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Historias

Vida en el barrio triste

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Foto:

El mundo -para la mayoría de los habitantes de Barrio Triste- se acabó el mismo día en que pusieron un pie en sus dominios. En sus calles hay grasa de carros y sangre de drogadictos y víctimas de los sicarios. Los protagonistas de estas historias llevan vidas tan azarosas como los condenados de los peores relatos apocalípticos.
Por Mauricio Builes - Fotografía: Juan Arredondo
"Nadie sabe qué hay detrás de esta cara de gonorrea". Carenada .
Desde arriba, el barrio parece una mancha de grasa quemada, una parcela de neumáticos y camiones, un punto negro en Medellín. Cuando lo caminas te das cuenta de que la parcela está inundada de emboladores sin camisa, vigilantes sin bolillo, bebés sin cuna, prostitutas desdentadas, mecánicos, jíbaros, campaneros, sicarios, viejas lavanderas y chatarreros compradores de bazuco. Barrio Triste, a dos cuadras de la Alcaldía de Medellín, es la trastienda de la ciudad donde lo fácil es caer en el infierno.
Al "Master" le bastaron trece meses para conocerlo. Llegó del Picacho, al noroccidente de la ciudad, cuando tenía quince años de edad. Las mujeres dicen que parecía un hombrazo de veinte, que las enamoró a todas, que tenía cuerpo de atleta y cara de modelo, que varias le pagaron para que se acostara con ellas, que embarazó a dos, que ha sido el hombre más hermoso que jamás pisó Barrio Triste.
Las referencias de su antiguo patrón en El Picacho hicieron que consiguiera trabajo como repartidor de droga nocturno. Desde hace veinte años Barrio Triste ha cargado la fama de ser uno de los mayores expendios de droga y de consumo de Medellín. Aunque es reconocido como el barrio de los mecánicos, la gente sabe que es tan fácil conseguir un perno o un retrovisor como una papeleta de bazuco.
A diferencia de lo que sucede en otras plazas, la mitad de los clientes de Barrio Triste son locos y pordioseros; son los clientes privilegiados y maltratarlos puede costarte la vida. Eso lo sabía bien el Master quien en poco tiempo logró comprar carro, dos motos y las mejores marcas en lociones. Se hizo famoso y rico en las 30 manzanas que componen al barrio.
Pero lo que le sucedería después podría enmarcar la historia de El pelaito que no duró nada, la novela de Víctor Gaviria de principios de los años noventa. El Master comenzó a probar todas las drogas: de la marihuana pasó al perico, luego a las ruedas, al bazuco y, al final, el pegante. Se enflaqueció y perdió la confianza de sus patrones. Le quitaron el negocio de la noche y tuvo que vender el carro y las dos motos para pagar su vicio.
Cuando no le alcanzaba, prefería dormir en la calle y tener para la dosis antes que pagar una pieza en "El descanso del pasajero", la residencia del barrio. Su cuerpo - pero en especial la cara huesuda y ojerosa- comenzó a ser el reflejo de lo que estaba viviendo. Se convirtió en un gatillero barato.
Una mañana cualquiera de 2009 lo encontraron dentro de un carro parqueado en la estación de gasolina del barrio. Estaba huyendo de dos sicarios contratados por sus antiguos jefes. Le hicieron cuatro disparos pero él no sintió nada. Estaba asustado y decidió esconderse. Murió desangrado sobre el volante.
El hombre que llega a Barrio Triste -me dijo Santi, el muchacho que lo está reemplazando en el turno de la noche- le pasa una de tres: se daña, se muere, o termina en la cárcel de Bella Vista. Hay pocas formas de escapar al infierno, pero tal vez es eso -la vida a pocos pasos de la hoguera- lo que hace que día a día lleguen nuevos habitantes al barrio.
Aun si logras escapar del infierno, el barrio te condena a seguir viviendo en sus calles y te convierte en un sobreviviente. Le pasó a Ernesto Franco que lleva 46 de sus 51 años viviendo en Barrio Triste donde ha perdido a seis amigos, dos hermanos, dos brazos y una pierna.
"El Mocho" es una referencia obligatoria para entender al barrio. Tenía diez años cuando un accidente en el tren -que por esa época atravesaba Medellín- casi acaba con su vida. Ese accidente lo dejó con tres muñones y la imposibilidad de convertirse en mecánico. No era su gran sueño pero sabía que el lugar no le ofrecía más. Comenzó a juntarse con los otros adolescentes de su edad, a aprender los códigos de conducta y a entender que sus muñones pronto serían todo. Lo único.
Cuando lo vi por primera vez me incomodó la naturalidad con la que manejaba su cuerpo: la forma de señalar una dirección, de amarrarse los cordones, de sacar su billetera, de contar las monedas, de tomar cerveza, de quitarse la gorra, de "estrecharme" la mano. Casi me fue imposible en nuestra primera cita mirarlo a los ojos.
Lo contacté porque quería saber la historia de "las cuevas", su transformación, cómo pasaron de ser una residencia familiar a uno de los lugares más oscuros de Medellín. Me lo contó todo sentado dentro del parqueadero donde trabaja como mensajero. "Vea, aquí, justo aquí, quedaban las cuevas -me dijo y señaló las paredes del parqueadero-. Esto lo tumbaron hace como nueve años pero lo único que hicieron fue trasladar a sus inquilinos para otras partes, a la calle, a las esquinas o a otras residencias".
Y lo tumbaron porque el lugar se le salió de las manos al gobierno local. Las cuevas (dos edificios medianos con 24 piezas cada uno) se habían convertido en el subterráneo del infierno en el que cada semana encontraban gente picada en pedazos, orgías entre pordioseras y carretilleros, mujeres regadas por los corredores con los brazos ensangrentados, niños indígenas llorando por comida, vitrinas con droga, viejos desamparados... y en la puerta del primer piso, el vigilante: el Mocho.
Todavía recuerda las contraseñas que servían para alertar a los otros por dónde venía la policía: "maría san juan, maría en contravía, maría bajando, maría por la bomba... y cuando eso sucede -me dijo- a uno le toca soltar la merca y quedarse quieto, quietico. Que no te cojan nada encima".
Cuando le pregunté por la imagen más dura y difícil de borrar, con la que aún tiene pesadillas, me dijo que para contestarme necesitábamos ir hasta la puerta del parqueadero. Caminamos hasta allá y se estrechó la punta de los dos muñones: "Mire, por esta puerta entraban niñas de Envigado y de Belén que se volaban de sus casas solo para consumir. Se metían a las cuevas y quedaban atrapadas. Lo daban por un gramo. Lo daban dos veces por dos gramos", me lo dice rápido como queriendo dejar el tema a un lado.
El vicio hizo que esas mismas mujeres se quedaran toda la vida, hasta donde les aguantara el cuerpo. Hoy son expendedoras, ladronas o bazuqueras. Son las que están en la esquina de los neumáticos, detrás del bus averiado, con la barriga embarazada y las manos desgastadas y llenas de "patraciados" rosados (bazuco al que le echan bicarbonato y picadura de Pielroja) y "patraciados" amarillos (bazuco con cafeína) que venden a 800 pesos cada uno.
No duramos mucho tiempo en la puerta. Su jefe lo llamó para hacer un mandado. Me dijo que pasara en la noche que quería demostrarme cómo un mocho logra ensartar un hilo en una aguja. La considera su máxima prueba de supervivencia.
En barrio triste ves gente que estás seguro has visto en otra parte. los rostros de aquel mecánico o del vigilante te son familiares. Al rato, mientras ves cruzar un vendedor de películas piratas, caes en la cuenta de que muchos de los habitantes del barrio han sido actores en alguna película sobre Medellín y sus comunas: La vendedora de rosas, Sumas y restas, Rosario Tijeras o La Virgen de los sicarios.
Barrio Triste también se ha convertido en el mayor expendio de actores naturales de la ciudad y en el mejor escenario para crear una productora de cine: Barrio Triste Films (por estos días están rodando su primera película, Lola... drones).
Tal vez esa sea la única cosa de la que Freddy Alzate (nombre cambiado) se arrepiente: no ser parte de esa legión de actores amateur. Lo llamaron para hacer la audición en La vendedora de rosas pero no pudo asistir porque tenía orden de captura. Días antes la policía había encontrado tres cuerpos descuartizados en la sala de su casa. Lo dice como quien cuenta una aventura extrema, sin rodeos, sin bajar la voz. Sí. Asesinar es tan natural para él como reparar una caja de cambios o montar una llanta.
Freddy cuenta 28 años y desde los nueve es mecánico en Barrio Triste. No es alto, se ríe fácil y posee una cara adolescente y redonda que contrasta con las manos gruesas y engrasadas. Tiene siete hermanos, dos casas y una bicicleta. No le gusta estrenar, ha estado preso y desde hace tres meses dejó el licor y el perico; "¡ah! Y también dejé de ser 'balín'", para referirse a la chapa que tenía cuando era sicario.
En el barrio de los mecánicos no tener apodo es no pertenecer a su mundo: "Pirulo", "el Polo", "Carepalo", "el Indio", "Bananín", "Moquillo", "Yuca", "Orejas", "el Ojón". Sólo que Freddy hace parte de la cofradía de hombres de Barrio Triste que tienen dos apodos: uno en el taller y otro en la Milagrosa, en Pablo Escobar, en Manrique, en Niquitao o en cualquier otro barrio donde haya que matar.
Es normal que alguno de los mecánicos que te reparan el carro, que te hacen descuento, que te consiguen los repuestos más baratos para tu Mazda sean los mismos que te lo roban, te lo desvalijan en los semáforos de Laureles o matan a tu esposa por quitarle el carro. En Barrio Triste la sangre y la grasa se mezclan con una facilidad que asusta. Varios de los muchachos que han pertenecido a combos en Medellín un día decidieron aprender a reparar un motor y llegan convencidos de que pueden dejar la vida oscura arriba en las laderas. Pocos lo logran. Quedan atrapados en las venganzas del pasado y en lo elemental que es apretar un gatillo.
En el caso de Freddy, primero fue la cruceta que el revólver. No sabe muy bien en qué momento se mezclaron, eso ni le importa porque desde hace muchos días dejó de matar. La última víctima fue el padrastro de su mujer. "Lo tuve que matar porque nos humillaba" -dijo sin muestra de remordimiento-. Freddy solo llora cuando habla de "Jeringa", uno de sus mejores amigos al que tuvo que matar con el pico de una botella porque, según él, lo traicionó.
Casi ni se le entendió cuando contó la historia porque sollozaba como un niño. Dijo que le había regalado una operación para un tumor en la espalda y que antes de matarlo con la botella, le puso electricidad dentro de la cicatriz de la operación. Luego -y para limpiar rastro- guardó los restos dentro de tres colchones. Cuando Freddy te dice que es un "experto en su arte", sabes bien a cuál de los dos se refiere.
Barrio Triste es un lugar difícil y de contrastes. Es seco pero a la vez resbaladizo y adictivo. Los talleres, las cantinas, los parqueaderos y las residencias cada vez se estrechan más para darles paso a las fábricas de confecciones que desde el norte de la ciudad se han ido adueñando de más locales del centro. Las cuevas desaparecieron, pero la esencia se resiste: "Una cosa es lo que ves desde las ventanas de la Alcaldía o desde el último piso del Coltejer -me dijo Papá Giovanny, director de Barrio Triste Films- y otra cosa es lo que encuentras dentro de la grasa".
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