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Historias

CSI colombiano

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¿Qué tan lejos estamos de resolver casos como en la serie CSI? Este es un recorrido por los laboratorios y sótanos bogotanos en donde se realizan las principales investigaciones criminales de un país que, como lo afirma un experto antropólogo de Justicia y Paz, debería ser declarado camposanto. Con ayuda de investigadores del FBI, de aparatos de un millón de dólares del Plan Colombia, de la tecnología y de una variedad de equipos que pueden identificar cuerpos que han sido descuartizados o incinerados, los investigadores colombianos tratan de resolver casos que no se le ocurren a ningún guionista de televisión. 
1
Llegué puntual a las nueve de la noche. Lozano me esperaba en la Seccional Bogotá de Criminalística donde queda, entre otros, el laboratorio de química. No lo encontré; él me buscó, preguntando aquí y allá en los puestos de seguridad de la seccional, hasta que le indicaron que yo estaba en una de las salas de espera, detrás de una pared de vidrio, donde distraído observaba a cuatro peritos disputar el punto final de un partido de dobles de ping-pong. Los gritos atravesaban el grueso cristal manchado. Ya eran las diez de la noche cuando Lozano apareció por entre las personas que vitoreaban a los jugadores de ping-pong. Se me plantó al frente con una sonrisa discreta y me dijo: “¿Usted es el periodista que quiere hablar del CSI Colombia?”.
Algo no coincidía en la imagen que me había hecho de él. Tenía cuarenta y cinco años. Diez años resolviendo casos de violencia urbana, tres años como coordinador del laboratorio de química y varios periodos de colaboración con otros centros de investigación de la Fiscalía, había pasado la mitad de su vida en este edificio y por lo menos otros tantos aprendiendo el oficio en las calles, pero su suéter verde y sus jeans rotos le conferían un aura juvenil, dignificada por una calvicie precoz. La seccional está ubicada a dos cuadras de Felicidad, la urbanización de Pedro Gómez en el occidente de Bogotá, donde tres vigilantes correteaban a algunos mendigos y perros callejeros que estaban en la zona, mientras que las calles contiguas a este edificio con apariencia de bodega permanecen oscuras y empolvadas, atravesadas por obreros que caminan hacia la avenida Boyacá para regresar a casa. Un retrato diferente de la serie CSI Miami, en la que las investigadoras llegan entaconadas, atraviesan matorrales y playas sin ningún problema hasta llegar al lugar del crimen. En la vida real no es así. Si no que lo digan los cuatro peritos que se alistan para resolver un nuevo asesinato: llevan sus trajes aislantes blancos, para mantener la asepsia de la escena del crimen y no alterarla accidentalmente con material biológico o ADN propio, también para no contagiarse de algún agente externo tóxico que pueda haber por ahí. Después de despedirse de los peritos forenses, Lozano me dijo: “Ahora sí, vamos a mi oficina para que hablemos del caso de la monja”.
Se trataba de una religiosa joven y bonita que fue asesinada hace quince años en las afueras de Bogotá. El caso dividió en dos la investigación criminal en Colombia. Desde ese asesinato se reestructuraron los métodos de investigación, se trabajó en la formación de nuevos expertos, se contó con el apoyo de tecnología de punta y se logró que las tres policías judiciales de la ciudad (CTI, SIJÍN, DAS) trabajaran para crear el Manual de Investigación para Homicidio en Bogotá, una hoja de ruta técnico-científica con conceptos y procedimientos comunes para los criminalísticos. Los resultados del nuevo enfoque investigativo se vieron con el tiempo: en menos de diez años se aumentó la efectividad de la Fiscalía, de siete crímenes que ocurren en Bogotá se resuelven cinco.
–La muerte de Luz Amparo Granada Bedoya no fue en vano –me dijo Lozano con una actitud serena, mientras se acomodaba sus tenis Adidas y se recostaba en su silla de cuero vintage, que ha usado desde que llegó a esta oficina en el 2010–. Lucía sereno, al igual que sus tres compañeros de laboratorio. Tal actitud se debía –explicaban– a que después de haber visto tantos casos de violencia, han ido perdiendo la capacidad de asombro. Lozano cuenta que el cuerpo de la joven religiosa –que pertenecía a la comunidad de las Adoratrices– fue hallado en la vía a Villavicencio, el 15 de noviembre de 1999. Los primeros expertos que llegaron hasta allí dejaron constancia que el cuerpo estaba envuelto en unas cobijas y prensado en cajas de cartón para guardar panela. Los reportes iniciales indicaron que la mujer era delgada, de piel blanca y pelirroja. No fue fácil identificarla. Los asesinos la habían descuartizado y luego le habían prendido fuego. Los investigadores tuvieron que recurrir a la tarjeta decadactilar, un registro para individualizar a las víctimas, que inicia con la descripción morfológica y las señales particulares –cicatrices, deformidades, amputaciones, tatuajes, etc.–, luego se entintan las dos manos y con la planchuela y el rodillo se realiza la impresión dactilar.
Es el sistema AFIS, que se emplea tanto en Estados Unidos como en Colombia y que sirve para cotejar las huellas dactilares con las que están archivadas en la Registraduría. Todos los seres humanos tenemos una huella dactilar única, así como una manera exclusiva de descansar. Lozano no usa el sofá azul de su oficina: se tumba cada noche en la silla de su escritorio. Al igual que los investigadores de clásicos de ficción como Philip Marlowe o Sam Spade, hace la siesta sentado para recuperar fuerzas o filosofar, pero sobre todo porque no le apetece hacer otra cosa después de terminar su informe diario de actividades cumplidas. La lista de entretenimientos que tiene disponible en la seccional no es amplia. Tomar un descanso es una forma de distracción más eficaz que el ping-pong.
El caso de la monja llegó a la oficina de Lozano en febrero de 2000, después que la Fiscalía apeló la decisión judicial que absolvía a la hermana Leticia López, encargada de administrar el dinero de la comunidad y principal sospechosa del crimen. Era necesario demostrar con argumentos y evidencias contundentes que en el cuarto que compartían las monjas había ocurrido el homicidio de Luz Amparo.
Se creó un grupo interdisciplinario de criminalística y especializado en recolección de evidencia traza: Oswaldo Posada López, odontólogo forense; Juan Felipe Orozco, perito en lofoscopia; Leonardo Cruz Suárez, perito en fotografía; Ómar Otero Duarte, técnico criminalístico, y Rodolfo Lozano como perito químico. Él refiere que se contaba con el equipo, pero no con el conocimiento ni la experiencia para manejarlo, por eso decidieron pedir colaboración al FBI de Miami, que venía trabajando con tecnología de punta desde los años ochenta, cuando el sistema judicial estadounidense comenzó a trabajar el concepto de escena del crimen. La aplicación de la ciencia al servicio de la investigación criminal trajo consigo una fuerte inversión en tecnología para el FBI e hizo más eficientes las pesquisas judiciales. La ayuda del FBI de Miami fue decisiva: envió a dos de sus mejores investigadores, Richy Bloom y Petronila Cruz.
Rodolfo Lozano tiene una tesis forjada a punta de casos resueltos: todo criminal siempre deja algo en la escena del crimen e inversamente también se lo lleva. Esta convicción se afianzó con la ayuda de la tecnología: el 29 de junio de 2001 comenzó una de las tantas diligencia con la participación de fiscales, agentes de criminalística y los dos peritos enviados por el FBI. Durante una semana utilizaron la máquina Crimen Scape y las luces forenses, para entonces, nuevas tecnologías en la reconstrucción de escenas del crimen. El Crimen Scape es un equipo que se usa para localizar partículas minúsculas de sangre a través de un reactivo llamado luminol, que por su composición química hace que solamente reaccione con la presencia de sangre, como la que se encontró en el borde de la cama y en el cuadro de la Virgen María que estaba en la cabecera donde dormía Luz Amparo Granada.
Por su parte, las luces forenses trabajan con luz invisible, ultravioleta e infrarroja. Una especie de linterna equipada con gafas especiales, que al ser encendidas en la pared donde estaba colgado el cuadro de la Virgen hizo visible la huella de una mano humana que resplandecía con luz fluorescente, que de inmediato concentró la atención del grupo. Una impresión latente que les indicó que iban por buen camino: a la monja la mataron en su habitación. La escena principal del crimen era aquel lugar. En el piso encontraron huellas de arrastre, igual que en el corredor y en el zaguán del convento de las Adoratrices. Cerca de allí, en un altillo, descubrieron un zapato café con rastro de quemaduras y sangre y saliva. Mientras revisamos un centenar de fotos impresas del caso, Lozano, que es un químico graduado en 1989, recuerda otros obstáculos de ese día: las paredes fueron limpiadas y luego pintadas varias veces, además había pasado más de un año después del asesinato. Por otro lado, Luz Amparo desapareció el 12 de noviembre de 1999 y sus compañeras la reportaron como desaparecida dos meses después.
Contar debería ser el trabajo de Lozano. Faltan pocos minutos para la media noche y a la reunión entre Lozano y yo se unieron los que la noche anterior, interrumpieron el juego de ping-pong, para salir a ayudar en la diligencia de levantamiento del cuerpo de un niño en Bosa. Luego de carraspear y agarrar una fotografía en la que aparece vestido con un traje aislante verde, Lozano cuenta que hubo una quinta inspección. Aquella vez con fluoresceína, una sustancia que reacciona con cualquier fluido orgánico. Se aplicó en los sitios donde previamente, con el luminol, se había encontrado evidencia de sangre, que estaba oculta en forma de mancha.
–Como la evidencia era invisible utilizamos un método que patentamos en este laboratorio. “El cuatro patas”. Revisar el piso, las paredes, cualquier objeto con una lupa en la mano y acurrucados para que nada quede sin inspeccionar –dijo Lozano.
Todas las muestras junto con los fragmentos de hueso fueron enviados al Instituto de Medicina Legal y el laboratorio de genética de la Fiscalía donde se hicieron las pruebas de ADN. El resultado: 99,9 % de evidencia pertenecía a Luz Amparo Granada. En 2002, el Tribunal Superior de Bogotá revocó el fallo de primera instancia que absolvía a Leticia López, y le impuso una condena de catorce años por el asesinato de su compañera.
En la base de datos CODIS hay cerca de treinta mil perfiles de ADN de personas vinculadas a crímenes, delitos, violaciones de los grupos guerrilleros y paramilitares.
2
Tomé un taxi a mi casa frente a Felicidad a la media noche, después de haber salido de Seccional Bogotá. Quince horas después estuve firmando el protocolo de seguridad para ingresar al laboratorio de balística. Luego de anotar mi nombre en una lista reducida de visitantes, Leopoldo González me alcanzó un traje aislante verde, parte de las medidas que debe cumplir quien ingrese a su oficina en el búnker de la Fiscalía: un fortín de hierro y hormigón, que en caso de un bombardeo de aviación lo mantendría a salvo para tomar cada tres horas el café con el que continúa la jornada. Los vecinos del búnker no son obreros de bodega ni vendedores ambulantes, sino una plazoleta de comidas abierta hace tres años, un centro comercial dispuesto para que los veinte mil trabajadores de la Fiscalía llenen los estómagos con hamburguesas, emparedados, ensaladas César y malteadas.
–¿Usted alguna vez ha disparado un arma de fuego?
Esa fue la primera pregunta que me hizo González cuando ingresamos al laboratorio: un espacio amplio, con mesones de baldosa en las márgenes del salón, donde están los computadores y equipos de registro y bases de datos. Allí está Alejandro Zambrano, al frente del IBIS (Sistema Integrado de Identificación Balística, por sus siglas en inglés), en el que realiza la correlación de vainillas y proyectiles. Es un aparato con brazos flexibles y largos que conduce datos e imágenes a varias pantallas de un computador. El IBIS llegó a Colombia en 2001, como parte del Plan Colombia, su precio en el mercado es de un millón de dólares y su mantenimiento cuesta casi un millón de pesos mensuales. En 1990 se conformó el primer laboratorio de balística forense, donde trabajan ingenieros mecánicos, físicos y topógrafos, la mayoría de ellos formados en la Escuela de la Fiscalía General. González no hizo parte de los graduados de esta escuela. Es egresado de Ingeniería Mecánica de la Universidad Nacional hace veintiocho años.
Una vez hecha la explicación inicial del laboratorio, le dije a González que las armas eran algo totalmente nuevo para mí y añadí que si yo pudiese conocer los diferentes tipos de armas con que han matado a tantos colombianos, sería el mejor ejercicio periodístico de mi carrera, aunque también el más doloroso. En ese momento pensé que si lograba ver algunos proyectiles y armas y luego ponía frente a cada uno a quienes los usaban, abriría las puertas de una Colombia aterradoramente real que aún hoy sigo sin comprender. La pregunta de González fue una invitación cifrada para que conociera la colección de armas de fuego del laboratorio. Aquel jueves de noviembre, luego del almuerzo, González dejó a su compañero en el IBIS y caminó hasta la esquina del salón, abrió la puerta con fuerza y dejó caer sobre un mesón las llaves del cuarto. Luego abrió la puerta de un anaquel y aparecieron revólveres, rifles, escopetas, fusiles, carabinas, subametralladoras, pistolas nueve milímetros. Todas las armas que han quedado a favor del Estado por incautación o adquisición legal reposan en este espacio del laboratorio, de unos diez metros cuadrados. El cuarto sería una despensa soñada e ilimitada para un miembro honorífico de la Asociación Nacional del Rifle. González sacó varias armas, entre ellas un fusil de color gris desvanecido que perteneció a un contingente alemán que peleó en las Ardenas durante la Segunda Guerra Mundial.
–Mírelas, púlselas y yo le explico la procedencia y el uso de cada una. ¿Por cuál comenzamos?
–Ese fusil –le dije señalando el arma más grande que él sacó del armario.
–A ver –dijo, y tomó el arma con sus dos manos. La adelantó y empezó la lección: es un AK 47, un fusil de asalto soviético, diseñado por un combatiente ruso durante la guerra contra la Alemania nazi. Es el arma de fuego de mayor producción de la historia (ochenta millones de unidades facturadas, averigüé después). Con este fusil las Farc asesinaron a los once diputados del Valle en el 2008. Más de cien disparos que terminaron con el secuestro de once diputados mientras algunos de ellos se estaban bañando. En el examen de balística forense que se practicó a los cuerpos y posteriormente en el lugar de la masacre (en una zona selvática de Nariño), se utilizaron escáneres 3D que registraron la escena del crimen con medidas y proporciones exactas, luego se buscaron rastros de balas en la vegetación de la selva y en las noches se aplicaron las luces forenses. Los expertos permanecieron catorce días analizando la evidencia recolectada y crearon una representación gráfica de cada impacto de bala, cuyo calibre correspondió a 7,62 centímetros, el del fusil AK 47, el arma insigne de los sandinistas en Nicaragua, el Viet Cong en Vietnam, las Farc y el Eln en Colombia.
Todas las armas que han quedado a favor del Estado por incautación o adquisición legal reposan en el laboratorio de balística.
Después del fusil, González continuó con su exposición de armas.
–Esta es la famosa arma hechiza o artesanal, se hacen en casas clandestinas y las arman con acero reciclado, por lo cual pueden llegar a ser peligrosas: muchas veces al dispararlas estallan en las manos –dijo González, levantando el arma para observarla mejor–. Un vestigio rudimentario es su sello amorfo y desnivelado: tiene en relieve la estampa S&W, que quiere decir Smith & Wesson, una reconocida fábrica de armas de los Estados Unidos.
En el laboratorio es posible establecer cuánta fuerza se necesita para disparar un arma con la ayuda de un dinamómetro digital, un pequeño aparato similar a un cronómetro que indica cuántos kilogramos se requieren para dispararla. Es física de fuerza, que permite establecer si el arma fue activada por un hombre, una mujer o un niño.
De todas las armas y proyectiles me impresionó mucho una ametralladora corta, pesada, gruesa: sus balas tienen cobre en la punta, es decir, en la vainilla. Una bala que de noche brilla más que las demás y que con un solo disparo puede partir un árbol en dos. Las balas de esta arma son calibre cuarenta y cinco, algunos que las emplearon trabajaron para el cartel de Medellín. ¿A quién podrían haber matado con esta?, le pregunto a González, que permaneció pensativo un segundo y luego dijo:
–Leí en la prensa que a Lara Bonilla o Luis Carlos Galán. Pero no estoy seguro.
Siete balas de una subametralladora mataron a Lara Bonilla el 30 de abril de 1984. Byron de Jesús Velásquez accionó su Ingram calibre cuarenta y cinco, tal y como le enseñaron en la escuela de sicarios liderada por el israelí Isaac Guttnam Estembere unos meses antes, por orden del cartel de Medellín.
–¿Cuál es el método de trabajo en el laboratorio? –le pregunto a González, después de dejar el arma hechiza en una mesa y cerrar un sobre de manila inmenso que guarda el uniforme militar de un soldado que se suicidó en un batallón de Bogotá con un disparo de su arma de dotación a la altura del pecho, en mayo de 2015.
–En la balística se trabaja mucho al ensayo y el error –dijo– aquí no hay teorías ni leyes absolutas que apliquen para todos los casos, por eso trabajamos tanto haciendo pruebas.
Al laboratorio de balística llegan casos directamente de Medicina Legal, en su mayoría asesinatos. González y su equipo se encargan de calcular el calibre, el modelo, la longitud del cañón, el año de fabricación, cuánta fuerza se necesita para disparar un tiro. Protocolos que hacen parte de la balística reconstructiva, que se encarga de analizar casos como el de Álvaro Gómez Hurtado, asesinado el jueves 2 de noviembre de 1995, en Bogotá, cuando salía de dar clase en la Universidad Sergio Arboleda; o el caso de Carlos Pizarro Leongómez, que en noviembre de 2015 llegó a manos de González, quien debe corroborar o desvirtuar las dudas de un fiscal de Análisis y Contexto sobre la muerte del líder del M-19, pues el informe balístico de trayectoria que realizó la Policía Judicial en abril de 1990, días antes de su entierro, no concuerda con los testimonios sobre su muerte. Hay contradicciones en los estudios preliminares que se resolverán con pruebas de ADN, en primera instancia, para establecer las causas de su muerte, pero el objetivo principal es corroborar los estudios balísticos. El mismo que se aplicó en el caso de los diputados del Valle.
Al laboratorio de balística llegan casos directamente de Medicina Legal, en su mayoría asesinatos. González y su equipo se encargan de calcular el calibre, el modelo, la longitud del cañón, el año de fabricación, cuánta fuerza se necesita para disparar un tiro.
Después de guardar el fusil y las demás armas y proyectiles en el salón de custodia, González nos invita al salón de ensayos, una bodega subterránea dividida por una pared que forma dos corredores con muros blancos, al fondo hay un papel adherido a un caballete que hace las veces de polígono, y detrás de este, una pared inclinada forrada con una tela negra que recoge el trazo de elementos químicos del disparo. El corredor está demarcado cada diez metros, al llegar a los treinta, González acomoda una guaya, artefacto que asegura el arma y permite disparar sujetando el gatillo a una cuerda de tres metros.
–Desde aquí disparamos todas las armas –gritó González, después de encender un calibrador que emitía un ruido retumbante–, desde las hechizas hasta las que entregaron los paramilitares.
Simula que dispara. “¡Pam!”, grita.
Luego González camina sonriente hasta el otro lado del salón, donde hay un recipiente de agua con la forma de un tanque de guerra que tiene un orificio en la parte superior. Él va hasta allí, se asoma al resquicio y comenta: “El agua es el mejor obstáculo para analizar un disparo, además es nuestra mejor ayuda para calcular el vuelo del tiro”. En seguida simula que recoge un disparo con una vara de madera que tiene plastilina en una de sus puntas, González cuenta que es una solución a la que llegó con la ayuda de su olfato y experiencia.
–Esta es la tecnología criolla… ¿Para qué gastar tanta plata en aparatos si esta es la mejor manera de reconstruir trayectorias?
El antiguo edificio del DAS en el barrio Paloquemao es un legado de Instrucción Criminal a la Fiscalía General de la Nación, creada en 1992. Es una construcción de un verde desvanecido que acoge seis laboratorios (fotografía, topografía, morfología, documentología y grafología, ingeniería y arquitectura y lofoscopia o dermatoglifia) de criminalística. Este edificio parece una escuela si se compara con el búnker central. Los pasillos están llenos de carteleras y avisos informativos, mientras que en el búnker se cuenta con tableros táctiles que informan desde la fecha hasta la temperatura. Los seis laboratorios son oficinas adecuadas para el trabajo investigativo. En una de estas, con un cielo nublado, Claudia Briceño, pastense de cuarenta años, piel blanca y ojos grandes, desenreda el nudo de la morfología.
–La morfología fusiona ciencias como la anatomía, la odontología y la miología con el arte. Se ayuda de herramientas tecnológicas como los programas de edición de imagen, que fusionan una imagen en HDR subiendo tres fotografías con distintas resoluciones. Cuando llegué acá, los procedimientos de identificación, los cotejos, se hacían con láminas que se pegaban en un álbum.
–¿A quiénes se individualizan en este laboratorio?
–A quienes están vinculados en procesos penales; en el caso de los desaparecidos, se crean retratos hablados con un software especializado en fotografía, con los muertos utilizamos la reconstrucción facial tridimensional, una técnica usada para individualizar cadáveres, por medio de la estructura craneal ósea. Es una técnica de moldeado y escultura que toma como base el análisis y el dictamen de los peritos.
Según Briceño, para caracterizar a una persona se tienen en cuenta el cabello, el contorno facial, algunas señales particulares o líneas de carácter o expresión, el aspecto general con relación a su edad, y cuando no hay rostro ni muerto, se construye tomando como referente a sus familiares.
–¿Hay un perfil morfológico que permita decir: “Así es un colombiano promedio”?
–No lo hay, aunque nosotros somos más indígenas y caucásicos. El mestizaje fue muy marcado en Colombia. Aunque si lo regionalizamos, puede haber luces sobre cómo es un costeño, un llanero o alguien de la zona andina.
Al salir de la oficina me encontré con Moisés Polidoro Ostos, que está concentrado en un retrato hablado. Sujeta con su mano izquierda un borrador y una lupa inmensa. Está sentado al frente de una mesa de dibujo que tiene en la parte superior un cuadernillo donde trabaja en los rasgos más sobresalientes del rostro de un sindicado de porte ilegal de armas y municiones de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas, quien decía ser escolta de una persona muy importante. De su paradero no se sabe mucho, tan solo hay una imagen que la dueña de la casa donde vivía encontró, una pintura al óleo que tenía colgada en su habitación, de 30 cm x 50. Con base en esa pintura, Polidoro comenzó a dibujar posibles retratos del sindicado con diferentes características faciales: en un dibujo aparece con anteojos y pelo engominado, cara más o menos cuadrada y frente ancha; en otro con gorro de fieltro, barba, cejas arqueadas y ropa informal, y en el que terminó hace un momento, el sospechoso está rapado, con ojos grandes y el mentón partido en dos, está vestido con chaqueta sin cuello.
Polidoro detuvo el trazo de su lápiz de carboncillo, se quitó sus gafas y se volteó para saludarme con un gesto cordial. Después de los saludos protocolarios, indagó sobre la razón de mi visita. Tras conversar un momento, acercó un retrato, cubierto por una hoja de papel mantequilla, para que lo observáramos: el sindicado aparecía con entradas marcadas, lunares en el pómulo derecho y líneas de envejecimiento en la frente. “No se parece a la pintura, se ve viejo”, le dije.
–Así no se ve hoy, como usted bien dice. Pero así se verá en quince años.
Me sorprendió la serenidad de su explicación. Él debió advertirlo, porque me replicó sin esperar a que le preguntara algo.
–Una cicatriz, una marca corporal o un detalle en la piel pueden ser la diferencia y ayudar a identificar a una persona, como este tipo.
Vecino de morfología, el laboratorio de grafología se encarga de cotejar todo tipo de documentos impresos: desde la firma de un pasaporte, diplomas universitarios, libros de Gabriel García Márquez, papel moneda hasta marcas de ropa deportiva. El objetivo de su labor es puntual: detectar posibles alteraciones en documentos y dictaminar si son auténticos o falsificaciones. José Fernando Díaz es el coordinador del laboratorio y su mano derecha es el estereoscopio, un instrumento que refleja imágenes tridimensionales y crea la ilusión de profundidad en una imagen. El estereoscopio presenta una imagen doble que se mezcla en nuestro cerebro, fue inventado por sir Charles Wheatstone en 1840.
La ilusión de profundidad de los billetes, documentos legales y firmas que llegan al laboratorio es creada presentando una imagen ligeramente diferente a cada ojo. Muchas demostraciones de 3D usan este método de transponer imágenes. La mano derecha de Ortiz está equipada con cuatro cámaras, que desvían las imágenes correspondientes a cada ojo, de tal manera que al verse montadas en la pantalla de veintiún pulgadas del computador crean el efecto tridimensional. Para ajustarse al tamaño de las distintas imágenes, el dispositivo tiene un eje que altera el grado de separación, y se maneja desde el mouse del ordenador.
El estereoscopio es utilizado en la fotogrametría y también para la producción de estereogramas patrones, con los que se comparan las posibles adulteraciones de firmas o documentos públicos. Se revisan los posibles billetes falsos de cincuenta mil, el más adulterado; en unos meses será el de cien mil pesos. Con el estereoscopio José Fernando Díaz analiza los gestos gráficos, los automatismos, los idiotismos de las firmas que le llevan, evaluar la teoría de casos de suplantación de identidad: los ladrones roban las firmas mediante escáner en un banco, la del girador y la víctima a títulos valores y cheques con la complicidad de los empleados. Aunque si un ladrón anda varado no tiene por qué padecer: puede buscar notarías que no trabajan con el sistema biométrico, como sucede en tantos municipios del país, convencer a un empleado y buscar un incauto para estafarlo. También hay estafadores rudimentarios, que hacen más fácil la labor de los ocho peritos de este laboratorio, como un bogotano que planeaba cobrar una letra de cambio de una deuda atrasada y ganarse unos pesos de más: cambió el número cinco (5), de cinco millones de pesos y le añadió el uno (1), con lo cual la deuda aumentó tres veces su valor original. Pero olvidó cambiar la cantidad en la letra de la suma a cobrar.
3
Los restos óseos llegan al laboratorio de genética en cajas de cartón prensadas e identificadas con un código de custodia. Mery Chacón, una atractiva y menuda bióloga, con un extraño sentido de la moda, recibió varios casos esta mañana para aplicar los exámenes de ADN. Si es tejido blando, se aplican dos técnicas: la reacción en cadena de la polimerasa en tiempo real (PCR), que se emplea para detectar y cuantificar la cantidad de ADN presente en evidencias; la otra es la electroforesis en gel. Mary Chacón prefiere trabajar con los huesos, que pueden contar la historia de una vida.
–Nosotros tomamos la muestra de ADN del fémur, porque es el hueso más largo, fuerte y voluminoso del cuerpo –dice ella, con un ademán resuelto de sus manos. En seguida se ofrece a acompañarme hasta la sala de extracción de pruebas, que vive en contraste ajetreo: cada uno de los peritos hace fila con sus muestras de fémures, cuando llega su turno cortan un fragmento del hueso con una segueta eléctrica, que hace un ruido ensordecedor y obliga a Mary a hablarme más fuerte.
–¿Sabes a qué huele un hueso humano recién cortado? –me preguntó Mary con una sonrisa pícara, como quien lanza los dados esperando a ver si su socio le sigue el juego.
–No tengo la menor idea.
Antes que pudiera lanzar una mejor respuesta, ella me dijo con un estilo ceremonial calculado.
–A pollo achicharrado.
Los huesos humanos huelen a pollo calcinado.
En el fémur está resumida nuestra vida.
Los biólogos empacan la muestra y la llevan hasta las neveras de custodia para su análisis e ingreso en la base de datos CODIS, donde hay cerca de treinta mil perfiles de ADN de personas vinculadas a crímenes, delitos, violaciones de los grupos guerrilleros y paramilitares. De hecho, este laboratorio fue creado para resolver los miles de casos de lesa humanidad, como ejecuciones extrajudiciales, atentados, masacres y demás crímenes cometidos por grupos armados ilegales. En una de las reporterías que hice para escribir esta historia, hablé con César Sanabria, uno de los antropólogos forenses de Justicia y Paz, quien trabaja en Medicina Legal desde 1999. Él ha examinado más de mil cadáveres de víctimas de los grupos paramilitares y me compartió una fórmula sencilla para calcular los muertos del conflicto: “Colombia debería ser declarado camposanto”.
En el caso de los desaparecidos, se crean retratos hablados con un especializado en fotografía. Con los muertos se utiliza la reconstrucción facial tridimensional, una técnica para individualizar cadáveres por medio de la estructura craneal ósea. Es una técnica de moldeado y escultura, que toma como base el análisis y el dictamen de los peritos.
El diablo está en los detalles. En CSI Miami, los análisis de muestras biológicas (una uña, una muestra de sangre o un residuo de piel) pueden conducir al perfil genético de un sospechoso. En Colombia se utiliza el CODIS desde el 2002, cuando se identificaron a decenas de víctimas en la masacre de Bojayá, luego de hacer los cotejos con las muestras genéticas recolectadas, tanto de asesinados como de sus familiares. La diferencia es que en la serie este análisis aparece en una pantalla con la imagen y datos personales del sospechoso o la víctima. En nuestro país se obtiene una descripción de los rasgos generales que debe ser completada con el trabajo diario de los peritos genéticos. La mayoría de los casos que llegan al laboratorio demoran meses e incluso años en resolverse, en parte por las órdenes de jueces y fiscales, o porque las evidencias no van en el mismo sentido de la hipótesis de los casos.
Por otro lado, la identificación de restos antiguos, de restos incinerados o en avanzada descomposición producto de grandes catástrofes, como los accidentes aéreos, cabellos sin bulbo o manchas biológicas degradadas se resuelven con el ADN mitocondrial, que reúne características que hacen de él una herramienta de gran utilidad, pues tiene mayor tasa de mutación en relación con el ADN nuclear. El ADN mitocondrial se ha aplicado en nuestro país: las decenas de niñas y niños violados por Luis Alfredo Garavito, asesinatos relacionados con población vulnerable (LGBTI o indígenas) y las recientes casas de pique o desaparición descubiertas por la Fiscalía, que operaban en la cárcel La Modelo, Medellín y Buenaventura.
No es un trabajo fácil. La tasa de separación de las personas que laboran resolviendo crímenes es elevada y los niveles de estrés son preocupantes. Un trabajo absorbente y denso que no se soslaya con un baño de agua tibia en la noche.
Acodados en un balcón de esta casa en el barrio Teusaquillo que mira el cielo gris de Bogotá, le pregunto a Mary Chacón qué es lo que más le gusta del laboratorio, y ella contesta: “El laboratorio mismo”. ¿Y lo que menos? “Lo mismo, todo el trabajo del laboratorio”. Nos despedimos mientras me voy alejando del cuarto donde precisamente no se oye “Who are you” de The Who como la seria CSI sino rock progresivo.
Si quiere saber más del autor, sígalo en Twitter como @Sal_Fercho
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