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Historias

Los capos de la montaña

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Desde la barrera, una carrera de ciclismo no tiene mucho de glamuroso. Hay caras de sudor y sufrimiento, velocidad, esfuerzo, confusión y gritos en todos los idiomas. También hay una dosis de emoción que no se dosifica, sino que se concentra en un único instante allí mismo, en la línea de meta. Y ese instante tiene nombre propio: Chris Froome ganando la maglia rosa en el Giro 101 después de pedalear 80 kilómetros sin ayuda y de coronar en solitario el monte Jafferau en el puerto de Bardonecchia, en los Alpes italianos. O Marco Pantani, coronando la cima de Les Deux Alps en el Tour de Francia de 1998. O Nairo Quintana en los Lagos de Covadonga, durante la Vuelta a España en 2016.
Es la euforia que produce ver a un escalador cuando conquista un puerto de montaña.
Los escaladores no son ciclistas comunes y corrientes. Son deportistas únicos que han evolucionado a lo largo de todo el siglo XX y se han adaptado a los puertos de montaña de las grandes competencias, que incluyen pendientes donde se pueden subir hasta 12 o 15 metros de altura en solo 100 metros de recorrido. Mientras en una etapa plana o en descenso, la inercia, la cadencia y la gravedad ayudan a los ciclistas, en las montañas el avance de una bicicleta depende solamente de la potencia que se genera en cada pedalazo. La contracción y la extensión de los músculos de la pierna de un escalador, en especial las de los cuádriceps, tienen que ser capaces de vencer la fricción de los neumáticos sobre el asfalto, la inclinación de la carretera y el lastre que representa el peso muerto de la bicicleta y del mismo cuerpo del ciclista.
Por eso los escaladores son flacos, no muy altos y ligeros. Al igual que las bicicletas evolucionaron hacia materiales como el titanio y evitan cualquier componente innecesario para ahorrar cada gramo, cada gramo menos en el cuerpo de un escalador significa un punto más de potencia que se puede usar para generar velocidad en una subida. Marco Pantani, por ejemplo, apenas pesaba 56 kilogramos; Esteban Chaves, solo pesa 54, y Lucien van Impe –que ganó solo un Tour de Francia, el de 1976, pero se llevó en seis ocasiones la clasificación de la montaña– pesaba 58, al igual que Nairo Quintana y que Simon Yates.
También está la técnica. Van Impe, por ejemplo, tenía la capacidad de evitar los movimientos bruscos para mantener la velocidad en el movimiento de sus piernas. Nairo y el Chavito mueven la bicicleta de lado a lado para ganar velocidad. Y Lucho Herrera, Miguel Induráin o Eddie Merckx lo que hacían era mirar al vacío y preocuparse por mantener –e incrementar– su ritmo de pedaleo; igual que Froome: el secreto de ellos era la calma.
Además, el gasto de energía que implica subir a pedalazos una bicicleta a lo largo de decenas de kilómetros, hace que el cuerpo se llene de sustancias que impiden el buen funcionamiento de los músculos. Lo que cualquiera llamaría cansancio, es en realidad un exceso de ácido láctico en los músculos de las piernas. Y aunque los profesionales entrenan para aumentar la resistencia de su cuerpo, su mente recibe las mismas advertencias que cualquier persona. Inevitablemente el cuerpo dice “para”, pero hay que tener una mente entrenada para ser capaz de pararse en pedales y decirle al cuerpo: “No, sigue hasta la cima”.
***
“¡Todos ustedes son unos asesinos!”. La frase la dijo Octave Lapize, el ciclista que ganó en 1910 la primera etapa que el Tour de Francia organizó en los Pirineos.
Desde hacía algunos años, los organizadores habían empezado a buscar caminos de montaña en los Alpes y como las etapas exigían tanto esfuerzo y eran tan retadoras, continuaron buscando montañas ideales para llevar a los rincones desconocidos de Francia su carrera de bicicletas. La etapa 10 del Tour de 1910 era algo exagerado para los estándares de la época: 326 kilómetros entre Luchon y Bayona con cuatro premios de alta montaña en el camino: el Peyresourde, el Aspin, el Tourmalet y el Aubisque. Los dos últimos todavía son protagonistas habituales de las competencias, pero para esa época el trazado era revolucionario.
Lapize puede ser recordado como el primer gran escalador de la historia. Ese día, se escapó junto con otros dos corredores y fue él quien pasó de primero los tres primeros puertos de montaña. Pero estaba molesto: aunque el comisario del Tour había notificado que las carreteras eran “totalmente transitables”, a los ciclistas les tocaba interrumpir el ascenso para superar obstáculos con la bicicleta al hombro y después volver a subir. Por eso, cuando llegó destrozado a la cima del Aubisque, se bajó de la bicicleta, buscó a un organizador, lo tomó de las solapas de la chaqueta, escupió en el piso y le gritó la frase que hizo historia.
“Sí, unos miserables asesinos”.
Tal vez estaba furioso por no haberle seguido el ritmo a Lafourcade, un rival que aprovechó su cansancio y lo pasó en el último ascenso. Si hubiera pasado de primero, de pronto se habría dado cuenta de que él era el primer gran escalador de la historia y que pondrían una estatua suya en la cima del Tourmalet. En la bajada hacia Bayone, sobrepasó a Lafourcade para conquistar la etapa y, también, su único Tour de Francia.
Pero las montañas no siempre fueron los grandes templos del ciclismo. Solo se pusieron de moda en 1933.
Ese año, los organizadores del Tour de Francia y del Giro de Italia decidieron dividir los premios de montaña en varias categorías que dependían del grado de dificultad: los ascensos largos y empinados tenían más jerarquía que las subidas más sencillas. Los de La Vuelta a España implementaron el mismo sistema un par de años después. En la década de 1970, los líderes de la montaña reciben una camisa distintiva, que actualmente es azul para el Giro, blanco con puntos azules en la Vuelta y blanco con pepas rojas para el Tour. Así fue como nació la clasificación de montaña, un título secundario, pero tan codiciado como el de la clasificación general.
Paradójicamente, el campeón absoluto en la historia de las montañas, jamás llevó una camiseta de montaña.
El italiano Gino Bartali –compañero y némesis de Fausto Coppi– logró nueve premios de montaña en su carrera, siete en el Giro de Italia y dos en el Tour de Francia. De Bartali se dice que pudo haber ganado más, pero que la Segunda Guerra Mundial le robó los mejores años de su carrera. Además, ganó tres títulos del Giro de Italia y dos del Tour de Francia. Pero como sus victorias fueron en los años treinta, jamás vio la camiseta de los escaladores.
También con nueve está Federico Bahamontes, que consiguió seis premios de montaña en el Tour y dos en la Vuelta; también se llevó el premio de los Apeninos en el Giro de Italia de 1956 –en ese año, los italianos dividieron la montaña entre los Apeninos y los Dolomitas–, y aunque ganó sus premios en la década de 1950, él sí lució una camiseta verde que otorgaba la Vuelta al líder de la montaña desde 1935.
Van Impe, por su parte, logró ocho: seis premios de montaña en el Tour y dos en el Giro. Cuando subía por los Alpes o los Pirineos, usaba una cadencia rápida y por eso podía hacer ataques explosivos en las pendientes cuando se paraba en los pedales: él y Joop Zoetemelk, otro gran escalador de su época, tuvieron en los años ochenta duelos tan apasionantes como los que tienen hoy Nario Quintana y Christopher Froome.
Después viene Richard Virenque, el único escalador que se ha llevado el premio de montaña del Tour de Francia en siete ocasiones. Aunque nunca ganó un Tour –su mejor resultado fue el segundo lugar en 1998– siempre fue reconocido por hacer ataques lejanos, a veces a más de 100 kilómetros de la meta, para alcanzar al grupo de fugados y coronar las montañas y la etapa. Muchas veces salían con él Armstrong o Induráin, los grandes corredores de la década de 1990, y a él, la camiseta de pepas rojas, no le importaba llevarlos con tal de que lo dejaran ganar la etapa
***
Capítulo aparte merecen los escaladores colombianos. Desde la década de 1980, las imágenes de sus triunfos en los Alpes y en los Pirineos han paralizado al país. Lucho Herrera y Fabio Parra llegaron juntos a la cumbre de Lans en Vercors, en los Alpes, y cerraron uno de los capítulos más emocionantes del ciclismo colombiano. Ese año Lucho también protagonizó una postal histórica: el 11 de julio de 1985 se cayó de la bicicleta en la última pendiente a solo tres kilómetros de la meta; Bernard Hinault lo venía siguiendo de cerca y aunque el rostro de Lucho quedó lleno de sangre, él se levantó y siguió pedaleando hasta la meta para quedarse con la etapa.
Lucho se convirtió en el gran símbolo nacional y aún hoy es el único colombiano que se ha ganado la montaña en las tres grandes vueltas. Pero no se puede olvidar que José Patrocinio Jiménez, en 1983, había terminado de segundo en la clasificación de la montaña después de defenderse de rivales de la talla de Lucien van Impe y Laurent Fignon. Ese año, Patro puso el nombre de Colombia en la historia de las cimas cuando coronó el Tourmalet, la montaña más codiciada de los Pirineos.
Fue cuando empezó la conquista de las montañas de Europa. Colombia entera vivió y sufrió, pegada a los televisores, las victorias de sus escaladores. Vivió la etapa en los Pirineos que consiguió Martín Farfán en la Vuelta a España de 1990 después de escaparse con Fabio Parra en la pendiente final. La fuga con nueve kilómetros de pedaleo en solitario de José Jaime “Chepe” González en la pendiente del Passo del Tonale, en los Alpes del Trentino, para asegurar la camiseta de la montaña en el Giro de Italia de 1997. El ataque de Santiago Botero en el Izoard durante el Tour de Francia del 2000, cuando les tomó casi tres minutos de ventaja a Marco Pantani, Richard Virenque y Lance Armstrong y consiguió la única camiseta de pepas rojas de su carrera (algo extraordinario para un ciclista que no era un escalador puro). Los 40 kilómetros de lucha en la Sierra Nevada de Granada entre Félix “El Gato” Cárdenas y un grupo que encabezaba Alejandro Valverde, que ganó el colombiano en un sprint final, durante la Vuelta a España del 2003. O el ascenso relajado y sostenido de Mauricio Soler al Galibier, en el Tour de Francia del 2007, mientras recibía ataques frenéticos de Valverde, de Cadel Evans y de Alberto Contador.
Pero la generación actual de colombianos es la que más ha ganado en el ciclismo mundial. El 20 de julio del 2013, día de la independencia de Colombia, empezó la nueva era. La etapa del Tour de Francia en la que Nairo Quintana les siguió el ritmo a Purito Rodríguez y Froome en el último ascenso de la competencia, quedó grabada en la historia. Faltando un kilómetro, se paró tranquilo sobre los pedales de la bicicleta, sobrepasó a Froome y consiguió la etapa, la camiseta de puntos rojos y el segundo puesto en la clasificación general.
Después, en el Giro de Italia del 2014, Nairo se llevó el título y Rigoberto Urán fue segundo una vez más: fueron tres semanas inolvidables que incluyeron la épica llegada en zigzag de Julián Arredondo a uno de los Alpes del Trentino –después de liderar un grupo de escapados durante toda la carrera– para asegurar, además, la camiseta azul de la clasificación de la montaña. En la Vuelta a España del 2016 –que ganó Nairo–, Esteban Chaves le quitó a Alberto Contador el tercer puesto cuando en la subida hacia el Alto de Aitana se escapó del grupo de su rival por el podio a 15 kilómetros de la meta y le sacó más de un minuto de diferencia. Y en el Tour de 2016, Jarlinson Pantano se escapó con un grupo a 60 kilómetros de la meta, superó las cimas del Grand Colombier y el Lacets du Grand Colombier y, finalmente, pasó a sus rivales en el descenso para llevarse la etapa. Otro momento inolvidable fue cuando Supermán López se enfrentó a Nibali y Contador durante la subida a Calar Alto, en la Vuelta a España del 2017: finalmente, liquidó a esos dos gigantes en un ataque a 1,3 kilómetros de la meta y se llevó la primera etapa de gran vuelta en toda su carrera.
En los últimos cinco años, los colombianos siempre han tenido una cita en el podio de las tres grandes vueltas. En el 2013, Nairo fue segundo en el Tour, y Rigo fue segundo en el Giro. En 2014, en un podio encabezado por la bandera, Nairo y Rigo fueron primero y segundo en Italia. En el 2015, Nairo fue tercero en el Tour. En el 2016, Chaves fue segundo en el Giro y después Nairo y Chaves se subieron al podio en España: Nairo en el centro y el Chavito en el tercer lugar. Y en el 2017, Rigo fue segundo en el Tour y Nairo fue segundo en el Giro.
El 2018 empezó bien, con el tercer lugar de Supermán López en el Giro de Italia.
La generación dorada se completa con Fernando Gaviria. Su potencia está en los sprints y en el Giro de Italia del 2017 –su única participación en una grande– ganó cuatro etapas. Y aunque dista de ser un escalador, también se robó el show en la montaña: llegaba a las cimas de los Alpes con el grupo final levantando la rueda delantera de su bicicleta.
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Hay pocas montañas tan famosas como el Tourmalet. Allí fue donde empezó el hito de los escaladores y poco a poco ese pico de los Pirineos se convirtió en uno de los mayores templos del ciclismo: Lapize, el primero en escalarla, tiene una estatua en la cima. Pero hay también otros picos que han hecho historia en el Tour. El Mont Ventoux –el Gigante de Provenza–, por ejemplo, donde Eddie Merckx pidió oxígeno después de ganar la etapa de 1970; o el Alpe de Huez, donde Lucho Herrera conquistó en 1984 la primera etapa para Colombia de un Tour.
Italia y España también tienen sus propios templos.
En España, por ejemplo, está Lagos de Covadonga, una subida de 14 kilómetros en Asturias con pendientes que llegan al 15 % de desnivel. En 2016, la última vez que lo incluyeron en el trazado de una Vuelta, Nairo Quintana ganó la etapa. Y, además, fue allí donde en 1987 Lucho Herrera consiguió el liderato de la Vuelta y dio el paso más importante para ganársela. Le llevaban 49 segundos en la clasificación general, pero se mentalizó para atacar durante la última subida: nadie pudo seguir su ritmo, que aceleraba cada vez más, y hacia el final de la etapa logró sacarle casi un minuto y medio a los que intentaban alcanzarlo. También está el Anglirú, un camino que incluyeron en la Vuelta en 1999 con la intención de que tuviera tanto renombre como los Lagos de Covadonga. Son 12 kilómetros donde hay un tramo con 23 % de desnivel. Alberto Contador es el único que ha hecho historia en esas cuestas: en 2017 se escapó faltando cinco kilómetros para el final y pedaleó solo, parado en pedales cuando tomaba las curvas, para ganar la etapa en el último campeonato de su carrera.
Italia, finalmente, tiene el Blockhaus, en los Apeninos. Allí fue donde Eddie Merckx, en 1967, se ganó su primera etapa en el Giro de Italia: faltando dos kilómetros un ciclista local decidió atacar y solo Merckx fue capaz de seguirlo, pero más adelante el belga atacó y le sacó 10 segundos de ventaja. Y en los Alpes están al Sestriere –que a veces se presta para el Tour de Francia– y el Passo dello Stelvio, en la zona del Trentino. Ambos han estado en los recorridos desde la década de 1950 y Fausto Coppi fue el primero en coronarlos ambos. Por eso, cada año, el Giro de Italia bautiza como Cima Coppi el mayor ascenso del circuito.
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El 25 de mayo de 2018 Christopher Froome demostró por qué es uno de los grandes escaladores de la actualidad. Aunque su altura no corresponde con el prototipo –lo que lo hace tener ventaja en las etapas contrarreloj– hizo una etapa del Giro de Italia que muchos compararon con episodios históricos. Su aventura empezó a 80 kilómetros de la meta, cuando todavía había que ascender tres montañas y faltaban más de dos horas de carrera. Aceleró en la subida hacia el Colle de la Finnestre y nadie lo pudo alcanzar.
Ese día, Froome llegó más de 12 minutos antes que el líder del Giro, Simon Yates.
Desde hacía décadas no se veía un ataque desde una distancia parecida. La épica actual de las bicicletas en las montañas estaba acostumbrada a ataques de pocos kilómetros. Al menos eso era lo que solía pasar en las últimas grandes vueltas: los cuatro kilómetros de ataque sostenido cuando Nibali coronó Tre Cime di Lavaredo, en las Dolomitas, para el Giro de 2013; o los diez kilómetros de Nairo Quintana cuando tomó el liderato de la Vuelta a España en Lagos de Covadonga, en 2016: los escarabajos se paraban en los pedales faltando pocos kilómetros del final y tomaban 20 o 30 segundos de ventaja, que para ellos –y para nosotros, que nos parábamos frenéticamente frente al televisor durante la última media hora de carrera– eran oro puro.
Carlos Arribas, cronista de ciclismo en El País, dijo que lo de Froome no era comparable con nada que se hubiera hecho este siglo.
Lo más cercano puede haber sido obra de Alberto Contador en a Vuelta a España de 2012, cuando para la etapa 17, que atravesaba la cordillera cantábrica en los Picos de Europa, atacó a 50 km de la meta y quebró a Purito Rodríguez, que perdió la Vuelta. O cuando Nairo Quintana, Alberto Contador y Gianluca Brambilla se escaparon en un pequeño grupo desde el inicio de la etapa 15 de la Vuelta a España de 2016. Apenas arrancó la carrera, los tres formaron un grupo de ataque y cuando se dieron cuenta de que Froome –el rival principal– no estaba con ellos, decidieron subir el ritmo: “¡A tope, a tope, a tope!”, dicen que gritaban en el grupo. Faltaban 118 kilómetros para la meta y tres premios de montaña. Finalmente, cuando la etapa acabó en Formigal, en los Pirineos, Quintana fue segundo y Froome llegó en el puesto 18, 2 minutos y 40 segundos después.
Otro episodio similar ocurrió hace 20 años, en 1998. Marco Pantani atacó como un poseído a siete kilómetros de la cima del Col du Galibier durante un aguacero, luego bajó sin ningún tipo de miedo por la carretera empapada y finalmente subió Les Deux Alps. Llegó un poco más de un minuto antes que su rival más cercano y ese día sentenció su primer Tour de Francia.
Pero los cincuenta kilómetros de Pantani y de Contador no son los ochenta de Froome. Además, en esas ocasiones, hubo gregarios, relevos y alianzas. El triunfo de Froome en el Giro, en cambio, fue absolutamente en solitario.
Para encontrar algo comparable toca hacer arqueología.
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Hubo un tiempo en el ciclismo en que la épica era cotidiana. Tal vez hace 50 o 60 años el deporte no era tan racional como ahora, cuando los técnicos les hablan al oído a los ciclistas y monitorean desde un teléfono celular los signos vitales, la cadencia del pedaleo, la potencia generada y muchos otros indicadores. Entonces los ataques no se hacían con la lógica, sino con el corazón y obedecían a una orden irracional: un sueño, un presentimiento o una obsesión. Gracias a eso se lograban hazañas increíbles, como recuperar más de diez minutos en una sola etapa o atacar en solitario durante más de cien kilómetros, sabiendo que había tiempo suficiente para parar por un café en la mitad de la carrera.
La épica empieza en 1940 con la historia de la rivalidad de Fausto Coppi y Gino Bartali. Para el Giro de ese año, Coppi, de 20 años, fue contratado como gregario de Bartali, el campeón de Italia. Pero Coppi no sabía de jerarquías: atacó con toda su irreverencia a su líder en Abetone, ganó la maglia rosa y no la volvió a soltar en toda la competencia. Con los años se convirtieron en dos corredores enemigos que, sin embargo, le cogían varios minutos de ventaja al pelotón en las trochas de las Dolomitas. Ambos lograban darles velocidad a bicicletas que hoy parecerían prehistóricas –con cambios de palanca y marcos de hierro– y, a pesar de su rivalidad, resulta curioso que casi siempre aparezcan juntos en las fotos.
Pasaron diez años, sin embargo, para que se empezara a escribir la leyenda. Sucedió en 1949. La etapa reina del Giro de ese año atravesaba cuatro picos de los Alpes –el Col de Vars, el Izoard, el Montgenevre y el Sestriere– y de nuevo enfrentaba a Coppi y a Bartali, los dos ciclistas que dividían a Italia.
Ese día, Coppi se quedó con un puesto en el panteón del ciclismo.
Los registros indican que Coppi coronó primero todos los puertos de ese día. Y que lo hizo en solitario, como Froome. Solo que, a diferencia de la de Froome, esta escapada empezó a 192 kilómetros. Por eso, en el norte de Italia, Coppi tiene casi el estatus de un dios.
El novelista Dino Buzzati –que escribía para el Corriere della Sera– inició ese día la tradición de comparar a los ciclistas con los dioses, de crear una mitología con dos ruedas, piñones, manillar y pedales: “Aprendimos que Héctor fue asesinado por Aquiles”, escribió. “Por supuesto, Coppi no posee la fría crueldad de Aquiles; más bien al contrario. Ambos campeones son, sin duda alguna, los más cordiales, los más amistosos. Pero Bartali, más distante, más brusco –de forma inconsciente, en cualquier caso– vive el mismo drama que Héctor: el drama de un hombre vencido por los dioses”.
Poco a poco se fueron sumando ídolos a ese panteón que había inaugurado Coppi. En 1958, por ejemplo, Charly Gaul ganó su primer Tour de Francia. A este corredor de Luxemburgo le decían el Ángel de las Montañas porque era el que ponía ritmo en todas las etapas de los Alpes. Fiel a su apodo, había conquistado la clasificación de la montaña en dos apariciones previas en el Tour y había ganado el Giro de Italia un par de años antes. Pero parecía que en ese Tour del 58 no iba a hacer historia: aunque unos días antes, en el Mont Ventoux, había hecho trizas una contrarreloj individual, el día de la última etapa de los Alpes –la número 21– iba 16 minutos por detrás del líder.
Era una distancia que, hasta ese día, se consideraba imposible de recuperar.
La etapa cruzaba cuatro picos –el Col Luitel, el Col de Porte, el Col du Cucheron y el Col du Granier– antes de bajar a Aix-les-Bains, un pueblito en la costa de un lago enclavado en la mitad de los Alpes. Para empeorar las cosas, cayó un aguacero desde el principio hasta el final de la carrera y el clima parecía ser aún más complicado en los puertos de montaña. Sin embargo, Gaul tenía claro que ese día era su última oportunidad para llevarse el Tour y empezó a atacar en la primera subida, a 100 kilómetros de la meta. Nadie fue capaz de seguirlo: en el segundo puerto ya le llevaba cinco minutos y medio de ventaja al pelotón; en el tercero, casi ocho, y en el último la diferencia era de más de doce minutos.
Bajo la lluvia, Gaul le recortó 15 minutos al líder de la clasificación general. Y, como si estuviera obligado a convertir el día en una leyenda, Michel Clare, el cronista de L’Equipe, escribió: “Solo recuerdo una cortina de lluvia, un diluvio sin un arca. La caravana disuelta desde el momento en que entraba en el mar de nubes que sostenían los bellos chalets de Chamrousse. Ahora sé lo que significa estar empapado hasta los huesos. Pensé en Jacques Anquetil y en su cara cada vez más triangular y amarilla. Pensé en todos ellos, los conocidos y los desconocidos, marineros arrastrados por la inundación que intentaban desesperadamente evitar el naufragio. Solo un hombre escapó de la tormenta: Charly Gaul”.
Por esa misma época corrió Federico Bahamontes, el Águila de Toledo. Fue el primer ciclista en lograr finalizar con la camiseta de montaña en las tres grandes vueltas y muchos afirman, sin dudarlo, que es el mejor escalador en toda la historia. Solo se ganó una gran vuelta, el Tour de 1959, pero podría haberse ganado más. De él se dice que aprendió a montar en bicicleta vendiendo verduras para mantener a su familia: cargaba hasta 150 kilos diarios y así sacó las piernas para atacar la montaña. Cuando subía, cambiaba las manos de lugar en el manubrio, como si estuviera nervioso; pero su problema era que no sabía bajar y, sobre todo, que no le obsesionaba la victoria.
Una vez, en el Tour de 1956, Bahamontes se escapó en la subida del Col de la Romeyère y mientras subía un carro que lo sobrepasó hizo saltar una piedra que le rompió dos radios de la rueda trasera de su bicicleta. Cuando llegó a la cima y ganó el premio de montaña, estaba nervioso y con rabia por su accidente. Entonces decidió comerse un helado de vainilla y sentarse a esperar el pelotón hasta que alguien lo ayudara: “Los aficionados me querían robar el dorsal, aquello estaba atestado como en todos los puertos del Tour”, dijo en 2003 durante una entrevista con ABC. “Como era una escapada como Dios manda, y no como las de ahora, el pelotón estaba a catorce minutos. Pero yo no lo sabía”. Cuando se retiró en 1965, había corrido en 11 ediciones del Tour y había pasado de primero por 51 puertos de montaña. Fue Coppi el que convenció finalmente a Bahamontes de dejar de pensar en la montaña y pensar en el Tour. “¿Pero a dónde vas? ¡Que el Tour es para los campeones!”, le respondió el Águila a Coppi. Pero finalmente el italiano lo convenció de intentarlo en 1959: así lo alcanzaran en las bajadas, Bahamontes atacó en cada una de las subidas y ganó definitivamente el Tour en una cronoescalada en el Puy de Dôme, en los Alpes: 12 kilómetros en subida constante y al final una pared de 700 metros con un desnivel del 16 %. El Águila subió tranquilo y después de la meta se bajó de la bicicleta y se fue caminando, como si no lo hubiera dado todo. Completó la prueba en 36 minutos, le sacó un minuto y medio a Charly Gaul y más de tres a sus otros rivales, como Jacques Anquetil. “En ese Tour yo me reía de todos”, dijo en otra entrevista con As. “Marchaba tan fácil que atacaba hasta en el llano”.
Después llegó Eddie Merckx, el Anarquista de las Cumbres. Durante las grandes vueltas de la década de 1960 fue común ver sus escapadas largas, de cincuenta, setenta o cien kilómetros, en cualquier tipo de etapas. No importaba si fueran planas o en montañas empinadas, él siempre estaba ahí. Su victoria más épica ocurrió en su primer Tour de Francia. En la etapa 17 del Tour de 1969, de Luchon a Mourenx, en los Pirineos, ya llevaba la camiseta amarilla. Pero él, a diferencia de Bahamontes, si le obsesionaba la gloria: no bastaba con ganar, tenía que grabar su nombre en la historia. Entonces aceleró en el ascenso al Tourmalet, a 130 kilómetros de la meta, y después coronó el Col d’Aubisque solo, ocho minutos antes que sus perseguidores.
Ese fue el primero de cuatro títulos consecutivos en el Tour de Francia. En 1973 le pidieron que no corriera, que el Tour necesitaba emoción. ¿Quién le pondría más emoción que él? ¡Si era el caníbal! Pero finalmente aceptó y aprovechó para irse a ganar ese año el Giro de Italia y la Vuelta a España. Volvió en el 74. Esa vez, nuevamente, coronó los Alpes y los Pirineos para ganar su quinto título en el Tour de Francia.
Otro que consiguió cinco títulos en el Tour fue Bernard Hinault, el último francés que ganó en su casa y que marcó la década de 1980. Los Tour que ganó, lo hizo de una manera sorprendente: se obsesionaba por dominar las etapas de principio a fin y controlar todo lo que sucedía. Por algo uno de sus apodos era el Patrón. Y aunque no era un escalador total, tenía una manera muy particular de enfrentar las montañas: cuando empezaban las pendientes, ponía el plato más grande, el cambio más fuerte, y le dejaba todo a las piernas. Con esa técnica les puso resistencia a varios escaladores totales.
La única vez que Hinault intentó algo épico fue en 1986, el último Tour en el que participó. Quería hacer historia. Durante la etapa 14, en los Pirineos, decidió atacar poco antes de la cima del Tourmalet y recorrer en solitario los cuatro picos y los 140 kilómetros que tenía por delante. Quería emular a Merckx y a Coppi, pero no era ni Merckx ni Coppi. En el último descenso lo rebasó el grupo de perseguidores, donde iban Greg LeMond y Lucho Herrera. LeMond, el segundo en el equipo de Hinault, le dijo en una entrevista al historiador Richard Moore que cuando lo sobrepasaron él le preguntó si necesitaba algún tipo de asistencia, pero el Patrón solo le gruñó y siguió mirando hacia el piso.
Pero hubo alguien que sí logró lo que Merckx no pudo.
En 1995 Miguel Induráin ganó su quinto Tour de Francia de forma consecutiva.
El español solía correr de manera mesurada. En los años noventa, las escapadas épicas ya parecían lejanas y en el ciclismo, ya profesional, primaba la estrategia. Induráin solía tomar la camiseta de líder en las etapas de contrarreloj individual y luego la defendía tranquilo en las etapas de montaña. Ahí, en los picos de los Alpes y los Pirineos era donde era más fuerte y cuando el grupo en el que iba apretaba con esfuerzo el paso en alguna montaña, él se paraba en pedales y empezaba a sacar segundos de ventaja de una manera natural.
Sin embargo, durante la etapa 9 del Tour de 1995 –la primera de los Alpes–, se dio cuenta de que su liderato estaba en peligro. Al principio de la etapa le llevaba cuatro minutos y medio de ventaja a Alex Zulle –otro de los favoritos en la montaña y la esperanza suiza para ganarse un Tour–, pero ahora, cuando solo faltaba el pico final de La Plagne, Zulle no solo había recuperado la diferencia, sino que ya le estaba sacando varios segundos al español en la general.
Cuando Induráin se enteró de que Zulle le llevaba cinco minutos de ventaja y comenzó a acelerar. Faltaban 16 kilómetros para la meta e Induráin apagó su personalidad conservadora: al principio dejó que sus compañeros de equipo pusieran ritmo, pero después él fue el que empezó a apretar el paso. 500 metros después de su ataque, solo Pantani era capaz de perseguirlo. Y 500 metros más adelante, el Extraterrestre ya iba solo, mirando hacia arriba, pensando en impedir que se le escapara su puesto en la historia.
Al final Zulle ganó la etapa, pero Induráin cruzó la etapa dos minutos después. A medida que se acercaba a la meta se mordía los labios y movía la cabeza de un lado al otro, como intentando mover las piernas más rápido para correr. Y en el último kilómetro, se paró en los pedales para rasguñarle los últimos segundos al suizo.
La ventaja que Zulle había logrado a lo largo de cuatro premios de montaña, Induráin la desbarató en menos de 16 kilómetros.
Por momentos como esos es que le decían el Extraterrestre.
***
La lista de ganadores del Tour de Francia tiene tres penosos baches. Los dos primeros por las guerras mundiales. El último, entre 1999 y 2005, por dopaje.
Los siete títulos de Lance Armstrong que fueron condenados al olvido.
Hasta 2012, cuando fue condenado por consumo del estimulante EPO y por el uso de las transfusiones de sangre, Armstrong fue considerado uno de los grandes escaladores. Parecía que el peso que había perdido por el cáncer había convertido su cuerpo en una máquina para subir montañas. En 1999, bajo la lluvia, subió el Sestriere a un ritmo frenético, casi todo el tiempo parado en los pedales.
Pero hizo trampa.
El dopaje está ligado a la historia del ciclismo. En la primera mitad del siglo XX, muchos escaladores subían casi borrachos a los puertos de montaña. Decían que contrarrestaba el dolor y daba energía. Pero poco a poco se fueron haciendo más sofisticadas. En la década de los sesenta, el uso de anfetaminas era un secreto a voces. Eddie Merckx, por ejemplo, dio positivo en un examen de orina en las etapas finales del Giro de Italia de 1969 y tuvo que abandonar la carrera; pero siempre se defendió: “Soy un ciclista limpio, no necesito tomar nada para ganar”, dijo él; finalmente, todos parecen haberse puesto de acuerdo en que alguien, sin su consentimiento, le había puesto anfetaminas en el agua de la caramañola. Y Tom Simpson murió sobre su bicicleta en el Mont Ventoux, en 1967, por un paro cardíaco que le dio a pocos metros de la cima después de haber consumido la misma sustancia.
Detrás del dopaje está el engaño, sí. Pero también hay toda una cultura que acepta a la ciencia como una manera de que el hombre se supere a sí mismo. George Hincapie, un gregario de Lance Armstrong, dijo en el documental The Armstrong Lie que en los años noventa tomar EPO –el estimulante por el que fue condenado Armstrong– hacia parte de la cultura de los ciclistas: nadie se preguntaba si estaba bien o mal y, simplemente, todos lo hacían.
Pero en una cultura del deporte donde la ciencia controla todo lo que pasa en los cuerpos de los ciclistas, vale la pena preguntarse: ¿dónde está el límite entre lo legal y la trampa?
***
El libro oficial del Giro de 2018 indicaba una recorrido que de perfil parecía un serrucho: 185 kilómetros que atravesaban cuatro picos de los Alpes italianos. Primero, el Colle del Lis; después, un ascenso por caminos destapados hacia el Colle delle Finestre, la Cima Coppi de esa edición; luego, un corto y empinado ascenso hasta el Sestriere; y, finalmente, las rampas con más de 10 % de desnivel que suben hasta Bardonecchia, en el monte Jafferau, donde van a esquiar los turineses que odian la masa de gente que sube en invierno al Sestriere.
Ese día, en un carro de logística del equipo BMC, el exciclista profesional Steve Bauer y un grupo de invitados colombianos íbamos a toda velocidad por las autopistas del Piamonte para interceptar el pelotón y ayudar con la hidratación del grupo. Por la tarde, mientras nos dirigíamos hacia el final de la etapa, un mensaje de Radio Tour –la comunicación oficial de las competencias de ciclismo– anunció un evento insólito de la carrera.
–¡Attenzione: numero 181, Chris Froome, Team Sky, attacco a cinque chilometri dal Colle delle Finestre e prendere il comando della corsa!
Primero lo dijeron en italiano y luego en inglés. Y lo repitieron, como de costumbre. Pero en ese momento parecía un eco. Todos esperábamos ese ataque, pero no ahí, cuando faltaban 80 kilómetros para llegar a la meta. Cuando lo dijeron por tercera vez y añadieron que nadie lo seguía, parecía que estaban reafirmando que Froome iba por el primer Giro de su carrera y que iba a conquistarlo con una aventura épica que el ciclismo profesional no presenciaba hacía años.
–¿Acaso usted es hincha de Froome? –Me dijo el exciclista Steve Bauer mientras subíamos en un teleférico hasta donde estaba la línea de meta.
–No, pero le apuesto que va a ganarse la etapa. ¿No lo vio bajar del Sestriere?
–Sí, todo indica que va a ganar. Pero espero estar equivocado.
Parecía que iba a pasar lo que no sucedía hacía décadas. Froome estaba emulando a los grandes nombres del ciclismo. Estaba haciendo historia. Y la estaba haciendo en el Jafferau, un monte acostumbrado a las grandes emociones: En 1972, cuando el camino era una trocha sin asfaltar, Eddie Merckx alcanzó al asturiano José Manuel Fuente un kilómetro antes del final y aseguró en esa misma carretera el tercer Giro de su carrera; Fuente se había escapado en solitario a casi 50 kilómetros de la meta, como Froome, pero las piernas le fallaron. Luego, en 2013, Vincenzo Nibali atacó a dos kilómetros del final y llegó junto con Mauro Santambrosio a la línea de meta en medio de una tormenta de nieve; nueve segundos después llegó el colombiano, el Bananito Betancur.
La aplicación del Giro permite seguir en tiempo real todos los datos de los ciclistas: velocidad, potencia generada, ritmo cardiaco y cadencia. Solo se necesita un chip en la bicicleta que transmite los datos a una página abierta al público. Los datos sirven para controlar que ningún ciclista tenga de repente un número sobrehumano que despierte sospechas. Pero también sirven para que los ciclistas se conozcan a sí mismos para mejorar poco a poco los números que aparecen en las pantallas de sus técnicos.
Y también sirven para predecir.
En el momento de atacar el Colle delle Finestre, Chris Froome logró 397 watts de potencia. Y sus rivales, como Tom Doumolin, no pasaron nunca de 395. No había datos del Supermán López, que hacía parte del grupo de perseguidores. Pero los tiempos de diferencia, que eran cada vez mayores, lo decían todo.
Esos dos watts adicionales que Chris Froome logró imprimir en las subidas, junto con las bajadas casi suicidas del Finestre y del Sestriere y la capacidad de mantener una cadencia de 95 revoluciones por minuto durante casi toda la subida final a Bardonecchia, fueron las claves para que se ganara su primer Giro de Italia.
A las cinco de la tarde cientos de personas estábamos aglomerados en la línea de meta en Bardonecchia. El paisaje de los Alpes despejados era imponente, pero todos mirábamos las pantallas gigantes que transmitían en vivo lo que sucedía unos cuantos kilómetros más abajo. El sol calentaba el ambiente, de vez en cuando una ráfaga de viento era capaz de golpearnos hasta los huesos. ¿Cómo las sentirían los ciclistas? Pero a los pocos instantes esas ráfagas quedaban en el olvido porque un dj ambientaba la carrera con música electrónica y después dos narradores contaban lo que sucedía en las pantallas, primero en italiano y luego en inglés.
Los helicópteros que seguían el Giro se empezaban a escuchar a lo lejos y los narradores sabían que se estaba haciendo historia, que Froome había pedaleado solo por casi dos horas y que había atravesado sin gregarios los caminos de herradura del Colle delle Finestre y del Sestriere, donde la nieve al borde de la carretera es más alta que las bicicletas. Sabian que estaba haciendo historia, que se iba a ganar el Giro –la última vuelta grande que le faltaba– y que eso lo ponía al nivel de Fausto Coppi, de Merckx, de Induráin, de todos los grandes escaladores de la historia.
–¡Chris Froome é rapidissimo. Chris Froome ha comandato tutta la etapa. Chris Froome! ¡Último chilómetro!
Entonces el dj aceleró el ritmo de los beats hasta que llegó Froome: acababa de pedalear siete kilómetros en subida y, como si no estuviera cansado, se puso en sincronía con la música y se paró de la bicicleta para recorrer los últimos cincuenta metros en un sprint. Cuando llegó a la meta, levantó primero un brazo y después los dos al mismo tiempo para salir bien en los videos de Instagram, en las páginas web y en las fotos de los periódicos.
“Necesitaba hacer algo realmente especial para deshacerme de Simon [Yates] y alejarme de Doumolin”, dijo luego en la rueda de prensa. “No iba a pasar de cuarto a primero en la general solo en la última subida, necesitaba hacerlo desde lejos y el Colle delle Finestre era el lugar perfecto para hacerlo. El camino de gravilla me recordó de cuando montaba bicicleta en África; yo me sentí bien y pensé: ‘Es ahora o nunca’”.
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