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Los excesos de Alejandra Ávila

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Alejandra Ávila interpreta a Mariángela, una “pelada” adicta a las drogas y a la vida, en ¡Que viva la música!, la nueva película de Carlos Moreno basada en la novela de Andrés Caicedo. Las dos tienen en común sólo una cosa: el gusto por la rumba.
“LUEGO DE SUPERAR TODOS LOS CASTINGS, LA ÚNICA PREGUNTA QUE ME HIZO CARLOS MORENO FUE: SI TE QUEDÁS CON EL PAPEL DE MARIÁNGELA, ¿TENÉS PROBLEMA EN BESAR A OTRA MUJER? Yo le dije que no”. Y la escena no salió nada mal. La toma se tuvo que repetir sólo tres veces, fue de las últimas que hicieron, y antes de empezar a grabarla se tomó un shot de whisky para estar más tranquila. “Yo estaba muy nerviosa, tal vez María Paulina Dávila [María del Carmen, en la película] un poco menos, porque a ella ya le había tocado grabar unas escenas muy fuertes”.
¡Que viva la música! es la adaptación al cine de la novela de Andrés Caicedo, el escritor caleño que –además de escribir docenas de cuentos, obras de teatro, centenares de críticas de cine– se convirtió en mito cuando se tomó sesenta pastillas de seconal y dejó un cadáver de 25 años y su única novela recién impresa. Caicedo es el Jim Morrison caleño. La película fue dirigida por Carlos Moreno, ganador de más de 14 premios internacionales, y director de filmes como Perro come perro, Todos tus muertos y de la serie Escobar El patrón del mal. ¡Que viva la música! se grabó hace dos años y el rodaje duró alrededor de seis semanas en Cali.
Buena parte de la película fue rodada en la noche. Empezaban a las cinco de la tarde y en ocasiones las jornadas se extendían hasta las siete de la mañana del otro día. Pero no había tiempo para la rumba. Y a Alejandra Ávila le gusta la rumba. Mucho, pero nunca como las de Mariángela, su personaje en la película, una “pelada” entregada a la noche y las drogas. “Las rumbas de Mariángela son pesadas”. Las de Alejandra no. O al menos no hasta ese punto. Le gusta el rock, la salsa y la música electrónica. “Siempre que voy manejando escucho música electrónica”. Cuando toma, toma poco, y en un bar no es raro verla con un vaso de vodka con cranberries en la mano. La última fiesta “pesada” que recuerda fue en su cumpleaños del año pasado. Estaba en Miami –donde vive su familia– y salió con su hermano.
Regresaron a las nueve de la mañana con el cuerpo destrozado de tanto bailar, porque esa es su rumba perfecta: una noche en donde nunca se quede quieta. “Se me pasan las horas bailando porque creo que no me va a pasar nada. Al otro día es que siento los efectos. Y cuando me da guayabo tengo que quedarme acostada todo el fin de semana y comer mucho: pizza, hamburguesas, pasta, papas fritas con mucha Coca-Cola en lata helada, muuuucha, hasta que me lloran los ojos”.
Su primera borrachera fue en el colegio. Estudió en el colegio Americano de Ibagué, la ciudad donde nació y vivió hasta los dieciocho años. Durante toda su adolescencia tocó piano, modeló e hizo cursos de teatro. También fue parte de las comparsas de baile del colegio e incluso llegó a ser reina del folclor de Ibagué. La música venía con ella. También el deporte. Fue gimnasta olímpica, practicó saltos ornamentales –o clavados, como se les conoce–, e intentó jugar baloncesto, pero siempre le fue muy mal. En lo que sí era muy buena, según ella, era en el fútbol. Nunca tuvo una posición definida en la cancha, no le gustaba ser arquera y “daba mucha pata”. Desde hace un buen tiempo no juega, pero respira fútbol, tanto o más que los hombres. Estuvo en el Mundial de Brasil 2014 y ahora está ahorrando para ir al de Rusia 2018. Es hincha del Real Madrid y del Deportes Tolima. Su familia se trasladó a Miami hace cuatro años, y desde ese momento adquirió un nuevo vicio: ver a los Miami Heat, aunque ya no esté Lebron James, su jugador favorito después de Michael Jordan.
Se graduó del colegio en 2003 y al año siguiente viajó a Argentina para participar en Protagonistas de Novela, su pase de entrada a la televisión. “Yo creo que mi mamá movilizaba a todo Ibagué para que votara. La pasé muy bien y fue una gran experiencia, pero lo mejor fue conocer a los grandes maestros que conocí y me ayudaron a abrir las puertas”. Entre su lista de profesores aparecen nombres como Alejandra Borrero, Julio Sánchez Cóccaro, Humberto Dorado, Ricardo González y Vicky Hernández –“mi maestra”– y con ellos empezó a formarse en talleres a su regreso a Bogotá. Y los contratos llegaron pronto: ha participado en ocho novelas –muchas de ellas para Estados Unidos–, pero también ha llegado a las pantallas de Hungría, Rumania, Italia, México y Venezuela; grabó el año pasado Melones y Pepinos, una serie web en formato cine que fue coproducida por Mimosa. Y su primera aparición en la pantalla grande es en ¡Que viva la música!
Alejandra presentó tres castings en Colombia para entrar a la película. Pero luego de realizar la última prueba, tuvo una pequeña discusión con María Paulina enfrente de Carlos Moreno, quien confesó en el Festival de Cine de Sundance –llevado a cabo en enero en Utah y al que fueron invitados junto con otros 118 filmes que se proyectaron– que gracias a eso había descubierto la química que tenían las dos. “Él dijo que eso era lo que necesitaba que tuviéramos en la película y, como un gran director, lo aprovechó. Carlos quería dos mujeres que fueran diferentes físicamente, pero que tuvieran una conexión desde la mirada”. Un mes y medio antes de empezar la grabación, Alejandra tuvo que desplazarse a Cali para iniciar todo el proceso de adaptación, de trabajo de campo y construcción definitiva del personaje y de su imagen. Necesitaba conocer los lugares en donde se iba a rodar la película como Pance, el Parque del Perro o Versalles, que sólo conocía por el libro. Tuvo que tomar clases de Pole Dance y salsa. “Todos los domingos íbamos a un sitio muy tradicional de Cali con Carlos Moreno, en donde los señores, a las once del día, ya están con su traje y sus zapatos impecables, bailando salsa. A mí me encanta bailar y creía que era la más bailarina de todas, pero un domingo de esos me sacó a bailar un señor y me dio tres vueltas”. No tuvo que tomar clases de acento, porque todo el equipo de producción y el director eran ciento por ciento vallunos y se contagió del ve, del oís y de los “japatos”.
Luego de las sesiones de salsa, Alejandra comía sancocho de gallina en Ginebra, y para mantenerse en forma iba al gimnasio con su “enamorada” de la película y otros actores. –Yo siento que Andrés Caicedo reflejó una parte de él en Mariángela. Por eso mi personaje se mata. Él decía que vivir más de 25 años era una vergüenza. Cuando le entregaron el libreto de ¡Que viva la música!, lo empezó a estudiar de inmediato. Lo leyó varias veces y luego comenzó a separar sólo sus escenas para moldear la imagen y personalidad de Mariángela. Hace dos meses, Alejandra regresó de nuevo a Colombia y se va a radicar en el país para continuar con varios proyectos de telenovelas locales e internacionales. Vive en Bogotá con sus dos gatos: Maya, uno persa que se lo vendieron como hembra, pero resultó ser macho, y Jungla, una bengalí traída de Argentina. A Petrus, un bulldog francés que compró en Miami, tuvo que dejarlo con su mamá porque no se la llevó bien con sus gatos. Y dado que vive sola, prepara mucho pescado y pollo, le gustan las ensaladas, el curri y dice que cocina una pasta boloñesa fuera de serie. Alejandra viaja cada mes a Nueva York para grabar Más Latinos, un programa de entrevistas que exalta a los latinoamericanos que han llegado a triunfar en la Gran manzana.
Ahora piensa en sacar adelante las producciones que tiene pendientes, para luego radicarse en España. –Me encantaría ser una Chica Almodóvar. Y mientras tanto, ¡Que viva la música!
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