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LA NUEVA CERVEZA COLOMBIANA

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Foto:

Revista Don Juan
 Son las seis de la mañana de un lunes. En las calles del barrio Colombia, en Bogotá, apenas están abiertas algunas panaderías donde los trabajadores que madrugan se sientan a desayunar. “Hoy vamos a preparar 500 litros de una Belgian Pale Ale”, dice Javier Galván, el maestro cervecero de Madriguera Brewing Co. La planta queda a media cuadra. Es una antigua casa con una fachada pintada con murales y sin letrero alguno. Nadie pensaría que de ahí sale la bebida preferida de los colombianos, hasta cuando se cruza la puerta y aparece un enorme espacio de doble altura con control de temperatura y piso de cemento pulido, donde descansan varios tanques de acero inoxidable: entre depósitos de agua, tanques de cocción y fermentadores, hay suficiente equipamiento como para producir 22.400 litros mensuales de cerveza.
Galván maneja toda la planta desde un tablero central lleno de perillas e interruptores, que controlan todo un laberinto metálico de ductos, válvulas y bombas hidráulicas. Cuando presiona un botón comienza a sonar un chorro líquido que se vacía dentro de uno de los tanques de cocción, y mientras se vierten los litros necesarios para su receta, él mismo baja a un pequeño depósito donde huele a granos dulces; allí se pone a moler, con la ayuda de un aparato metálico, la mezcla de maltas y de avenas que va a usar para preparar la cerveza del día. Lo último, antes de comenzar la cocción, es medir y ajustar la calidad del agua y sacar de los cuartos fríos la levadura, para que se comience a descongelar y a activar.
Hacer cerveza, en teoría, es simple: primero se prepara una infusión, o mash, entre los granos y el agua a unos 68 oC; después, el mosto se filtra para quitar las cáscaras de la cebada y los sólidos y, finalmente, se cocina a 92 oC antes de añadir el lúpulo, que llega a Colombia en forma de pellets –unas pastillas deshidratadas que se importan de Europa, Nueva Zelanda o Estados Unidos–. Luego, el líquido se enfría y pasa hacia los fermentadores, donde se añade la levadura para que el azúcar se comience a transformar en alcohol. Después de unos diez días ya existe la cerveza; entonces se pasa a los barriles, se deja de tres a cuatro días para que termine de madurar, se añade gas carbónico y, ahí sí, ya está lista para salir hacia las cervecerías.
Mientras se hace la cocción, Galván vuelve al laboratorio para recoger las muestras de agua que había tomado hacía un momento. Y después de organizar su puesto de trabajo, dice:
–Entonces, ¿ahora sí se toman una pola?
Son las nueve de la mañana, pero no hay forma de decir que no.
La historia de Javier Galván es una metáfora de la formación de cerveceros en Colombia. Él llegó a Madriguera en el 2015, cuando los socios –Teddy Acuña, Óscar Cortés y Francisco Herrera– decidieron montar una planta capaz de crear 4.500 litros mensuales de cerveza y lo contactaron a él, un técnico experto en cuartos fríos, para que acondicionara todo el control de temperatura de la planta en construcción. “Él sabía soldar y pulir tanques porque en algún momento había trabajado con tanques de leche”, recuerda Acuña. “Yo era todo ‘pokerón’ y no me creía que estos manes fueran a hacer cerveza”, dice Galván. “Pero cuando terminamos la planta, yo les dije: ‘Entonces, ¿me enseñan?’. Y me dijeron: ‘Hágale’”.
Galván, medio en serio y medio en broma, resume la historia de la cerveza en un par de frases: dice que primero estuvieron los alemanes y los ingleses haciendo los estilos más clásicos; después llegaron los belgas, que empezaron a experimentar con el amargor, a añadir especies, y que, finalmente, llegaron los gringos, que hicieron lo que se les dio la gana. “A mí sí me falta una maestría en cerveza, porque, aunque he aprendido de ingredientes o de cómo replicar un tipo de agua, esto solo ha sido práctico”, dice. “Claro que también he conocido cerveceros gringos que han venido a enseñarnos: Andy Howe [un cervecero profesional de la Universidad de Oregón que actualmente trabaja con cervecerías de Colorado] vino una vez y me enseñó a ser más relajado, a que aunque hay que ser estricto con las recetas uno tiene que tener la visión de lo que quiere tener y después solo se trata de ir controlando el proceso para llegar a eso”.
Cuando habla de visión, se refiere a los estilos de la cerveza. Hay cientos de recetas disponibles en foros profesionales o libros históricos que cuentan, paso a paso, cómo se hacían las cervezas más clásicas en las abadías europeas. Cada una tiene un nombre: la Porter, la Amber Ale, las Hefeweizen alemanas, que están hechas de trigo, y las Dubbel o Tripel belgas, por poner algunos ejemplos. Solo en los manuales del BJCP –el Beer Judge Certification Program, una asociación que promueve el conocimiento alrededor de las cervezas– están registrados 105 estilos: desde la Oatmeal Stout –oscura, dulce y con una base de avena que se mezcla con la cebada– hasta las American India Pale Ale –amargas y con un exceso de lúpulo–. Y hay muchas más: de hecho, algunos cerveceros prefieren hacer sus propias recetas por fuera del BJCP, experimentando con métodos e ingredientes, para no sentir que los estilos son camisas de fuerza. Sin embargo, el grueso de la población en Colombia suele pensar que la cerveza es solo una: la Lager –fermentada en temperaturas frías–, que es el tipo de todas las cervezas industriales del país.
A Sergio Cabrera, el fundador de Tomahawk –otra cervecería bogotana– le gusta hablar de que en Colombia hubo una especie de “amnesia cervecera”. Para él, mientras en el mundo entero la gente hizo cerveza en sus casas y conoció diferentes estilos, acá se perdió la conexión con esa cultura porque era más fácil masificar la producción y vender la misma cerveza en todas partes. Se refiere a las grandes compañías de cerveza industrial, que compraron entre los años treinta y sesenta a la mayoría de cervecerías locales de Colombia y estandarizaron unas pocas marcas, que posicionaron a nivel nacional: hasta los años noventa, por ejemplo, se podían contar las marcas de cerveza con las dos manos, e incluso hoy el 99,5 % del mercado de la cerveza está dominado por las marcas industriales.
Pero no hay que caer en el absolutismo: la cerveza artesanal nunca dejó de estar presente. De hecho, la historia misma de la cerveza en Colombia nació –como en todo el mundo– de las cervecerías artesanales. Hacia 1835 se crearon las primeras cervecerías comerciales en Colombia y en 1867 los que son considerados los padres de la cerveza colombiana –los hermanos Ángel y Rufino José Cuervo, quienes aprendieron el oficio de hacer cerveza en Europa– lanzaron cuatro estilos de cerveza que se vendieron en los estancos de La Candelaria; la publicidad que ponían en los periódicos de la época eran esquelas que decían, por ejemplo, que quienes bebieran su porter “al poco tiempo de tomarla se [pondrían] más rubicundos y fornidos que el inglés más jayán”.
Los cerveceros de hoy reconocen que el movimiento actual tuvo pioneros: a finales de los años noventa se fundó la cervecería Colón y después BBC, Apostol, Bruder y Tres Cordilleras, marcas que empezaron a producir cervezas tipo Ale en Colombia y educaron a los consumidores; gracias a ellos, la gente aprendió que había cervezas rubias, rojas y negras. Después llegaron Manigua, Statua Rota y Chelarte, cervecerías que irrumpieron con un carácter mucho más experimental y que empezaron a convocar festivales cerveceros donde muchos de quienes actualmente están detrás de los tanques de cocción tomaron la decisión de hacer cerveza. Finalmente, hace unos cinco años llegó una nueva generación: solo en Bogotá y sus alrededores están Moonshine, Tomahawk, Bárbaros, Vistalegre, 13 Pesos, La Rola, Mela’s, Bicla, Season Beer, Slow Beer y Non Grata; en Medellín están 20 Mission, Maestre, 4 Sur, El Craft, Abadía y Espiga; en Cali, Antaño y Ritual; en Pasto, Pastusa; en Manizales, Cabra Loca (una Stout a la que le añaden café de la región), en Minca, cerca de Santa Marta, Nevada, una cervecería que trabaja con el agua de la Sierra, y hasta en Icononzo, Tolima, donde un grupo de desvinculados de las Farc hacen la cerveza La Roja. Hoy, según las cuentas más conservadoras –como la del Colectivo Colombiano de Cervecerías Artesanales, COLCAS– hay 255 microcervecerías en todo el país, pero en algunos registros –como los del historiador y coleccionista de cerveza Ricardo Plano Danais, que actualiza periódicamente un directorio cervecero en internet– se llegan a contar 316.
Además surgieron festivales –como el Festival de Cerveceros Artesanales, que ya va por su sexta edición y se celebrará en octubre– y bares especializados, como Metropol –a una cuadra del Parque El Poblado, en Medellín–, el Irish Pub, la Tienda Nacional de Cerveza y El Sindicato –en Bogotá, con cervezas en draft y en botella de todo el país–, y la Tienda Camden, en Cali. Y hasta brewpubs como Galería Hopulus –en Bogotá– y La Planta –en Medellín–, donde la gente se puede tomar una pola en medio de una fábrica de cerveza. Vale la pena aclarar que esta es solo una pequeña lista y que quedan por fuera cientos de otras cervecerías y bares, que se escaparon del ejercicio de registro que puede caber en un par de párrafos.
Es una tarde de febrero. En el balcón de un apartamento del Recodo del Country, en Bogotá, el fundador de la cervecería bogotana Tomahawk sirve con cuidado una botella sin etiquetar en una copa cervecera. El líquido es de color claro, pero también muy turbio. En nariz se siente el golpe ácido, pero sutil, de una fruta biche del trópico; en la boca, en cambio, están la potencia y el balance de una Ale tradicional. El sabor es seco, amargo, perfecto para una tarde en la que el sol pega duro y de frente.
–¿Cómo le parece? ¿Sí le gusta? ¡Es un experimento que estoy haciendo, pero no puedo contarle mucho más! –dice con emoción.
–¿Fue muy difícil hacerla?
–¡Qué va! Hacer una cerveza es como hacer un asado.
Cabrera se refiere a que todo es fácil cuando hay amigos alrededor. Él tiene 25 años y desde hace cinco la cerveza es su vida: en el 2014 creó su marca –y su cerveza insignia, la Tomahawk Pale Ale– junto con unos compañeros que se volvieron fanáticos del arte de hacer pola. “Vimos videos, nos pusimos a hacerla en la casa, literalmente en la olla tamalera. Eso fue como en el 2013. Decidimos llevarla a Statua Rota, uno de los pocos bares de cerveza artesanal que había en Bogotá en esa época, para que nos dijeran cómo estaba”, dice Cabrera. “El man la probó y dijo: ¡Qué chimba de pola! Y de una vez nos dijo: deberían ponerla en barril para que podamos venderla aquí”.
Todas son historias de trabajo, de deudas y de paciencia.
Por ejemplo, está el caso de Non Grata: dos financieros –Daniel Lozano y Andrew Cárdenas– y un diseñador –Simón Aguía– que hacían cerveza por hobby y se cansaron de cocinar en el kit que habían comprado por internet. En el 2016 decidieron montar una planta para producir 120 botellas en cada cocción y trajeron a otra diseñadora al equipo –Julita Balboa– para alejarse de las recetas tradicionales e inventarse cervezas que tuvieran todo un concepto detrás. “Esto es emprendimiento al ciento por ciento”, dice Daniel Lozano mientras llena una copa de cristal con una cerveza oscura y maltosa. Es su Bourbon Ale –un estilo que ellos crearon usando madera de barriles de Jack Daniel’s– a la que le pusieron Jack El Destripador. Ellos, después de darse cuenta de que la clave para llegarle a la gente era embotellar su cerveza en empaques impactantes, que complementaran el concepto de la cerveza, empezaron a circular en restaurantes y tiendas de cerveza. Ahora están a punto de abrir un bar en el barrio San Felipe, de Bogotá. “Todavía no nos alcanza para un salario, pero usted no sabe lo que hemos hecho con tarjetas de crédito y esquivando balas… No tiene nombre”, dice Lozano.
La historia de Bárbaros, otra cervecería bogotana, es similar: tres amigos del conjunto Namur –cerca de la 170 con autopista Norte, en Bogotá– que se obsesionaron con la idea de hacer su propia cerveza e instalaron su primera planta de 50 litros en la cocina de una de las casas. Después decidieron crecer montando una planta con más capacidad, pero la clave fue abrir su propio bar. Para llegar hay que bajarse del Transmilenio en la calle 45 y caminar hacia el occidente por el costado sur hasta encontrar un local esquinero, con rejas negras en las ventanas y un grafiti inmenso, a nivel del piso, que grita en letras mayúsculas: “You’ll never drink alone”. La frase es un espejo de la personalidad de los tres fundadores, que son fanáticos del ska, el punk y la cerveza con más de seis grados de alcohol: “Cuando uno hace pola no solo quiere mostar la pola, sino también lo que es uno”, dice Sebastián Recalde, uno de los fundadores. De hecho, el bar de Bárbaros es uno de los puntos clave del Eje Cervecero Insurgente, una alianza que hicieron 13 bares (aunque en este momento solo 11 están activos) que quedan alrededor de la calle 45, entre la Universidad Nacional y la avenida Caracas, en Bogotá.
Para Recalde y sus dos socios –Rommel Fernandez y Juan Camilo Gutiérrez– la apertura del bar significó entender a fondo una realidad que, aunque es básica, pocos cerveceros tienen en cuenta: que no basta con hacer la cerveza porque la parte más difícil es venderla. “Si nos hubiéramos quedado solo haciendo pola, ya nos hubiéramos cansado. No estaríamos acá”, dice Rommel Fernández, el segundo de los fundadores, que dejó su trabajo como chef para dedicarse a hacer cerveza. “Hace tres años, cuando empezamos en esto, se nos iba todo el día cocinando: todo era estudiar, hacer pola, ir a hacer pedidos y volver a estudiar”.
Mientras se toman una Bestial –la Pale Ale de la casa– cuentan que la primera vez que hicieron cerveza, como no tenían sistema de refrigeración, tuvieron que sacar la olla al parque del conjunto y la intentaron enfriar con toallas húmedas. “¡Cómo no teníamos molino molimos la cebada a puños!”, recuerdan riendo. El resultado fue un fracaso, pero los obligó a tomarse en serio su nuevo oficio: invirtieron ahorros, compraron un equipo de 150 litros y alquilaron una bodega, donde hacían la cerveza, que vendían entre sus vecinos o en bares amigos, como Statua Rota, donde les aceptaban sus barriles. Hace un año y medio, sin embargo, abrieron el bar. Y en vez de seguir invirtiendo en aumentar la capacidad de su planta, decidieron alquilar otra planta donde pueden, ellos mismos, hacer sus cervezas: ahora preparan 1.800 litros por bache en la planta de Madriguera, la misma en la que cocina Javier Galván.
Teddy Acuña, el fundador de Madriguera, contesta el teléfono. Está montando bicicleta para dirigirse a su oficina en Portland, Oregon, la ciudad donde conoció a fondo la cultura cervecera y donde se animó a llevar una idea de negocio a Colombia. Diez minutos después devuelve la llamada y cuenta que –como en casi todas las cervecerías– él y sus socios cocinaban cerveza casera por hobby, pero que en el 2015 decidieron fundar Madriguera. Desde el principio trazaron un plan comercial que incluía abrir una cadena de bares: “Ya sabíamos hacer cerveza en lotes pequeños, de 20 litros, pero queríamos hacerlo bien, que fuera un negocio en serio. Vine a Portland a hablar con todos los cerveceros que pude y a sentarme con asesores. Para montar nuestro plan de negocios se necesitaba por ahí un millón de dólares, pero nosotros, al principio, conseguimos 600 millones de pesos para montar una planta de 4.500 litros mensuales. Nuestra visión es ser la cervecería más grande de Bogotá y ofrecer experiencias únicas alrededor de la cerveza. Por eso abrimos el bar en Quinta Camacho y expandimos la planta, que hoy ya tiene una capacidad de 22.400 litros mensuales”. Hoy, el bar de Quinta Camacho, ubicado en la terraza de una casa a pocos metros del parque Marconi, mueve casi 4.000 litros mensuales de sus cervezas insignia: Oso Sempiterno –estilo Oatmeal Pale Ale–, Conde Cortés –India Session Ale– y Rey Mapache –American Golden Ale–. Es un pub moderno, con murales de animales en las paredes –de ahí el nombre “Madriguera”– que ofrece chicharrones con salsas orientales o costillas para acompañar sus cervezas. Su reto, dice, es abrir más bares en Bogotá: dos en el corto plazo, incluyendo uno antes de que termine el 2019.
Aquí surge una paradoja. ¿Se le puede llamar “artesanal” a un negocio de esta magnitud? Cuando se habla de cervezas, es mejor relajarse y no ser fundamentalista. Es cierto que hay cervecerías pequeñas de mayor tamaño que otras, pero ninguna alcanza los niveles de producción de las enormes cervecerías industriales que, a brocha gorda, pueden producir 800.000 litros diarios de cerveza sin titubear. “Nos dicen ‘artesanales’ porque es una traducción a la ligera del inglés craft beer, explica Sergio Cabrera, de Tomahawk. “Sin embargo eso no significa que no podamos crecer, pues en Argentina o en Estados Unidos hay cervecerías que logran niveles de producción altísimos”.
Para muchos cerveceros es importante romper con la imagen de que lo “artesanal” o lo “micro” es sinónimo de “casero”. El término debe verse desde un punto de vista mucho más complejo, que, para Cabrera, incluye tres dimensiones: inversión, calidad y “parcería”.
Cuando habla de calidad, Cabrera reconoce un estándar mínimo en donde el cliente esté seguro de recibir cierta consistencia entre la cerveza que se toma hoy y la misma cerveza cuando se la tome otro día. Mientras que el asunto de la “parcería”, como el lo llama, se trata de una actitud abierta de ayuda entre cerveceros, sobre la que pueden surgir vínculos fuertes para compartir conocimientos y ayudar a que crezca la industria.
En sus grupos de WhatsApp, los cerveceros artesanales piden barriles prestados y organizan competencias informales con pequeños baches experimentales para ver cuál de todos hace la mejor cerveza. Así se enfrentan a nuevas recetas y ponen a prueba sus habilidades. Además, es una manera de aprender de los otros, de recomendarse material de estudio –existen, por ejemplo, libros especializados que hablan solo sobre agua, levaduras o lúpulos– y de discutir sobre el futuro de la industria. Sería imposible entender el rápido crecimiento de la cerveza artesanal en Colombia –y también en el resto del mundo– sin tener en cuenta este espíritu de equipo: cada vez que un cervecero tiene un problema, puede encontrar una respuesta en uno de los foros donde personas de todo el mundo comparten su conocimiento práctico o los secretos del manejo de los equipos. Y esa actitud va más allá de internet. Daniel Lozano, fundador de la cervecería Non Grata, por ejemplo, cuenta que en el 2016 él y sus socios organizaron un viaje a Estados Unidos para conocer cervecerías: “De 30 a las que les escribimos, 27 nos recibieron”, dice. “Estuvimos en Boston, en Nueva York, en Delaware… Y no nos metían como turistas; como éramos cerveceros nos dejaban oler los ingredientes. ¡En Mispillion River nos invitaron a cocinar y pudimos estar en la elaboración de un lote de 15.000 botellas con un equipo que no existe en Colombia!”.
Pero el último elemento para tener en cuenta en la definición de lo artesanal, el de la inversión, es tal vez el más importante: una cervecería deja de ser artesanal si recibe recursos de una cervecería industrial o de un grupo cervecero como AB InBev, SABMiller o Heineken, porque pierde la independencia de las decisiones y, sobre todo, la flexibilidad para experimentar.
Las grandes innovaciones de las cervecerías artesanales se dan en procesos larguísimos de ensayo y error, donde con un objetivo en mente los cerveceros van variando las recetas hasta encontrar un resultado que les parece ideal. Es el caso de la Mandaripa, de Non Grata, una IPA a la que le añaden piel de mandarina del Meta durante el proceso final de fermentación para marcar un aroma característico y resaltar el amargo natural de la IPA. O el de la Guava Pale Ale de Madriguera, una cerveza suave y turbia hecha con lúpulos de Estados Unidos y Nueva Zelanda que, sin ser dulce, tiene ese aroma cítrico y floral de la guayaba. Además, la experimentación es la mejor escuela de cerveceros: Rommel Hernández, por ejemplo, recuerda una vez que experimentó con levaduras de Brasil y de otra vez que, leyendo sobre agua, decidió replicar la de un monasterio para recrear una receta belga de hace siglos.
“Incluso podríamos llegar a crear un estilo propio, una Colombian Ale, pero para eso habría que trabajar para elaborar una nueva levadura, propia, y eso requiere inversión”, dice Teddy Acosta, de Madriguera. “Sin embargo, en Colombia, la legislación de alimentos no está construida para la innovación”. Acosta habla del Invima, que obliga a las cervecerías a crear un registro nuevo por cada tipo de cerveza que comercializan. Sin ese tipo de obstáculos, probablemente las cervezas que se podrían probar serían muchísimas más.
Quedaba un obstáculo. Posiblemente el más grande de todos: en noviembre del 2018 se anunció que, dentro de la reforma tributaria, las cervezas tendrían un IVA del 19 %, lo cual podría llegar a aumentar drásticamente el precio de todas las botellas, tanto artesanales como industriales. Daniel Lozano recuerda el momento: “Recibí una llamada, era Juan Carlos Tafur, de Mela’s, y me dijo: ‘¿Qué vamos a hacer?’. Yo le dije: mandémosle una carta al Presidente”. En el proceso Lozano volvió a sacar todos sus conocimientos de finanzas –había renunciado a su trabajo en un fondo de inversión para hacer cerveza– y descubrió datos impresionantes: que las 255 cervecerías activas que hoy existen en Colombia están presentes en 83 departamentos y en 19 municipios; que hay más de 700 empleos directos relacionados actualmente con las microcervecerías y que, si el crecimiento se mantiene durante los próximos años, la industria podría llegar a generar 8.000. Recogió 70 firmas para decirle al Gobierno que en vez de castigar a las cervezas artesanales las debía ver como una oportunidad de crecimiento económico. Y aunque la historia no tiene un final tan feliz como debería –el IVA del 19 % empezó a regir a partir de marzo–, el Gobierno sí decidió responderles y abrió una mesa técnica con el Invima, el Ministerio de Salud y el Ministerio de Comercio. “Nuestra legislación es de hace sesenta años, cuando había una sola empresa haciendo cervezas”, dice Lozano. “Nosotros presentamos nuestros argumentos y ya estamos avanzando para que no nos exijan un registro sanitario por cada cerveza, sino uno por planta, al igual que pasa en Estados Unidos y en Argentina, que son países líderes en cerveza artesanal”.
Hoy, el negocio de las cervezas artesanales, según cuentas de Lozano, puede estar moviendo alrededor de 40.000 millones de pesos anuales. Eso es solo el 0,5 % del negocio de la cerveza en Colombia. Pero podría ser mucho más: en Estados Unidos, por ejemplo, las cervecerías artesanales tienen el 13,2 % del mercado y en Colombia, donde nacieron más de 100 cervecerías en solo tres años, el crecimiento acelerado –se pasó de 116 cervecerías a más de 250 en apenas tres años– permite pensar que es posible, en muchos años, llegar a cifras similares.
Lozano se emociona cuando habla de números, pero, como todos los cerveceros, se emociona aún más cuando habla de cerveza: “En este movimiento alguien hace una cerveza con café, otra con madera de barriles de whiskey, otra con mandarina y otra con chocolate de Tumaco”, dice.
Y él, como todos los cerveceros se emocionan todavía más cuando hablan con una cerveza en mano.
Por eso, antes de apagar la grabadora, cada uno de ellos ofrece un brindis por las cervezas artesanales. Porque todo este movimiento se trata, simplemente, de crear y de celebrar la diversidad del universo de la cerveza, un universo en expansión que se hace con agua, lúpulo, cebada y levadura.
jaime romero, de la Tienda Nacional de Cerveza.
Revista Don Juan
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