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Historias

Las huellas de Malcolm Lowry

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Tras dos horas de viaje en un bus al que le chillan las puertas y ventanas como si fueran gritos que se desmoronan, llego a Cuernavaca en busca de las huellas de Malcolm Lowry, el autor de Bajo el volcán, una de las novelas más portentosas e importantes del siglo XX.
Los mexicanos dicen que todo lo que vio y describió Lowry es la puerta de una literatura que nadie, salvo Juan Rulfo, pudo encabezar después de su muerte; que muchos no leen a Lowry porque solo lo ven como un borracho, pero que su obra es tan importante como la de Joyce o la de Proust y que nunca estuvo del todo en este mundo porque siempre tuvo un pie adentro y otro afuera a causa de su constante borrachera.
En esa ciudad, donde Lowry vivió de manera intermitente durante las décadas de 1930 y 1940, está lo que se reconoce y lo que no: en la esquina de la Avenida Vicente Guerrero con Lomas de la Selva no existe más el Hotel Casino Selva, donde inicia la novela; lo han demolido para poner en su lugar dos grandes supermercados de cadena del consorcio Costco-Comercial Mexicana. La estación de trenes hasta donde camina el personaje Jacques Laruelle en el primer capítulo, ya no opera, pero se conserva el lugar, ahora sin rieles, como una escuela de música. Está, en el Panteón de La Leona, la tumba de los espejos con los “millones de espejuelos de todas las formas geométricas imaginables” que Lowry describe en el capítulo 12 de Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo. Y también hay tres cantinas históricas, La Surera, La Estrella y El Danubio, pero solo una de ellas, La Estrella, recuerda a Lowry con una placa que tiene una cita del escritor en su fachada: “¿Qué belleza se puede comparar a la de una cantina en las primeras horas de la mañana?”; acorde con la pequeñez del lugar, solo hay una lacónica fotografía de Lowry, aun así, la cantina no es mencionada nunca en la novela.
–Ah, es que acá viene mucho extranjero, vienen para conocer la cantina –balbucea una mujer que bebe un vaso de vodka con limón mientras el dueño me sirve una cerveza–. ¿Y usted también es escritor? Mire no más, yo también he escrito muchas cosas, si quiere se las traigo y las lee.
Pero no se va. Por el contrario, se sienta a mi lado y empieza a mostrarme fotos de un viaje que hizo mientras me dice que es una persona importante. Me levanto de la silla y me voy; es la única manera de no escucharla. Voy hacia el Centro Histórico, que está a pocas cuadras, y entro en una librería en la que no hay ruido alguno, ni siquiera de pasos.
–Busco algo de Malcolm Lowry, cualquiera de sus libros.
El tipo busca sin ánimo entre los estantes y finalmente se decide a mirar en el computador.
–No, no hay nada. No lo tenemos –dice sin interés–. Las puntas de sus cejas forman ángulos agudos contra su frente.
El autor no está en el archivo de la librería, así que me voy a otro lado con mi curiosidad.
Son veinticinco las cantinas que Lowry menciona entre Bajo el volcán y Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo. De ellas, hoy solo existe La Universal, que fue donde el escritor, tras una conversación con unos borrachos, recogió información para el capítulo final de Bajo el volcán. Pero lo que es hoy, dista mucho de la cantina que fue en los tiempos del escritor inglés en Cuernavaca; ahora, el lugar es más un restaurante bar sin vida, aunque amplio y muy visitado por turistas. A menos de una cuadra de allí existen también los Jardines Borda, con su imponencia; el Palacio de Cortés con los murales de Rivera que a Lowry tanto le gustaban y que describe en el primer capítulo de Bajo el volcán, y existen también las iglesias y catedrales que aún dan valor y certeza –lejos del esplendor etílico de la época– a esa frase en la que Malcolm afirmó que Cuernavaca tiene “dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas”.
También está, tediosa y profunda, la barranca de Amanalco, que atraviesa la ciudad y que le dio a Lowry la imagen para el trágico y angustioso final de la novela.
***
“Mezcal”, dice Lowry mientras abandona una botella de cerveza oscura sobre el mostrador. Es un día de noviembre de 1936. Jan Gabrial, su esposa, lo observa como intuyendo el peligro; sabe que cuando Malcolm empiece con ese trago infernal, no parará. “Mezcal”, repite Lowry, y el encargado de la cantina vierte el destilado del agave en una pequeña copa, de la que él bebe lentamente, con devoción. Acaban de llegar en barco a Acapulco, a donde fueron a parar luego del fracaso que tuvo Lowry en su intento de ser parte de Hollywood como guionista. Pocos días después, la pareja toma la decisión de irse a Cuernavaca, donde alquila una casa de tres pisos con un descuidado jardín que da a la barranca, con vista a los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl.
Hoy se ve, aunque borrosa como una fotografía Polaroid que ya ha soportado demasiados años, esa misma casa en la calle Humboldt 62. Unos dicen que sí es, otros aseguran que no se sabe. Lo que sí está documentado es que, sentado frente a ese jardín maltrecho, Lowry completa páginas enteras que se convierten en unas semanas en un cuento de tres partes y siete mil palabras que llama Bajo el volcán, debido al paisaje que ve a diario. Sin embargo, su imaginación no para y lo que escribe vuelve a ser modificado, alterado y borrado: el escritor de novelas que aún no es empieza a imponerse al escritor de relatos que ha sido desde su juventud.
Cuando no escribe, bebe. Y lo hace casi con el mismo fervor.
Los testimonios recogidos por los biógrafos Douglas Day y Gordon Bowker –el primero habló con Margerie Bonner, la segunda esposa de Lowry, el segundo con Margerie y con Jan Gabrial– reúnen varias historias que ocurrieron en las calles de Cuernavaca. Conrad Aiken –amigo y mentor del escritor, que se encontró con él para recorrer las cantinas de la ciudad– y Raúl Ortiz –traductor de Bajo el volcán al español– conocieron también varias vivencias de Lowry en México. Y, finalmente, las cartas que enviaba Lowry a familiares, amigos y editores en Estados Unidos e Inglaterra sirven para reconstruir los pasos del escritor.
Se sabe que una noche como tantas, Lowry abandona la casa y se va de peregrinaje por diferentes bares y pulquerías. Le gusta entrar y salir de ellos como si huyera de algo, hasta encontrar un lugar cómodo para permanecer durante varias horas. Está tomando tequila, el mezcal no lo bebe a diario porque piensa, erróneamente, que contiene mezcalina y por lo tanto tiene efectos alucinógenos. Lleva una barba sin arreglar, un abrigo por donde se le escapa desordenadamente una camisa blanca y un pantalón que le cuelga dando la impresión de que, en cualquier momento, va a escurrírsele hasta el suelo; en vez de cinturón utiliza una corbata.
Después de pedir otra copa, Lowry bebe, hace un chiste incomprensible para el cantinero, que no sabe inglés, y se da vuelta para intentar hablar en un pésimo español con otros parroquianos. Es un buen momento que no merece ser perturbado, pero de repente entra al local su esposa acompañada de dos personas que, por la cara que llevan, parecen celebrar que por fin han dado con él. El mal humor que acompaña a Jan es el mismo que la llevó a llamar a unos amigos a medianoche pidiéndoles ayuda para ir a buscar a su esposo: había tenido una discusión con Malcolm porque ella le había escondido, con el propósito de que no comprara alcohol, el dinero mensual que les acababa de enviar Arthur, el padre de Lowry.
HOTEL BAJO EL VOLCÁN, EN LA CALLE HUMBOLDT DE CUERNAVACA - FOTO: DANY HURPIN
–No encuentro mi reloj despertador –les dijo a sus amigos–. Se ha llevado mi reloj despertador y estoy segura de que se lo está bebiendo; a mí él ya no me interesa, pero yo no puedo comprarme otro reloj.
Cuando lo tiene al frente, sin darle tiempo de saludar, Jan increpa a Lowry, a lo que él, como un mago que saca de un pequeño escondite a un gigante, extrae de uno de los bolsillos de su abrigo unas botellas de tequila y, finalmente, el reloj despertador.
–Acá lo tienes –balbucea Malcolm–. Lo he traído porque ¿de qué otra manera voy a saber en qué momento escaparme del trabajo?
Días después, hastiada, Jan Gabrial toma la decisión de marcharse. Cuando Lowry le dice que no se vaya, ella le pone una única condición: que abandone la bebida.
–¿Te refieres a que deje de beber ahora mismo?
–Sí, ahora mismo –le contesta Jan.
–No –espeta Lowry sin pensarlo–. Mi respuesta a eso es no. ¿Quieres que te ayude a sacar las maletas?
Estoy de vuelta en Ciudad de México. Camino desde el Zócalo hasta el Palacio de Bellas Artes, donde tengo cita con Félix García y Alberto Rebollo, creadores de la Fundación Malcolm Lowry, encargada desde el 2002 de hacer coloquios y encuentros en torno a la obra del escritor. Entramos a un café ubicado en el último piso de un edificio comercial frente a Bellas Artes. Rebollo, que además es autor del libro de ensayos Bajo el embrujo del volcán, saca de una maleta una botella de mezcal y la abre. El olor invade nuestra mesa. Es intenso y aromático. Inhala una, dos veces.
–Definitivamente, este trago es del diablo. Mira no más cómo huele. –Empuja la botella hasta mi nariz para que no haya lugar para las dudas frente a lo que acaba de decir.
La botella es de un litro y tiene una etiqueta en la que se lee: “Mezcal del Cónsul 100% puro de agave”. Más abajo aparece la frase de Lowry: “No se puede vivir sin amar”.
–Lo hacemos por pura diversión, una onda un tanto jocosa. Buscamos mezcal artesanal con algunos pequeños productores, lo embotellamos y etiquetamos para usarlo en los coloquios o entre nosotros.
Hay otros mezcales que recuerdan a Lowry, aunque no es fácil llegar a ellos: está el mezcal Ultramarina –nombre de su primera novela–, cuya etiqueta la hizo el ilustrador Alberto Gironella, artista que ha hecho un trabajo amplio alrededor de Malcolm Lowry (la editorial Era lo llamó para hacer una edición especial ilustrada de Bajo el volcán que fue publicada por la editorial Era en el 2017). Y existe también el mezcal El Farolito, que fue como Lowry llamó a la cantina protagónica de la novela, una mezcla de las cantinas La Universal, de Cuernavaca, y La Covadonga, en Oaxaca.
–Lo interesante de El Farolito en la novela –interrumpe Félix– es que para Lowry el farolito es la guía de los navegantes perdidos en altamar. Y el mezcal es luz, entonces al llegar al farolito van a encontrar la guía para salir del inframundo y pasar a la nueva vida. Cuando el cónsul en el capítulo doce dice: “Mezcal, por favor”, es porque ya pasó todo lo infernal y ahora sí, ¡que venga la verdad!
“Mezcal”, dice Lowry. Su voz es un silbido tenue y frágil que se pierde tras el ruido de la cantina. Es diciembre de 1937. Ha pasado toda la tarde y una buena parte de la noche recorriendo las cantinas de Oaxaca, a donde llega con la intención de probar los mejores mezcales de México. “Mezcal”, repite al darse cuenta de que no lo han escuchado. La mano temblorosa levanta con dificultad la pequeña copa y una parte del líquido se derrama en la mesa.
Son esos temblores los que más adelante lo llevan a inventarse un sistema de poleas para poder beber sin esfuerzo.
Tras su llegada a Oaxaca, a la que él llama “la ciudad de la Noche Terrible”, ha empezado su derrumbamiento: la ausencia de Jan Gabrial lo ha llevado a tomar la decisión de ese viaje en donde inicia su noche oscura. Lowry bebe y fuma sin descanso y lo que observa desde su llegada al Hotel Francia, en el que se hospeda, le parece abrumador; sin ir muy lejos, un día, al entrar al baño de su habitación encuentra un enorme buitre en el lavamanos moviendo las alas y el cuello de manera amenazadora, y en otra ocasión ve frente al andén del hotel dos tortugas desangrándose sobre el caparazón. Esas imágenes lo perturban tanto como la presencia constante de escorpiones por toda la ciudad; es como si todo pregonara peligro, una alerta hacia algo que lo espera en un lugar cercano que aún no logra entrever.
En Oaxaca conoce al zapoteco Juan Fernando Márquez, un tipo con el que habla y bebe apasionadamente y con quien empieza a forjar una amistad cercana. Márquez tiene veinticuatro años –cuatro menos que Lowry– y trabaja como jinete para el Banco Nacional de Crédito Ejidal: es el encargado de llevar en su caballo el dinero desde el banco central hasta las sucursales de pueblos y montañas; habla italiano, francés e inglés, tiene título de farmacólogo y, al igual que Lowry, es un borracho. Unos años después, Márquez se convirtió en el personaje Fernando Martínez, el protagonista de la novela Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo.
Hoy, en Oaxaca, el Hotel Francia es un hotel insignificante, nada en él llama la atención. Caminando por la Avenida Independencia hasta Mier y Terán se llega a una farmacia que expende medicamentos a desesperados, como algunos años atrás ofrecía mezcales para curar heridas entre copas y canciones. La Covadonga, digo, las huellas de El Farolito. Pienso en Juan Fernando Márquez, el amigo que Lowry conoció en La Covadonga y que alguna vez le dijo, en uno de los encuentros que tuvieron: “La enfermedad no está solo en el cuerpo sino en aquello que solía llamarse alma”, frase que Lowry usa en Bajo el volcán atribuyéndosela al doctor Vigil, otro personaje que hizo pensando en Juan Fernando.
¿Y Parián? El lugar donde en la novela está ubicado El Farolito (a donde va a morir –a ser asesinado– Geoffrey Firmin) es el más desolado de los lugares: un cementerio de casas de adobe llenas de silencio, un sumidero de desolación. Se trata sin duda de un pueblo cargado de tristeza en el que el único murmullo audible lo hace el viento.
–Una vez fui a Parián y encontré una cantina llamada El Farolito, que queda justo al lado de una barranca que conduce al río; creí que había encontrado el eslabón perdido, pero luego me enteré de que ahí fue donde filmaron la película Mezcal –me dice Alberto Rebollo una noche, mientras bebemos mezcal en la cantina La Coyoacana, una de las más tradicionales de Ciudad de México–. Lo que yo veo es que en ese pueblo de Oaxaca están todos los elementos del Parián de la novela: la cantina, la barranca, la soledad y el mezcal.
“Mezcal”, le dice Malcolm Lowry una vez más al mesero del bar La Covadonga, al que acostumbra a ir con Juan Fernando. En esta ocasión su amigo no lo acompaña, ha sido trasladado al Banco Ejidal de Cuicatlán, a medio día de camino desde Oaxaca. Su cuerpo, sostenido en gran parte por el bastón, empieza a tambalearse, a caer. Bebe una última copa y se va caminando con el propósito de llegar al hotel, pero unos hombres lo detienen, le hablan, lo empujan, lo requisan.
–¡Está borracho! –dicen–. Está perdido y borracho.
Piden papeles que no encuentran, piden explicaciones que no llegan, en cierta medida, porque la diferencia de idiomas añade más confusión a la confusión del momento.
–Está borracho –repiten al tiempo que lo rodean para llevárselo con ellos–. Parece un espía.
En pocos minutos lo llevan a la cárcel de Oaxaca y lo encierran varios días hasta que logran dar con su verdadera identidad.
–¿Eres tú, Jesús? –pregunta un hombre desde la oscuridad de una celda–. Sí, tú eres. ¡¡¡HA LLEGADO EL HIJO DE DIOS!!! ¡¡¡HA LLEGADO EL SALVADOR!!! –grita de nuevo el encarcelado y aproximándose lo que más puede a Lowry, dice– ¿puedo ser tu amigo? ¿Puedes recibirme como tu amigo y entrar en mi corazón?
El prisionero mueve el cuerpo con velocidad y habla con ánimo; se trata de un enfermo de sífilis que sostiene en sus manos una estampa de la Virgen que le muestra a Malcolm, inclinándose ante él con respeto y acercándosele para frotarle la estampita en la ropa, pues con solo verlo una vez ha quedado convencido de que se trata del verdadero Jesucristo. Es tal su convencimiento que a donde se mueve Lowry, él lo acompaña y lo sigue como siervo fiel.
Finalmente, a Lowry le dan salida después de navidad y de año nuevo.
CANTINA LA ESTRELLA, EN CUERNAVACA. FOTO: DANY HURPIN
***
Todas las casas de la calle Humboldt, donde vivió Lowry en Cuernavaca, dan por sus jardines hacia la barranca de Amanalco. En el número 24, a pocas cuadras de donde había vivido cuando llegó por primera vez a la ciudad, fue donde se estableció en 1945 junto a su nueva esposa, Margerie Bonner, cuando su novela ya estaba en manos de sus editores. Fue en esa misma casa donde intentó, sin éxito, quitarse la vida.
A diferencia de la casa donde escribió el cuento, que está sucia y mal pintada, esta aparece como una estampa: allí funciona el Hotel Bajo el Volcán, el lugar donde he decidido hospedarme: pido la habitación 101, que hace parte de la planta en la que vivió Lowry y que se conoce como Torre de Laruelle, porque fue ahí donde el escritor puso a vivir a su personaje Jacques Laruelle cuando escribió la novela. Por un curioso azar –como si al escribirlo lo hiciera posible–, a su segunda visita a México un desconocido se la ofrece en renta.
Lo que cuentan en el hotel, como una letanía aprendida para calmar la consciencia frente al pecado, es que Lowry vivió ahí desde finales de 1936, que ahí empezó a escribir su novela más conocida y que diez años después tuvo que volver porque, aunque intentó escribirla en otro país, solo encontró inspiración en esa casa a la que volvió para ponerle punto final e irse. Según los empleados del Hotel Bajo el Volcán, entre la piscina y los jardines, Lowry se sentaba a trabajar.
–Acá Lowry se sentía inspirado, por eso volvió –me dice el recepcionista. Su voz es la de un hombre que duerme bien y que no suele beberse el dinero.
Muchos creen en ese rosario, pero en realidad Lowry no escribió la novela en Cuernavaca. Después de escribir el cuento Bajo el volcán en la primera casa de la calle Humboldt –no en la que está el hotel, sino en la que hoy está derruida–, fue a Oaxaca, combatió su alcoholismo en Los Ángeles, se casó por segunda vez y vivió varios años en Canadá, en una cabaña que él mismo construyó en Dollarton, cerca de Vancouver, y que, en correspondencia con su vida, se incendió quedando reducida a cenizas.
Fue en esa cabaña donde Lowry escribió el grueso de la novela. En donde hoy está el hotel, solo esperaba. Bebía y esperaba.
Es un poco más de la medianoche del diez de enero de 1946. Lowry abre los ojos tras haber quedado inconsciente luego de una de las peores borracheras que ha tenido en la vida; los abre con esfuerzo, tratando de agregarse de nuevo a los objetos y al lugar. Encuentra a su lado una botella de mezcal que ha bebido completa desde que empezó la tarde. Se levanta como puede, ayudándose de un sillón de la sala de su apartamento, donde se ha desmayado. Se acomoda en la silla con la cabeza gacha, como ocultándole la mirada al minúsculo resplandor que llega desde la calle hasta su ventana. Ve cerca el ukelele que lleva a todo lado y que aprendió a tocar desde muchacho, lo toma y susurra una canción que no tarda en abandonar. Cerca de donde agarró el instrumento hay una navaja que usa para cortar las cuerdas. La toma. Mira la navaja como si hubiera una luz surgiendo, inequívoca, de la hoja afilada; sin prisa, se corta con ella la muñeca izquierda. Pasan algunos minutos y el ukelele cae al suelo dando un golpe. Después, un grito inesperado perturba el sueño y la noche, al mismo tiempo que Lowry se desvanece.
LA CANTINA LA ESTRELLA, EN CUERNAVACA. FOTO: DANY HURPIN
Está por segunda vez en México, a donde llega el 11 de diciembre de 1945 acompañado de su esposa, Margerie Bonner. Luego de unos días en Ciudad de México, la pareja se dirige a Cuernavaca. En la casa de la calle Humboldt, Lowry se ve hilarante y ansioso: han rechazado su novela doce veces y el editor británico Jonathan Cape le sugiere en una carta reescribirla, porque uno de sus lectores la encuentra lenta y confusa. Es entonces, hastiado de su condición como escritor, cuando Lowry decide terminar con su vida. Pese al desmayo y a la sangre, su propósito no se ve realizado porque, según les informa el médico, la herida no alcanza a ser lo suficientemente profunda. Luego de unos días bajo vigilancia de una enfermera, Lowry trabaja durante horas en una carta para Cape en la que explica detalladamente su novela –capítulo por capítulo– para convencerlo.
Una vez la termina y la envía a Inglaterra, toma la decisión de ir a Oaxaca a visitar a su amigo Juan Fernando Márquez. Margerie y Lowry lo buscan en las oficinas del Banco Ejidal, pero una mujer les informa que Juan Fernando fue trasladado a Villahermosa en 1939 y que ahí mismo, borracho, lo mataron a tiros tras una rencilla en un bar. Con esa noticia, Lowry solo puede caminar en busca de la iglesia de la Virgen de la Caridad, a donde va a rezar por el alma de Juan y por la suya propia. Le basta esa tristeza para dejar Oaxaca y volver a Cuernavaca para intentar pasar unos días tranquilos, nadando en la piscina de su casa, hasta que decide irse a Acapulco para aplacar el sufrimiento. Tras unos días de descanso y paz en la playa de Caleta, Lowry y Margerie son visitados por un agente de Inmigración que les informa que Malcolm debe pagar una multa que tiene pendiente desde 1938 por haber excedido el permiso de estancia, cosa que a Malcolm le parece absurda porque nunca excedió su permanencia en México, y con la ayuda del abogado de su padre se sabía libre de deudas. Aunque días después pagan la multa, un oficial de Inmigración les dice que aún no están del todo libres porque además existe un expediente en contra de Lowry.
–Un borracho siempre será un borracho. Y usted estuvo en la cárcel. Mire, acá está su vida –le dice el subjefe de migración señalando el archivo.
Desesperado por lo que está pasando, Lowry bebe asiduamente al punto de que cuando vuelve a Cuernavaca solo se dedica a dormir. Pero ese será por fin, el sueño de los justos –el de la justicia–, porque una vez abre los ojos y ve a Margerie frente a él, parece que todo lo que ha vivido ha valido la pena. No importa que el jefe de migración le diga, unos días después, que debe pagar otra multa y que él y su esposa serán deportados porque en sus tarjetas de turistas aparece que son escritores y que por lo tanto su visita no parece solo vacacional, sino que probablemente han trabajado durante su estancia. No importa, porque cuando Malcolm Lowry abre los ojos, ve una emoción sincera en la cara de Margerie, que sostiene una carta en sus manos: Jonathan Cape ha decidido publicar su novela y eso es suficiente para soportarlo todo. Incluso el maltrato que le dan cuando paga una nueva multa y lo encierran, junto a Margerie, en el edificio de la calle Bucareli 113, en Ciudad de México, que funciona como una prisión de paso para quienes van a ser deportados.
Lowry deja México, lo abandona, pero algo de su presencia queda todavía viva en lo que dicen de él, porque entre cafés y cantinas todavía se escucha que José Alfredo Jiménez era tan lowryano como Lowry; que los mezcales que probó debieron ser de 57 grados porque eran los verdaderos mezcales artesanales, no como los de ahora, que tienen entre 38 y 42; que ese escritor que logró rescatar el verdadero espíritu mexicano hizo de la tragedia una obra literaria y un estilo, y que no vivió, sino que se escribió constantemente para convertirse en personaje de su propia vida.
RUBÉN DARÍO HIGUERA
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 155 - ENERO 2020
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