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La ciencia de los semáforos

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El primer semáforo de la historia fue un total fracaso. Lo inventó J. P. Knight, un ingeniero británico experto en señalización para trenes. “Fue instalado afuera de la Casa del Parlamento en 1868 y parecía una señal de ferrocarril”, dice The Guardian, “con letreros que salían por sus costados y lámparas rojas y verdes, operadas con gas, para su uso nocturno”. Un mes después de ser instalado, el semáforo explotó debido a una fuga de gas y quemó gravemente al policía que lo operaba. Por eso, nadie quiso saber nada sobre él.
Para 1920, sin embargo, los carruajes ya habían sido cambiados por automóviles de motor que inundaban las ciudades y pueblos de Estados Unidos. Allí se instalaron semáforos como si fueran un símbolo de progreso: cada pueblo quería tener uno. Pero, a medida que las ciudades crecían, pasaron de ser un par o una docena a ser cientos. Al principio, las luces se programaban según el tiempo que permanecerían prendidas –treinta segundos en rojo, treinta segundos en verde, por ejemplo–, pero entonces comenzaron a aparecer teorías que buscaban agilizar el tráfico al coordinar los semáforos entre ellos.
Lo primero que se hizo fue lograr que produjeran un “efecto cascada”, que permite que las luces pasen a verde a medida que los carros avanzan (no es suerte suya, las luces están programadas de esa manera para evitar
congestiones). Este sistema progresivo funciona, pero puede volverse demasiado complejo e impredecible cuando las calles son de longitudes o formas irregulares, o incluso si no son perpendiculares. La red que existe en Bogotá funciona con este tipo de tecnología: alrededor de 1.357 semáforos se reparten por toda la ciudad y son controlados desde tres centros de semaforización. “En cada uno de ellos hay un equipo de operadores que pueden conocer en tiempo real el funcionamiento de los semáforos de cada intersección y en caso de cualquier tipo de falla, puede reportarse inmediatamente al personal de mantenimiento”, escribió hace unos años la revista Motor.
Desde el año pasado, sin embargo, la ciudad busca actualizar su sistema. Lo más probable es que se empiece a utilizar uno adaptativo, como los que hay en Nueva York o Berlín. En esos lugares, artilugios como cámaras y sensores (ya sean de movimiento, de radio o incluso existen aparatos que se conectan con el software de los carros inteligentes) les indican a los computadores a cargo de los semáforos la cantidad y velocidad del tráfico. La red puede modificar automáticamente los patrones de cada intersección para evitar trancones y despachar el tráfico de forma más eficiente. Un sistema ejemplar es el de Los Ángeles, que según la revista Forbes es capaz de modificar los tiempos de los semáforos para darles prioridad a los buses que van atrasados en sus rutas y que ofrece ciclos especiales en las intersecciones de barrios judíos para que los peatones no tengan que pulsar botón alguno el día del Sabbath.
Algunos especulan que la llegada de los vehículos autónomos será el fin de los semáforos. Pero mientras eso sucede, esas luces computarizadas son lo único que evita que nuestra civilización se convierta en una versión de Mad Max.
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