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Historias

Tierralta, el pueblo donde cada calle tiene un muerto

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Foto:

Revista Don Juan
Si en Tierralta pusieran cruces en las calles donde se han cometido asesinatos, tendrían que clavar una en la puerta del cementerio, hasta donde ha llegado la muerte a irrespetarse a sí misma, como aquel 22 de diciembre de 1982 cuando mataron a don Nicolás Negrete Babilonia, ganadero, y otra en la iglesia San José, hasta donde ha llegado la muerte a matar a Dios. Por estas calles que hoy vuelvo a caminar, han sido acribillados dos curas, dos exalcaldes, un líder indígena, un expersonero, un coronel, el sobrino de un obispo y cientos de Francisco, decenas de Aurelio, docenas de Manuel y miles de otros anónimos porque sí y porque no. A Tierralta se llega fácil, aunque aquí haya sido difícil vivir.
Al salir de Montería, en el kilómetro 15 de la carretera a Medellín, se toma un desvío hacia la derecha y se avanza por una vía con millares de huecos que mecen al viajero cual palmera en verano. Se atraviesan pueblos: Mochila, San Anterito, San Isidro, Santa Fe, Corea, Maracayo y Tres Piedras. La gente vende a la orilla de la vía carne de cerdo, naranjas, papayas, cocos, guanábanas, plátanos, pescados, corozos, mangos, gallinas colgadas en palos. Dos kilómetros más allá de la ciénaga de Betancí, un letrero dice Santa Fe Ralito. Desde allí, el verde profundo de la vegetación llena la vista por doquier. El ganado brahman y los búfalos pastan tras cercas electrificadas, “Prohibido el paso”, dice un cartel. Cientos de predios cercanos y lejanos fueron de Fidel y Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, o de testaferros suyos, o de gente de bien que tuvo que entregárselos a bajo costo o a bala limpia, “porque me lo vende usted o se lo compro a la viuda, ¿qué dice?”.
Otro letrero en una entrada a la derecha, ¡vaya ironía!, dice que por ahí se llega al corregimiento Volador, en donde está la tenebrosa hacienda Las Tangas. Allí, los hermanos Castaño casi matan y entierran a toda Colombia, en donde con tiros de gracia y motosierras despedazaron cuerpos por cantidades industriales, y en donde desaparecía el que ingresaba sin permiso. Allí nacieron “los Tangueros”, como se conocieron los primeros paramilitares.
Por fin, Tierralta. Ochenta kilómetros. Es domingo 21 de julio de 2013. Son las nueve de la mañana y el calor superará los 40 grados centígrados, no hay duda. La brisa, ausente. El pueblo, polvoriento. He vuelto a Tierralta, donde nací, donde jugué trompos y carritos en pilas de arena, porque quiero contarles sobre cómo se ha vivido aquí y sobre los muertos que a mí me han impactado, que son tantos como calles tiene el pueblo, las que ahora recorreremos, esas que se han convertido en puntos de referencia obligada a la hora de dar una dirección: “Llegas a la esquina donde mataron a Édinson y coges a la derecha”, “doblas por donde mataron al cura, ahí es”. Es esta la región del Alto Sinú.
Desde cualquiera de las calles se observan las serranías de Abibe y San Jerónimo: de este lado, Córdoba; del otro, Antioquia. Muy cerca está el Parque Natural Nacional Paramillo y a un costado, bordeando la población, va el río Sinú, sinuoso. Aquí, la extrema derecha y armada del país, de la mano del narcotráfico, instaló el centro de mando de la fábrica criminal que el mundo conoció como Autodefensas Unidas de Colombia (AUC ). Bienvenidos.
La muerte, como les decía al principio, siempre ha sonado por estos lugares. Al recorrer las calles de Tierralta pienso que la bala mata y muere. Las balas se escuchan. Se escuchan quizá cuando ya han ingresado y removido y apartado y partido y perforado hasta llegar a ninguna parte, hasta detenerse en un lugar de un cuerpo que no les pertenece, y que se convierte en su cementerio. Las balas cumplen órdenes. Las órdenes de la oscuridad, del terror, de la intolerancia.
Un balazo es pólvora, plomo, intenciones ocultas. Un balazo mata sin saber por qué. Es trayectoria. Saca del camino al incómodo. Es ruido en el viento. Deja un mensaje claro a quienes actúan igual que el muerto; es un mal recuerdo, una advertencia. Un sonido que no deja de ser nunca, que va y viene. Pero la bala solo va, y la muerte no se detiene. Las balas tienen el poder insospechado de asesinar a quien las recibe y también a sus familiares y a sus amigos, como los pistoleros de las historietas vaqueras de Marcial Lafuente Estefanía, que con un revólver de seis proyectiles mataban a más de diez enemigos.Marcan, si no con la muerte, sí con el miedo, a una generación. Mi generación.
Cuando aún no había muchos televisores ni cantinas con música a alto volumen —años ochenta y noventa— y se oían los hechos de lejos, tras el sonido de las balas, quienes aquí nacimos aprendimos una costumbre macabra, un deporte maldito: contar en la distancia el número de balazos y medir su frecuencia. Un día podían ser disparos lentos: “¡pam!… ¡pam!… ¡pam!…”; otro día, arrogantes: “¡pam!-¡pam!-¡pam!-¡pam!”; a veces, un solitario “¡pam!”. “Fueron a matarlo” si eran muchos, o la perversa ironía de “querían asustarlo”. Cuando se oían por la mañana y volvían a sonar por la tarde, decíamos “¡allá cayó otro!”.
En diciembre reinaban la zozobra y la locura, porque los juegos pirotécnicos con sus “carpetas”, “volcanes” y “matasuegras” se confundían con balazos y entonces no se sabía si alguien celebraba la Navidad o el Año Nuevo, o caía ensangrentado en un andén o en la terraza de su casa. Algunas veces sucedieron las dos cosas. Después de que sonaban los disparos, todo quedaba en silencio. Entonces oíamos una de tres cosas, o las tres, una tras de la otra: un tiro más, “¡mierda! ¡Quedó vivo! ¡Lo remataron!”; una motocicleta a toda velocidad como alma que lleva diablos, ¡sí que los lleva!, “¡allá van los sicarios!”; o la algarabía de la gente saliendo de sus casas rumbo al lugar de los hechos, “¿dónde fue?”, “¿a quién mataron?”.
Para comenzar este recorrido voy al corregimiento Los Morales, en la entrada del pueblo. Dejo atrás la Casa de Funerales El Paso, “La atención nos distingue”, Servicio las 24 horas. Llego al sitio en donde mataron al coronel Luis Díaz. Su historia es esta: 200 subversivos del EPL y otros tantos de las Farc acordaron volar el puesto de Policía, asaltar la Caja Agraria y emboscar los refuerzos del Ejército cuando llegaran a Tierralta, el 17 de febrero de 1988. Por eso se ubicaron aquí, en Los Morales, a cinco kilómetros sobre la vía que desemboca en la entrada del pueblo en la calle 3.
Esta población, conocida como La Apartada, es la vía al municipio de Valencia, el refugio de Don Berna. Pero a los guerrilleros les llegó una visita inesperada. Por los rumores del ataque, el coronel Luis Díaz salió hacia Tierralta. Un pelotón de sus hombres lo esperó en la ciénaga de Betancí y se ofreció a acompañarlo. Él se opuso. Iba con un conductor y un sargento. En La Apartada vio a varios guerrilleros en un falso retén y se bajó a enfrentarlos con su pistola, sin darse cuenta de que estaba rodeado.
Les ordenó a sus acompañantes devolverse en busca de refuerzos. El sargento iba herido. Una guerrillera le disparó al coronel. Fue hasta donde cayó y cuentan que recogió la pistola calibre 9 milímetros del oficial, la alzó y les gritó a los militares que se habían devuelto: —¡Vengan, hijueputas, por la pistola de su coronel! Era el comandante del Batallón Junín, de Montería. La guerrilla, sin buscarlo, le había dado un aplastante trancazo a la cabeza de sus enemigos.
Regreso y me paro en la esquina de la calle 6 con carrera 12. No estoy muy seguro, pero por aquí cerca quedaba una escuela en la que, se me viene ahora a la mente, llegué a creer que mi mamá era mala porque me dejaba solo con una vieja gritona y unos niños que se peleaban por todo y no paraban de hablar. Aquí mataron al sacerdote jesuita Bernardo Betancur. Cinco días antes de su muerte, él había ido a la casa de mi abuelo José Calderín Caré, el sepulturero del pueblo, a pedirle que le alquilara una habitación.
En Tierralta el padre abandonó el sacerdocio y se dedicó al cultivo de plantas y a la lectura. Por las calles se la pasaba peleando con los policías y a mi papá le dijo un día que “la guerrilla era lo más lindo que había”. Se perdía por épocas. Aparecía barbudo y con el pelo largo. —Él sabía que lo iban a matar —dice mi abuelo—. Vino a mi casa y me dijo: “Joselo, alquílame una habitación”. Yo le dije: “Padre, no puedo, porque no tengo ni una libre y voy a hacer una remodelación en la casa”. Él se enojó y me dijo: “Yo sé qué es lo que usted teme, usted tiene miedo de que a mí me maten aquí”. Se fue. Guindó una hamaca debajo de un rancho de palma sin paredes, casi a la intemperie, aquí, en donde quedó la madrugada del 3 de noviembre de 1988.
Tomo la Calle del Comercio y la oferta es variada: Proveedora Antioquia, restaurante Míster Tizón, Coctelería El Escorpión (¡cuidado!); Variedades El Huracán (¡más cuidado!); Granero La Heroica (¡por fin!); y Peluquería Ambos. Arribo a la iglesia San José, donde la muerte llegó un día con intención de matar a Dios, sin conseguirlo, por supuesto, pero se llevó, por no irse con las manos vacías, a uno de sus ministros. Era el sacerdote Sergio Restrepo Jaramillo, jesuita también. Ese 1 de junio de 1989 es conocido aquí como el “día del desayuno, almuerzo y cena”.
A las seis de la mañana asesinaron a un conductor en los transportes Cochetral, entre las calles 10 y 11 con carrera 13; a un poblador, en la calle 5, a las 12 del mediodía, y al párroco pasadas las seis de la tarde, aquí, en la calle 3 con carrera 14, a 66 pasos de la Alcaldía y a 45 del altar, en donde fui bautizado un día del que no recuerdo nada porque, así como ustedes, estaba muy pequeño.
Sergio Restrepo era, además de sacerdote, ecologista y poeta. Iba a revisar la obra de construcción del que es hoy el Museo Arqueológico Zenú, que él estaba organizando con piezas de esa cultura que había hallado en el Alto Sinú, cuando un sicario le disparó. Víctor Pantoja Ubarnes era el monaguillo, mensajero y jardinero del padre. Aquel día acababa de llegar a su casa cuando escuchó los disparos. Vio a la gente correr. Sin saber aún quién era el muerto, Víctor entró a la casa cural y empezó a cerrar las puertas. “Cuando voy saliendo me dicen: fue el padre Sergio. Llegué a donde estaba tendido, y ya estaba el padre Jesús María Caicedo de rodillas, por el lado de la cabeza de él, en posición de oración… alguien le tiró una sábana encima. El padre Jesús me agarró por el brazo, porque yo intenté levantarle la sábana”, recuerda Víctor Pantoja, hoy ingeniero agroforestal, músico y director de una emisora. Las gafas del sacerdote cayeron a un lado empapadas de sangre. —Le dieron varios tiros en la cabeza. Yo a esa hora debía estar ahí, lo hubieran matado al lado mío. Ese día no hubo misa, se fue la luz, hubo truenos. Fue una noche fría, tenebrosa, de miedo. Había silencio.
Sergio Restrepo compartía con amigos en sitios públicos. Así le tomaba el pulso al pueblo y, de las cosas que escuchaba y veía, hablaba después en la misa. Dicen que lo mataron porque lo acusaron de colaborarle a la guerrilla. Varios de sus defensores y amigos afirman que su muerte se dio solo porque “algunos” quisieron desestabilizar el pueblo, y lo escogieron a él. Unos más sostienen que sujetos desconocidos le habían pedido borrar —sin éxito— un mural que estaba arriba del altar, en el que se veía, entre otras escenas, la de un militar golpeando a un campesino.
Me dirijo ahora al barrio Escolar. Atravieso calles y compruebo que conozco a pocos. Una esquina. Otra esquina. Doblo por aquí. Sigo por allá. El calor supera ya los 40 grados centígrados. Sudo a chorros. Recuerdo que cuando las AUC dominaban la zona, muchos hombres querían ser paramilitares y, si no podían, fingían serlo: se rapaban, usaban bolsos terciados en el pecho, exhibían motocicletas grandes y ropa de marca, se inventaban llamadas en las que hablaban con supuestos comandantes que les mandaban a hacer vueltas imaginarias, tomaban en las cantinas, se iban sin pagar e irrespetaban las mujeres ajenas. Ser paraco era lo último, porque a las mujeres les generaba curiosidad, y a los hombres, envidia.
Llegué. Calle 18 con carrera 10, conocida como la calle del Crimen. Allí, pasadas las dos de la madrugada del 25 de octubre de 1990, hombres ingresaron a tres casas y asesinaron, a bala y degüello, a Rafael Ayazo Martelo, de 45 años de edad; Rafael Ayazo Hernández, de 10 años; José Olivares Pérez, de 36; Guido Hernández Bravo, 19; Ana Isabel Flórez Martínez, 40; Mónica Julio Flórez, 15; Adalberto Julio Flórez, 15 (mellizos los dos últimos); Beatriz Elena Julio, 10; Eduardo Julio Flórez, 8, y Ana Julio Flórez, 5.
El docente Alejandro Jiménez era el líder comunal. Vivía, y vive aún, a unos cien metros del lugar del hecho. “Uno de los niños tenía un tiro en la frente, los demás los tenían por las costillas. La muchacha de quince años se ensució en el interior, del susto o del dolor. La gente se asomaba y lloraba. A mí me tocó hacer todo. A las nueve de la mañana recogí toditos los cadáveres. En un tractor los llevé al hospital y el doctor me dijo: ‘¿Qué necropsia les voy a hacer? ¡Llévatelos y mételos en los cajones! Ya tú sabes de qué murieron’. Lavé los cuerpos y los metí en sus cajas”.
Los asesinos, cuenta Jiménez, iban a matar a David Ayazo, que había entrado a las Farc, y a su hermano César, que les colaboraba. David no estaba y César, al sentir a los matones se montó en un palo de coco, en el patio. Desde allí observó todo. Quien no vio casi nada fue Jerónimo Manuel Julio Vega, cotero, marido de Ana Isabel Flórez Martínez y padre de los niños muertos. Hoy vive en el corregimiento Las Delicias, con los recuerdos del dolor, pero, además, con el peso de haber corrido aquella madrugada.
—¿Cómo fue esa noche, don Jerónimo? —Todo era oscuro. Un tipo tumbó la puerta de la casa y me sacó. Me pegó con la cacha del revólver en la frente y me empezó a salir sangre, bastante. Me llevó a otra casa vecina en donde había un poco de hombres y le preguntó a uno “¿este es?”. El tipo le dijo “no, no es”. Me sacó a la calle y a mí me dio una cosa adentro, como quien dice dale un manotón y vete corriendo… y así hice. Regresé cuando ya era de día y encontré a toda mi familia muerta. Mi señora fue muy fuerte.
Ella como que dijo: “Si a mis hijos los van a matar, me matan a mí también”. Murió bocabajo, en la sala, con dos de cada lado, abrazándolos. Yo esa noche salí porque… [largo silencio, llora]. No pensé que iban a matar a mi familia, si no, no me hubiera ido de mi casa. Ese dolor no se me quita a mí nunca, nunca.
Tomo otra vez la calle del Comercio y veo avisos que no vi antes: Joyería y compraventa La Guadalupana, Plazo 6 meses, empeñamos motos; La Jarra Mágica: que tu aliento sea tu medicina, chatea y saborea sus delicias. Mientras avanzo, recuerdo aquel diciembre cuando los paras mandaron a pintar las casas de un mismo color. Cuentan que un señor se negó y una mañana la fachada le amaneció manchada de muchos colores. Tuvo que pintarla. La sacó barata. Llego a la esquina de la calle 3 con carrera 12. Aquí mataron al exalcalde Édinson Salcedo Perdomo. Él no la sacó barata.
Óscar Guevara Palomino, mi compadre y amigo de infancia, tomaba licor con él ese 20 de mayo de 1996. —Estábamos hablando cuando llegaron dos tipos, uno se le paró de frente a Édinson, sacó el fierro y le pegó todos los tiros en el pecho; el otro, que estaba detrás de mí, lo remató cuando Édinson cayó al piso. Durante varios segundos yo pensé que esa vaina era un sueño —recuerda Óscar. Allí también estaba Luis Alberto Chica, el viejo fotógrafo de Tierralta. —¿Que uno esté tomando con un amigo, riéndose, y que un segundo después él ya esté muerto en el suelo? ¡Eso es duro! Yo recuerdo en la borrachera que en medio de la algarabía de la gente alguien me dijo: “¡Quítale los zapatos y amárrale el dedo gordo con un cordón, para que cojan a los sicarios y para que la conciencia no los deje tranquilos!” —dice Chica. No alcanzaron a quitarle los zapatos. Le pregunto a su viuda, Ana Banda Reyes, por qué y quiénes lo mataron. —Las AUC. Édinson había denunciado a los paramilitares porque venían haciendo muchas cosas en el pueblo, y como estaba en campaña para lanzarse a la Alcaldía otra vez… —cuenta la viuda.
En la calle 10 con carrera 20, en donde mataron al exalcalde Héctor Acosta Pacheco, a través de los bafles de un billar Diomedes Díaz trata de marica y lambón a alguien. Me paro a escuchar. En la siguiente canción, Rafael Orozco dice: “Hoy me siento confundido, que ya no sé ni por qué estoy cantando, si nosotros decidimos, que nuestro amor quedara terminado, sin embargo no he podido, no tengo fuerzas, no te he olvidado”… Se me viene a la mente aquel domingo de un mes que no recuerdo del año 2003, cuando le pregunté al Paisa, jefe paramilitar urbano de Tierralta, por qué las AUC mataron a Héctor Acosta. Me dijo que Acosta se había reunido con un jefe de las AUC y les dejó claro que de ser investigado por hechos de corrupción, involucraría a todos los responsables. —El jefe me dijo: “Si es capaz de hablarme así, es capaz de matarme” –me contó el Paisa–. La orden se cumplió pasadas las seis de la tarde del 20 de febrero de 2001. Él y su esposa iban para su finca en una motocicleta, cuando las balas los frenaron. Dice el profesor Alejandro Jiménez que ella le gritó al Paisa, aún en la escena: “¡¿Tú?! ¡¿Tan amigos?!”. También la mató. Se llamaba Leticia Monterrosa Valencia y estaba embarazada. Tres muertos.
Regreso. Tomo la calle 10 en dirección al barrio 20 de Julio, donde secuestraron a Kimy Pernía Domicó, el líder del pueblo Émbera katío. Entre las carreras 18 y 17 veo la casa en donde pasé parte de mi niñez, hoy de propiedad del exalcalde Aníbal Ortiz, a quien intentaron matar aquí con una granada durante su mandato. La observo y recuerdo el 24 de abril de 1985, cuando en esta vivienda cayó un rayo y partió toda una pared de la sala, sin tocarle siquiera uno de los rizos al Sagrado Corazón que mi papá había colgado allí. Quedó intacto. “En vos confío”, ¡y cómo no! Calle 8 entre carreras 11 y 12. Kimy caminaba con su mujer por aquí y tres sicarios en dos motos lo presionaron para que se subiera de parrillero. Él se opuso, le pegaron un tiro y lo montaron en la mitad entre dos. “Como arrastraba los pies, cuando pasaron por una cantina unos hombres creían que iba borracho y le gritaron: ¡Juuueee, el ron no es pa’ indio!, dice mi tía Sofía Calderín.
Mancuso confesó en 2007 que la orden de matarlo la dio Carlos Castaño y que sus restos fueron arrojados al Sinú. Kimy había estado en Canadá y Washington defendiendo a su pueblo de la violencia y del impacto que tuvo en su cultura la construcción de la hidroeléctrica Urrá.
Apuro el paso y me paro a pocos metros de la casa donde cayó Arán Assías Solar, el 31 de enero de 2008, entre las calles 4 y 5 con carrera 12. Fue el esposo de mi madrina, Nohora Anaya. Arán fue asesinado minutos después de ver pasar el sepelio de dos hombres acribillados el día anterior. Lo conocía todo el mundo en el pueblo. Dos años antes, el 30 de junio de 2006, le mataron un hijo, Andrés Assías Álvarez, en la vía al corregimiento Palmira. Tenía 19 años y estudiaba economía en la UPB de Medellín. Mancuso protestó contra el Gobierno por su muerte, porque Arán había aportado tierras para los proyectos productivos de los desmovilizados.
Estoy ahora en la calle 1 con carrera 11. El 14 de febrero de 2007 las balas sorprendieron aquí a Neder Castellanos Vidal, chef, sobrino de monseñor Julio César Vidal Ortiz, facilitador de los diálogos de paz entre el Gobierno y las AUC, obispo de la Diócesis de Cúcuta. —Mi familia y yo hemos perdonado a los autores como acto para sanarnos. Este conflicto en Tierralta ha sido insensato y estúpido –me cuenta su tío–. Nadie sabe por qué mataron a Neder, pero todos lo recuerdan como un gran chef y conocedor del arreglo de armas.
En este “paseo” desempolvo en la memoria el caso de mi tío Héctor Calderín, quien tuvo que irse del pueblo porque las Farc querían reclutarlo. Le hizo un quite a la tragedia. Suerte diferente corrió el expersonero Carlos Londoño Mora, amigo de mi familia. Lo mataron el 16 de enero de 2008, en la calle 9 con carrera 8, mientras se tomaba una gaseosa y esperaba que su esposa le contestara una llamada. Era el gerente de la Asociación de Desmovilizados del Alto Sinú. Adriana Vélez Agudelo, su esposa, no le contestó porque no oyó sonar su celular. Ella cree que él presintió su final. —Ese día se levantó muy temprano. Yo me desperté, y cuando estaba agachada estirando la sábana, Carlos me tocó el hombro y me abrazó duro. Me dijo: “me dieron ganas de abrazarte y de decirte que deseo que en todo lo que hagas en la vida te vaya bien, y que te quiero mucho”. Yo le dije: “¡Nos va a matar este amor, cómo amanecimos de enamorados hoy!”. Él me respondió: “Toda la vida”. Yo me morí ese día también.
Sixta Mora, su mamá, dijo: “Lo más grande que a uno le puede pasar en la vida es eso, que le maten un hijo. Ahí no hay dolor ni de mamá, ni de papá, ni de hermano, ni de marido que valga, nada. A mí se me ha muerto todo ese gentío antes de Carlos, y el dolor de su muerte no es comparable al dolor de los muertos anteriores. —¿Usted ya perdonó, doña Sixta? –le pregunto. Piensa unos segundos. —¿Qué te digo?...
Termino el recorrido en el lugar donde nací en 1978: el hospital San José, en la calle 5 con carrera 7. El 8 de noviembre de 2005 fue traído a la morgue de este hospital el Paisa, el mismo del caso de Héctor Acosta y tantos otros. Nadie lo creía, lo habían matado en zona rural. Dicen que el asesino le disparaba y la bala no le daba, “porque estaba asegurado”, repiten en Tierralta cuando alguien se ha hecho brujería.
Por eso, cuentan, después de que pudo tumbarlo con una bala, lo mató a piedra. Al día siguiente, cuando su nombre apareció en el periódico, el pueblo supo cómo se llamaba: Jorge Enrique Samudio Molina. Tenía 37 años y era de Puerto Berrío, Antioquia. El profesor Alejandro Jiménez también fue a verlo. —Era temido en la región. Yo lo veía y me quedaba quieto. Le arrojaron una roca en la cara. Le hundieron los ojos.
El pueblo se volcó a la morgue, la gente llegaba y salía contenta, lo escupían y lo golpeaban. Una señora como de 65 años se agachó, se bajó el interior, orinó en las manos y le echó el orín en la cara al Paisa, y le dijo: “Esto es para que te acuerdes siempre del día que violaste a mis nietas delante de mí”.
Por: Carlos Marín Calderín - Fotografías: Joaquín Sarmiento
Revista Don Juan
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