamos. Mientras tanto, otro guardia inspecciona el carro, revisa con el mismo instrumento que utilizan en los centros comerciales para ver la parte de debajo de los carros. Abre el baúl, inspecciona y cierra fuerte. Cuando terminan nos hacen firmar unos acuerdos de confidencialidad y para no perder la tradición burocrática colombiana nos piden dejar un documento y “que no sea la cédula, por favor”.
Empezamos a subir por la carretera. A lado y lado aparecen trabajadores uniformados, algunos con cascos y protección industrial. Otros empujan contenedores pequeños, a los que solo les falta un aviso que diga top secret. Una mujer espera bajo las pocas gotas de lluvia que caen en lo que parece el lugar de las oficinas: “¿Usted es don Diego?”. Le digo que sí y me pide que la siga, que don Federico me está esperando.
Cock-Correa lleva más de treinta años en el mundo de la floricultura. Después de una crisis económica que lo condujo a la quiebra empezó a buscar otras alternativas de negocio: “Un día un amigo canadiense me llegó con el cuento de que tenía el cultivo que yo estaba buscando. Que ahí había una oportunidad de negocio muy grande. Cuando me dijo que era marihuana, le comenté que si estaba loco, que yo no me iba a poner pues de narcotraficante. Hasta que me echó el cuento bien y vi que sí, que esto tenía mucho futuro”. Así nació Pharmacielo, hace cuatro años. De cultivar crisantemos y orquídeas, Federico pasó a la marihuana; una flor tan noble, según él, como cualquier otra, solo que carga con una tonelada de estigmas.
Se ve contento. Me explica que estuvo toda la semana en Canadá, pero que se llevó tremenda sorpresa al regresar: “Me avisaron que las plantas que sembramos a principios de enero ya habían florecido. Apenas me bajé del avión vine directo a verlas. Van a ver, eso están una belleza”.
Cruzamos las puertas que protegen los invernaderos. Lo primero que veo es que todos están conectados por una especie de riel que sirve para transportar las plantas. El color amarillo y negro de estas le da un toque de estación de tren.
“Estas son las primeras plantas que sembramos. Son nuestro laboratorio de prueba”, dice Federico. Antes que verlas, las huelo. Así el espacio sea amplio y no ocupen más de un 30 %, el olor es fuerte. Las 35 cepas diferentes que están probando crean un paisaje caótico. Ninguna de las plantas se parece a la otra; por eso, sobre cada lote hay una etiqueta que parece la historia clínica de ellas. Algunas miden más de 1,70 metros, otras no pasan de los 40 centímetros, eso sí, nos avisan que no las podemos tocar.
Juan Cardona, jefe de producción de Pharmacielo, les está pasando revista. En una tabla apunta cada anomalía o desperfecto que tenga la planta y mide su crecimiento: “Esto es como un reinado de belleza, tenemos a las 35 participantes, en unas semanas eliminaremos a unas diez y así hasta que quedemos con la reina y las primeras princesas”, dice Juan y luego suelta una carcajada.
En otro invernadero, para el cual hay que cruzar varios puntos de desinfección, se encuentran las plantas madre. Unas cinco personas están encargadas de cuidarlas. Como si fueran bonsáis se agachan para cortarlas con un cuidado quirúrgico, de lejos parece que fuera una coreografía: bajan, cortan, separan, empacan etiquetan y vuelven a subir. El uso de guantes es obligatorio y cuando crezca el cultivo, en algunas zonas tendrán que vestir trajes como los que utilizan en las plantas nucleares para evitar el contagio de cualquier bacteria o virus del exterior. Cada tallo que se saca de estas plantas es catalogado y guardado en contenedores para su futura reproducción.
Una de las encargadas de este proceso se ríe cuando le pregunto si en la casa no la molestan por trabajar en un cultivo de marihuana: “La verdad, no. Cuando le conté a mi mamá que iba a trabajar aquí le pareció chévere que se estuviera haciendo otra cosa con esta planta”. Todas las personas que trabajan allí tienen experiencia en el mundo de la floricultura. Por esta razón la capacitación es más sencilla. “En Canadá los cultivos parecen unas salas de ciencia ficción, por el clima les toca montar unas estructuras muy artificiales para cultivar el cannabis. Aquí tenemos la ventaja del clima, pero eso no basta. Es importante tecnificar lo más posible todo el proceso que involucra a la agricultura”, dice Federico. Los sistemas de riego, los cuartos fríos están monitoreados las 24 horas por un software que avisa al menor cambio en la cantidad de agua o temperatura. Todo debe estar digitalizado, pues las plantas son el componente principal de un medicamento. Este proceso es igual al que utilizan las grandes farmacéuticas con el opio. “Esta constituye la oportunidad de hacer un gran cambio en la agricultura colombiana. Siempre hemos exportado la materia prima para todas las industrias, nos pasó con el café o las flores. Aquí lo vendíamos barato y nos lo devolvían en bienes costosos. Con la marihuana podemos crear una agroindustria muy potente a nivel mundial”, afirma Álvaro Torreo, CEO de Khiron.
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Todo sobre esta nueva industria siempre suena bien en los cuadros de Excel, en las presentaciones de Powerpoint o en las ruedas de negocios. Muchas de las empresas que tienen las licencias no cuentan ni con los terrenos ni con la infraestructura para empezar con el negocio. Hay vendedores de humo que juegan a la especulación, como en todos los negocios y más cuando las cifras respaldan esta especie de “boom marimbero”, pero legal. La producción ilegal de “medicamentos” a base de cannabis sigue siendo alta, no por nada conseguir una crema o un aceite es relativamente fácil. El problema radica en que los estándares de calidad no son los más altos y al igual que los medicamentos, el cannabis medicinal tiene que ser recetado por un médico, porque no toda la marihuana sirve para lo mismo.
Camilo Ospina, médico y jefe de Innovación e Investigación de Pharmacielo, lleva más de diez años investigando el uso fisoterapéutico del cannabis: “Yo empecé en esto por un caso muy personal. Los médicos le habían dado seis meses de vida a mi mamá por un cáncer que tenía, pero desde que comenzamos el tratamiento con cannabis su salud cambió por completo y duró más de dos años. A ella este tratamiento le sirvió tanto que me dijo, a modo de última voluntad, que tenía que hacer llegar esta alternativa médica a la mayor cantidad de gente posible”. Aunque empezó de una forma muy empírica, hoy gracias a todos los estudios que se han realizado puede brindar un tratamiento mucho más eficaz: “Es que antes no sabíamos nada del cannabis, solo que servía para que la gente se trabara y ya. Eso cambió y ahora organizaciones como la OMS (Organización Mundial de la Salud) avalan que estos tratamientos no son un peligro para la salud y que de hecho ayudan en cierto tipo de enfermedades”. Y la OMS fue más allá, en un informe recomendó que el cannabis no debe ser considerado una droga, sobre todo el cannabidiol (CBD que es uno de sus componentes). “La marihuana tiene tres componentes: el THC, que es lo que traba y podríamos decir que si lo comparamos con un carro es el motor; el CBD, que es el que tiene las propiedades médicas, que sería la carrocería y los terpenoides, que son el timón porque determinan el efecto terapéutico que pueda tener cada planta de cannabis”, explica Ospina.
Los estudios médicos y el interés de la comunidad científica sobre este asunto crecen cada día más, en parte porque hay mayores recursos para financiar los estudios. Todas las semanas se publica un artículo científico, lo que ha ampliado el conocimiento y la receptividad de los médicos frente a este tema: “Es que no es lo mismo que llegues con un cuento tuyo, a que esto ya tenga un soporte muy riguroso. Eso es clave para que los médicos no miren con recelo al cannabis medicinal”, dice Ospina.
Danial Schecter, médico familiar y cofundador de la Clínica Médica Cannabinoide, ubicada en Canadá, cuenta con muchos años de experiencia en el uso terapéutico de los cannabinoides. Sus clínicas han crecido a un ritmo muy alto, de una clínica, en 2014, pasó a tener 22, en 2017: “Hemos recibido más de 45.000 pacientes en el transcurso de los años. Nosotros recibimos los casos más difíciles, cuando todos los otros tratamientos han fallado. Afortunadamente contamos con una alta tasa de éxito, y nuestros pacientes y sus médicos de cabecera ven los resultados”, afirma Schecter.
El uso del cannabis medicinal está permitido en todas las provincias de Canadá, por lo cual allí es donde más se ha podido aplicar este tipo de terapias, incluso en pacientes pediátricos: “Un grupo que me ha proporcionado una gran alegría y sorpresa es el de los pacientes pediátricos con epilepsia resistente al tratamiento (epilepsia refractaria). Estos son los pacientes que pueden tener de 1 a 13 años de edad y tienen convulsiones severas, a menudo 20-50 veces al día. Han probado casi todas las drogas antiepilépticas conocidas y no han respondido, algunos de ellos, incluso, han tenido cirugías. Cuando les proporcionamos cannabis medicinal, específicamente aceite de CBD, muchos de ellos responden de manera inmediata y son capaces de empezar a tener un desarrollo normal.
“Por eso, uno de los casos que más me ha impactado en mi carrera fue el de un niño de dos años de edad que era incapaz de hablar, caminar o alimentarse a sí mismo. Él tenía de 10-20 convulsiones diarias y tomaba tres medicamentos diferentes. Después de tratarlo por un año, comenzó a caminar por su cuenta, a hablar, a interactuar y a alimentarse por sí mismo. Es más, él solo era tratado con aceite de CBD y otro medicamento antiepiléptico. Este fue un momento increíble, cuando los padres de este joven sintieron que iban a ser capaces de proporcionarle una mejor calidad de vida a su hijo”, dice Schecter. En Colombia, la Fundación Cultivando Esperanzas promueve el uso del cannabis medicinal y el autocultivo como forma para mejorar la calidad de vida de niños con enfermedades como epilepsia o enfermedades que no han podido ser diagnosticadas. Camilo Ospina también está desarrollando un programa para tratar a menores de edad, pero para que esto sea más eficiente, asegura, se necesita mayor investigación y una estandarización en los medicamentos.
***
La última etapa de la visita son los laboratorios. Aquí analizan los componentes de las plantas que se han cultivado para establecer el proceso de transformación. Jaime Escobar, vicepresidente industrial de Pharmacielo, es el encargado de esta parte: “La verdad es que todo funciona con simple lógica. Presiones, temperaturas, cambios de estado. Aquí garantizamos unos estándares industriales”, dice Escobar. De hecho, algunas de las máquinas copian los modelos de refinación del petróleo, pero a menor escala. “Aquí la planta se convertirá en aceites, cremas, espráis y pastillas. Química en estado puro. Ahora solo necesitamos los registros y los permisos que nos tienen que dar tanto el ICA como el Incoder para empezar la venta y la exportación”, dice Escobar. Si esta industria logra despegar representaría el primer gran cambio industrial en el campo colombiano y nos situaría como una potencia no solo agrícola, sino también farmacéutica. Al punto que puede tener un impacto mayor que el del café.
Jaime señala la tabla periódica que se encuentra colgada en la pared y repite que ahí está la guía para todo. Después nos muestra unos hornos que parecen microondas y dice: “Ahí donde los ven estos aparatos cuestan muchísimo, pero son vitales para todo el proceso. Este –señala el más pequeño, que tiene pinta de sandwichera– es el que mantiene la humedad necesaria para que no se dañe la mata”. El tour se acabó. Nos despedimos, pero antes le pregunto a Federico por el último invernadero, al que no fuimos. Me dice que allí ni él debe entrar, es donde guardan sus secretos y donde la genética de semillas ocurre. Salgo por la portería, me devuelven mi documento, revisan nuevamente el carro y siento que una de las cámaras del circuito cerrado me persigue hasta que me aleje lo suficiente. Esta vez veo las haciendas antioqueñas que rodean al complejo. Me pregunto si alguno de los vecinos se imaginó que un día ese sería el paisaje que los rodearía. Camino al aeropuerto están de nuevo los retenes de policía, el trancón y los centros comerciales. Me subo al avión con una pregunta, ¿por qué no me metí antes en este negocio?
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