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Historias

Entrevista con Fernando Quiroz

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Foto:

Revista Don Juan
Hace 14 años mataron en Tumaco al hermano de Leider Preciado. El goleador de Santa Fe, sin embargo, fue a jugar el clásico bogotano ese fin de semana y tuvo que enfrentarse a la tribuna rival que empezó a mofarse de su situación cantando: “Leider Calimenio, oh, oh, oh, oh, oh. Mataron a tu hermano oh, oh, oh, oh, oh”. En el segundo tiempo pudo marcar un gol y lo único que hizo fue dirigirse a la tribuna norte, ponerse el dedo en la boca en señal de silencio y ponerse a llorar.
“Ese día, en el estadio, sentí una decepción profunda del ser humano”, dice Fernando Quiroz. “Sentí mucha rabia, mucho dolor y muchos lloramos con él. Fue la mejor revancha que puede cobrar alguien y yo, en el fondo, decía ‘No sé si tiene sentido volver a un partido si el fútbol se presta para esto’. Pero pudo más mi afición al fútbol, y volví”.
La anécdota de Preciado hace parte de La última cena, la novela que Quiroz acaba de publicar. Es la historia de un hombre que se entera de que sufre una enfermedad incurable y empieza a reflexionar sobre la muerte para intentar vivirla y aceptarla.
Sus novelas anteriores, como Algo huele mal y Justos por pecadores, tienen un pequeño asidero en la realidad. En La última cena se leen muchas vivencias cotidianas suyas en Buenos Aires o en Bogotá, ¿pero cuál es la historia que detona esta novela?
Esta es tal vez la novela que tiene más realidad de todas. Parte de un examen médico que me realizan hace unos tres años en el que todo parece indicar que tengo una enfermedad grave. Esto es algo que me cambió la vida de un día para otro, me puso la cabeza en otra dirección y empecé a pensar en una cantidad de cosas que nunca había pensado. Cuando escribía el libro decía: “¿Por qué uno necesita que le den un cimbronazo para pensar en esto que uno sabe, porque como dice la gente lo único que uno sabe es que nos vamos a morir?”. Vale la pena aclarar que unas tres semanas después de ese examen vinieron dos exámenes complementarios que por fortuna confirmaron que era un falso positivo, pero fueron tres semanas en las que tuve una sensibilidad especial hacia la muerte y hacia la vida.
¿Y en esas tres semanas decidió escribir el libro?
Después del golpe se me ocurrieron tantas cosas que tuve que escribirlas en mi libreta. Anotaba a una velocidad brutal, desde cosas prácticas hasta cosas trascendentales: cómo podría ser el tiempo de irse, cómo sincronizarse con eso que no sabemos si existe o si no existe y hasta preocupaciones que son una tontería. Al día siguiente sabía que quería escribir una historia que mezclara esos dos ingredientes, la destrucción del cuerpo, de la piel, y todas esas reflexiones que tenía en la cabeza. En esas tres semanas anoté todo lo que se me cruzaba: sueños, recuerdos, recorrí lugares que no visitaba… Y cuando vino la noticia del falso positivo vi que tenía mucho material para hacer esa historia.
Vi una referencia que me llamó la atención: El enterrador, de Thomas Lynch. ¿Lo acompañaron esas lecturas durante esas semanas?
¡No! Si uno lee eso, uno se ahorca. Fue el recuerdo de libros leídos. Me acordé de Lynch, que habla de la muerte con un tono de humor: a veces es cínico y a veces, admirablemente simplista. También me acordé de Álvaro Mutis –escribí una biografía de él, fue mi primer libro– y del sentido que él le da, que es muy espiritual, muy del alma. Y también de libros que tienen escenas sobre la muerte, como Madame Bovary y El extranjero, de Camus.
¿Qué cambió en usted con esa experiencia y con las reflexiones que tuvo para escribir La última cena?
Más que un cambio fue una certeza y es que podría acudir a la eutanasia sin la menor duda. No tengo ningún cuestionamiento en que me la haría, sin dudarlo, sin importar qué diga la ley y sin meter en problemas a nadie. También me di cuenta de que hay una cantidad de formas de vida y de belleza que uno nunca contempla con profundidad: en la novela yo cuento de una mata que sembramos con mi hija y da flores de un día y de la contemplación de la naturaleza cercanísima que hay en el parque al lado de mi casa. Entonces uno dice: ¿Por qué me desconecto tanto de todo esto? Y tuve otra certeza, que no quiero que mi muerte sea una tragedia: si en la vida uno se la pasa celebrando finales –el final de la soltería, cuando uno termina un ciclo en una ciudad–, ¿por qué no celebrar la muerte? No tiene que ser una tragedia, es un proceso natural y esa actitud queda de esos días en los que puse el alma y el espíritu en un modo propicio para un final sereno.
JOSÉ AGUSTÍN JARAMILLO
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 140 - OCTUBRE 2018
Revista Don Juan
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