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Historias

Hombres golpeados por mujeres: la otra cara del maltrato

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Al cerrar los ojos, Jairo* puede escuchar la voz de Tatiana, la mamá de sus dos hijos y con la que estuvo casado durante ocho años. La oye diciéndole estúpido. Cabrón. Bueno para nada. Usted no sirve ni para la cama. Incluso la ve golpeándolo el día de su cumpleaños número 32, la vez en que le puso en la cabeza un frasco repleto de dulces que le habían dado como regalo en el trabajo. Se ve ensangrentado, en medio de gritos, vidrios y dulces de almendra y maní. También ve a su hijo, en ese entonces de siete años, jalándole el pantalón, pidiéndole –implorándole– que se lo lleve lejos. Que se vayan lejos. Lejos de su mamá.
“Todavía la amo. Quizá por eso jamás fui capaz de responderle. Nunca, nunca fui capaz de tocarle un pelo”, dice. Luego, acomodándose en la silla, habla de la misma persona, pero como si fuera otra. Dice que era una buena mujer. Que era delicioso acostarse con ella. Habla de los besos y de las caricias. Del día que se conocieron y se enamoraron. De cuando ella no era así. Luego de más de tres semanas de insistencia telefónica, Jairo accede a dar la cara y a contar la historia de maltrato físico, psicológico y verbal que padeció y que, en repetidas ocasiones, le hizo querer suicidarse. Él no lo hizo. Pero en el archivo de esa comisaría al norte de Bogotá, y con copias en la Fiscalía, hay expedientes de un par de hombres que sí lo hicieron. Hombres que no aguantaron.
“Él se llamaba Julián. Vino solo una vez a consulta, a decirme que no soportaba más. Se hizo el proceso de rigor, brindándole toda la ayuda psicológica y legal. Le hablamos de que su futuro podría ser distinto, de que había mucho por hacer. No obstante, jamás llegó a la siguiente sesión”, dice una de las terapeutas psicosociales que trabajan en ese despacho y que pidió mantener la reserva de su nombre.
Aunque en cada entidad defensora de familia en el país las cifras son muy similares –de cada diez víctimas de violencia intrafamiliar, dos son hombres–, el fenómeno de maltrato masculino no es menor. Al 25 de noviembre de 2013, Medicina Legal había reportado 34.182 casos de violencia de pareja en todo el país. De esos, 4.462 eran casos en los que la víctima fue un hombre, en su mayoría de entre 25 y 29 años. Y podrían ser muchos más. Según María Consuelo Arenas, subdirectora para la familia de la Secretaría de Acción Social del Distrito, los casos no reportados de hombres maltratados podrían doblar las cifras que se conocen, por cuenta del machismo. En las comisarías de familia en Bogotá se impusieron 7.804 medidas de protección por violencia entre parejas en 2013. De esas, solo 940 fueron a favor de hombres.
Arenas, una mujer maternal y dulce pese a los macabros dramas que ha conocido en sus casi dos décadas de trabajo familiar, que le han valido ser autora de varios textos y documentos de consulta al respecto, explica el fenómeno: “Claro que el hombre es víctima de violencia en el interior de los hogares, en menor medida que la mujer, pero del mismo modo”, dice la experta. Apartándose de la violencia de pareja, en Colombia, otros 3.883 hombres fueron víctimas de maltrato familiar en 2013, es decir, fueron agredidos en sus casas, bien sea por sus hijos, sus papás o cualquier otro familiar. “La mayoría de las veces el varón guarda silencio y no denuncia. ¿Por qué? Porque estamos en una sociedad patriarcal en donde al hombre no se le permite llorar, no se le permite sentir. Si llora se le dice que es marica. Esta sociedad no lo acepta”, argumenta Arenas. Y no se equivoca. De hecho, la primera vez que Jairo contó su caso ante una autoridad, no lo hizo para denunciar el maltrato. Lo hizo, según relata María del Pilar Galeano, la terapeuta psicosocial que ha estado al frente de ese caso por más de tres años, para denunciarse a sí mismo.
Fue una tarde de mucho ajetreo en la Comisaría de Familia, en febrero de 2010, relata Pilar. Jairo, de mediana estatura y brazos macizos, hablaba tímidamente. Llegó con un sentimiento de culpa enorme y lo primero que dijo fue que estaba desesperado porque no podía satisfacer a su pareja. “Es que sexualmente no la hago feliz. Es que no sirvo”, dijo el hombre según consta en el expediente. Meses después, en terapia, Tatiana habría de decir la verdad. Habría de confesar que, más que no funcionar en la cama, decirle que no servía era uno de sus métodos para manipularlo. Para intimidarlo. De eso, del sexo, de los años en que su esposa lo obligó a dormir en otro cuarto, Jairo prefiere no hablar. Eran los días oscuros en los que trataba de hacerles el quite a la tristeza y al miedo que sentía. “Sí, miedo. Todavía le tengo mucho miedo”, dice, pese a que ya no están juntos.
“Ella no trabajaba y yo estaba de acuerdo con eso. Pero tampoco cocinaba ni lavaba. Mucho menos planchaba. Ella decía que además de vivir mal, y de comer mal, ella no se iba a poner de sirvienta”, relata Jairo mientras se para de la silla y camina por el solitario pasillo de la Comisaría: “Una vez, incluso, Tatiana llegó a mi trabajo a reclamarme, delante de todo el mundo, por qué me había ido a trabajar dejando una montaña de platos sucios en la casa. Esa fue una humillación muy brava. Le juro por Dios que durante los ocho años que estuve casado con ella, jamás llegué a la casa después de las diez de la noche. Jamás me tomé una cerveza con un amigo. Ella era terrible”.
El frasco que le partió en la cabeza fue solo uno de los episodios del conflicto. Tatiana solía morderlo, tirarle cosas, pegarle con la silla, con la lámpara. “Muchas veces me amenazó con que ella misma se iba a matar si yo me iba. O que se iba a llevar a los niños, y que yo nunca más los iba a volver a ver”, agrega Jairo. Las peleas eran por plata. Por celos. “Porque ella siempre estaba insatisfecha con el lugar donde vivíamos. De los restaurantes a los que la llevaba. Me exigía que la llevara de paseo, que le comprara ropa. Y a mí no me alcanzaba el sueldo”, cuenta el hombre. Y la historia, contada por la terapista, no es tan diferente. “Ellos se complementaban perfectamente cuando se conocieron. Él, un hombre sobreprotegido desde niño, y ella, una mujer absolutamente desnutrida afectivamente. No obstante, la causa de la agresividad, de los celos, de la conducta de Tatiana, estaba en su infancia”, sentencia la experta, que es terapeuta psicosocial, con maestría en Terapia Familiar Sistémica y que se ha especializado en tratar al hombre víctima del maltrato familiar.
De 164 casos, María del Pilar encontró que en todos había graves situaciones de falta de comunicación y que en 90 % de ellos el alcohol era un factor predominante. “Descubrí que las parejas no sabían hablar y que esa situación era agravada por el trago. También hay, comúnmente, una fuerte influencia generacional”, dice. Al hablar del caso de Jairo, la experta comenta que ha sido un proceso largo. “Revisando la historia de ella, nos dimos cuenta de que no solamente había sido abandonada por su mamá. A su padre no lo conoció y, además, su abuela había maltratado ferozmente a su mamá y la había abandonado también. Ella es una mujer que no sabe expresar afecto y eso salta a la vista. Antes de Jairo, Tatiana había vivido otra relación en Santa Marta, su tierra natal, donde abandonó a dos niños”, cuenta María del Pilar, y Jairo la interrumpe: “Lo va a hacer de nuevo con el niño pequeño”, dice, refiriéndose a su hijo de solo dos años, que quedó bajo la custodia de la mujer. “Estoy seguro de eso”.
*  *  *
“Willi se murió de pena moral cuando el Juzgado 22 de familia lo separó de sus dos hijos. Uno de ellos con síndrome de Down”. La frase temeraria y escueta la dice Letty Helena Rey, hermana de Oswaldo Rey Canales, un ingeniero electrónico y catedrático de la Universidad Javeriana que, según el parte médico, murió el 6 de junio de 2012, a los 52 años, víctima de un paro cardiaco. Su familia, reunida para esta entrevista, asegura que quien lo mató fue su exesposa.
“Una mujer sin escrúpulos que se casó con él y le quitó toda la plata que pudo. Después, cuando se divorciaron, empezó a extorsionarlo con no dejarle ver a sus hijos. Pasaban meses sin que pudiera hablarles, verlos. Lo maltrató hasta que acabó con él”, sostiene Santiago Posada, un sobrino que –de memoria y con documentos en mano– es capaz de reconstruir la historia desde el matrimonio de la pareja, el 24 de noviembre del 2000, el divorcio, la pelea legal por la custodia de los dos menores y, finalmente, la muerte de Oswaldo.
“Con mentiras y artimañas demostraba que mi tío era un mal padre. Que no le preocupaban sus hijos. Que no los quería. Pero eso no es cierto. Yo puedo demostrar fácilmente lo contrario”, dice Santiago. Y luego, de una carpeta atestada de cartas, derechos de petición, fotos –que dan cuenta de mordiscos y de otras agresiones de las que habría sido víctima su tío–, muestra una certificación del 25 de enero de 2005 en la que el Hospital Cardioinfantil, de Bogotá, certifica que Oswaldo pagó cerca de cien millones de pesos por la hospitalización de su hijo. “¿Usted cree que un papá que no quiere a su hijo le paga un tratamiento de cien millones de pesos?”, pregunta Santiago. Y luego interviene, esta vez en tono suave y lento, la mamá del difunto. “Gracias a Dios había dinero. Pero, poco a poco, esa mujer lo fue dejando sin nada”.
Y no es la única que lo dice. El caso de Oswaldo constituye la punta de lanza de una lucha sin tregua que inició Padres por Siempre, una organización que vela por los derechos de los papás que han sido maltratados por sus exesposas –la mayoría de las veces al prohibirles que vean a sus hijos después de un divorcio– y por los derechos de los niños. Y aunque se trata de un movimiento relativamente pequeño, que cuenta con unos sesenta padres inscritos y con cerca de 1.500 seguidores en Facebook, es quizá el más visible y representativo de maltrato masculino. Sin mucho impacto, estos padres desesperados han marchado por las principales calles de varias ciudades del país y han aparecido en noticieros y periódicos disfrazados de Batman, Flash y el Zorro, subidos en monumentos con carteles, exigiendo la atención de los colombianos mediante consignas como “la custodia monoparental es la semiorfandad de nuestros hijos”, “custodia compartida ya”, “el mejor padre: ambos padres” o “hijo, papá te quiere y no te olvida”.
“El país ha puesto sus ojos en el maltrato a las mujeres, que es un fenómeno alarmante. Sin embargo ha olvidado la tensión y la agonía a la que son sometidos los hombres. Ha olvidado que flagelos tan graves y tan aterradores como el suicidio o la indigencia son asunto, netamente, de hombres”, dice en Bogotá Édison Salazar, uno de los líderes del movimiento, que también existe en países como Chile, Paraguay, Argentina, Puerto Rico y en otros países del Caribe. Y no se equivoca. En Colombia, por cada mujer que decide acabar con su vida, hay cuatro hombres que también lo hacen: entre enero y abril de 2013 hubo 502 muertes por suicidio, de las cuales 410 fueron hombres, según Medicina Legal. Y, de acuerdo con cifras aportadas por el propio Salazar, 85 % de los indigentes en Colombia son hombres.
Pero no todos los que luchan bajo esa consigna son hombres. La “abuela Trini”, quizá la mujer más visible en la batalla por la implementación de la custodia compartida en el país –incluidos dos proyectos de ley que se han hundido en el Congreso– habla desde Cali, en donde está asentada y en donde lidera la lucha de Papás por Siempre. “Nosotros recibimos al menos cuatro correos electrónicos diarios de hombres que nos piden ayuda, que quieren ver a sus hijos y no los dejan”, dice la señora, y continúa: “El hombre, por el hecho de ser hombre, es tratado peor que a un preso, porque a un preso le dan visita cada ocho días. A un papá divorciado le dejan ver a sus hijos cada quince días”. Y se va lanza en ristre contra el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. “En Colombia, desgraciadamente, el Icbf no investiga, sino que le cree más a la mujer por el hecho de ser mujer. En la mayoría de los casos que hemos tratado, hemos podido establecer que las denuncias en contra de los padres son falsas y tienen como único objetivo alejarlos de sus hijos como una forma de venganza. Una venganza que termina afectando gravemente a los niños”.
*  *  *
Los hombres sí lloran. Y lo hacen en grupo, los jueves, en medio de un ambiente que se parece mucho al de una terapia de adictos anónimos. No hay una gota de alcohol. Algo así como una suerte de club del sufrimiento y el dolor masculino. Jairo permanece sentado en una de las veinte sillas que han sido dispuestas en forma de círculo y que, a veces, no dan abasto. En el lugar reinan el silencio y la timidez. Son las 6:30 p. m. y entonces, con voz cálida y fuerte, una terapeuta rompe el silencio del recinto, uno de los salones del segundo piso de la llamada Casa de la Justicia, en Cajicá, Cundinamarca, una construcción en donde además de la Personería, la Defensoría y la Comisaría de Familia funciona un centro de rehabilitación sui generis. Uno contra el maltrato.
Ese día, la reunión es de hombres –también las hay de mujeres y niños– y, como siempre, se ven muchas caras nuevas. Entre ellos se encuentran hombres con uniformes de banco o de celaduría, o de overol, o de traje y corbata. O de jeans. La terapeuta, la única mujer en el salón, da la bienvenida y repite –como siempre– que los celulares no tienen cabida. Tampoco la vergüenza o el miedo. O los estratos. O los juicios.
“Mi esposo no quiere hacerme el amor”, dice en medio de una sonrisa generosa. Ella empieza a hablar. Lo hace pausadamente y sin tapujos. Dice que ese es el problema que trae esta vez. “Él está muy cansado para eso. No sé qué hacer”, agrega, y de esa forma logra que ellos empiecen a hablar de sus propios dramas. No todos lloran o hablan, pero sí la mayoría. El silencio también es una forma de participar. Ella, una de las funcionarias de la Comisaría de Familia, no vuelve a intervenir. En cambio sí lo harán Fernando, Pedro o Antonio, hombres que, aunque relatan historias diferentes, demuestran síntomas similares: baja autoestima, desesperación, tristeza. Los relatos ese día van desde la desgracia de un hombre al que su esposa, además de abandonarlo, se las arregló para quedarse con cerca de cinco mil millones de pesos en propiedades y joyas, hasta otro que asegura haber sido víctima de un hechizo que lo “amarró” y que lo mantiene sumido en una “terrible pena de amor”. El insomnio y la “pensadera”, como dicen muchos, son temas comunes.
“Aquí tenemos reglas de oro. La primera es la confidencialidad. Nadie habla afuera de lo que escucha aquí adentro. Dos. No juzgamos a nadie. Escuchamos y opinamos respetuosamente”, explica la “doc”, como le dicen. Y no es solo eso. A veces la terapia incluye disfrazarse y recrear, por doloroso que sea, la procesión que se lleva adentro. “Es una forma de fortalecerse y ver que los problemas siempre son un poco más pequeños de lo que se cree”, agrega ella.
Se trata del Programa de Reestructuración Familiar, como se conocen técnicamente las sesiones gratuitas que ofrece la Alcaldía de ese municipio como una especie de cura para el alma. El programa no es mágico, pero la exigencia de la comunidad para que no se acabe –funciona desde hace cinco años– hace pensar que ha sido exitoso. También lo dice Jairo, para quien ese grupo terapéutico, al que empezó a asistir desde hace dos años, le salvó la vida. “Yo le dejé todo lo que había conseguido en mi vida a esa señora. Hoy no tengo nada, ni siquiera odio, aunque recuerde mucho los golpes, los gritos, la vez que me partió ese frasco en la cabeza. Vivo feliz con uno de mis hijos y a veces el otro se queda en mi casa. Voy a trabajar duro y voy a volver a conseguir las cosas. Pero, mire, se lo juro por Dios, hoy soy feliz”, dice.
Dirección, cámara y edición: Seba Krapp / @SebaKrapp - Musica: "Let it out" por No Feedback.
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