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Historias

La fabulosa historia musical de la Billo's Caracas Boys

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Posiblemente usted no conoce a Luis María Frómeta, pero seguramente ha escuchado a Billo: el creador de esa maravillosa máquina musical, la Billo’s Caracas Boys. Es el hombre que le dio su himno a Millonarios, que por despistado tocó para la mamá de Pablo Escobar, el que escapó de la dictadura de Trujillo en República Dominicana solo para terminar en una cárcel en Venezuela componiendo su siguiente éxito. La fiesta ya acabó para Billo, pero su legado queda en su banda y en las historias que tiene por cada uno de sus hits, igual de frenéticas y con el mismo son latino. Y en el pleito legal de sus herederos. 
En aquella recepción que se ofrecía en la casa de Roy Chaderton, entonces embajador de Venezuela en Londres, se dio una curiosa conversación sobre la nacionalidad de Luis María Frómeta, a quien el mundo conoció por su apodo simple y universal: Billo. Corría el año 1998 y una representante diplomática colombiana le aseguró a sus acompañantes que ese genial director musical había nacido en Colombia.
Esa leyenda de la música caribeña que compuso 2.380 canciones y formó una orquesta capaz de vender más de diez millones de discos durante décadas de esplendor; que tuvo frente a sus micrófonos a guaracheros y boleristas como Manolo Monterrey, Rafa Galindo, Felipe Pirela, José Luis Rodríguez y Cheo García; un hombre que desafió la eternidad y llegó a ser un fijo en los templetes y bailantas de Barranquilla, Santander o Bogotá, que arregló con éxito temas como El refranero, Tarde gris, A papá cuando venga o Consentida, no había otra forma, juepucha, tenía que ser colombiano.
Frente a la negativa de Chaderton, que intentó corregirla con picardía, la diplomática no creía lo que pasaba. ¿Cómo podía contradecirla? Ella insistía en que Billo había nacido en Cuba y luego migró a Colombia, desde donde después viajó a Venezuela. Que no. Que sí. Que no. La memoria del músico y su legado pasaron a convertirse en un objeto de deseo consular. Cada cual lo quería para sí, hasta que entre chistes, brindis y canapés, aquel consejero llamó a uno de los invitados y se lo presentó a la funcionaria.
–Este muchacho sabe mucho sobre Billo –dijo para introducirlo.
–¡Encantada! –se presentó la diplomática con un gentil apretón de manos.
–Mucho gusto –respondió el joven detrás de una sonrisa.
–Aquí nuestra distinguida amiga insiste en que Billo es colombiano –comentó Chaderton con sorna.
–No, no. Él nació en República Dominicana y se instaló desde los 22 años en Venezuela, donde murió. Lo que pasa es que él quería mucho a Colombia y en Colombia lo quieren mucho a él –dijo el muchacho con una seguridad enciclopédica.
–Eso es imposible –ripostó la mujer, aunque aquella segunda intervención la hizo dudar–. ¿Quién es usted?
–Me llamo Amable Frómeta.
–¿Frómeta? ¿Ese no es el mismo apellido de Billo?
–Así es. Tengo ese apellido porque soy su hijo menor.
La diplomática colombiana quedó tan desencajada como un niño cuando descubre que los obsequios de Navidad no vienen desde una maravillosa fábrica de regalos en el Polo Norte. Ofreció disculpas y dijo que todo era a causa del amor. Del amor al baile. Esa tarde aprendió que la Billo’s Caracas Boys, esa orquesta que comparte el Récord Guinness por poner a bailar a 250.000 personas al mismo tiempo durante el carnaval de 1987 en Tenerife, España, y que fue la primera latinoamericana en presentarse y sonar en salones y hoteles codiciados de su época, como el Hilton de Nueva York, que aplastó en popularidad a sus rivales musicales durante cincuenta años, era una agrupación venezolana, dirigida por un dominicano que se hizo venezolano. Pero que era casi –casi– colombiano. Porque el cariño también importa.
***
Para el menor de los hijos de Billo y actual director de la Billo’s Caracas Boys, radicado en Bogotá, el cariño y el aprecio que le tienen a su padre en Colombia llega a sorprenderlo: “En Venezuela admiran la orquesta y la quieren, pero a veces siento que no se trata del mismo tipo de satisfacción que generaba antes. Aquí en Colombia se da en cambio un amor y una idolatría que no tienen nombre”.
La presencia de Billo en Colombia se hizo cada vez más fuerte a partir de la década de 1960 y creció junto a nombres de rivales musicales y amigos como Lucho Bermúdez, José Barros, Pacho Galán o el también venezolano y director de Los Melódicos, Renato Capriles. Billo adaptó muchas de sus canciones pegajosas al estilo de vida del colombiano y se instaló en las celebraciones familiares como una tradición. Uno de los muchos ejemplos que existen es el cambio de Magallanes será campeón, para hablar del equipo de béisbol más popular en Venezuela, al Millonarios será campeón. El maestro también le dio carácter internacional a muchas de las cumbias que no paraban de sonar en las emisoras locales.
La industria del narcotráfico no escapaba a esa afición y la propia madre del capo del cartel de Medellín, Pablo Escobar, exigió la contratación de la Billo’s Caracas Boys una decena de veces en la Hacienda Nápoles, adonde sonaron en vivo los acordes de La casa de Fernando, Macondo y Fiesta en corraleja. Tanto los quería su madre que Escobar, según una versión que maneja Amable, habría exigido, mediante una amenaza telefónica que en el libro Los jinetes de la cocaína, publicado por Fabio Castillo en 1987, no se mencionara ni a Billo ni a Pastor López.
“Yo nunca olvido que la primera vez que tocó la orquesta para el cumpleaños de esa señora, después de la presentación, estábamos almorzando en un restaurante en Medellín, mi papá, la orquesta, todos. Y se acercó Pablo Escobar a darle las gracias. Le dijo: ‘Maestro, no se imagina lo feliz que usted hizo a mi madre ayer, y ella para mí vale todo’. El tipo le dio la mano, pidió permiso, se paró y se fue. Mi papá no tenía la más puta idea de quién era ese hombre”, recuerda José Amable, quien agrega que en ese entonces lo de Escobar estaba aún lejos de ser un imperio y que el maestro Billo, que destacaba por su genio y personalidad fuerte, nunca supo con certeza quiénes lo contrataban, aunque en una sospecha les advirtió a sus hijos que bajo ninguna circunstancia lo pusieran a trabajar para “esos vende drogas del coño que están jodiendo al mundo”.
Cuando llegó la petición ya era tarde. Siempre a partir de intermediarios, tenían casi diez años compartiendo tarima en privado para varios narcos con bandas como El Gran Combo de Puerto Rico, La Dimensión Latina o The Rolling Stones.
Fueron contratados por los más grandes empresarios y productores musicales, por organizadores de ferias de carnaval, por alcaldes y gobernadores, por el famoso torero Gitanillo de América y por los hermanos Ochoa. Esa relación había nacido al galope desde hacía décadas, pues el propio Billo le regaló el primer caballo a José Amable cuando cumplió seis años, a finales de los años sesenta. El propietario de ese ejemplar era el criador Fabio Ochoa Restrepo, dueño de una enorme caballeriza con más de quinientos animales en Venezuela. Ochoa, paisa y con una larga tradición familiar, fue padre de once hijos, entre ellos Fabio, Jorge Luis y Juan David, narcotraficantes y miembros de la segunda fuerza del cartel de Medellín.
Los Ochoa bailaron con la Billo’s, pero Amable advierte –una vez más– que su padre jamás imaginó que alguien de esa familia estuviera involucrado directamente con el crimen: “A mí, por supuesto, me llamó la atención una vez, siendo un chamo, que estando en la caballeriza llegaron tres jaulas (patrullas) de la Policía Metropolitana (de Caracas), pero como ellos los avistaban desde arriba, les dio tiempo de esconder a mucha gente, chalanes y colombianos ilegales, en una piscina vacía y arriba de ella montaban tablas gigantes. La tapaban y ponían mesas, sillas, y hasta una tarima donde podía tocar la orquesta”.
Amable recuerda otra anécdota, mucho más reciente: luego de un concierto en Bogotá, en 2014, se le acercó Jorge Luis Ochoa, a quien tenía décadas sin ver, y en medio del abrazo le dijo: “Hermano, usted no sabe lo lindo que mi padre siempre habló de su familia. Es más, yo lo envidio por una vaina: usted, de niño, montó los caballos que mi padre nunca me dejó montar”. Se refería, entre otros ejemplares, a Resorte III y a Tupac Amarú. Más que caballos eran leyendas. El último pertenecía a otro capo de la droga, Rodríguez Gacha, “el Mexicano”, a quien José Amable admite haber conocido en Venezuela a mediados de los años setenta.
Por aquella época, un compadre colombiano y “amigo de verdad” de Billo, Carlos Orjuela, fue imputado y recluido en la cárcel Modelo de Bogotá. Apenas se enteró de su condena, Billo intentó visitarlo, pero el amigo lo persuadió para evitar que conociera ese submundo de violencia. Pero en uno de los múltiples viajes a Colombia recibió una carta que lo conmovió. Hablaba de la cercanía y el noble gesto de no abandonar a un compadre en desgracia. Era de Orjuela. El contenido de esa carta lo parafrasea hoy José Amable Frómeta, que recuerda a su padre acongojado en medio de la lectura: “Él le escribió ‘Te agradezco mucho que hayas pertenecido a mi vida porque haber sido tu compadre y amigo me salvó dentro de la cárcel’. Entonces mi papá dijo que esa gente merecía disfrutar de la alegría de las fiestas. Tocamos varios años seguidos en la Cárcel Modelo de Bogotá. Casi una década. La primera vez hubo un despliegue de seguridad impresionante y te puedo decir que yo viajé con papá y lo acompañé a cualquier rincón del país, donde lo adoraron, pero lo que se sentía allí era siempre algo único”.
***
Luis María Frómeta Pereira nació en la capital de República Dominicana el 15 de noviembre de 1915. Hijo del abogado José María Frómeta y doña Olimpia Pereira de Frómeta, lleva su apodo porque antes de hablar de corrido le decía Billo a cualquier cosa que veía. Inició sus estudios de medicina para complacer a su padre, luego de integrar la sinfónica de Santo Domingo y la banda de la Orquesta de Bomberos, además del Conjunto Tropical. Después se unió a unos amigos para fundar una orquesta de baile a la que llamaron Santo Domingo Jazz Band. Billo comenzó la búsqueda de su propio estilo y se retroalimentó con las sonoridades predominantes de la época: Casino de la Playa, Fletcher Henderson y Glenn Miller.
En diciembre de 1937 aceptó con emoción un contrato desde Caracas para que su nueva banda amenizara la fiesta de Año Nuevo en la sala de baile Roof Garden del Hotel Madrid. Pero en República Dominicana había una tiranía impuesta por los militares y el dictador anticomunista Rafael Leonidas Trujillo, obsesionado con el poder, acababa de cambiarle el nombre a la capital por el nada original Ciudad Trujillo. Su gobierno amenazó a Frómeta para que también rebautizara su orquesta: para obtener el permiso de salida, sus músicos debían arribar a Venezuela con el flamante título de Ciudad Trujillo Jazz Band. Y así se hizo.
Con su nuevo nombre, la banda atravesó durante diez días las aguas del Caribe en un carguero holandés y ensayó en la sala de máquinas. “Partimos del puerto del río Ozama a bordo de un barco llamado Sordwagen, cuyo capitán nos advirtió que no había cupo para nosotros (...), tuvimos que aceptar un espacio en la carbonera del barco, sin comida ni la más mínima atención”, escribió Billo sobre este viaje, que contó con un desvío a causa de una tormenta y con un concierto en Curazao que les dejó dinero para comprar ropa.
Antes de presentarse a casa llena en el Roof Garden de Caracas la noche del 31 de diciembre, la inspiración había atacado a los dueños del local. La controversia por la imposición de Trujillo los llevó a deliberar con los músicos y en ese intercambio ratificaron su decisión de presentar a la agrupación como “Billos’ happy boys”, tal como la habían promovido días antes. Después de que el cantante Ñiñi Vásquez interpretara el merengue Caña brava, Luis María Frómeta –las manos sudadas de puro nervio– se ganó el corazón de sus primeros seguidores venezolanos, que lo celebraron arrebatados. Como recuerda el crítico Federico Pacanins en su artículo “La civilización Billo’s”: “En el momento primero la oferta musical se sentía tan sabrosa que resultaba orillera, tan cubana que sonaba a imitación...”.
A los Happy Boys de Billo les preocupaba que cambiarle el nombre a la orquesta los hubiera convertido en personas no gratas para la dictadura de Trujillo, algo que les impedía volver a su país después de finalizar el contrato. Ganaban poco y la agrupación comenzó a desmembrarse por la partida de algunos integrantes hacia otras bandas y locales nocturnos. Billo enfermó de tifus a finales de 1938 y sintió a la muerte respirarle de cerca durante meses. Pese a la postura de Venezuela de no tomar parte en la Segunda Guerra Mundial, hubo una expulsión de muchos extranjeros, y eso influyó en el desmantelamiento definitivo de los Happy Boys. Frómeta recibió la orden de abandonar Venezuela, pero cuando se presentó en la oficina de extranjería, pálido, débil y sin cabello, el encargado se compadeció y le permitió quedarse, temiendo que su cuerpo no aguantara el viaje.
La ansiedad de Frómeta por volver a las tarimas después de su enfermedad duró pocos meses. En 1940 el músico Freddy Coronado le propuso crear una nueva orquesta. Así nació una auténtica big band que tocaba con una línea de cuatro saxofones, tres trompetas y un trombón, como lo recuerda el bajista de aquel momento, Antonio Soteldo.
La noche del 31 de agosto, el maestro Billo volvió a presentarse en el Roof Garden. Esta vez lo hizo comandando la agrupación que se convertiría en leyenda, no solo porque le puso picante a las pistas de baile, sino porque sonaría durante décadas sin dejar de vibrar, incluso 76 años después. “Cualquier imagen de Billo Frómeta sirve para ilustrar la nostalgia”, escribió Ángel Gustavo Infante en La comparsa ya se fue, antes de apuntar: “Entre disfraces y polvos de arroz, Billo hizo gozar a cuerpos que solo existían de la cintura para arriba”.
La Billo’s Caracas Boys logró tal consolidación con sus toques, contrataciones y delirios guaracheros, siempre apoyada en la masificación que le brindaba la radio con su programa “A gozar, muchachos”, que no tardó en convertirse en la más popular de Venezuela. Mediando los años cuarenta sumaron al éxito de sus programas la profusa producción de discos, junto a una impresionante fuerza comercial que anticipó el crecimiento del mercado de las orquestas. A partir de los años siguientes, la Billo’s extendería sus dominios musicales por otros países, incluido uno de sus preferidos, Colombia, donde actualmente se libra una batalla legal entre dos de sus herederos. A esta historia llegaremos al final del disco. Aún nos falta bailar un poco más.
***
El ensamble con el que Billo reinó en Colombia era el tercero después de dos sonadas debacles. Billo estuvo preso más de dos meses acusado de bigamia, aunque su encarcelamiento incluyó comodidades, instrumentos musicales y visitas del dictador Marcos Pérez Jiménez, presidente de Venezuela. Allí compuso el tema Juan Pacheco y lo interpretó la noche en la que salió en libertad, en los carnavales de Caracas. Ese presidio sería el inicio de un declive emocional que lo llevó a clausurar lo que él llamó la Primera República y a fundar una segunda, hacia 1957, que duró poco. Muy poco.
Ese año, la Billo’s Caracas Boys regresó con una alineación integrada por los mejores músicos, como Porfi Jiménez y Eduardo Cabrera. Pero los virtuosos instrumentistas tenían ideas propias y comenzaron a chocar con la batuta del maestro, que exigía que interpretaran su repertorio. “Es obvio que su perpetuo éxito no fue visto con muy buenos ojos por algunos colegas, que permanentemente tildaron su música de económica y poco intelectual, sin detenerse a pensar que Billo siempre se esmeró en hacer feliz a un público mediante el baile”, escribió Alberto Naranjo, músico y arreglista, en un artículo de 1997 titulado “La guaracha sinfónica” en el que habla además del tratamiento que hizo el maestro en algunas canciones a música de Tchaikovski, Saint Saëns y Gershwin.
El enfrentamiento interno hizo que decayera el respaldo del público y menguaran los toques, y que Billo se alejara de esos músicos. Al hombre le crecían los rivales y los despechos de aquellos a quienes había despedido de su orquesta. Su relación con la Asociación Musical del Distrito Federal, dirigida por competidores como Aldemaro Romero y “Chucho” Sanoja, estaba deteriorada. La cuerda llegó a tal punto de estiramiento que se rompió: a Billo lo suspendieron del sindicato y lo vetaron para formar una orquesta de por vida. Terminó en la bancarrota.
Renato Capriles le planteó la formación de una nueva orquesta, para la que Billo haría los arreglos en secreto a cambio del 50 % de lo que produjera el invento. De esa forma nació Los Melódicos. El éxito no evitó que se separaran al año. El dominicano quería grabar los arreglos que hacía y para eso se fue al extranjero, cuando Capriles le había advertido que de hacer eso se terminaría la sociedad. Para bienestar del tun-tun de las noches del continente, ambos cumplieron su palabra.
Pasados los años, el veto a Billo fue levantado y él, sin oficina ni orquesta, volvió a renacer. Anunció otro viaje a La Habana para buscar a un guarachero con la anuencia de la Asociación y compuso, entre otros, el bolero Toy contento. Luego llegaron Felipe Pirela y José Luis Rodríguez, quienes reinaron en Colombia, primero como parte de la alineación del maestro dominicano y después como solistas.
La orquesta de Frómeta se impuso sobre las demás agrupaciones bailables de la industria en cada aspecto. Grabaron más canciones y lograron vender más discos que todas las otras juntas. “Nosotros sobrevivimos a Los Beatles, que eran los monstruos. Después de que pasamos eso, aquí ya no puede pasar más nada”, recuerda Charlie Frómeta que le dijo su padre.
Los carnavales de Santa Cruz de Tenerife de 1987 fueron inolvidables para las casi 250.000 almas que se soltaron a bailar en la plaza España y sus alrededores. La Billo’s Caracas Boys, junto a la cubana Celia Cruz y la Sonora Matancera, impuso un récord mundial como el concierto bailable al aire libre con más público en la historia. Con ese referente, el país se dispuso a cumplirle un sueño a Billo para celebrar sus bodas de oro con la música: dirigir la Orquesta Sinfónica de Venezuela.
El homenaje sería el 28 de abril de 1988 en el teatro Teresa Carreño, en Caracas. Además de la dirección, el maestro también haría los arreglos, todo un honor. En pleno ensayo general, al finalizar la compleja ejecución de un ensamble llamado Un cubano en Caracas, que interpretaba en paralelo las canciones El manicero y Alma llanera, aquellos profesores consagrados de la Sinfónica movieron sus atriles, se levantaron y aplaudieron con sus instrumentos al director. Fue el tributo máximo, la apoteosis puertas adentro de una sala que vio a Luis María Frómeta desplomarse sobre el escenario. Aquellos aplausos fueron lo último que escuchó Billo. Después de ese eufórico reconocimiento el maestro cayó, producto de un derrame cerebral. Entró en estado de coma y nunca volvió. Luis María Frómeta falleció a los pocos días en una clínica privada que lleva el nombre original de la ciudad que amó: Santiago de León.
El concierto, finalmente, se lo ofrecieron a él en uno de los sepelios más sentidos que se le haya brindado a un artista en Venezuela. Ese pueblo que lo bailaba meneando sus caderas, sacudiendo los pies y agitando los brazos en fiestas y verbenas, en matrimonios y quince años, en conciertos abiertos y salones con lámparas finas se convirtió en una marea de lágrimas y canto. Una caravana acompañó su féretro durante veinte kilómetros hasta el cementerio y le interpretó a viva voz el último compás de Alma llanera para cumplirle otro deseo: que en su lápida fuese grabada esa estrofa de la canción de Pedro Elías Gutiérrez, la misma que cuando suena en Venezuela significa que la fiesta ha terminado.
***
“Mi papá siempre fue efusivo conmigo y eso terminó siendo motivo de celos para algunos de mis hermanos. Mi corazón es de ese viejo porque tengo mucho que agradecerle. Él para mí es todo, mi enseñanza, mi vida. Una vez me marcó cuando me dijo: ‘Tú vas a ser el papá que yo no fui’”, recuerda hoy desde Bogotá un José Amable Frómeta con lagunas en los ojos y un bebé recién nacido en el cuarto contiguo. Tiene otros tres hijos, de su anterior matrimonio, viviendo en Venezuela.
Amable, como prefiere que le llamen, encabeza en la actualidad una demanda legal contra su sobrino Adrián, a quien asegura haber criado como un hijo, porque este vende los servicios de una orquesta con el nombre Billo’s Caracas Boys. De modo que hay dos orquestas con un Frómeta entre sus integrantes disputándose el derecho de usar la marca.
La que dirige Amable sostiene un ritmo de quince presentaciones mensuales, acaba de celebrar por todo lo alto 75 años de vida artística y mantiene las tres giras internacionales que realizaba su padre en vida: Europa, Centroamérica y Estados Unidos, además de decenas de presentaciones en Colombia. Él, por supuesto, defiende la suya: legal, histórica y sentimentalmente. “Nosotros trabajamos codo a codo y establecimos un grado de complicidad genuino, pero después de la muerte de mi hermano algo cambió”, afirma Amable. Su sobrino Adrián pactó con un abogado que trabajaba en la empresa familiar y con Ely Méndez, un vocalista insignia que había tenido la orquesta, y decidió reclamar lo que considera una herencia legítima y presentar a otra Billo’s Caracas Boys en escenarios de Colombia y Venezuela.
Los dos hijos de Morella Peraza, la última esposa de Billo, habían acompañado a la orquesta desde finales de los años setenta y en la década siguiente tomaron las riendas administrativas del conjunto. Eran ellos, Luis Rafael y Amable, quienes cerraban los contratos y decidían, por lo general con la anuencia del maestro, dónde y cuándo se tocaba. Representaban dos firmas: Billo’s y Orquesta Billo’s Caracas Boys.
“Yo sabía que nosotros vivíamos una fama prestada, porque después de que mi papá estaba en el tope se dedicó más a mi mamá, a sus casas, a su familia, y quedamos al frente del negocio mi hermano Luis y yo”, cuenta Amable.
Luis Vicente, a quien apodan Charlie, es uno de los hermanos mayores, de una anterior pareja de Billo. Estudió música en Berkeley y también fue parte activa de la orquesta, primero como instrumentista y luego como arreglista y director musical, hasta dos años después de que Billo falleciera. La relación entre Charlie, Luis Rafael, Amable y otros herederos del famoso compositor se deterioró. Según la versión de Amable, Charlie intentó cambiar el estilo de la orquesta para adaptarlo a la corriente del tecnomerengue y después se atrevió a fotocopiar las partituras de su padre para venderlas a otros directores de grupos menores.
Los problemas internos hicieron que varios músicos abandonaran la orquesta y otros volvieran. La familia estaba dividida por culpa de la herencia. Charlie salió y fundó una agrupación propia, mientras que Luis Rafael y Amable colocaron al frente de la dirección musical al saxofonista José Francisco “Kiko” Liendo y al pianista y compositor Juan José Bernal. Quienes atacan a Amable afirman que el trasfondo fueron los celos y la codicia, porque Charlie es el que conoce de música.
Hubo una confrontación tensa en una plenaria convocada por Charlie que terminó de forma violenta. Fueron los trece hermanos vivos, hijos de varias madres. A juicio de Amable, querían que él y Luis Rafael, como cabezas administrativas y operativas de la Billo’s Caracas Boys, se hicieran a un lado. Pero ellos no lo permitieron. Confiesa haber golpeado a uno de sus hermanos. Llovieron insultos y amenazas. “Algunos vivían en otros países y llegaron hasta Caracas. A mí lo que me dolía es que varios no estuvieron en el velorio de papá, pero a eso sí fueron todos”.
La querella legal entre herederos persiste con la demanda que introdujo José Amable contra su sobrino Adrián. La mejor carta de Adrián Frómeta, además del derecho a su herencia por suceder a su padre, Luis Rafael, hoy fallecido, es que tiene frente al micrófono a Ely Méndez, una voz consagrada dentro de la Billo’s. El argumento de Amable es que la Billo’s Caracas Boys es un símbolo, legalmente una marca que le pertenece a él, y que el único nombre que importa es el de su padre, porque cuando Felipe Pirela, José Luis Rodríguez o Memo Morales se fueron de la orquesta, la Billo’s Caracas Boys siguió siendo la misma, aunque contratara a otros cantantes. Ileana Frómeta, la segunda de los cinco hijos entre Billo y su segunda esposa, dice que una sentencia del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela de los años noventa determina que “el nombre de Billo’s Caracas Boys le pertenece no a uno, sino a todos los sucesores. Esto incluye los derechos marcarios, entre otros: sello, logo y lo que tenga la palabra Billo”. A juicio de ella, ninguna de las dos orquestas es digna de llevar el nombre de su padre. Cree que son burdas copias que intentan validarse a sí mismas a partir de una lucha que considera vergonzosa.
Ante la pregunta de si no le duele lo que ocurre con el hijo del único de sus hermanos con quien tuvo una magnífica relación, Amable responde que sí, pero que no hay vuelta atrás. Habla del carácter de su padre, del orgullo y la valentía y de ir al frente por defender lo que para él es un legado y una retribución desde el amor: “Una vez le dije a papá: ‘Me da miedo todo esto porque vamos a ser vistos como los hijos de...’. Yo era un chamo y él me contestó que no me preocupara, que me partiera el culo para que cuando dijeran que yo era el hijo de..., eso siempre estuviera acompañado de algo más. Que no sintiera que eso era heredado, que fuera humilde y productivo. Y entre las enseñanzas que me dejó, hubo una que siempre tengo presente porque fue su ejemplo: ‘Nunca permitas que aquello que sientes o quieres ser en la vida sea cambiado por la sociedad, por el entorno ni por lo que otros puedan decir’”.
Si quiere saber más del autor, sígalo en Twitter como @leofelipecampos
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