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Historias

Dago García, La máquina de hacer películas

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Dago García es una máquina para hacer cine, ningún cineasta nacional puede presumir de tantos títulos y este año se fajó con cuatro películas. Esta es la vida de un hombre que devoró a Truffaut y a Fellini, vendió paletas y cargó ladrillos, se inventó a Pedro el escamoso y hoy es uno de los hombres fuertes de Caracol Televisión.
El Paseo, su película más taquillera, es la segunda más vista en la historia del cine colombiano: en 2010 la vieron un millón y medio de personas, cien mil menos de las que asistieron a La estrategia del caracol –la reina de la taquilla nacional–, a comienzos de los años noventa, cuando Dago García estaba apenas esbozando su ópera prima: La mujer del piso alto, una película que apenas se exhibió en salas pequeñas y en festivales independientes en 1995.
El mayor de los García Granados ha escrito nada menos que 17 películas y ha estrenado quince. Los críticos y los envidiosos pueden decir de él lo que quieran: que sus películas son telenovelas llevadas al cine, que su humor es patético, que sus historias son unos bodrios, que nunca saldrá del circuito del cine “crispetero”, que su estilo ramplón consiste simplemente en explotar una fórmula comercial que le ha llenado los bolsillos de plata. Pero su nutrida filmografía, que reúne comedias como Te busco, El carro, Las cartas del gordo, La pena máxima, La esquina, Mi abuelo, mi papá y yo, entre otras, representa un verdadero fenómeno en el cine hecho en Colombia. Las cifras de taquilla que durante poco menos de quince años ha logrado amasar, constituyen una hazaña sin precedentes en este país. En los últimos tres lustros, más de 6’200.000 personas han comprado una boleta para ver una película de Dago García.
Desde 1999, año de la premier de Es mejor ser rico que pobre, estrena una película cada 25 de diciembre, pero en 2012 marcará un récord: al terminar este año habrá estrenado cuatro películas en doce meses: El escritor de telenovelas, La captura, Mi gente linda, mi gente bella y El paseo 2.
Sus telenovelas también han dado que hablar, con Dios se lo pague, La guerra de las rosas y La saga marcó goles contundentes en televisión, pero con Pedro el Escamoso, escrito con su exsocio Luis Felipe Salamanca, la sacó del estadio: se vendió en setenta países y se hicieron versiones en Rusia y en México. En total, Dago ha escrito 45 productos para televisión, 17 películas y cinco obras de teatro, en poco más de veinte años, ¿cómo?
Cuando la mayoría de nosotros está despertándose, Dago García lleva unas horas trabajando. Desde hace veinte años su reloj biológico lo despierta a las tres y media de la mañana de lunes a viernes.
–Soy muy psicorrígido… y ese es un problema el verraco, porque si me despierto y ya ha salido el sol, el día se me vuelve una mierda y no puedo hacer nada bien... Si no me levanto de noche no me hallo.
Mientras termina de despertarse lee por encima los periódicos y, faltando un cuarto para las cuatro, se sienta a escribir. A las siete menos cinco hace ejercicio en una elíptica y media hora después se mete a bañar.
A su oficina de Caracol Televisión llega todos los días a las ocho y treinta de la mañana y se va para la casa entre cuatro y media y cinco de la tarde. Lo primero que hace al llegar al canal es comprarse un tinto en el café Juan Valdez que funciona a la entrada de uno de los estudios. Luego sube a una sala de sonorización para revisar la telenovela de turno que más rating le esté reportando a esta empresa que, según sus dueños, viene dándole sopa y seco a la competencia. El resto del día se esfuma entre reuniones, revisión de proyectos y más reuniones para tomar decisiones. Al llegar a su apartamento de Rosales se pone a jugar con su nieta, a corregir libretos o a ver fútbol mientras espera a que esté lista la comida para sentarse a comer en familia, entre seis y media y siete de la noche. Pasadas las nueve ya está en el quinto sueño.
Darío Armando García Granados nació hace cincuenta años en Bogotá. Su madre, Emperatriz, buena lectora de novelas, es hija de un trompetista de la banda municipal de El Cocuy, el pueblo de Boyacá de donde la familia Granados salió despavorida por cuenta de la Violencia. El padre, don Armando, viene de un hogar de modistos bogotanos.
–¿Será que Dios es astronauta? –le preguntó una vez Darío a su madre.
Doña Emperatriz no supo qué contestarle, pero comprendió enseguida que aquella pregunta formaba parte de las inquietudes religiosas de ese niño que se la pasaba mirando al cielo y preguntándole a todo el mundo por qué decían que Dios estaba allá arriba.
Las actividades que más disfrutaba el párvulo Darío eran hacer el viacrucis en la iglesia de San Fernando los fines de semana; rezar el rosario todos los días en el costurero de la abuela Teresa, que le regaló una camándula cuando cumplió cinco años, y jugar al microfútbol en las canchas que improvisaba frente a su casa de San Miguel, el barrio bogotano de clase media en el que vivió desde niño hasta poco antes de graduarse de la universidad.
Con esa abuela rezandera, que hoy tiene 93 años y aún baila y toma whisky de vez en cuando, visitaba enfermos en conventos y les llevaba, a escondidas del abuelo, mercado a unos familiares pobres.
De su devoción por el Divino Niño y del momento del día que emplea para rezar el rosario, Dago habla poco. Me da a entender que no quiere que se confunda su espiritualidad con demagogia beata.
–No ando predicando con una biblia bajo el brazo –dice.
El primer trabajo que tuvo fue vendiendo paletas los fines de semana en el Parque Salitre. Tenía 13 años.
–Mi jefe era un viejo explotador. Me hacía ir hasta el sur a recoger las paletas y tocaba meterlas en unas neveras de icopor con mucho hielo seco. El viejo me cobraba cada paleta que se derretía, y al final del día yo hacía cuentas y le salía a deber al man.
En ese trabajo duró seis meses, durante los cuales sus padres le llevaban el almuerzo al parque.
–Unos años después, en las vacaciones, trabajé en la rusa, como ayudante en una construcción de unas bodegas en Puente Aranda. Como era un trabajo muy pesado para mí, los compañeros me decían “madame”, por delicado... De puro gallito fino me metí en eso, y tengo todavía unos callos en la mano por “boliar” ladrillo de un piso a otro.
En otras vacaciones de fin de año, a los 19, trabajó en un matadero alimentando calderas y cargando guacales con pollos. La dotación consistía en un par de botas, un overol y un tapabocas que lo acaloraban en exceso por las altas temperaturas de los fogones. Con la plata que ganó, compró discos y entradas a cine.
Pasó por tres colegios. Hizo primaria en el Santo Tomás de Aquino, de donde los curas dominicos lo echaron a los 12 años por encontrarlo fumando marihuana en un baño. Entonces doña Emperatriz lo matriculó en el Colegio Departamental de Cajicá, donde se “cuadró” con Patricia, su primera novia. De ahí también lo echaron y se pasó al distrital Jorge Eliécer Gaitán, el colegio en el que conoció a su gran amigo Víctor Sánchez, “el Chavo”, que después de las clases salía por las tardes a ganarse unos pesos como mesero y que luego estudió en el Sena para auxiliar bancario. Con “el Chavo” Dago narraba partidos de fútbol imaginarios, un pasatiempo que simbolizaba el sueño que lo trasnochaba en la pubertad: ser locutor deportivo.
–Yo era un niño inocente hasta que entré al colegio distrital. Allí fui total y absolutamente feliz.
En ese colegio empezó a firmar Dago, un seudónimo cuyas primeras tres letras las sacó de las iniciales de su primer nombre y su primer apellido. La o la extrajo de la vocal con la que terminan Darío y Armando.
Esta máquina de hacer libretos no siempre tuvo los ojos puestos en la televisión, lo atestiguan los cinco años en que prefirió dedicarse a leer y a ver películas antes que perder el tiempo viendo Yo y tú, La abuela o Compre la orquesta. A los 17, cuando entró a estudiar Comunicación Social en la Universidad Externado, por influencia de algunos profesores muy críticos de la pantalla chica, y gracias a un libro contestatario titulado Para leer al Pato Donald, del sociólogo belga Armand Mattelart, empezó a odiar la televisión.
–Yo estaba convencido de que la televisión era el opio del pueblo y una forma de alienación. Creo que lo único que veía en esa época era Don Chinche –me dijo una mañana en un estudio mientras revisaba, con una colombina de chocolate en la boca y un tinto en la mano, el capítulo que se emitiría en la noche de Escobar, el patrón del mal, la serie escrita por su homóloga y vecina de oficina Juana Uribe, otra de los cinco vicepresidentes de Caracol Televisión.
En vez de series gringas, culebrones latinos o programas de concurso, el Dago universitario se metía a ver películas de Tarkovsky, Bergman, Truffaut, Fellini, Buñuel, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, en la Cinemateca Distrital o en la Alianza Francesa.
–En esa época yo quería ser cineasta –me contó otro día en la camioneta de lujo que le asignó, chofer incluido, el Canal Caracol. En el equipo de sonido del carro sonaba una de sus canciones de salsa favoritas: Muñeca, de Eddie Palmieri.
–A Dago lo conocí en 1981. Yo estaba en primer semestre y él en tercero de Comunicación en el Externado.
El que habla es el actor Fernando “el Flaco” Solórzano, estrella de la televisión y de la constelación de amigos entrañables de Dago.
A los 22 años, García se fue de la casa de sus padres a una casona en la calle de la Agonía, en la Novena con Tercera, que arrendó con el Flaco y dos amigos más, Gustavo Martínez y Juan Carlos Vásquez. Cada uno pagaba siete mil pesos de arriendo. Y además de amigos de rumba y compañeros de casa, se hicieron socios. Compraron una cámara de video y montaron la productora casera que uno de ellos bautizó “La BBC” (Bautizos, Bodas y Cumpleaños), y se lanzaron al negocio de filmar y editar videos. Pero en lo que realmente soñaban era en contar historias de ficción. Tras La mirada de Daniel, un primer video de 20 minutos en color, hicieron cuatro argumentales más de corte experimental. Para sobrevivir, Dago trabajaba de camarógrafo en la universidad y de portero en Quiebra Canto.
–Esa fue quizás la época de oro de mi vida. Éramos jóvenes, vivíamos solos en una casa de La Candelaria, trabajábamos en la discoteca de moda y andábamos para arriba y para abajo con una cámara de video.
También le ayudó a pagar cuentas durante dos años su trabajo de luminotécnico en el Teatro Libre, una escuela en la que aprendió de su director, Ricardo Camacho, a cultivar el rigor y la mística por el trabajo. Una vez se quedó dormido en la cabina porque a un técnico del sonido se le pasó avisarle que había cambio de luces.
–Y Camacho casi me capa –recuerda.
Un libreto de Cuentos del domingo que cayó en sus manos y un libro en inglés de teoría sobre escritura de guiones que le prestó en el Externado Luis Felipe Salamanca, el amigo que sería su socio durante dieciséis años, sembraron en Dago el interés de escribir para televisión.
Como necesitaba aprender el oficio, escribió a riesgo con Salamanca durante tres años antes de recibir una oferta de alguna programadora. A cuatro manos “libretiaron” cinco historias que jamás salieron al aire, una de las cuales era una adaptación de un cuento de Ray Bradbury.
Un día llegó a la casa de La Candelaria Julio César Luna, que andaba recorriendo el barrio en busca de un escenario para un dramatizado. “El Flaco” Solórzano salió a abrirle y, aprovechando que tenía en frente al director, le contó que ellos hacían unas historias audiovisuales que le gustaría que viera. Le dio una copia de un video y a las tres semanas Luna llamó para preguntarle quién era el libretista de la historia. El Flaco lo puso en contacto con Dago y Luis Felipe, a quienes Luna propuso escribir una comedia para televisión.
–En ese momento ya estábamos liberados de todos los prejuicios hacia la televisión –dice García–. Ya había tenido que comer mierda viviendo solo y ya sabía que de algo había que vivir.
Y empezó a vivir de la escritura. Los primeros libretos por los que le pagaron eran para dos programas de Punch Televisión: Doble seis e Imagínate. Había cumplido 26 años.
–Al comienzo escribíamos los libretos a mano y la esposa de Luis Felipe los transcribía en una máquina de escribir. Como no había computador, era muy difícil hacer las correcciones que pedía un director. Por ejemplo, si había que cambiar un parlamento, para no tener que cambiar toda una página nos tocaba cortar con tijera y pegar en el libreto el parlamento corregido.
En la casa de La Candelaria vivió ocho años. Después alquiló con el Flaco un apartamento que compartieron en la Soledad y se compró su primer carro, un Sprint rojo.
De las ya lejanas noches de rumba dura con el combo prefiere hablarme sin mucho detalle, no vaya a ser que salga publicada alguna anécdota que incomode a Juana o a Sara, las hijas de 22 y 15 años que tuvo con Marta, una actriz de teatro.
Y para no sacarles la piedra a Mechaz, su gran amor de los últimos trece años, o a Claudia, la esposa del Flaco.
Capítulo aparte merece su apariencia. De unos diez años para acá ha venido domando, bajo la tutoría de Mechaz, ese estilo vaquero de hombre Marlboro que le infundía a su aspecto cierto aire de rudeza. Si bien no ha dejado de ceñirse a diario sus inseparables chaquetas de bluejean, que le gusta lucir con las solapas levantadas, en el último rincón de su clóset quedaron confinadas las botas tejanas que no se quitaba nunca y las cachuchas y el gorro de lana con los que se cubría la pelambrera rebelde que ya no recuerda cuándo comenzó a odiar. Cada quince días prende la afeitadora eléctrica y se calvea.
–Lo del odio a mi pelo es uno de esos complejos güevones que uno tiene –dice.
Pero si algo lo tiene sin cuidado es la moda. Solo cuando debe asistir a una junta directiva del canal usa blazer y camisa. De resto, jeans, camiseta, chaqueta de bluejean y tenis.
Si a simple vista resulta huraño y poco amigable, no hay que fiarse de su look sino hacerle caso a Fernando Lara, uno de sus mejores amigos:
–Los que no lo conocen creen que es un tipo antipático, pero en el fondo es un mielmesabe, además de amigo excepcional. En una ocasión, cuando me separé de mi mujer, me acogió como a un hermano durante tres meses en su casa de La Calera mientras se me pasaba la tusa.
Disc jockey de Quiebra Canto en las noches en que no cuidaba la puerta del bar, buen bailarín, fan de Ismael Quintana –su cantante predilecto–, melómano y dedicado coleccionista de discos, una vez a la semana toma clases de congas.
–Pero soy muy malo –reconoce.
Este experto en chucuchucu y salsa enamoró a Mechaz a punta de crossover. Le dedicaba desde canciones de Rod Steward o Joe Cocker, hasta letras de Los Melódicos o José José.
El hoy vicepresidente de producción del Canal Caracol llega a su oficina con un maletín de mano en el que carga un tomo con las obras completas de Molière, el libro Cultura Mainstream, una de las decenas de libretas en las que va anotando ideas para sus historias y un puñado de libretos y proyectos que está a su criterio aprobar o rechazar.
Recorre el canal a largas zancadas. Saluda a estrellas de la televisión, a directores, a editores, a presentadores, a asistentes de producción, a la señora de los tintos, al presidente de la compañía, a una maquilladora, a una modelo, a un productor, a un musicalizador. Entra a varios de los once estudios de grabación de Caracol con la seguridad que le otorgan los seis años que lleva en el cargo.
El 25 de diciembre estrena El carro 2, pero no asistirá al estreno ni leerá críticas sobre la película.
–No leo críticas ni dejo que nadie cercano me cuente si hablaron bien o mal de una película mía. Mi único referente cuando estreno una película o una obra de teatro es la taquilla, y cuando pongo productos en televisión es el rating.
–Casi todas mis películas son lo mismo: la misma familia metida en diferentes historias que por lo general surgen de recuerdos míos de infancia. No voy a decir que son películas autobiográficas, pero casi siempre es una historia de una misma familia clase media y patriarcal.
Además de saberse dueño de un estilo cinematográfico que deploran los intelectuales y aplauden las masas, Dago García tiene clara su misión en el mundo:
–Yo hago entretenimiento.
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