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Historias

El nuevo alcalde de Medellín

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Este año, Daniel Quintero cumple cuarenta y va a celebrarlos como el alcalde más joven y más votado en la historia de Medellín. Aunque lo de joven tiene sus matices: por su biografía parece un veterano que tiene a cuestas mil batallas.
La primera ocurrió hace 25 años, cuando la muerte le arrebató de golpe a su mamá y lo que quedaba de su infancia. Tenía 14 años y tuvo que aprender a ganarse el pan en la calle: fue mensajero, vendedor ambulante y profesor de matemáticas. Y su único salvavidas fue estudiar: su madre le había regalado un computador que, sin saberlo, se convirtió en la semilla de una profesión –la ingeniería electrónica– y en una promesa de futuro.
Comenzó su carrera política en el Partido Conservador, con el que se lanzó al Concejo de Medellín en el 2007. Después de graduarse, hizo una especialización en Finanzas en la Universidad de los Andes y creó Intrasoft, una empresa de software para desarrollar servicios tecnológicos, como el envío masivo de mensajes de texto o un call center con capacidad para hacer 100.000 llamadas por hora. Pero la política lo llamaba: ocho años más tarde viajó a Estados Unidos para hacer un curso corto de Administración en Finanzas Públicas en Harvard Kennedy School of Government y después terminó una maestría en Administración de Negocios en Boston University. En el 2012 retomó el activismo a través de la Fundación Piensa Verde, con la que promovió la siembra de árboles, e inventó el Partido del Tomate. Desde entonces trabajó en la campaña de reelección de Juan Manuel Santos, fue gerente de Innpulsa, viceministro de las TIC, gerente de la campaña por el Sí en Antioquia y asesor de Humberto de la Calle. Finalmente, el pasado 27 de octubre logró la alcaldía de Medellín con 303.420 votos después de una candidatura avalada por firmas.
Su primera prueba en la Alcaldía ocurrío el pasado 21 de enero, después de esta entrevista, cuando en medio del paro nacional hubo grafitis en estaciones del Metroplus y daños en establecimientos comerciales: “Todos perdimos hoy”, dijo Quintero. “Las protestas se están radicalizando, pero con contundencia vamos a combatir toda muestra de violencia”.
Hoy, por su despacho, camina tranquila Chavela, una perra blanca y despelucada que es la mascota de su familia. Quintero, mientras tanto, cuenta que es amante del fútbol, que juega ultimate frisbee, que es papá de dos niñas y que en sus ratos libres se anima a tocar el piano. También dice que su propósito es estar a la altura de los retos de la Revolución 4.0: términos como neurotecnología, drones, inteligencia artificial y el internet de las cosas hacen parte de su jerga cotidiana, pero Daniel es un animal político, un obstinado que cree en la inspiración como un factor multiplicador para transformar vidas, en las formas creativas de resolver problemas y en la resiliencia para superar las adversidades.
Su madre, Estela Calle, murió cuando usted era muy joven. ¿Cómo le cambió la vida ese acontecimiento?
Yo era el hermano del medio entre tres menores de edad. Tenía catorce y ella, la edad que tengo yo ahora. Mi papá [un mecánico que vivía en otra ciudad] no tuvo los medios para ayudarnos, así que mi mamá era cabeza de hogar. Una mañana yo entro a la habitación y encuentro a mi mamá muerta. Con ella tenía una conexión muy fuerte. Al descubrir esto, primero, me convenzo de que mi responsabilidad es preparar a mis hermanos para que no sufran y les doy a ellos la noticia como si de repente me hubiera convertido en un hombre de 40 años. Recuerdo muy bien esos quince, veinte minutos que pasan mientras pienso cómo les voy a decir a mis hermanos, que están durmiendo, lo que acaba de ocurrir. Me tocó, como a muchos, crecer rápido. Enfrentarme a la realidad y entender que los servicios cuestan, que el almuerzo cuesta, así la niñez desaparece muy pronto. A mí me faltó llorar a mi mamá. La lloré mucho tiempo después. Ahora, por eso, soy un llorón tremendo; lloro por todo.
¿En ese momento había reflexión, o simplemente era el vértigo de las situaciones difíciles?
La primera reflexión cuando me dicen “usted no puede estudiar porque no tiene con qué pagar la matrícula” se traduce en rebeldía. Yo ya estudiaba en la Universidad de Antioquia y empecé a colarme a clases como un acto de resistencia. Mi mamá me decía: “Pase lo que pase, nunca deje de estudiar”. Creo que hace falta algún grado de rebeldía para cambiar las cosas.
¿Cuándo nació su vocación política?
La segunda vez que tuve que dejar de estudiar. La primera vez lo hice por hambre, la segunda porque no tenía plata para pagar la matrícula, y ese día pensé que iba a dedicar mi vida para que otros no tuvieran que vivir lo mismo. Fue como si me hubieran quebrado, como cuando se quiebra un jarrón y lo dejan a un lado. La pregunta que ahora me hago es: ¿A cuánta gente hemos quebrado? Lo que he hecho toda mi vida es intentar pegar cada una de esas piecitas de ese jarrón, como el kintsugi, que es reparado con oro para simbolizar que las grietas hacen más valioso ese renacimiento. Si hay algo que he perseguido es pegar el jarrón y demostrar que sí sirve. Porque ¿quién pierde en una sociedad en la que se presentan 50.000 personas a una universidad y a 45.000 les dicen que no? Cuando empiezo a colarme en las clases encuentro otra revelación: nunca un profesor me dijo que me saliera, nunca un estudiante deja de hacer un trabajo conmigo porque no estaba matriculado; descubro que tenemos una sociedad solidaria y unas instituciones frías, entonces lo que hay que hacer es humanizar las instituciones.
 Foto: Esneyder Gutiérrez / EL TIEMPO
 
¿Alguna vez renegó de la política?
Yo creo que una forma de explicar por qué estoy aquí es entender las veces que he querido retirarme. La política está llena de codazos, de mentiras, de insultos, de incomprensiones, de intereses de todo tipo. Varias veces, después de ataques a mí y a mi familia, he dicho: “Hasta aquí llegué”.
La primera vez que lo pensé estaba en Innpulsa, pero sentía que lo que estaba haciendo lo podía hacer cualquiera; porque había logrado eficiencias, pero sentía que todo era demasiado administrativo, hasta que una vez, en una feria en Bucaramanga, una estudiante me dijo que quería mostrarme un invento suyo: se trataba de una especie de reloj que permitía medir la calidad del aire. La felicité y me contó que en una conferencia que yo había dictado me había escuchado decir que una forma de servir era enamorarse de un problema de otros y dedicar la vida a resolverlo. “Yo lo hice y quiero darle las gracias”, me dijo. En ese momento entendí que el poder clave era el de inspirar a otros; dejar semilla.
La segunda vez que quise retirarme fue después de varios ataques y amenazas de muerte. Ahí dije: “Bueno, creo que ya serví, entonces voy a dejar que otros lo hagan”. Para mí, la idea era curar ese jarrón, y ya lo había hecho. Pero cuando ya había tomado la decisión, se me vino a la mente una niña de la Comuna 1, El Popular, a la que se le iba a negar la educación y se iba a quebrar. Ahí volví a comprometerme: mientras yo tenga energía no puedo dejar que otro se quiebre, o por lo menos no puedo rendirme en ese propósito.
Durante todos estos años le tocó coquetear con distintos partidos y corrientes.
No creo en los dogmas; la mejor forma de probar mi independencia es que no me he dejado atrapar de ninguna corriente. Por ejemplo, cuando era conservador –mi tío y mi abuelo eran conservadores– salía con una alcancía a recoger monedas para no depender de ningún grupo político ni económico; financié una campaña al Concejo recogiendo monedas y perdí. Son los partidos los que han sido incoherentes en Colombia. Conocí al Partido Conservador cuando buscaba la paz, luego se movió en contra; después el Partido Liberal se puso en su defensa y ese es un asunto por el que siempre he luchado. Pero, en últimas, creo que en Colombia solo hay dos partidos: el de los que quieren hacer bien las cosas y el de los que quieren hacer las cosas para sí mismos y los intereses de particulares.
¿Qué opina de las manifestaciones que se están dando por todo el mundo?
No estamos midiendo lo que le importa a la gente. Por ejemplo, el desempleo, que aumenta. ¿Cómo nos dicen que las cosas funcionan bien cuando depredamos el medioambiente, cuando el cambio climático ahoga el planeta, cuando hay especies que se están extinguiendo, cuando estamos respirando un aire que nos mata, cuando las desigualdades globales están en aumento, cuando los más pobres la están pasando tan mal? Por otro lado, hay una generación que antes no participaba en la política y ahora lo está haciendo, está reclamando su espacio.
La violencia en Medellín es una gran deuda: hubo 588 homicidios en el 2019 y 15 en las primeras tres semanas del 2020. ¿Cuál es su estrategia?
Toda vida es sagrada. No se pueden categorizar ni calificar unas vidas como más importantes sobre otras. Un cambio de política en relación con esto es que vamos a luchar para defenderlas todas. Se ha acostumbrado a que si el muerto tenía antecedentes, la investigación no avanzaba con la misma contundencia. Creemos que nadie merece la muerte y que cuando una sociedad permite que alguien cobre la vida de otro ciudadano y no actúa al respecto, abre unas brechas a toda la institucionalidad y a toda condición de respeto. Eso es lo que realmente sostiene el poder de quienes aterrorizan a muchas comunidades.
¿Qué hacer con los criminales? Porque también son hijos del sistema…
Decía [el escritor libanés] Khalil Gibran que cuando a un telar se le rompe un hilo, no se revisa solamente el hilo, sino todo el telar. Creemos que a la política de seguridad hay que meterle inteligencia –se cuenta la capacidad de colaborar y el uso de tecnología para blindar el territorio a través de instalación de cámaras, reconocimiento de patrones y recompensas–, pero también hay que meterle corazón, reconocer que si hacemos intervenciones sociales focalizadas, cambios en la educación, podemos lograr, en el mediano plazo, que los jóvenes tomen otros caminos. Con educación vamos a arrebatarles los niños a los combos.
La tecnología, como dijo usted, juega un papel central. ¿Cómo es su idea del Valle del Software?
Se trata de un proyecto de ley que busca que Medellín sea declarada Distrito Especial de Ciencia y Tecnología. Hoy, a la ciudad le hacen falta 15.000 personas que sepan desarrollar software y no las tenemos porque nuestro sistema educativo no las está formando para ello. Ahí vamos a cerrar esa brecha. La idea es que con nuestro sistema educativo podamos tener un mar de talento humano.
Hablemos de su esposa, Diana Marcela Osorio: feminista, animalista, experta en temas de posconflicto…
No solo es mi esposa y mi amiga, sino que ha sido bastón en los momentos más difíciles y una linterna para encontrar el camino correcto. Hoy, ella asume una posición que no pidió, pero lo hace con una sensibilidad que la caracteriza, con un don de gentes, un carisma impresionante y una gran responsabilidad. Yo estoy rodeado de tres mujeres, ella y mis dos hijas, así que tengo el poder femenino de mi lado. He aprendido mucho acerca de las barreras que tienen las mujeres en nuestra sociedad, que a veces son poco visibles. Vivimos en una sociedad machista, una que las excluye del mercado laboral, las reduce a objetos y que, en muchas ocasiones, las juzga doblemente. Es común que se piense que cuando un hombre consigue un éxito en su vida es porque es muy inteligente, pero en el caso de ellas, se sospecha. Yo creo que adquirir esa sensibilidad ha sido muy importante para mí.
¿Por qué su posición firme en contra del aborto?
¿Quién va a querer que muera una criatura? Nadie quiere que eso ocurra, ninguna mujer aborta porque quiere. La solución para que esto no ocurra no es mandar a la cárcel a una mujer que aborta. Estoy a favor de su despenalización.
MANUELA LOPERA
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 155 - ENERO 2020
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