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Historias

En los mares del Fin del Mundo

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Foto:

Francis Drake se puso un arete de oro en la oreja después de atravesarlo, e inauguró una tradición de aventureros que ha dejado cerca de diez mil víctimas. Pero hoy las cosas han cambiado. Y la temporada de cruceros hasta este hito geográfico apenas acaba de empezar.
Diez mil personas han muerto aquí. Ochocientos barcos se han hundido en estas aguas que golpean la ventana de mi habitación, por donde miro cómo los vientos helados que vienen desde la Antártida chocan contra nosotros a 160 kilómetros por hora. Dios debe de estar enfadado conmigo. Dios y las miles de almas en pena que rondan este lugar deben de estar furiosas porque son las 5 a. m. y yo estoy seco, metido entre las cobijas en un clima tropical: tengo la calefacción a una temperatura de 23 grados centígrados. Anoche, en la cena, una mujer abandonó la mesa por culpa del mareo. Yo me comí su tartar de centolla.
Navegando por el canal Murray, las luces de Ushuaia se veían a lo lejos y el comedor del crucero Stella Australis estaba inclinado hacia un lado. Mañana, a esta misma hora, pasaremos de nuevo al frente de Ushuaia, camino a Punta Arenas, Chile, pero la tripulación del barco nos cuenta que en el pasado hubo hombres que tardaron más de 200 días en hacer el recorrido que nosotros haremos en solo 24 horas. Ya entiendo por qué el fantasma de Francis Drake –al parecer, el primer hombre en cruzar el cabo de Hornos, en 1578– quiere que yo regrese la centolla que comí la noche anterior. Y para retarlo, subo a la proa e intento tomar algunas fotos. El viento amenaza con llevarse mi cámara. Las manos pierden sensibilidad por el frío. Me pellizco la piel y no siento dolor. La silueta de la isla Hornos, con sus riscos de hasta 57 metros de altura, se delinea en medio de la bruma de la tormenta. Las olas mecen el barco como la cuna de un bebé. Allí, en la unión de los dos mares, me doy cuenta de que todos los mitos sobre el lugar son falsos. No se ve una línea de color que divide al Atlántico del Pacífico, y ningún océano está más abajo que el otro.
Poco a poco, otros pasajeros empiezan a aparecer en la proa con sus cámaras profesionales. Miran con preocupación. Hemos navegado toda la noche y hemos viajado cuatro horas en avión desde Buenos Aires hasta Ushuaia para abordar este barco. Nadie nos garantizó si íbamos a poder poner un pie en el cabo de Hornos. Este viaje es un acto de fe.
***
Esta historia debe empezar por el final. Porque el barco zarpó de Ushuaia hasta el cabo de Hornos en el primer día. Es decir, el plato fuerte fue primero, sin entradas ni aperitivo, directo al fin del mundo. Por eso, debemos empezar por el final del recorrido para generar suspenso, y el final fue en Punta Arenas, Chile, la ciudad más austral de Chile, un pequeño poblado con tejas de lata de muchos colores, tantos como la pintura que sobraba de los cascos de los barcos que pasaban por allí, y con la que pintaban los techos en ese entonces. Hoy lo siguen haciendo por tradición. Antes de 1914, esta ciudad tuvo el esplendor comercial de Panamá, porque fue el 15 de agosto de 1914 cuando se inauguró el canal que atraviesa el istmo. Antes de esa fecha, el mundo entero pasó por Punta Arenas. Los pianos, las joyas, sedas, materias primas y piezas de mármol que hicieron parte del esplendor de América Latina en el siglo XVIII pasaron por aquí, el estrecho de Magallanes, el canal natural que unió al Atlántico y el Pacífico desde 1520, cuando fue descubierto por Hernando de Magallanes. Y antes de llegar a Punta Arenas estuvimos en isla Magdalena. Eran las 6:12 a. m. y el sol teñía la isla de un tono naranja. Setenta mil parejas de pingüinos –siete veces los muertos del cabo de Hornos– se veían desde la proa del barco como puntos blancos. Al descender en la isla esa mañana, miles de cormoranes, gaviotas, caiquenes y albatros huían enloquecidos del lugar. Los guías nos explicaron que los pingüinos son de las pocas –poquísimas– especies que se benefician de la presencia del hombre. Gracias a nuestra presencia, todas esas aves, que suelen robarse sus huevos, huían despavoridas del lugar mientras los pingüinos caminaban con tranquilidad en su traje de coctel, sin percatarse de nuestra presencia, en grupos de a dos, tres y hasta diez. Si un grupo se cruzaba en nuestro camino, debíamos darles paso. Tampoco debíamos tocarlos. Una anciana francesa intentó tocar a uno que dormía en su nido. Su grito fue más fuerte que el de los pingüinos.
La noche anterior, el Stella Australis, con su eslora –el largo de popa a proa– de 89 metros, sus cien habitaciones y sus 177 pasajeros a bordo –tiene capacidad para 210– estuvo anclado enfrente de Punta Arenas para pasar la última noche en tranquilidad. De hecho, solo la primera noche –de tres en total–, la del cabo de Hornos, estuvo agitada. El resto de los días, el barco se deslizó por los fiordos de Tierra del Fuego con la suavidad de un ascensor. Y esa última noche ocurrió algo digno de nombrarse en el bar. Cerca de la barra, un neoyorquino disfrutaba de una copa de champaña. A su derecha, en otra mesa, un francés de ojos grises disfrutaba de un par de copas de champaña con su esposa. A dos mesas del francés, una pandilla de brasileros millonarios, inversionistas inmobiliarios, reían con fuerza bajo la influencia de muchos pisco sour –Ricardo y Claudio, los bármanes, sirven los mejores margaritas y bloody marys que he probado en mi vida–.
De repente, el capitán del barco, Enrique Rauch, que ha navegado por todo el mundo durante cuarenta años, apareció trayendo en su mano la carta de navegación que usó para llegar hasta el Cabo de Hornos. Su intención era subastarla, y el precio base fue de cincuenta dólares. De diez en diez dólares, el neoyorquino, el francés de ojos grises y la pandilla de brasileros –en cabeza de una treintañera, la más bonita del barco, por cierto–, se disputaron la carta hasta llegar a los 580 dólares que pagó el neoyorquino. El año pasado, un hombre llegó a pagar 2.800 por una carta similar. En ese delirio, uno alcanza a entender el significado que tiene para muchas personas pagar cerca de cuatro mil dólares para navegar en este crucero y llegar hasta el cabo de Hornos, sin saber si van a poder desembarcar.
Horas antes de la subasta, en la tarde, desembarcamos a orillas de un bosque de árboles con ramas tan enrevesadas como el nudo de un pescador. El bosque era tan tupido que no se podía mirar a más de dos metros en su interior desde la orilla de la playa. En esas ramas reposaban mantos de musgo tan tupido que, en algunos casos, se levantaban árboles miniatura, que un anciano alemán observaba con una lupa que parecía haber llevado hasta allí solo para ese propósito. Después de una caminata de media hora, rodeamos una bahía coronada por el gran glaciar Águila, un brazo de la helada cordillera Darwin, un cordón montañoso que pertenece al Parque Nacional Alberto de Agostini, al suroeste de la isla grande de Tierra del Fuego. Patos salvajes nadaban en las aguas heladas. Trozos de hielo del tamaño de un Volkswagen escarabajo estaban a punto de caer. La temperatura ese día era de ocho grados centígrados. En ese momento recordé que el punto de congelación del agua es de cero grados centígrados. Hasta ese momento entendí que el planeta está caliente.
***
Los 177 pasajeros esperan en el bar y la proa las órdenes del capitán. Todos están vestidos con ropa impermeable, que en la gran mayoría de los casos se ve que está por estrenar. La noche anterior las instrucciones fueron claras. Si el clima lo permite, abordaremos los botes inflables, nos acercaremos a una de las orillas, subiremos por unas escaleras de 160 peldaños, caminaremos hasta un monumento en honor de las personas que fallecieron tratando de cruzar el cabo de Hornos, y luego visitaremos la casa del faro, donde cada año vive una familia chilena diferente, escogida por la Armada Chilena después de un extenuante proceso: debe ser una pareja, de mínimo un año de casados, que aprueben diversos exámenes médicos y psicológicos.
Sin embargo, ese día no habría familia, sino dos infantes de marina que hacían guardia mientras llegaban los próximos inquilinos. Pero no pudimos saludarlos. Ni siquiera subimos los 160 peldaños. El capitán anunció por los altavoces que por cuenta de los vientos de más de 160 kilómetros por hora, no era seguro hacer el desembarco. Para eso, los vientos deberían ser de máximo 55 km/h, tres veces menos. Los 177 pasajeros nos quedamos sin estrenar la ropa impermeable. Se vieron muchas caras largas. Yo regresé a mi habitación, a mi clima tropical de 23 grados centígrados a recuperarme del frío y el mareo. Por la ventana, el mar seguía atacándonos. Sin embargo, allí, en ese momento, nuestra aventura apenas comenzaba en el fin del mundo.
Texto y fotografías: Simón Posada Tamayo
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