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Historias

Transnistria el país que no existe

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¡Tiraspol! ¡Tiraspol! ¡Tiraspol! El bullicio de la estación central de autobuses de Chisinau, la capital de la República de Moldavia, apenas deja oír los gritos de los vendedores de tiquetes, quienes, como si de una subasta se tratara, buscan a toda prisa con la mirada a locales y turistas para llenar cuanto antes sus vehículos y poner rumbo a Transnistria. Situada en pleno centro de la ciudad, justo en el medio del mercadillo de más afluencia de la capital moldava, en cuyos pasillos y puestos se pueden encontrar desde frutas y verduras hasta ropa de segunda mano y juguetes y falsificaciones poco trabajadas made in China, la autogara de Chisinau ofrece un servicio cada media hora a la cercana ciudad de Tiraspol, la capital de Transnistria, un país que no existe.
Este Estado sin reconocimiento internacional –también conocido como Transdniéster, Pridnestrovia, Cidniéster o Trasdniestria– está a escasos 200 kilómetros de la frontera con la Unión Europea y se extiende entre la parte occidental de Moldavia, pasado el río Dniéster, y la zona oriental de Ucrania. Cuenta con bandera, gobierno, ejército, sistema postal, himno, constitución, moneda y pasaporte propios, y sobrevive, especialmente, gracias a los préstamos y las ayudas de la no tan lejana Rusia, el único socio de uno de los pocos reductos comunistas que quedan en el mundo.
No hay aerolíneas de bajo costo en Transnistria. Por no haber, no hay aerolínea alguna: el único aeropuerto del país se utiliza para transporte de mercancías y para uso militar, así que solo se puede entrar por tierra, ya sea desde el oeste, por Moldavia, o desde el este, a través del paso fronterizo de Ucrania. El autobús es la forma que más emplean los locales y los turistas para llegar a Tiraspol, pero también pueden hacerlo en tren; un tren, el 047b, que sale de Chisinau y tiene como destino final Moscú, en un viaje que dura entre 29 y 32 horas y que hace paradas en Tiraspol y en Kiev, la capital de Ucrania.
Nosotros optamos por el autobús para viajar de Chisinau a Tiraspol; algo más caro que el tren, pero mucho más rápido. Así, en plena autogara de Chisinau buscamos entre los carteles –algunos de ellos escritos en cirílico, porque el ruso es el idioma que se habla en Transnistria, y otros en moldavo, es decir, en caracteres latinos– un transporte que nos lleve a Tiraspol. Uno de los tantos conductores en busca de tripulantes no tarda en echarnos el ojo, sabedor de que, como otros tantos turistas que desde hace un par de años han empezado a merodear por Transnistria, queremos dirigirnos a Tiraspol.Por solo 36 leis moldavos cada uno, equivalentes a unos 6.700 pesos colombianos, el conductor nos da un tiquete y, con gestos, nos invita a subir a su vetusto autobús de la marca alemana Neoplan. “Now wait. We leave soon”, dice en un inglés poco trabajado y con un fuerte acento moldavo mientras nos devuelve el cambio y se afana en buscar más viajeros.
La llegada a Moldavia desde Rumania, esa sí, la hicimos en tren: el Prietenia, un cómodo ferrocarril nocturno que une las dos capitales y que por su decoración, un tanto pasada de moda, parece más propio de la época soviética que de la actual, sobre todo por el curioso paso fronterizo que recuerda sin duda a una de las muchas películas de espías de la Guerra Fría. A las 3:45 de la madrugada, en la localidad de Ungheni, en la frontera rumano-moldava, las autoridades rumanas nos despertaron con un fuerte golpe en la puerta del compartimento para revisar nuestro pasaporte. Media hora después fueron los oficiales moldavos los que llamaron y entraron para examinar los documentos e inspeccionar la habitación en busca de armas, objetos de contrabando y drogas. Todo eso sucedía mientras los ocho vagones de los que consta el tren eran suspendidos en el aire dentro de unos hangares para proceder al cambio de ruedas, imprescindible a causa del diferente ancho de vía de los dos países.
El resto de nuestro viaje resulta placentero y más bien tranquilo, sin incidentes, y animado por el vecino moldavo del compartimento de al lado, quien, a sus 62 años, está encantado de haberse encontrado con un par de turistas para poder practicar un poco su oxidado inglés. En plena conversación sobre Rumania y Moldavia le pedimos consejo sobre Transnistria, y, visiblemente sorprendido por la pregunta, nos dice que nunca ha estado allí y que nos recomienda que aprovechemos mejor el tiempo viajando por su país y no por “el otro”.
No fue ésta la primera ocasión en que intentaron quitarnos de la cabeza la idea de viajar a Transnistria: la primera vez fue una empleada de la embajada de Moldavia, en Madrid, la que nos habló de la supuesta peligrosidad de ese reducto “sin gobierno”. “No les recomendamos que visiten la zona”, nos advirtió. “De hecho, avisamos a la gente de que no vaya. Es un territorio que no está reconocido como país, y en el que todos los que deseen ingresar deben conseguir un permiso de entrada. Además, no hay misiones diplomáticas. Por decirlo de alguna forma: si les pasa algo cuando estén allí será su responsabilidad. Están bajo su propia responsabilidad”.
La historia de Transnistria es una historia, sobre todo, de conflicto. Su primera ocupación militar tuvo lugar a mediados de la década de 1940, cuando el territorio, entonces administrado por la Gran Rumania, fue arrebatado a la URSS por las potencias del Eje (Alemania, Japón e Italia) durante la Operación Barbarroja. En 1944, el Ejército Rojo invadió el territorio y recuperó el control. Los años siguientes fueron testigos de una fuerte inmigración rusa, cuyos descendientes son los habitantes del Estado actual. Luego, a finales de la década de 1980 y comienzos de 1990, con la URSS ya debilitada, cobró fuerza la idea de una reunificación entre Moldavia y Rumania, algo que en Transnistria, donde los rusos eran ya clara mayoría, no fue recibido de buen grado. Los rusos y ucranianos de la región, amenazados política y culturalmente, se levantaron, y en septiembre de 1990 en Tiraspol se proclamó la República de Transnistria.
Ningún Estado reconoció a esta nueva nación, pero no fue hasta marzo de 1992 cuando Moldavia fue admitida como miembro de pleno derecho en las Naciones Unidas y el conflicto adquirió repercusión mediática. La guerra entre el imberbe ejército moldavo y su aliado rumano, por un lado, y los cerca de 9.000 milicianos transnistrios que contaron con el apoyo incondicional del 14.º ejército soviético, se alargó durante tres meses, el tiempo en que Chisinau tardó en darse cuenta de que sería prácticamente imposible recuperar el control de la región mientras los soviéticos continuaran brindando apoyo a los secesionistas.
En julio se firmó un alto el fuego que continúa vigente hasta nuestros días: Moldavia sigue sin tener control sobre Transnistria, y Transnistria, pese a que ningún país en el mundo lo reconoce, es un Estado independiente de facto. La República está constituida como un régimen presidencialista, y su presidente (actualmente es Vadim Krasnoselsky) es elegido mediante elecciones libres cada cinco años, aunque a día de hoy es verdaderamente complicado aclarar la transparencia de las citas electorales transnistrias.
La bandera oficial de Transnistria, con dos franjas horizontales de color rojo y una verde oscuro en el medio, sigue incluyendo la hoz y el martillo. Lo mismo que el escudo oficial, en el que aparecen representados, además del martillo y de la hoz, un sol naciente, el cauce de un río bajo una estrella roja de cinco puntas, y una corona compuesta por mazorcas de maíz, hojas y racimos de vid y espigas de trigo. Además acuña su propia moneda, el rublo transnistrio, con billetes que tienen impresas imágenes de rusos célebres, como Catalina II “La Grande” y el general Alexander Suvorov; y las monedas, la mayoría al menos, están hechas de plástico y tienen colores y formas distintas.
Aunque el nombre de Transnistria sigue teniendo connotaciones negativas como destino –son, sobre todo, los rumanos y los moldavos los que desaconsejan ir–, la realidad es que las visitas a la zona han crecido sustancialmente en los últimos años. La emisión de programas sobre la rareza que representa Transnistria, en cadenas generales como la BBC, y la publicación de artículos y guías de viaje en el New York Times o la National Geographic han propiciado un cierto y muy relativo boom del turismo en la región. Por lo tanto, el gobierno –comunista más por nombre que por convicción y sabedor de los beneficios de una apertura al turismo– ha facilitado las cosas a los visitantes: el visado necesario para ingresar al país se hace directamente a la llegada, en la frontera, y de las 10 horas que eran el máximo de estancia permitido hasta hace poco, se ha pasado a los 3, 5 o 10 días que rigen actualmente. Es más, uno podría quedarse hasta 45 días en Transnistria: el único requerimiento para ello sería disponer de un lugar en el que residir durante la estadía, ya sea un hotel, un hostal o un airbnb.
“Don’t lose the visa; it is important”, remarca el oficial fronterizo de turno en un inglés nada sofisticado al hacerme entrega de un papel del tamaño de una factura, escrito en cirílico, que hace las veces de visado. Al contrario de lo que se dice en muchos foros en internet, los oficiales del ejército transnistrio no exigen un soborno a los turistas, sino que se limitan, con la característica desgana rusa, a preguntar en qué hotel residirá uno durante su estancia.
A medida que crece la popularidad de Transnistria entre los viajeros que buscan destinos más auténticos y menos conocidos, van implementándose otras prácticas turísticas comunes desde hace ya mucho en destinos más populares: tal y como sucede en Madrid, Londres, Nueva York, París y Bogotá, Tiraspol tiene su propio free walking tour. En estos recorridos gratuitos, los visitantes se reúnen en un punto determinado del centro y, de mano de un guía local, a quien al final los caminantes le dan la voluntad, pasean por los lugares más icónicos y menos conocidos de la ciudad.
El free walking tour diario en la cápital transnistria se canceló dada la escasa afluencia de turistas en los meses de invierno, por lo que contactamos con Anton Dedemarchenko, un guía local con el que acordamos un paseo de tres horas por 30 dólares, un precio razonable, aunque algo elevado dado el valor actual del rublo transnistrio.
Con Anton nos encontramos a las 12:30 del mediodía en una pequeña cafetería de la calle Lenin. Lo vemos llegar a lo lejos: alto, rubio, típicamente caucásico, con un morral a la espalda en el que lleva mapas de la ciudad, del país y un sinnúmero de postales. Anton nos dice en un inglés excelente –que, según dice, aprendió escuchando los vinilos que le compraba su padre– que se gana la vida haciendo de guía, dando clases particulares de inglés y vendiendo las postales que dibuja, donde aparecen los lugares más emblemáticos de Transnistria y de grandes capitales como Londres, Madrid, París o Ámsterdam, que, por cierto, no ha visitado nunca.
“No soy ni moldavo ni ruso ni ucraniano –dice tras el saludo inicial y el apretón de manos de rigor–. Acá nos sentimos transnistrios. La realidad es que tenemos todo lo que un país propiamente dicho tiene, excepto reconocimiento internacional. Celebramos nuestro Día de la Independencia, pero todavía nos falta un Día del Reconocimiento. A mí me gustaría tenerlo para poder salir y conocer el mundo”.
Nuestro guía, como todos los habitantes del país, tiene un pasaporte transnistrio, pero éste funciona solo como tarjeta de identidad y no a modo de documento de viaje (los únicos “países” que aceptan ese pasaporte son Osetia del Sur, Abjasia y la República de Artsaj, las otras zonas de conflicto postsoviéticas con las que Tiraspol tiene relaciones diplomáticas).
“La mayoría de los transnistrios tienen un segundo pasaporte de un país que de verdad existe. Él solicitó el ruso apelando a la procedencia de sus padres, que emigraron muy jóvenes a Transnistria. “Mi madre nació en territorio ucraniano y mi padre en territorio ruso. En la década de 1980, ambos emigraron a Tiraspol, que formaba parte de la URSS, atraídos por la idea de la ‘soleada Moldavia’ –cuenta Anton con cierto desgano–. Eso sí, nunca imaginaron que acabarían viviendo en un país que no existe”.
En plena calle, y todavía cerca de la diminuta cafetería donde nos encontramos, Anton se descuelga el morral y lo abre para enseñarnos una carpeta repleta de dibujos y bocetos hechos a mano: Tiraspol, la fortaleza de Bender, la cercana ciudad de Chitcani, los viñedos de Besarabia... Y Montenegro, el primer país extranjero que pudo visitar gracias a un permiso de viaje emitido por Rusia.
Pasear por Transnistria supone dar un salto de más de medio siglo al pasado, sentir de cerca el espíritu de la URSS y apreciar de primera mano esa nostalgia soviética que algunos reivindican. Las avenidas son anchas y largas, y las calles están repletas de ornamentos que lo transportan a uno a la antigua Unión Soviética: bustos y estatuas de Lenin, hoces y martillos en las banderas, tanques utilizados en la Segunda Guerra Mundial y avenidas con nombres que evocan momentos y figuras de la URSS, como Rosa Luxemburgo, Karl Marx, Lenin, el 1.º de mayo, Karl Liebknecht o el 25 de octubre.
Dos detalles, sin embargo, llaman la atención del visitante a la entrada de la ciudad de Tiraspol: uno de ellos es la ingente cantidad de automóviles Lada, el carro más popular en Rusia y en la antigua Unión Soviética. La otra es el modernísimo estadio del equipo de fútbol local, el Sheriff Tiraspol.
Con 17 de las últimas 19 ligas moldavas en sus vitrinas, el Sheriff no es solo el club más laureado de Transnistria, sino de toda Moldavia. El conjunto, conocido como ‘las avispas’ por su indumentaria amarilla y negra, juega -y gana sin sufrir en exceso- en la Primera División moldava, torneo en el que compite con ciertas reticencias.
No es raro ver a los hinchas locales portando banderas rusas y cantando “¡Rusia! ¡Rusia! ¡Rusia!” en cada partido de local del Sheriff, y, aunque no se sienten moldavos y así lo hacen saber siempre que pueden, curiosamente los futbolistas del Sheriff Tiraspol compiten en la liga moldava con el fin de lograr uno de los mayores premios en el fútbol actual: disputar la Liga de Campeones.
El Sheriff es un equipo con poderío económico y deportivo. Ha recibido en su moderno estadio –que costó 200 millones de dólares y se inauguró en el 2002– a equipos como el Tottenham Hotspur, el Olympique de Marsella, el Lokomotiv de Moscú, el Steaua Bucarest y el Copenhague. Todos ellos, al igual que nosotros, llegaron en autobús a la frontera moldavo-transnistria, pasaron el pertinente control aduanero y recibieron su visado temporal con forma de factura. El Sheriff Stadium, sin duda uno de los más modernos de Europa del este, tiene la máxima catalogación de la FIFA y, curiosamente, es el recinto escogido por la Federación Moldava para disputar los partidos internacionales de su selección.
La UEFA, el máximo organismo del balompié europeo, no reconoce a Transnistria, como tampoco lo hace ningún otro organismo internacional, por lo que el equipo de Tiraspol debe competir en la liga moldava para poder jugar en competiciones continentales. Es un gana-gana para todos: el Sheriff tiene la posibilidad de competir en Europa, al tiempo que Moldavia cuenta con un representante con poderío económico y deportivo disputando la Liga de Campeones o la Liga Europa bajo bandera moldava.
“Antes de llegar no conocía nada sobre Transnistria, excepto lo poco que se puede consultar online”, me escribe Juan Ferrando en un correo electrónico. Este entrenador español se sentó durante una temporada (2013-2014) en el banquillo del equipo transnistrio y hoy trabaja en el Volos NFC, en Grecia. “Pese a ser un país diferente y no reconocido oficialmente, todas las personas implicadas deportivamente en el club pusieron todo de su parte para que fuera lo más profesional posible. Además, de la gente solo puedo decir cosas buenas: las personas tenían ganas de ayudar y estaban dispuestas a trabajar, porque digamos que el culto al trabajo es muy importante allí. Y aunque al inicio nos comunicábamos en inglés o por señas y palabras clave, poco después tuve un nivel básico de ruso para poder entenderme con todos, así fuera solo en lo justo y necesario”.
La historia del Sheriff Tiraspol es también una historia de nostalgia soviética. Fue fundado en 1996 con el nombre de FC Tiras Tiraspol y un año más tarde lo adquirió el empresario Viktor Gushan, un antiguo miembro del KGB –el servicio secreto soviético– y propietario de Sheriff, un gigantesco conglomerado cuyo logo es una estrella de cinco puntas, similar a la que lucían los sheriffs del viejo oeste americano, que está presente en toda Transnistria y aglutina gasolineras, supermercados, gimnasios, telefonía móvil y grandes almacenes, entre otras muchas cosas. El dinero inyectado por Sheriff hizo del club a orillas del río Dniéster el más exitoso de la liga de Moldavia, gracias, sobre todo, a su gasto en fichajes y a su exhaustivo y eficaz sistema de ojeadores, que lleva a Transnistria a algunos de los mejores futbolistas jóvenes y prometedores de África y de los Balcanes.
Viktor Gushan es un personaje clave en la historia reciente de Transnistria. El empresario adquirió fuerza durante el gobierno de Igor Smirnov, el gran caudillo que lideró el país entre 1991 y 2011. Gushan y su empresa, Sheriff, apoyaron abiertamente la independencia del país y a cambio recibieron subvenciones, concesiones y reducciones de impuestos. Además fueron la única empresa que podía importar productos del exterior y comerciar con otras divisas que no fueran el rublo transnistrio, y aunque estos privilegios cesaron en el 2011, Sheriff ha mantenido su posición dominante en el Estado y tiene actualmente un monopolio de facto en la mayoría de los sectores en los que participa: les da trabajo a unas 12.000 personas en Transnistria y contribuye a que la tasa de desempleo en el país no supere el 4 %, aunque según Kamil Calus, experto en Moldavia y Rumania del Centro de Estudios del Este, esta tasa tan reducida se debe, sobre todo, a la emigración de los transnistrios hacia Rusia.
De acuerdo con los datos oficiales, la producción eléctrica y la industria pesada son los principales motores del país, aunque en la práctica es el apoyo financiero de Rusia lo que hace funcionar la economía local. En el 2011, Transnistria recibió cerca de 800 millones de dólares de Rusia en subsidios directos, lo que pone de relieve la importancia de las donaciones del Kremlin para el buen funcionamiento del país. Pese a no reconocer oficialmente a Transnistria, el gobierno de Moscú suministra gas a la región a precios bajos y, desde el año 2006, aporta un extra de 15 dólares al mes en la nómina de los pensionados transnistrios.
“Rusia es el pilar de la economía de Transnistria. Además de las conocidas subvenciones en gas y cuerpos de seguridad, como el ejército y el KGB, Rusia es el principal destino para los expatriados transnistrios: en el 2017, por ejemplo, solo en remesas al país se enviaron más de 50 millones de dólares”, me explica Calus en un correo electrónico. “Y aunque suene paradójico, Rusia está interesada en la reunificación de Moldavia y Transnistria. Si Tiraspol fuera independiente, Moscú tendría que sostener a la región de forma indefinida. El Kremlin lleva mucho tiempo promoviendo la idea de una federación, sabedor de que tendría una gran influencia en el gobierno de Chisinau”.
Tiraspol es una ciudad donde se puede disfrutar de la comida tradicional rusa, visitar las iglesias ortodoxas y admirar la vieja arquitectura soviética. En uno de los enclaves más emblemáticos de Tiraspol, en el cruce de las calles Lenin y Karl Marx, Dimitri Gavrilov ha aprovechado el filón del turismo en el país para abrir un hotel temático: el Lenin Street Hostel. Como su nombre indica, el hotel de Dimitri está enteramente dedicado al revolucionario ruso y cuenta con al menos un busto o un cuadro suyo en cada una de las habitaciones que tiene.
“La vida en Transnistria se puede decir que es buena y mala a la vez. Tengo casi todo lo que necesito en la vida, pero no es porque disponga de muchas cosas, sino porque tengo unas expectativas en la vida que son poco ambiciosas –explica Dimitri en un inglés más que correcto, aunque con un marcado acento ruso–. Crecer en Transnistria es un desafío, aunque no hay mejor escuela de vida. Me siento orgulloso de haber nacido en lo que fue la Unión Soviética, y no me considero transnistrio, sino ciudadano del mundo”.
El cómodo y céntrico hotel de Dimitri es nuestro hogar durante nuestra estadía en Tiraspol. Nos dice que él acepta el pago en euros o en rublos mientras nos marca en el mapa los mejores sitios para cambiar el dinero, una cadena de restaurantes a la que tenemos que ir -Andy’s Pizza, que es, curiosamente, de propiedad moldava-, los lugares que no debemos dejar de visitar en la ciudad y aquellos en los que se puede y no se puede tomar fotografías.
Nuestro nuevo amigo transnistrio hace especial hincapié en el tema de las fotografías y nos recuerda que el verano anterior un grupo de cuatro turistas españoles fue retenido durante más de ocho horas por los servicios secretos rusos al ser atrapado tomando instantáneas del edificio del KGB, uno de los lugares marcados en rojo en las guías. Dimitri, de hecho, tuvo que responder por ellos y logró finalmente liberarlos; y, aunque escaparon sin multa, vieron como los oficiales rusos, muy enfadados, borraron todas las fotos que tenían en las cámaras y celulares.
No abunda la gente con aparatos fotográficos en las calles de Tiraspol, y, contrariamente a lo que sucede en otras ciudades, no es frecuente ver a personas tomándose selfis sin control alguno a plena luz del día. Solo los turistas más atrevidos osan sacar la cámara o el celular delante del Parlamento -también llamado Soviet Supremo-, que está presidido por una estatua gigante de Lenin, del edificio del KGB o de cualquier otra edificación con imágenes de Marx o Lenin.
Nosotros, al contrario de a lo que nos advirtieron, no tuvimos ningún problema al sacar la cámara de fotos en la calle, e incluso nos atrevimos, desde lejos, a tomar varias instantáneas del Soviet Supremo y de la estatua de granito de Lenin. Descartamos, eso sí, fotografiar el edificio del KGB, vigilado las 24 horas del día por un nutrido grupo de soldados rusos uniformados y con armas de gran calibre.
Así, con varias fotografías en teoría prohibidas, dejamos atrás el territorio transnistrio en un autobús similar al que nos trajo desde Chisinau, no sin entregar en la frontera el visado que nos dieron a la entrada, y ya pensando en visitar Abjasia, Osetia del Sur y la República de Artsaj, los socios internacionales de Transnistria, este país que no existe.
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