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Historias

En busca del gran trago colombiano

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El aguardiente parece solo evocar la imagen de souvenir de un borracho dormido con los pantalones caídos, ojos desorbitados y abrazado a una botella. Su principal imagen de marketing no es precisamente la más sofisticada. Todos sabemos que es un trago que no se deja saborear, que se bebe arrugando las cejas y que entra como fuego. El ron colombiano, por su parte, todavía está lejos de tener el glamour de los rones caribeños o centroamericanos. ¿Es posible tener un gran trago colombiano? ¿Es posible soñar con un aguardiente tan bueno como el mejor tequila o con un ron que compita con los whiskys más sofisticados?
Esta historia comienza en la sección de licores de un supermercado bogotano. Entre botellas de todas las formas y tamaños que brillan exhibiendo sus etiquetas bajo unas luces que intentan ser cálidas. Allí está el murciélago de ron Bacardí con sus alas extendidas, aquel que voló de Cuba a Puerto Rico huyendo de la dictadura de Fidel Castro. En otro estante, el caminante Johnnie Walker saluda llevándose una mano a su sombrero de copa, mientras al fondo, entre un batallón de vinos tintos, se distingue el diablo dorado de las bodegas de Concha y Toro. Cada una de las botellas sobre los anaqueles de madera tiene una historia que contar. ¿Y los rones y aguardientes colombianos? También están allí. ¿Y por qué no han contado su historia? ¿Por qué no hay espacio para ellos en los estantes de otros países? ¿Por qué los turistas no regresan a su tierra con un trago colombiano en su equipaje?
Contrario a lo que muchos creen, los colombianos no figuran entre los mayores consumidores de licor. Según la Organización Mundial de la Salud, los franceses beben doce litros al año; los alemanes, once y los brasileños más de ocho. En Colombia se consumen 6,2 litros por habitante. ¿Por qué entonces creemos ser los más bebedores?
“Porque aquí cuando vamos a beber, es a beber sin parar. No a tomarnos un whisky o un par de vinos en el almuerzo, sino hasta que no podamos más”. Así responde Daniel Jubinado, un costeño nacido en Tenerife (Magdalena) que perdió dos matrimonios por culpa del alcohol y la parranda. “Y mire –dice señalando con una mano un estante repleto de botellas de ron y llevándose la otra a la frente–, dejé el alcohol y terminé trabajando en una licorera”.
Jubinado se quita la mano de la frente y levanta la mirada como poseído por una revelación “¿Sabes? –dice–. Todo se resume en una estrofa de esa canción de Jorge Oñate que se llama Volví a nacer”. Y con voz afinada empieza a cantar:
Los niños del pueblo no esperan brisas
Que eleven su frágil cometa al viento
Tan solo esperan el feliz momento
Que parrandear sus padres le permitan.
Cuando los colombianos parrandean, la mayoría empieza con cerveza, que constituye el 66 % del consumo de licores. Pero en una fiesta animada, conforme pasa la noche y suben los ánimos, se abre paso el aguardiente…
El primer trago no se deja saborear. Se bebe arrugando las cejas, con los mismos gestos que hacen los niños cuando toman a regañadientes un remedio. En cuanto entra, de un solo envión, despierta su furia e invade la boca con un frío hirviente que araña la garganta. Cada copa de aguardiente es un dulce corrientazo de unas 200 calorías concentradas en 1,5 onzas de esencia de anís, agua, azúcar y 29 grados de alcohol extraneutro o tafia como se conoce en la industria.
“Yo siempre he dicho que los colombianos tenemos paladar para agüepanela y aguardiente. Eso no es malo ni bueno, sino parte de nuestras costumbres, de nuestra cultura”, dice Vladimir Ruiz, de Global Wine, una empresa que representa marcas como Jack Daniels.
***
La industria del aguardiente en Colombia comenzó entre 1784 y 1787, cuando, según escribió el cronista José Antonio Benites, se abrió la Real Fábrica de Aguardiente en la Nueva Granada. Conforme pasaron los años, el “guaro” se fue asentando y amañando gargantas. Hasta hace unos años, en todas las regiones del país fabricaban el suyo propio, y aunque muchas marcas han desaparecido, sus curiosos nombres quedaron en el recuerdo: El Tres brincos, del Cesar; El doble Yo, de Norte de Santander; El Paratebueno, del Meta; El Anisado Pichón, de Santander; El Onyx, de Boyacá, o el Anís del Mono, del Valle del Cauca.
Hoy, de las 19 licoreras que llegó a tener Colombia, solo quedan 6: Antioquia, Caldas, Cundinamarca, Cauca, Valle y Boyacá. Las más grandes les maquilan los licores a los departamentos que se quedaron sin licorera: Antioquia fabrica el Doble Anís de Huila, mientras que Caldas produce el Aguardiente Nariño, el Aguardiente Putumayo, el Llanero, el Extra de Caquetá, el Extra de Norte de Santander y Platino del Chocó.
Cada región considera su aguardiente como el de mejor sabor, el que no da guayabo, ¿pero cómo definir cuál es? ¿Es posible vestir al aguardiente de etiqueta, añejarlo, amansarlo para las gargantas extranjeras?
Para Brojen Fernández, maestro mezclador del premiado Ron Parce, añejado en el Quindío, el problema con el aguardiente es que el alcohol con que se elabora es extraneutro: “Es un alcohol concentrado al 94 o 96%, muy rectificado. Por eso el aguardiente es tan fuerte al paladar, bastante seco, no tiene lo que en el mundo de los licores se conoce como lingering o recordación. Con ese tipo de alcoholes no se logran sabores complejos”.
Un aguardiente se distingue de otro, dice Fernández, por las cantidades de anís y azúcar que tiene. Nada más. El subgerente de producción de la Fábrica de Licores de Antioquia, Gustavo Cadavid, lo confirma: “La diferencia fundamental de cada uno es el balance de anís. El resto es igual, elaborado siempre con productos de óptima calidad”.
Con la dura competencia que hoy imponen los licores importados, los aguardientes han buscado estilizarse y conquistar otros públicos con productos sin azúcar o nuevas presentaciones.
Uno de los más llamativos es el aguardiente Amarillo de Manzanares. Nació en las montañas de Caldas, en el pueblo que lleva su nombre, a comienzos del siglo. Por entonces, sorteando agrestes y empinados caminos, llegaba a los pueblos del oriente de la región transportado por una flota de 25 mulas. Hoy, este trago de color miel es producido por la licorera de Caldas y aunque se considera un patrimonio departamental, es casi desconocido en otras regiones de Colombia. El Amarillo de Manzanares tiene menos anís que los demás aguardientes, otras esencias y 32 grados de alcohol, tres más que los otros.
La botella del Amarillo de Manzanares está decorada con la imagen del pueblo caldense en color rojo, tiene corcho y se recomienda beberlo con limón y sal. Según Juan Miguel Morales, jefe de marca de aguardientes de la Licorera de Caldas, “es un licor muy especial que se bebe como un buen tequila”.
La licorera de Antioquia también tiene su aguardiente premium, el 1493. Reposado en solera, es el más costoso del mercado, con un precio que ronda los 38.000 pesos.
¿Y entonces el aguardiente no se puede añejar?
“No, no se le va a añejar –insiste Gustavo Cadavid–. No le va a añejar”.
A mí denme un aguardiente
un aguardiente de caña
de las cañas de mis valles
y el anís de mis montañas.
No me den trago extranjero
que es caro y no sabe a bueno
y porque yo siempre quiero
lo de mi tierra primero.
La letra de la canción Soy colombiano suele cantarse después de beber varios aguardientes, entrecerrando los ojos y sacando pecho. Fue escrita por Rafael Godoy, un militante del Partido Comunista que abandonó el país luego de ser amenazado de muerte por participar activamente en huelgas sindicales. Hoy la letra de Godoy, al menos técnicamente, es un imposible, pues el anís con que se fabrica el aguardiente no se siembra en las montañas, sino que se trae de España en aceite esencial o se compra a fábricas de esencias y aromas, como la multinacional Gibaudan.
El alcohol tampoco es colombiano. Con el cierre de la destilería de la Licorera de Caldas, el país dejó de destilar alcohol. Desde entonces los licores se elaboran en su mayoría con alcohol de Ecuador o tafia, por donde se ha disparado el contrabando. Hoy, el 24 % de los licores que se consumen en Colombia son ilegales.
Según datos de Fedesarrollo, en los últimos 25 años el consumo de licores nacionales ha descendido en un 56 %. En 2015 las licoreras vendieron un 20 % menos que en 2014. La del Valle esperaba vender diez millones de botellas y apenas llegó a 2,8. En ese departamento, según un artículo publicado por El País de Cali, la mitad del aguardiente Blanco del Valle es ilegal. Mientras tanto, las ventas de la Fábrica de Licores de Antioquia cayeron un 33,5 % entre 2014 y 2015. Solo la licorera de Caldas logró mejorar sus ventas en un 12 %.
Detrás de la elaboración del aguardiente no hay magia ni misterio. Solo hileras de botellas que se deslizan brindando entre sí sobre bandas transportadoras, empleados vestidos de blanco con gorro y tapabocas, tanques enormes, cajas, mesones y aparatos plateados, bodegas, pitos y traqueteo: una fábrica cualquiera. El verdadero valor de este licor está en cuánto significa para los colombianos. En las historias que tiene para contar. Se dice que antes de enfrentar la batalla, los guerreros del pantano de Vargas bebieron aguardiente araucano. Muchos soldados patriotas heridos les hacían frente a los dolores con un par de sorbos concentrados de aguardiente. Varios murieron con el dulzor del anís en sus bocas. El aguardiente era una inyección de valentía antes de la batalla y la bebida para celebrar las victorias. Como anotó el cronista Antolín Díaz, “Era ese el principio de la embriaguez por el triunfo de la libertad”.
El aguardiente pasó de los campos a otros escenarios. A los cafetines donde el olor del guaro se mezcla con el sonido de un tango o una ranchera y a las discotecas de música electrónica. A las calles de las incontables fiestas patronales de los pueblos del país. A las mesas de patas plateadas que hacen juego con sillas forradas de un falso cuero rojo. A las celebraciones en las casas de cualquier familia. Con guaro se celebran las victorias y se lloran los despechos. Con unos tragos encima, se hacen las promesas que no se cumplirán y se recuerdan tiempos que jamás volverán. Y según quien lo beba, el aguardiente enciende los ánimos de distinta manera: a unos los hace llorar, a otros reír, a otros pelear.
Cuando los colombianos no beben cerveza o aguardiente, eligen el ron. “Vamo’a mamar ron”, dicen los costeños antes de pegarse una rasca cuyo fin puede estar a tres días de distancia.
La palabra ron evoca la imagen de una mulata de ojos brillantes o de un atardecer caribeño del mismo color ámbar de una bebida tan cargada de trópico como la salsa, las playas de arenas blancas y el tremolar de las palmeras.
“El primer paso para probar un buen ron –dice Pablo Carrizo sosteniendo una copa invisible en su mano derecha– es el color. La vista te va a revelar el grado de añejamiento del licor. Luego, las lágrimas que escurren dentro de la copa, hablarán de su viscosidad, te darán el peso de la bebida.”
Carrizo, bartender y embajador Worldclass de Diageo en Colombia, sigue con su explicación cerrando los ojos e inspirando: “Luego viene la nariz, que te revela los aromas, como el del clavo, la manzanilla, la canela, la miel. Y entonces –ahora Carrillo se lleva a la boca la copa imaginaria– lo pruebas. Y el sabor llega a las papilas gustativas, que resaltan el dulce, la sal, lo amargo, lo ácido. Y, finalmente –Carrillo descansa la copa en la mesa cuidando que no se rompa, y frotando su garganta con la mano, dice–: Lo más importante: qué tan largo pasa por tu garganta, qué tan bueno es el final. Si sientes un fuego, si el trago es corto, no es bueno. Los tragos de calidad son largos y los sigues recordando un buen rato. Son parejos, redondos, ni muy dulces ni muy amargos”. Según Carrizo, un buen licor es el resultado de materias primas y métodos de elaboración de alta calidad.
Una de las materias primas para elaborar el ron es la caña de azúcar, una planta que en Colombia crece sin pausa. En los demás lugares del mundo esta planta se siembra y nueve meses después se cosecha. Pero en la región azucarera del Valle del Cauca, que abarca 225.000 hectáreas, la tierra la da todo el año. Solo cuatro lugares en el mundo tienen este privilegio.
“Colombia tiene toda la diversidad de climas, terrenos, ecosistemas y las cosechas que se necesitan para hacer la mejor industria de ron y de licores”, dice con las manos cruzadas contra el pecho Miguel Riascos, propietario del ron La Hechicera, una marca que se ha abierto espacio en el mercado impulsada por el voz a voz, los medios, y un largo camino para poder cumplir con las normas que impiden la comercialización de su producto en Colombia. Hasta ahora, La Hechicera se vende en tres departamentos del país.
***
El ron no se relaciona con Colombia, aunque las condiciones geográficas estén dadas para elaborar un producto que compita con los mejores: venezolanos, dominicanos, cubanos, panameños, puertorriqueños.
Como La Hechicera, El Dictador y Parce son rones Premium que se añejan en Colombia, pero que no se pueden vender masivamente en el país, que en términos de comercio de licores funciona como 32 repúblicas independientes. Cada departamento controla la producción, comercialización y distribución del licor. Por eso, si uno lleva un aguardiente Néctar a Boyacá y lo detienen en un retén luego de cruzar la frontera entre ambos departamentos, pueden acusarlo de contrabando.
A diferencia de los aguardientes, los rones tienen su estrato, que está marcado por su añejamiento, su mezcla, su forma de elaboración. En Colombia, la fuerte competencia de rones importados y conocidos en todo el mundo, como Zacapa, Botran, Flor de Caña y Abuelo, ha llevado a marcas como Ron Viejo de Caldas, Ron Medellín o Ron Santa Fe a ampliar su oferta y mejorar sus presentaciones, algunas con mejores resultados que otras.
Para Juan Martín González, fundador de Dislicores, la distribuidora más grande de licores de Antioquia, los rones de 8 y 12 años producidos por las licoreras de Caldas y Antioquia son de muy buena calidad. Los premium de Caldas se elaboran con mieles vírgenes de caña y agua de manantial del nevado del Ruiz. Además, son añejados a 2.200 metros de altitud, donde hay menos evaporación y se concentran mejor sus sabores y aromas.
El Ron Viejo de Caldas se añeja en barriles de roble colombiano. Esa característica lo distingue de los demás y le ha dado su personalidad. En el mundo el ron se añeja en barricas de roble blanco americano, donde previamente se maduró whisky bourbon o Tennessee. Sin embargo, para un experto maestro ronero, el sabor del ron viejo de Caldas no es el que esperan los paladares extranjeros, entre otras cosas porque, según él, es más astringente y refinoso que los demás.
El ron colombiano más económico es el Santa Fe 3 años, que cuesta 25.000 pesos. Los más costosos, el Reserva Especial 12 años, de la licorera de Caldas (70.000), y las ediciones Botero y Gabo maestro, de la licorera de Antioquia (80.000).
Como ocurre con el alcohol y el anís, las tafias de ron se importan de países del Caribe como Trinidad y Tobago y las mezclas se hacen en Colombia. “No tiene nada de malo importar –dice Jorge Iván Castro, gerente del Asociación Colombiana de Industrias Licoreras (ACIL)–, Colombia entró en una dinámica distinta. Se abrió al mundo. Y con el dólar a 1.800 se convirtió en un importador: todo lo importamos. Ahora con el dólar por encima de los 3.000, la cosa va a ser distinta.”
Otros países menos industrializados que Colombia han logrado posicionar sus licores. Un caso paradigmático es el del ron Zacapa, acaso el más reconocido del mundo en los últimos años. La compañía nació en 1976 como homenaje al centenario de la pequeña ciudad de Zacapa, famosa por sus quesos y tabacos. Las botellas del ron, que en los primeros años se añejaban al nivel del mar, estaban cubiertas por un petate, una suerte de bolsa tejida que ocultaba la botella. Con el tiempo, la marca comenzó a añejar en Quetzaltenango, a 2.300 metros de altitud. Hoy Zacapa es ciento por ciento guatemalteco: en el departamento de Villaseca-Retalhuleu, cerca de la costa pacífica, se siembra la caña de azúcar, se fermenta y se destila. En Quetzaltenango el ron es añejado y embotellado. Finalmente, la pulsera petate que hoy decora las botellas es fabricada por mujeres indígenas de Chiquimula, Jocotán, Quiché y El Progreso.
Guatemala ha aprovechado sus ventajas, inferiores a las de Colombia, que con un PIB seis veces más alto, no lo ha hecho: hay un monopolio privado de la caña que vende los insumos a precios tan altos que resulta mejor comprarlos afuera, una gran fábrica de envases, un monopolio de licores que debe modernizarse para no autodestruirse, unos empresarios atados de manos que recorren el camino circular de la burocracia y un contrabando disparado que se explica, en gran medida, por un mercado que no ha logrado fijar reglas claras y justas.
En un escenario hipotético, y quizá más lógico, Colombia tendría licoreras fuertes, manejadas no por cuotas políticas, sino por funcionarios competentes, grandes plantas destiladoras, empresas multinacionales que abran fábricas en el país y volúmenes de exportaciones más ambiciosos que no solo llenen las expectativas de los colombianos que buscan amainar un invierno europeo o una Navidad lejos de su patria con un aguardiente o un ron que evoque su terruño.
Según Víctor Bustacara, secretario general del Sindicato Nacional de las Bebidas Alcohólicas y Espumosas (Sintrabecolicas), hace unos meses la embajadora de la Unión Europea dijo que Colombia tenía 523 millones de potenciales consumidores de nuestros productos en Europa. "¿Cómo va a decir eso –cuenta con ironía–, si a duras penas llegamos a los dos millones de botellas exportadas a todo el mundo”.
Para algunos empresarios, en el actual escenario el camino para consolidar una industria licorera más fuerte debe basarse, más que en la industrialización, en fortalecer la imagen de una o varias marcas. En realizar una campaña de mercadeo agresiva y a largo plazo orientada a vender una experiencia y no un producto. “Uno no vende un colchón, sino una noche de sueño”, dice una famosa frase del marketing.
“Desde varias ópticas, los monopolios han creado una cultura de consumo de dos licores específica y nunca tuvieron contacto con el exterior para lanzar sus marcas”, dice Juan Martín González. Tanto él como Vladimir Ruiz opinan que los licores colombianos no le han contado historias al consumidor, algo que sí han hecho sus rivales. El mercadeo siempre es el mismo: modelos curvilíneas forradas en trusas impresas con los productos que publicitan, repartiendo trago en fiestas de pueblo o a la entrada de los bares. Equipos de fútbol que exhiben marcas de licores en brillantes camisetas. Y música a todo volumen, y más mujeres… y más fiesta.
“Para completar, cada cuatro años cambian las estrategias, en cuanto se va el gobernador de turno –dice González–. Cuando elegimos cualquier producto, lo hacemos porque nos cuenta una historia y lo que significa. Por eso no siempre compramos lo más barato, sino lo que nos cuenta algo. Eso les falta a los licores colombianos”.
Las grandes historias de nuestros licores están por contarse. No podemos quedarnos cortos, pues el guaro evoca esas figuras de barro de un borracho con los pantalones caídos, de sombrero y ojos desorbitados, que se abraza a una pequeña botella de aguardiente. Borrachos en miniatura que se venden en las tiendas de souvenirs junto a coloridas chivas donde no puede faltar otro borracho, dormido con una botella en la mano.
Si quiere saber más del autor, sígalo en Twitter como @izquierdogerman
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