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La ciencia del soufflé

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Los más románticos dirán que la repostería es alquimia: hay trucos que convierten mantequilla en cremas deliciosas, infusiones que son pócimas y movimientos con el batidor y la espátula tan precisos como las fórmulas de una varita mágica. Pero no hay ningún postre más fantástico que el soufflé. Por su delicadeza y precisión milimétrica, porque parece inflarse por capricho sin necesidad de ninguna levadura y porque, igualmente, puede colapsar con el menor movimiento en falso que rompa el hechizo.
Pero, por supuesto, no hay magia. Hay una ciencia detrás de esto. Para que crezcan los pasteles convencionales se suele usar polvo para hornear, que es una tripleta de ingredientes que inflan cualquier producto con harina: el bicarbonato de sodio, que libera burbujas de dióxido de carbono cuando se mezcla con un ácido –usualmente viene en forma de bitartrato de potasio y al mojarse se convierte en ácido tartárico– y el sulfato de aluminio, que reacciona con el calor. Esta levadura crea burbujas dentro de la mezcla, un truco para que se vuelva más ligera. Pero el soufflé –que en francés significa “inflado”– no lleva ni levadura natural ni polvo para hornear. La receta más antigua que se conoce, escrita por Antoine Beauvilliers en su libro L’art du cuisinier (1814), no menciona más que unos cuantos ingredientes: “Ponga el equivalente de un huevo en mantequilla de calidad, un poco de nuez moscada y las yemas de cuatro huevos.
DALE CRUSE (CREATI VE COMMONS)
La clara debe ser batida aparte. Mezcle todo poco a poco [...] y sírvalo en platos o moldes de papel. Póngalo en el horno. Cuando el soufflé se haya elevado, tóquelo ligeramente. Si resiste un poco, es suficiente. Debe servirse inmediatamente, ya que es proclive a colapsar”. Como un globo, el soufflé se infla gracias el aire caliente. Quizá tras mucho experimentar o en un momento de ocio, alguien descubrió hace más de 300 años que las claras batidas a punto
de nieve atrapan en medio del proceso un poco de aire. Luego, si se envuelven suavemente con el resto de la mezcla –yemas, chocolate, harina y demás–, el resultado conservará esas burbujas. Una vez dentro del horno, el aire se expande y hace que la masa crezca. Por su parte, las grasas de la yema crean una corteza sólida que no deja escapar ni un soplo. Eso es lo que le da forma al soufflé. La repostería puede parecer alquimia, claro, pero solo porque no haya tubos de ensayo o químicos peligrosos no significa que no hay una ciencia detrás de ella. Quizá es la más apetitosa de
todas.
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