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Laura Archbold: Libros para curar quemaduras

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Revista Don Juan
Todo tiempo anterior a la pandemia lo siento lejano. Lo cierto es que mi confinamiento comenzó con una intuición: eran las dos de la tarde del 14 de marzo –lo recuerdo porque tenía una clase a las 3 de la tarde– y estaba sentada en el piso de mi habitación con la maleta abierta; terminaba de organizar todo para un viaje hacia el pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles de Porciúncula, que ahora es una ciudad de 10 millones de habitantes más conocida como Los Ángeles. Los medios habían comenzado a hablar del virus. La incertidumbre crecía con las noticias. Me descubrí divagando sobre la idea de no hacer el viaje y recordé una frase: “Si hay duda, no hay duda”. Eso resolvió el dilema. Entendí que la vida me estaba dando licencia para escoger el lugar y la compañía para pasar el tiempo que se avecinaba y el impulso actuó por su cuenta: casi sin tener control de mis movimientos tomé el teléfono, llamé a la aerolínea y dejé el tiquete abierto.
Ha pasado mucho desde eso. ¿Pero cómo contar una historia no muy diferente a la de quien me lee? Al parecer, en estos días todos tenemos la misma rutina: sobrevivir. Y si de sobrevivir se trata, debo confesar que me drogo con libros. No soy un voyeur. Los argumentos me abren ventanas que a veces no puedo cerrar. Es más, ciertos libros tienen para mí un carácter premonitorio. Funcionan igual que la lectura del café, del tarot o las líneas de las manos en los ojos de una quiromántica. Por eso, quiero hablarles de los libros que me han ayudado a atravesar esta cuarentena que lleva más de sesenta días. No voy a contarles la película antes de entrar al cine. Ni más faltaba. Solo pasarles los nombres de algunos artefactos llenos de hojas que al igual que un árbol también pueden funcionar como una máscara de oxígeno en caso de emergencia.
El primero es el producto de un robo que cometí en diciembre del 2019. Objeto del hurto: Kentukis, el libro de Samanta Schweblin. Lugar: algún estante en la casa de mis padres. Un libro de ficción, aunque ya no me lo parece tanto, sobre unas mascotas virtuales adoptadas por personas que terminan angustiadas por la espeluznante vigilancia. En palabras de su autora, los kentukis son bichos: “Una mezcla entre una app y un dispositivo nuevo que permite el acceso remoto de un ciudadano a la vida privada de otro”. ¿Les suena familiar? No lo digo por la incómoda verdad sobre que en Colombia “nos tienen chuzados”, tampoco porque con esto haya descubierto que las redes sociales existen, sino porque en tiempos de “confinamiento”, la tecnología se convirtió en el pequeño monstruo que está presente para desacreditar o avalar nuestras vidas. Pareciera como si las actividades que realizamos no tuvieran sentido si no se sobreexponen indicando que efectivamente estuvimos presentes.
Cuando me despierto, aún con los ojos medio cerrados, agarro el teléfono y abro una aplicación. Deslizo el dedo. Veo el mar. Deslizo el dedo. Veo una mujer que hace ejercicios. Eso me indica que debo pararme de la cama, pero cuando voy a hacerlo deslizo de nuevo el dedo. Esta vez una receta de cocina. Decido quedarme mirando el mar en el celular, pero cuando estoy lista para sumergirme en las vacaciones prestadas de quienes postean, subo la mirada y llueve en mi realidad. Tantas historias a la vez me producen ansiedad, así que apago el celular. Cuando asimilé la sobrecarga de información que estaba recibiendo –porque el celular indica el tiempo en pantalla–decidí que no narraría mi vida como si se tratara de un partido de fútbol.
¿Qué sucedió entonces? Con la cabeza llena de kentukis me dispuse a la creatividad que nos encuentra cuando la cabeza descansa de referentes. Éramos tres desocupados en casa: Diego Cadavid, Jorge Juan Cadavid y yo, todos queriendo hacer maromas sin restricciones de tiempo. Al igual que el clavadista Orlando Duque, nos lanzamos sin pudor a la aventura de realizar un thriller y entre libretos, vino, cámaras, más vino y reuniones de hoguera, convertimos nuestra casa en un set de grabación. Creamos una especie de divisiones que funcionaban como departamentos de arte, maquillaje, fotografía y gozo poderoso, que incluía mesa y bar. Debíamos rotar en cada uno. ¿Cómo hacemos el sonido? ¡Con un celular! Primó la democracia de papel, tijera o piedra. Amontonamos las sillas y sacamos lo que nos apartara de la idea de color que llevaría el thriller. Las jornadas de trabajo llegaban hasta el amanecer antecedidas de largas discusiones para ponernos de acuerdo. Esa fue nuestra solución: volvimos al oficio para sentirnos en movimiento sobre aquellas cosas que también nos definen. Cuando salga este thriller como una serie web, seguro verán la influencia de algún kentuki.
Recién terminado el libro y las grabaciones, me sentí entregada por entero al confinamiento y fui atacada por un antojo obsesivo: quería comer “carne esmechá”, o desmechada (me niego a escribir despechada); los cubanos le dicen “ropa vieja”. La receta es sencilla: los ingredientes son carne para esmechar, ajo, cebolla blanca, pimentón –que no usaríamos porque Diego es alérgico–, ajís, un poco de zanahoria. También sacaría mis especias y un poco de salsa de tomate casera que guardo como si se tratara de objetos litúrgicos.
Empecé a cocinar. Puse música, organicé la cocina, saqué la carne y corté cilantro, mezclé varias especias mientras pensaba que si ponía la carne en la olla exprés ganaría tiempo. Vale la pena recordar que ese tipo de olla, desprestigiada por los nuevos gurús de la cocina, fueron las mismas que le dieron libertad a una generación de madres y abuelas. Creo que en algún momento fueron instrumentos de liberación; como a mayor presión atmosférica en la cocción se ahorra tiempo, suelo pensar que en una cocina del siglo pasado, mientras estas ollas pitaban, algunas mujeres gemían de placer.
Hice un arroz y mandé una foto. Me sentía una experta. La olla empezó a pitar y supe que era el momento de abrirla. Intenté sacar el aire y lo siguiente que recuerdo es mi cara ardiendo y un pedazo de carne en el techo. Me había estallado la olla de presión en la cara (tranquilos, ya estoy bien). Me estalló a mí, que cocino con relativa destreza; a mí, que hago alarde de una sazón que tampoco es mía, sino la herencia de una familia hedonista. Por suerte, junto con mis cicatrices, se desvaneció el derecho a un público gastronómico.
En medio del doble aislamiento –el segundo por las quemaduras y el terrible ardor en mi rostro–, al igual que hace un adicto, corrí a buscar una señal entre mis libros. Necesitaba encontrar un mensaje oculto que sanara mis quemaduras y apareció el libro de Lucia Berlin, Manual para mujeres de la limpieza: un conjunto de cuentos cortos con historias sobre mujeres, un libro que mi madre y yo compramos de a dos. Uno para ella, otro para mí.
Lucia Berlin es una escritora redescubierta. Era el primer libro que leía de ella, pero conocía algunos de sus cuentos; regalos de internet. Me gustan sus historias y su vida de gitana gringa. Es una mujer hermosa que vivió con la intensidad de quienes no tienen compromisos con la celebridad, la inmortalidad o la historia. Alcohol, pasión, belleza y comprensión del mundo pueden ser la fórmula perfecta para desangrarse por toda la eternidad.
Abrí el libro con la avidez de una bruja salvada de la hoguera que cree que unas palabras al azar alivian las quemaduras. De repente me encontré con esto: “Llevo años trabajando como enfermera y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace”. Yo era tan solo una mujer inexperta herida por una olla exprés. Una cosa me llevó a pensar en la otra. El silencio en este país indica que nuestra enfermedad es terminal: que lo digan los líderes sociales asesinados durante el confinamiento. Había encontrado la respuesta. En este punto podría dejar de escribir. Hago eso cuando no me pasa nada, quizá para que de golpe me pase. Pero me niego a dejar de buscar conexiones. En otro lugar de esta misma ciudad la realidad explota sin remedio. El estallido de una olla con agua y comida despertó mis alertas y por dignidad de proporciones yo aguantaría imperturbable mi accidente. Sería la chamuscada silenciosa que evitaría con grandeza el ataque de las ollas pitadoras.
Después vino el libro Agua por todas partes, de Leonardo Padura, esta vez oficialmente comprado durante la espera en un aeropuerto. Es un libro de ensayos que reflexionan sobre el oficio del novelista desde la realidad cubana. Acababa de terminar el libro Los cristales de la sal, de Cristina Bendek, que en algún lado —no recuerdo dónde– había utilizado la primera parte del poema de Virgilio Piñera que en mi casa se repetía como un mantra: “La maldita circunstancia del agua por todas partes”. Padura había decidido titular el libro con la segunda parte del famoso verso y su título me devolvía a la isla, al olor a salitre, a la estrofa de Beautiful San Andres que dice: “Take me back to my San Andres”.
Como un balde de agua salada, ese día, al prender el televisor, vi noticias aterradoras sobre el archipiélago. Rompí mi horario de permanencia en pantalla y le escribí a mi papá, quien confirmó mis temores: mientras escribo esto, en San Andrés hay veintiún nuevos casos de coronavirus, se esperan más de cien, y solamente hay nueve camas de cuidados intensivos y cinco respiradores. El panorama es terrible. En efecto, “el hilo de coser fue bordado en un mantel”. Además, ese dato no parece real, los infectados deben ser muchos más: los últimos casos llegaron por barco con el pan nuestro de cada día.
Además, me llegó un correo de un grupo de estudiantes de las islas. Sus padres han quedado sin ingresos, no tienen cómo devolverse ni tampoco cómo quedarse. Piden un vuelo que los regrese o ayuda alimentaria para su sostenimiento. Rematan diciendo: “Somos ochenta y cinco personas”. No puedo evitar la tristeza porque, como dice Padura, “soy porque pertenezco, porque hay tipos que padecen la insularidad, pero que a la vez se revuelcan en ella y, si deben partir, se sienten partidos: una de sus mitades se va, otra se queda”.
Hoy, una mitad mía se ahoga. El miedo me paraliza porque quienes hemos vivido en lugares que solo son visibles con la tragedia sabemos que dentro de esta, también somos pequeños.
De forma extraña la vida continúa. Tomo café mientras veo el jardín, hacia una nada que habitan un poco de agua de una laguna rosada, una vaca que duerme junto a ella y el proyecto de una huerta. Todo parece tranquilo, como si no pasara nada.
Pero incluso, cuando están cerrados, los libros se siguen escribiendo.
No todos los días serán iguales. Eso espero.
LAURA ARCHBOLD
FOTOS: DIEGO CADAVID
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 158 - MAYO 2020
Revista Don Juan
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