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Historias

El testigo del asesinato de Margarita Gómez y Mateo Matamala

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El asesinato de Margarita Gómez y Mateo Matamala, dos estudiantes de biología de la universidad de los Andes, conmovió a todo el país. Viajaron a Córdoba en busca de los misterios de los manatíes del río Sinú y se encontraron con la crueldad de los narcoparamilitares.
En una zona en la que “nadie vio nada” y la impunidad es prácticamente una ley, un campesino de 31 años decidió hablar y convertirse en un héroe.
Mateo y Margarita coincidían en muchas cosas: les corría por su sangre el amor por la naturaleza. Un estilo de vida modesto. La osadía de los biólogos y la temeridad de los aventureros.
Faltaban 15 minutos para la una de la tarde del 10 de enero de 2011, cuando una mirada, que traía la marca siniestra de la muerte, cambió el destino de Henry Ochoa Luna.
Ese día, Henry, un campesino de 31 años, había pactado una jornada laboral hasta la una de la tarde, pero a las 12.45, los 90 m por 70 m de tierra que estipulaban su contrato verbal con Cristóbal Miranda ya estaban sembrados de fríjol.
Para refugiarse de la canícula que al medio día abrasa a San Bernardo del Viento, un municipio del departamento de Córdoba al norte de Colombia, buscó la sombra de un guayabo. Se apoyó con sus manos en la pala que utilizaba para trabajar, e imaginó lo que sería su vida cuando llegara Miranda a revisar el jornal y le pagara sus 12.000 merecidos pesos: Henry le mostraría la impecable siembra y quizás le invitaría en la noche a jugar una partida de cartas. Caminaría rápido hacia su casa, saludaría a sus perros Pirata y el Aparecido y cuando les acariciara sus cuellos haría una invitación en voz alta a los miembros de su familia.
Esta vez tendría que ser mínimo a crispetas o inventarse algo que lo disculpara por lo que había hecho en un día festivo: trabajar. Luego, tomaría una limonada fresca con su suegra, quien seguramente le susurraría al oído algún chisme flojo de sus nietos –hijos adoptivos de Henry– o de algún evento de la casa esa mañana.
En esas estaba Henry Ochoa Luna, imaginando todas esas pequeñas cosas que lo hacían feliz en la vida, cuando el fuerte ladrido de un perro lo devolvió al presente. Henry giró su cabeza y se encontró de frente a dos hombres que caminaban afanados en dirección al pueblo. Uno de ellos, mientras guardaba en la pretina en su pantalón una pietro beretta, clavó una mirada sorpresiva y confusa sobre los ojos negros de Henry.
Ochoa Luna recordó de inmediato que 15 días atrás, su primo Beto le contó que Víctor Fidel Hinestroza Mena, conocido como “el Blanquito”, el hombre que no dejaba de mirarlo, había asesinado de un disparo en la cabeza a Julio Morelo por equivocarse al contar una mercancía de coca. Quizás el encuentro de estas miradas no duró más de tres segundos, pero ese tiempo fue suficiente para que Henry también recordara al finado Tuto Forero, asesinado por “el Blanquito” a mediados de 2010, por estar gallinaceando con la mujer del comandante Julián.
Mientras “Blanquito” e Ingleberto Bolaños, alias “Monito”, como se conocía al otro hombre, se alejaban, Henry no podía evitar esos recuerdos que ahora flotaban en su memoria. Lo que no imaginaba Henry Ochoa Luna era que 45 minutos antes, este par de individuos habían recibido la pueril orden de verificar qué hacía una pareja de “paisitas” merodeando con una cámara de video cerca del manglar de Tinajones.
Cuando “Blanquito” y “Monito” llegaron al lugar y detuvieron a los jóvenes, solo unos minutos antes de encontrarse con Henry, no tenían por qué saber que simplemente eran una pareja de enamorados a la caza de los paisajes, los olores y las voces que ofrece esta mágica región.
Tampoco sabían que otro motivo de su viaje era la confirmación de una historia de amor que ahora se mantendría a la distancia. Mateo, gracias a su rendimiento académico en la universidad y a su trabajo con la Fundación Omacha en el Amazonas, había conseguido un cupo para realizar una maestría en Córdoba con esta ONG ambiental. Para Mateo era el comienzo de la vida que siempre soñó: viviendo cerca de la naturaleza, trabajando con la comunidad y estudiando a los manatíes que vienen a parir en la desembocadura del río Sinú.
“Blanquito” y “Monito” tampoco quisieron percatarse de que las cintas de aquella cámara de video, en lugar de información secreta, guardaban las escenas más románticas de una pareja de jóvenes que soñaba con tomarse el mundo. Con un mejor país. “Blanquito” y “Monito” no sabían nada de eso. Tampoco les intereseaba. Por su mente solo pasaba el sonido de esa voz gruesa y carrasposa del comandante Julián que ordenó asesinarlos.
No optaron por la ya conocida opción de darles unas horas para salir del lugar. Tampoco un golpe con la cacha de la pistola que les hiciera saber quién manda en este territorio desde hace algún tiempo. No. Nada de eso. Era mejor descargar un disparo en la pierna de Mateo que le hiciera perder el equilibrio y luego rematarlo con un disparo en su cabeza. Y Margarita, que vio cómo Mateo se desvanecía y caía al piso estrellando su cara contra la carretera; ella que vio cómo asesinaban al amor de su vida, al hombre con el que siempre soñó, ella fue testigo de una de las peores escenas a la que pueden someter a un ser humano.
Se arrodilló y pidió a sus victimarios que le perdonaran la vida. Henry Ochoa no se imaginaba nada de eso cuando se enfrentó a aquella mirada.
Y mucho menos –o quizás sí–, que esos sucesos felices que añoró antes de entregar su jornal, nunca más se volverían a repetir. Henry llegó a su casa de mal humor. Apenas saludó a sus perros. Esta vez su suegra no lo recibió con el chisme familiar sino con la noticia que ya corría por todos los rincones de San Bernardo del Viento. “Asesinaron dos jóvenes por el camino que va a Tinajones. La policía desalojó la playa. Hay una ‘pila’ de helicópteros sobrevolando el pueblo”. Lo dijo así, sin angustia. Un poco afanada, pero sin asombro. Y en cambio Henry, que ya sabe que vio algo que no debía ver, se encerró en su cuarto sin hablar con nadie e ignorando promesas de lunes festivos. Solo tuvo fuerzas para esperar un noticiero que seguramente no se referiría al hecho. Hasta donde él recuerda, son contadas las veces que los medios hablan de los muertos de su pueblo.
La desesperanza de Henry por saber algo más de lo sucedido no es de extrañarse. Los noticieros en Colombia se han convertido en una especie de divertimento que emite las noticias sin dar espacio para la reflexión. Una masacre, si acaso, obliga a levantar las cejas. Un muerto no asombra y si no hay asombro, no hay rating.
Pero esta vez, mi querido Henry, las cosas serán diferentes. Esta vez, esa noticia, que de cualquier otro modo pasaría desapercibida, el asesinato de esos dos jóvenes del que habla tu suegra, y que tú quieres negarte a aceptar que viste a los victimarios, abrirá los noticieros de la noche y será titular de todos los medios. Esta vez, incluso aquellos que nunca se detendrían ante un breve de un periódico que informa el asesinato de un campesino en San Bernardo del Viento, se les acelerará el corazón.
Esta vez, hasta los estudiantes de la Universidad de los Andes, esa universidad lejana que algún día oíste mencionar, donde profesores acuciosos les dicen a sus alumnos que estudian de frente a Monserrate y de espaldas al país, les tocará también, como te tocó a ti, girar sus cabezas.
Cuando Margarita Gómez dijo en su casa que quería estudiar en la Universidad de los Andes provocó una carcajada en su mamá. Es verdad que doña Consuelo era una madre soltera que sacó adelante a su hija Margarita, le pagó el colegio y le dio todos los gustos.
Es verdad que estaban vivos los recuerdos cuando dejaron su casa en Cucunubá, Cundinamarca, y se vinieron con sus pocos enseres a probar suerte en la antipática Bogotá y en poco tiempo se habían levantado a pulso y perseverancia. Nadie negaba que ahora vivían abuela, madre e hija como una digna familia de clase media pujante a la que no le faltaba nada y le sobraba respeto y felicidad.
Es verdad, si la memoria no le falla a doña Consuelo, que trabajó todos los días desde hace 23 años cuando nació su hija para que hoy fuera una mujer hecha y derecha; capaz de vivir el presente; díscola pero consciente; amante de la naturaleza y los animales; inconforme con las injusticias sociales, pero al mismo tiempo activa para buscar soluciones.
Todo eso era verdad, pero que Margarita quisiera estudiar en una universidad donde –en ese entonces– el semestre costaba nueve millones de pesos, era razón suficiente para sacar algunas sonrisas irónicas a una empleada del Estado.
Fueron necesarios algunos préstamos y endeudarse con cheques posfechados. Tocó sacar los ahorros. Se sacrificaron algunas horas extras en el Ministerio de Protección Social para recibir un ascenso que respaldara los créditos. Y el 17 de enero de 2005, María Margarita Gómez cruzó las puertas de la Universidad de los Andes y se matriculó en Biología.
Ese día, Mateo Matamala, un joven desprevenido y sensible, que se transportaba en bicicleta, vendía hamburguesas de lenteja y gastaba parte de sus ingresos ayudando a habitantes de la calle, se matriculaba en séptimo semestre de Ingeniería Ambiental.
A cualquiera que lo conociera, le costaría creer que era el hijo de una prestante familia de migrantes que a punta de trabajo había ganado un alto prestigio en el país. Sin embargo, recibió una educación respetuosa y sincera por parte de sus padres, que unida con sus intereses ambientales le permitió vivir una juventud libre y divertida que lo acercó a su país.
Mateo y Margarita coincidían en muchas cosas: les corría por su sangre el amor por la naturaleza. Un estilo de vida modesto. La osadía de los biólogos y la temeridad de los aventureros. Algunos años después, interesados por vivir cerca de la universidad, se convirtieron en compañeros de apartamento, de plantas y de sueños.
A cualquiera que se les pregunte por ellos responderá que se les veía felices: en una tienda del centro de Bogotá o en una playa del Caribe. Otros dirán que se sentían libres: en una conversación con sus amigos, bailando salsa o llevando regalos a los niños del Chocó. Y esto contagió a muchos de su capacidad de vivir el presente, su espíritu colectivo y su sueño de desarrollar una escuela rodante que llevara libros a los niños donde el Estado nunca los ha llevado. Cuando llegó el momento de graduarse las oportunidades para Mateo fueron proporcionales a su disciplina.
La Patagonia y Costa Rica le abrieron las puertas para su maestría. Pero Mateo escogió Colombia.
A pesar de la insistencia de su madre para que viajara por el mundo, él no lo pensó dos veces. “Me voy a Córdoba, quiero trabajar por Colombia y allá me esperan una cría de manatíes”, fue su tajante respuesta. El 4 de enero de 2011 partió, junto con Margarita, a un viaje por el departamento de Córdoba que los uniría por el resto de la eternidad.
A las 12 y 45 de la tarde del 10 de enero de 2011, doña Consuelo habló con su hija. Margarita le dijo que estaba en el paraíso y que pronto la iba a invitar. Doña Consuelo no tuvo ningún mal presentimiento. Pero esa sería la última vez que oiría su voz. A las 5 y 30 de la tarde, doña Consuelo terminaba de ver unos videos de su hija cuando su teléfono volvió a sonar.
Por el identificador de llamadas supo que era ella. Pero esta vez, al otro lado de la línea no estaba Margarita, sino un agente de la Sijín que le informaba que su hija yacía desfigurada. Tras presenciar el asesinato de su novio, Margarita se arrodilló y suplicó llorando que le perdonaran la vida. “Blanquito” la miró. Recordó la voz carrasposa y disparó en su cabeza. Cuando Margarita cayó, “Blanquito” disparó una vez más en su pecho. Y un último en su cara.
A las tres de la tarde del 13 de enero de 2011 se celebró el sepelio de Mateo Matamala. Asistieron estudiantes, empresarios, políticos. Al otro día se realizó el de Margarita. Fue más sobrio, pero ambos fueron titulares de los medios. A esa misma hora, a 469 kilómetros, Henry pensaba que las opciones para pasar este mal trago no eran muy alentadoras. Había descartado por enésima vez que lo que vio fuera una simple coincidencia. “¿Para qué diablos trabajé ese día?”, se preguntó con rabia. Y es que ser un campesino en San Bernardo del Viento y no haberse dejado untar por la guerra es difícil. Pero lo es más, ser ajeno a ella y no saber quiénes integran cada bando.
Desde finales de los años setenta hasta el 2005 en Colombia se generaron una serie de estructuras paramilitares, algunas apoyadas por sectores ganaderos y otras por sectores narcotraficantes, que sobre todo, desde finales de los años noventa, se aglutinaron en una sigla llamada Autodefensas Campesinas de Colombia. Córdoba fue un lugar estratégico: geográficamente un punto de enlace para el tráfico de armas y drogas con el nudo de Paramillo en el departamento de Antioquia. Con el sur de Bolívar pasando por Yondó, Simití y Santa Rosa y por supuesto para el despliegue por toda la costa atlántica. También, porque allá nació el paramilitarismo de la casa Castaño, allá estaban sus bases sociales y por eso se hicieron fuertes rápidamente.
Sin embargo, estas estructuras paramilitares nunca fueron un cuerpo unitario. Siempre funcionaron como una federación, a diferencia de otros modelos paramilitares como los de Perú, Guatemala o la Argentina que dependían del Estado. Los grupos paramilitares colombianos fueron organizados por miembros del establecimiento, pero podían adquirir armas, reclutar y manejar dinero independientemente. Esto generó una historia sangrienta que llevó a que entre el año 2003 y 2006 se diera un proceso de desmovilización paramilitar frustrado que al poco tiempo se rearmó en nuevas estructuras.
Las pocas veces que Henry se reunía con sus tres amigos de confianza, coincidían en que estos nuevos grupos eran los mismos paramilitares pero operando sin uniforme y sin armas largas. Los medios las bautizaron bandas criminales y emergentes (bacrim) y algunos académicos los llamaron grupos neo-paramilitares. En total nacieron 101 desde el 2006: Águilas Negras, Águilas Doradas, Rastrojos, Machos, ERPAC y otras.
Poco a poco se fusionaron y algunos analistas afirman que quedarán solo dos. El presidente Santos dijo hace poco que solo queda un grupo: los Urabeños. Estos tienen presencia en 20 de 32 municipios según el sistema de alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo. Su poder en Córdoba es aterrador: en 2012 se registraron 576 asesinatos y 80 % se les atribuye a ellos. Darío Antonio Usuga, alias Otoniel, quien tuvo el poder de paralizar tres ciudades a principios de 2012 para vengar la muerte de su hermano, es su jefe. Cuentan con cerca de 2.700 integrantes según la Policía.
Aquellos hombres que Henry vio, apodados “Blanquito” y “Monito”, quienes recibieron la orden de Julián, Cristian y Nariz de averiguar qué hacía una joven pareja de “paisitas” en una zona de la que ellos que se creen los dueños, son dos de sus hombres.
Encerrado en su cuarto entre un calor sofocante, Ochoa Luna comenzó a barajar algunas posibilidades de supervivencia. Pensó que quizás lo mejor sería quedarse callado. Dejar que pasaran los días y las autoridades se encargaran del caso. Y aunque eso pensó, dos motivos lo obligaron a olvidar esta opción.
El primero, sabía que lo habían visto y no les costaría mucho meterle unos cuantos disparos en la cabeza y olvidarse de un minúsculo asunto de apenas 1 metro con 63 centímetros. El segundo, que remordía con ímpetu su conciencia, era la imagen del noticiero donde los padres de Mateo y Margarita lloraban en la tumba de sus hijos.
A las seis de la tarde del 14 de enero de 2011 una corriente de brisa fresca se coló por la ventana de su cuarto y le dio la inspiración para salir a la calle a medir la temperatura de su destino. Con paso decidido caminó al billar. “Si me van a matar que lo hagan de una vez”, pensó. No había terminado de entrar cuando descubrió a “Monito” sentado en una silla Rimax tomando cerveza. Lo acompañaban otros tres. Las botellas sobre la mesa delataban unas cuantas rondas. “Monito” tampoco tardó en descubrirlo. Tal vez lo estaba esperando. Ya no lo miró con la cara de susto de aquel día.
Cualquiera leería lo que querían decir sus ojos brillantes. Suficiente para que Henry saliera del billar e hiciera una llamada equivocada. Marcó con afán el número de un tal agente Ospina de la Sijín, al que un día conoció en el pueblo.
Este le contestó y oyó paciente lo que decía su interlocutor. Le dio las gracias por la información y con voz servil lo citó en las afueras del pueblo al lado del cementerio a las nueve de la noche. Allá, donde aparecieron 7 de los 36 asesinados que se registraron en Córdoba los primeros 11 días de 2011. Y es verdad que Henry no terminó el bachillerato. Que muchos se aprovechan de su nobleza. Que nunca oyó la explicación de Ariel Ávila, coordinador de la Fundación Arco Iris, cuando analiza que la mayor habilidad de los Urabeños ha sido cooptar funcionarios públicos, policías y la institucionalidad a nivel local y asesinar selectivamente a las personas que denuncian sus crímenes.
Pero esta vez, Henry Ochoa Luna, oriundo de Turbo, Urabá, tiene claro que si cumple esa cita pasará a engrosar la lista de desaparecidos que al momento de hacer esa llamada, llegaba a 19 en el departamento de Córdoba.
Henry regresó a su casa. Sin detenerse y con sus manos temblorosas buscó ayuda en las opciones de emergencia de su celular. Quizás vio esta escena en alguna película que pasan los canales privados los fines de semana. Se comunicó con el Gaula y esta vez dio con policías honrados. Todavía quedan. Sin muchas explicaciones a su familia y simulando la visita a un familiar enfermo ante cualquier pregunta de los vecinos, Henry siguió las instrucciones del sargento León. En un taxi llegó a Lorica. Cuatro mil pesos costó el servicio. Lo esperaban dos camionetas Dimax de color azul.
Las horas siguientes se fueron en detalladas reconstrucciones de los hechos, retratos hablados y toda una serie de preguntas que permitieran a los investigadores saber que Henry decía la verdad –un interrogatorio necesario en un país colmado de falsos testigos–.
Fue ahí donde se enteró de que el gobierno había ofrecido una recompensa de 50 millones para quien diera información. Fue en las oficinas del Gaula de Montería donde el investigador César Méndez, de la unidad contra bacrim de la Fiscalía, le informó que a partir de ese momento entraba a hacer parte de un programa de protección de testigos y debía viajar a Bogotá. Fue ahí donde comenzó de verdad la pesadilla. Mientras lo consentían con café cada media hora y lo cuidaban varios escoltas, él no dejaba de pensar que a su esposa, a sus hijos, a su abuela, a su suegra y a sus perros nadie los protegía y estaba claro que habían quedado totalmente vulnerables en ese pueblo de mierda donde mandaban “Julián”, “Blanquito” y sus amigos.
Henry está sentado en una silla de plástico. Usa chaqueta gruesa, gorra y chancletas. En menos de 30 minutos se ha parado cinco veces a mirar por la ventana. Está paranoico. Lo acompaño en su casa y sus nervios me intranquilizan. Han pasado dos años y dos meses desde el asesinato de Mateo y Margarita y al oír su historia, más que un testigo protegido por el Estado lo veo como uno más de los cuatro millones quinientos setenta y seis mil desplazados que tiene Colombia.
O no es desplazado al que lo alejan de su familia, de sus amigos, de su tierra y vive con la zozobra de pensar que en cualquier momento alguien llegará a la casa que dejó y torturará a su familia hasta que den razón de su paradero, como en realidad ocurrió horas después de que Henry salió de Córdoba. Ese día, dos hombres que se movilizaban en una moto cubriendo su identidad con los cascos, agarraron a golpes a su mujer para que les dijera en dónde estaba Henry.
Son las tres de la tarde del 7 de marzo de 2013. Estamos en un minúsculo apartamento al occidente de Bogotá. Mónica, quien tuvo que denunciar su paliza para que el programa de protección la reagrupara con su esposo, recuerda con nervios la escena.
Nunca les dijo dónde estaba su esposo. Samir y Luigi, los hijos adoptivos de Henry, escuchan atentos la historia sin opinar mucho. Charro y Mimi, dos perros que Henry recogió de la calle, le ladran a una jaula de canarios. En el fondo de la pequeña sala se ve un estante vacío que hasta hace poco ocupaba una televisión que ahora se exhibe en una casa de empeño. “Con 194.000 pesos, el subsidio que me da el gobierno, es difícil comer cuatro”, comenta Henry.
A los pocos días que Henry llegó a Bogotá por primera vez, tras su salida de Córdoba, investigadores de la Fiscalía descubrieron un plan para asesinarlo. Estaba claro que alguien quería cerrarle la boca. En una operación lo trasladaron a Bucaramanga. Henry no terminaba de acomodarse en esta nueva ciudad cuando de nuevo le dijeron que debía trasladarse de ciudad. En el avión se enteró de que el traslado se debía a unos comentarios publicados bajo un artículo de Internet sobre el caso, donde daban la información exacta de su ubicación.
Pereira fue la siguiente estación del viacrucis. Allí, recuerda Henry, veía sombras, oía ruidos. Los mismos que hoy, más de dos años después, lo atormentan cada noche. Según él su propia sombra camina en dirección contraria. Al cabo de unos días en Pereira, Henry cometió un temerario acto para un testigo en Colombia: ir a una tienda a tan solo treinta metros de su casa. Caminó con desconfianza. Pidió una gaseosa mirando para todos lados como quien compra una papeleta de bazuco. Y en esas estaba cuando dos niños lo acorralaron.
Él les calcula máximo 15 años. Ambos tenían pelo al rape y piercing en la ceja. Los niños le susurran al oído. Henry sale de la tienda y olvida su litro de gaseosa. Llama al investigador y le cuenta textualmente lo que le acaban de decir: “Ya sabemos que sos un sapo del gobierno.
Tienes cinco minutos para salir de acá. Te lo advierte la Cordillera”. Ni más ni menos que una temida bacrim del departamento de Risaralda que vive de cobrar vacunas y el microtráfico.
Las noches no son ruidosas en el casco urbano de San Bernardo del Viento. Saida Rossy Guzmán duerme plácidamente pasadas las cuatro de la madrugada. Su ligero sueño es interrumpido por Tomás, su perro, que ladra desesperadamente. Saida se levanta medio dormida, y sin hacer un murmullo que despierte a su esposo, va en busca del motivo. No ha terminado de abrir la puerta cuando un sujeto la empuja, ingresa violentamente y la amordaza.
Saida cree que es el último día de su vida. Dos sujetos más entran en la casa y buscan la habitación donde está su esposo. Desde abajo Saida escucha que los hombres le exigen a su esposo el lugar donde guarda el dinero. Saida piensa en su hijo que duerme arriba. Se oye un silencio. Luego un forcejeo. Una exclamación de dolor de alguien conocido. Los hombres escapan con una bolsa. A los pocos minutos el hijo de Saida la auxilia. Su esposo, José Benito Rebollo Torralvo, exalcalde de San Bernardo del Viento, ha sido degollado por los asaltantes. El dinero conseguido con la última cosecha de arroz fue el botín de la banda.
En una rápida y coordinada acción de la policía, seis meses después, fue capturado el tercero de los asesinos del exalcalde Rebollo. Hace apenas unos días capturaron al segundo. Su nieto, Luis Eduardo Benito Torres, alias “Pirulo” está involucrado en los hechos. Todos pertenecen a la banda de los Urabeños. La captura se ha dado gracias a la ayuda de Guelmis Martínez, cómplice del homicidio, quien por temor a ser asesinado, decidió delatar a sus amigos con la policía y entró a hacer parte de los 1.589 testigos con que cuenta el programa de protección actualmente. Este programa tiene espacio para víctimas y victimarios y en donde muy pronto Guelmis se encontrará con Henry y se convertirá en otra más de las sombras malditas de su destino.
Parece que entrar al Programa de Protección de Testigos fue una buena idea de alias Guelmis. Por lo menos eso parece mientras juega una partida de ajedrez con un amigo en la plaza Bolívar de Pereira. Está concentrado en el juego. Ni siquiera se ha percatado de que el día dejó de ser grisoso y ahora el sol calienta efervescente. Después de mover a la reina y dejar en jaque a su adversario, levanta la cabeza.
Mientras su contrincante piensa cómo salvarse de esta encrucijada, Guelmis descubre que un viejo conocido del pueblo presencia la partida. Un viejo conocido que es el testigo clave del caso de los estudiantes. Guelmis se retira de la mesa de juego y va en busca de un vendedor de minutos que lo comunique con su primo Cristian David Bravo Núñez, preso en la cárcel Las Mercedes de Montería, acusado de ser el coautor intelectual de los hechos.
Te acuerdas de tu infancia en Turbo. Te acuerdas cuando pescabas en medio de manatíes en el caño Bugre, aquel brazo del Sinú que era tu favorito. Según tú, soñando en una mujer como la que conociste esa noche en el fandango. Te acuerdas que te dijo que eras malo para bailar y tu respuesta fue invitarla a la playa al otro día. Recuerdas que esa vez sí fuiste a la playa y no te pusiste a trabajar. ¿En qué piensas Ochoa Luna? ¿En que ese fue el día más feliz de tu vida? ¿Qué te enamoraste de su risa y su sonrisa? ¿En qué eres benigno con tus recuerdos porque ya ocurrieron, que todo tiempo pasado fue mejor? No, mi hermano, es porque son tu última esperanza. O si no mírate: pareces un astronauta, caminando con casco y chaleco antibalas entre un minúsculo apartamento de una ciudad llena de gente y de carros. “Protección Intra-mural”. Eso te dijo el investigador Roca que era tu nuevo estadio debido a las amenazas. Parece que la verdad si les asusta que te maten. O si no por qué ese hombre mal encarado no deja de cuidarte. Ay, viejo Henry. Solo faltó un poco de irresponsabilidad. Solo tenías que hacer lo que se hace los días festivos.
En la silla C 17 del vuelo AV 85 06, Henry regresa a Montería después de dos años. No es el regreso feliz que tantas veces soñó. Viaja a declarar en contra de “Blanquito”, capturado en Arboletes, Antioquia, acusado por concierto para delinquir y homicidio agravado y según las pruebas quien disparó contra los estudiantes. Henry sabe que este es un viaje arriesgado. Sabe que nunca volverá a vivir en Córdoba. Que aún faltan muchos días para que termine su pesadilla porque “Monito” aún está libre; porque se enfrentará a “Blanquito” en la audiencia; porque hace unos días asesinaron a alias “Nariz”, acusado de coautor intelectual.
Porque también asesinaron a Julián, dicen, por calentar la zona. Y por muchas otras cosas que le recuerdan que su vida se hizo añicos. Y yo les aseguro, mientras lo observo, que le creo cuando me dice que por la justicia de las víctimas de Colombia volvería a denunciar. Que si la gente denunciara, quizás este país sería más justo. Que si la gente denunciara quizás ya habrían capturado a uno de los verdaderos culpables de esta tragedia: Apolinar Corro Mazzini. Él fue quien transportó en su mototaxi a Mateo y a Margarita desde el hostal hasta la playa. Él fue quien amablemente les preguntó qué tal les parecía el pueblo.
Él fue el que con tono amiguero les ofreció recogerlos al medio día y llevar a Margarita al aeropuerto. Él fue el que buscando quedar bien con los malos llevó la pueril noticia de que había dejado a dos jóvenes en la playa a quienes había visto grabar imágenes sospechosas con sus cámaras. Él fue el que con tono lambón y servil sembró la cizaña en Cristian, Julián y Nariz quienes no dudaron en llamar a dos de sus mejores gatilleros: “Monito” y “Blanquito”.
Lo que ni Henry ni yo sabemos es que Carlos José Matamala, papá de Mateo, y doña Consuelo Gómez, mamá de Margarita, serán llamados a declarar como testigos en la audiencia. No nos imaginamos que mientras ellos hablan de sus hijos, hasta “Blanquito” agachará su cabeza y respirará profundo. Tampoco sabemos que doña Consuelo le dirá a la juez que a su madre –la abuela de Margarita– se le paralizó medio cuerpo tras la muerte de su nieta y que muchas veces –en medio de su delirio–, la llama pensando que aún está viva.
También le contará a la juez, con la voz entrecortada, que ha tenido que someterse a diferentes procesos sicológicos y terapéuticos para superar el dolor; que quiso abandonar el país pero cambió de opinión porque esta era la tierra que tanto amaba su hija. Le dirá que su hija era su razón de existir.
Ni Henry, ni yo, ni tampoco doña Consuelo, nos imaginamos que al terminar la audiencia una campesina, llamada Ledys, la buscará para felicitarla por su coraje en la declaración. La abrazará temblorosa sin soltar una bolsa de plástico llena de documentos arrugados. Le dirá con lágrimas en los ojos que ella también busca justicia.
Le contará que es la mamá de Silvia Mora Cantillo, la estudiante del Sena asesinada junto a su primo Juan Carlos, días después, en Cereté, Córdoba, por la inexplicable razón que aceptaron los miembros de una bacrim tras su captura: “Debíamos cumplir nuestra cuota de sicariato”. Y entonces, José Carlos Matamala las mirará silencioso y se unirá al abrazo. A un abrazo fuerte que le sobran las palabras; que recoge el sentimiento de muchos padres y madres de Colombia que han sufrido una injusticia. Y mientras tanto, los que estamos ahí, tendremos un efímero recuerdo del asesinato de Silvia y Juan Carlos. Porque de ellos fue muy poco lo que hablaron los medios. Nadie les escribió una crónica. Por ellos nadie clamó justicia. Pero también la merecen.
Por: Andrés Wiesner - Fotografía: Sebastián Jaramillo
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