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Cinco verdades de Puerto Rico

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Si no sabe qué es chinchorrear, si nunca ha escuchado la plena y si cree que la gasolina es solo un hit de reguetón, este texto es para usted. Un recorrido por la música, los tragos, la comida y la cultura de Puerto Rico que lo va a dejar con ganas de visitar la isla más estratégica que Estados Unidos tiene en el Caribe. 
Primera verdad: los puertorriqueñismos merecen un diccionario.
Me di cuenta de eso apenas aterricé en el aeropuerto de San Juan, exactamente cuando hacía la fila para que revisaran mi visa gringa (porque aunque los boricuas no van a poder votar contra Trump, la isla es territorio estadounidense). Prendí el wifi y recibí un mensaje por Facebook de la amiga puertorriqueña de una amiga mía, a la que le había preguntado por buenos sitios de salsa.
“Pues mira, vamos al mambo. Te voy a escribir un revolú”, decía. “Quedas advertido, pero espero que lo entiendas. A veces los maestros pleneros se reúnen en Bonanza y tocan. En Río Piedras tocan bomba, plena y rumba. Si quieres ir de chinchorreo está el Watusi, Bonanza, Nellylandia. ¡Siempre se pone intenso!”.
 La calle Cerra, en Santurce, es el epicentro de un festival de arte urbano que recuperó un barrio de San Juan.
No entendí ni el 10 % de sus recomendaciones. ¿Chinchorreo? ¿Revolú? ¿Vamos al mambo? Al día siguiente le pregunté a Yugo, el conductor, qué era eso de “chinchorrear”. “Los weekenes la gente se va de chinchorreo, de hangeo, de pariseo. Es bien nítido, bien nice”. Y siguió con su discurso de guía turístico: Que en Puerto Rico habían hecho el marcapasos del líder soviético Nikita Kruschev y que la industria farmacéutica había sacado a la isla adelante durante la Guerra Fría. Supe después que pariseo viene del inglés party (o de las fiestas de París, quién sabe), que “chinchorreo” tiene que ver con salir a comer picaditas y que decir “vamos al mambo” –algo así como “vamos al grano”– hace referencia a los sonidos que le dan identidad a esta isla de las Antillas.
Y es que la segunda verdad de Puerto Rico es que allí todo cuenta una historia musical.
La tienda del Instituto de Cultura Popular: un museo vivo de la salsa.
Caminar por el viejo San Juan es caminar por una canción de salsa: aunque abundan las relojerías, los gift shops y los policías montados en Harley Davidson, cuando se va hacia la parte alta de la ciudad aparecen la calle Luna y luego con la calle Sol. Uno no tiene que sacar el cuchillo, pues es una zona turística, colonial y segura (que entiendan los que ya han oído la canción) y resulta inevitable empezar a tararear la letra de Lavoe. La gran ironía, sin embargo, consiste en que es casi imposible encontrar una buena tienda de discos en la parte turística de la ciudad.
Un día llegué a la Fundación Nacional para la Cultura Popular, una casa vieja que se convirtió en un museo de la salsa. Allí venden discos y LP de la Fania, el Gran Combo y muchísimas otras orquestas. Allí, una señora que se llama Malú es capaz de explicar cada una de las reliquias que están expuestas en las paredes: las fotos autografiadas de Danny Rivera, Cheo Feliciano, Johnny Pacheco, Héctor Lavoe, Willie Colón y Tite Curé; los primeros 14 Grammys de Calle 13; y las chaquetas, corbatas y sombreros de músicos famosos.
Malú explica que no le gusta la salsa, sino la bomba y la plena. La bomba salió de las coplas que decían los esclavos para comunicarse entre los palenques. Y la plena nació después en Ponce, cuando le metieron los “panderos esos”, como les dice ella al golpe de unos tambores. “¿Conoces Ponce? Queda al sur, en el Caribe”, dice Malú.
En Ponce, a cada rato pasan carros convertibles de los noventa que totean reguetón a todo volumen.
Y esa es la tercera verdad: Puerto Rico es mucho más que San Juan.
Playa Combate queda en el municipio de Cabo Rojo, al sur de la isla y sobre el mar Caribe. A la izquierda, el océano Atlántico y el barrio La Perla, en el viejo San Juan.
Ponce queda apenas a dos horas en carro desde la capital de la isla. Es una ciudad donde la arquitectura morisca del sur de España convive con el art déco de los años veinte y con casas de madera que parecen sacadas de Nueva Orleans. Además, está la cocina antillana –no se quede sin probar el mofongo, una especie de puré de plátano verde guisado y relleno con carnes, ni el arroz mamposteado– y el Museo de Arte de Ponce, un ícono de la arquitectura moderna construido por un discípulo de Frank Lloyd Wright que guarda 4.500 cuadros capaces de darle una clase sobre la historia del arte caribeño y universal.
Más allá está Combate, una playa del municipio de Cabo Rojo que aún se mantiene libre de hordas de turistas. En cualquiera de los hoteles cercanos puede alquilar buenas bicicletas de montaña para hacer un paseo a través de manglares y salinas hasta el faro de los morrillos.
También está el centro de la isla: una cadena de montañas que se parece a la zona cafetera colombiana. Ahí queda Toro Verde, un parque de cuerdas tirolesas (tarabitas) donde en marzo se inauguró el zipline más largo del mundo. En el recorrido de 2,2 km se logra una velocidad de 120 km/h y por casi dos minutos se atraviesan valles y montañas que usted puede admirar desde el punto de vista de Supermán.
Lástima que desde esa perspectiva no se pueden apreciar los mensajes publicitarios que están a los lados de las autopistas de la isla. Casi la mitad de las vallas dicen: “Gasolina: Party in a pouch”.
El Monstruo, una tarabita de 2,2 km de largo en la que se alcanzan velocidades de 120 km/h.
Y la cuarta verdad sobre Puerto Rico es que la Gasolina es mucho más que un hit de Daddy Yankee.
Probé la Gasolina un viernes por la mañana en una cafetería de la calle Serra, en Santurce. Entré para pedir una cerveza, pero lo único que había realmente frío era una nevera llena de bolsitas rojas.
“Es un coctel ready to drink”, dijo el tendero. “Bien refrescante”.
La Gasolina es algo parecido a un Smirnoff Ice, pero viene en bolsa tetrapak con pitillo incluido. Trae ron, tequila, jugo de parcha (maracuyá), otros ingredientes dulzones y once grados de alcohol. La primera dosis entra bien, pero la voz popular y el tendero de la calle Serra dicen que es mejor no pedir la segunda.
Sin embargo, hay varios tragos que sí merecen repetición. La noche anterior estuve en Asere, un restaurante cubano que queda en la placita, en Santurce. Allí sirven varios cocteles derivados de recetas clásicas con infusiones preparadas de la casa. Y también conocí el ron Barrilito durante el pariseo con salsa en vivo del Nuyorican Café, un sitio en el viejo San Juan a donde hay que llegar después de las once de la noche, cuando se acaban las clases de baile para los turistas y empieza la rumba real. La entrada cuesta cinco dólares y seis el trago de ron.
La taberna lúpulo, donde hay más de cincuenta cervezas draft  de cervecerías artesanales de todo Estados Unidos.
Pero si usted es de los que prefieren la buena cerveza al baile, vaya a La taberna lúpulo, también en la ciudad vieja. Tiene 150 cervezas artesanales en la carta y unas 50 variedades de draft de bodegas de todo Estados Unidos. Yo llegué sobre las tres de la tarde y una hora después pagué la cuenta de treinta dólares por dos pintas de cerveza y unos tacos de pescado, me quejé en voz baja por la devaluación de nuestro ilustre peso colombiano y di por terminado mi viaje por la mayor de las Antillas Menores.
Esa noche, de vuelta hacia Bogotá, pensé en lo que iba a pasar en Puerto Rico ese fin de semana: el Festival de Arte Urbano Santurce es ley, el Día Mundial de la Salsa –que reunió a Eddie Palmieri, Roberto Roena y otros músicos legendarios– y el pariseo de los clubes de reguetón donde, como me dijo el taxista que me llevó al aeropuerto, “la música es bien mala… ¡Pero van unas mujeres!”.
Y entonces llegué a la quinta verdad: que el peor error de ir a Puerto Rico es devolverse antes del fin de semana.
Agradecimiento a la Compañía de Turismo de Puerto Rico.
Si quiere saber más del autor, sígalo en Twitter como @chepejara
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