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Historias

Visitas conyugales gay

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Sara es un transgénero venezolano de cuarenta años. Estudió en el colegio militar General Rafael Urdaneta. Cuando tenía 16 años su papá, Carlos Falcón, abrió una panadería en Maracaibo, donde vivía la familia, para que Edward, el nombre masculino de Sara, trabajara allí. Pero no funcionó. Meses después abrió su peluquería, Manzanillo, donde trabajó con su mamá, Esperanza, y varios hermanos. Hasta que llegó el día en que un colombiano entró a su peluquería, se hizo cliente y luego amigo. Le propuso llevar cocaína a Bogotá, y de allí a Los Ángeles. Sara aceptó. Hoy paga una condena de tres años por tráfico de estupefacientes. Le restan dos meses para salir libre.
Sara recibe pocas visitas, por eso aprovecha y trabaja los fines de semana. A las ocho de la mañana llegan los primeros internos a su salón, Sara, Modelo & Fashion, que queda en un costado del patio. Es la peluquera de La Modelo. Sus rasgos angulados y corpulencia física contrastan con el tono de su voz y la amabilidad de sus ademanes. En la peluquería siempre está con una camiseta azul de algodón en la que destaca el logo de su peluquería.
Entre semana, Sara también trabaja en un salón adjunto al patio de entrada de la cárcel, de nueve a cinco de la tarde, hora en que debe regresar a su celda para el conteo diario. Allí corta el pelo no solo de internos, sino de guardianes, dragoneantes y directivos de la cárcel. A todos les cobra por igual: cinco mil pesos el corte, si desean que les arregle la barba, son siete mil. De eso vive. Aunque muchas veces le pagan en especie, como hizo hoy el Chucky, un preso que le pagó con su “chuza” del sábado, la comida diaria que el Estado les da a los presos. Sara acepta el trueque sin problemas, porque el dinero, en teoría, está prohibido en la cárcel, y cada uno de los internos tiene tarjetas que sus familias recargan afuera para que ellos puedan subsistir.
A la peluquería llegan, entre otros, internos que trabajan en pintura y ebanistería para hacerse la limpieza de uñas. Después de tomar un sorbo largo de té dulce, Sara contó que muchas mujeres que van de visita las miran con recelo. “¿Por qué?”, le pregunté.
–Ay, las mujeres no son bobas. Ellas saben que aquí sus maridos se encacorran, y corren detrás de una –dijo con tono burlón, y añadió–. Otras vienen a pedirme consejos sobre su marido, cómo sobrellevar la separación, los hijos que crecen sin papás, otros que andan en drogas o alcohol. Creo que al final vienen a desahogarse.
–¿Cómo se maneja el tema de las relaciones sentimentales y visitas íntimas de ustedes? –le pregunto.
–Uno tiene sus necesidades y gustos, pero ese tema se maneja por debajo de cuerda –dijo después de alistar la máquina para rasurar a Cristancho, otra mula que, como ella, no coronó–. Yo aquí no puedo andar de mano con mi pareja ni darme besos, porque el jodido es él, no yo.
La visita íntima o conyugal se relaciona con el derecho personal a la intimidad personal y familiar y al libre albedrío de la personalidad. Es esencial para los internos poder relacionarse con su pareja, sea hombre o mujer, porque el impedirlo afecta no solo el aspecto físico, sino el psicológico. Va más allá del acto sexual. De ahí que la ley establece que deba hacerse cada mes y es responsabilidad del Inpec posibilitar este derecho a todos los internos del país. Al ser derecho fundamental, es amparado por la acción de tutela.
La pareja de Sara se llama Juan Rodríguez, un mexicano del patio 2B, condenado por extorsión. Llevan casi un año. En un par de meses los dos saldrán libres. Mientras tanto, él se queda a dormir en su celda varias noches en la semana, sin ningún problema. La clave es ganarse a los guardianes, hacerles caso. Es un lujo que pocos se pueden dar.
–¿Cómo son las visitas en este patio, ustedes son extranjeros en su mayoría?
–Pues como no soy de acá, casi nadie me visita –cuenta, después de amarrar la capa de rayas negras y blancas a Cristancho para su corte–, supuestamente hay diplomáticos que nos ayudan, pero es mentira. Acá estás sola.
–¿Y las visitas íntimas para los LGBTI?
–Aquí pueden entrar mujeres y hombres dos veces al mes. La visita es sagrada –dijo Sara–, y agrega que antes del 2013 exigían papeles notariados que certificaban el cambio de sexo y el registro de matrimonio. Los guardianes revisaban si estaban operados, de lo contrario no entraban.
Sara trabaja en dos peluquerías de la cárcel. Su tarifa es de $5.000. Gracias a eso, puede darse ciertos lujos en la prisión y tener una celda cómoda y amoblada.
Para toda la población carcelaria del país la visita íntima es regulada y reglamentada según los principios de higiene y salud, tal como señala la Ley 1709 de 2014. En el caso de la población LGBTI, deben comprobar que son compañeros o novios o amantes, es decir, llevar una declaración extrajuicio o la partida de matrimonio civil, que en Colombia está vigente. Antes de 2014, el reglamento del Inpec solicitaba a la pareja de cada uno de los internos de esta población documentos que certificaran el cambio de sexo, registro de unión contractual o matrimonial, resultados de exámenes de serología y VIH. El trabajo de sensibilización hacia esta comunidad por parte de la Defensoría del Pueblo y fundaciones no gubernamentales ha cambiado la forma como son tratados por parte del Inpec, aunque hay problemas, se trabaja con todos los actores de la comunidad carcelaria para la convivencia.
Hoy, por ejemplo, está prohibido someter a los familiares y visitantes a inspecciones en las que deban desnudarse y sean intrusivas, porque se dispone de medios electrónicos para este fin. El artículo 112 vela por el respeto a la dignidad humana y la integridad física, y establece que el primer paso para solicitar autorización para la visita íntima depende de la situación del interno: si es sindicado debe remitirse al juez que lleva su caso, si es condenado, al director regional del Inpec. En tanto, el director de cada establecimiento verifica el parentesco, el tiempo de unión y requisitos de salud.
Por su parte, en la cárcel El Buen Pastor –que es solo para mujeres–, el día de visitas íntimas es el sábado. Algunas se llevan a cabo en las celdas, otras en sitios especiales. Las internas que solicitan visita íntima son enviadas a la toma de frotis vaginal, una prueba sencilla y fundamental para el diagnóstico de una infección viral o bacteriana en los órganos reproductores femeninos. Por otro lado, las internas que son madres en prisión dedican los fines de semana a sus hijos, que viven con ellas en el jardín de la cárcel, donde permanecen hasta los tres años, cuando son enviados a algún familiar o al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que inicia el proceso de adopción.
Cristancho se acomoda en la silla y revisa su barba en el espejo de la pared, que refleja la imagen de una estatua de la Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos.
En el salón de Sara también trabaja Johana, o John Anderson Castañeda, que es el nombre que aparece en su cédula. Es travesti, no se ha practicado ningún cambio de sexo o implantes mamarios. Johana –o John– conoció a Cristian López en 2009. En ese momento, él tenía 28 años, cinco más que Johana, y se conocieron cuando ella –o él– trabajaba en un burdel de Chapinero. Tres años después, en 2011, Johana caminaba con otras amigas por el barrio Galerías, después de salir de una rumba. Según ella, cuando pretendían cambiar de acera para irse en taxi a sus casas, una pareja las abordó y comenzó a insultarlas. Andrea, una cucuteña recién llegada, respondió la agresión, sin mediar palabra el hombre de la pareja le lanzó un golpe a su rostro que le rompió el párpado. Se armó la trifulca. Johana recuerda que de un momento a otro Andrea sacó un pedazo de navaja para clavárselo en el tórax, el tipo alcanzó a esquivar la primera puñalada, no la segunda, que le dio cerca de la garganta, cerca de la yugular.
Una hora después estaban en la URI (Unidad de Reacción Inmediata) de Paloquemao. Una patrulla condujo a los tres travestis hasta allá, luego de dejar al hombre herido en la Clínica Palermo. La mala suerte comenzó esa noche para Johana. El herido resultó ser familiar de un policía, y con la dinámica propia de los amiguismos burocráticos, fue encarcelada por intento de homicidio. Su defensor, un abogado de oficio, olvidó el caso cuando le regalaron un cheque suficiente para comprar carro propio. Fue condenada a ocho años, mientras se resolvía su caso estuvo interna como sindicada hasta el 2012 en el patio 2B. Le restan tres años, que con su buen comportamiento y trabajo, aspira a que sea uno y medio. A pesar de esto, Cristian, su pareja, la visita cada mes.
****
Cristian López llegó el sábado a las cinco y media de la mañana para hacer fila en la cárcel La Modelo, en Bogotá, después de un día de viaje de diez horas en bus desde Medellín. Antes del primer puesto de vigilancia compró un café a uno de los cientos de vendedores que se parquean en la entrada de la cárcel, que parece un mercado público los fines de semana. Se acomodó en la fila, un espacio estrecho entre la pared de la cárcel y vallas metálicas. Delante de él cientos de personas llevaban pequeñas maletas plásticas transparentes marcadas con el nombre del interno y su identificación, exigencia del Inpec para que los perros las olfateen y agilizar la entrada.
En La Modelo rige el pico y placa. Es decir, las visitas son un fin de semana para las cédulas terminadas en número par y el otro para las que terminan en número impar. Es el sistema Visitel, un control interno diseñado para que la cárcel no colapse los fines de semana. Los dos hombres que llegaron después de Cristian comentaban entre ellos que ese día la entrada sería complicada. “Hay que aguantarse”, dijo el más joven, mientras encendía un cigarrillo. Cristian les preguntó por qué.
–Viejito, porque los guardianes están en paro. Píllese esa carpa de allá –dijo, señalando con el cigarrillo–, ayer vinimos un rato y vimos a varios policías que habían llegado con detenidos regresar a su URI, porque no reciben presos nuevos.
–Está grave la vaina –respondió con una sonrisa fingida.
–Bastante, esos manes trabajan 24 horas por 24 –explicó el hombre–, y encima de todo, no les pagan. Así cualquiera se emputa.
Cerca de la valla metálica, dos mujeres de unos treinta años cuchicheaban. Muchas aprovechan el sábado y se quedan a hacer fila para el siguiente día. Así, alquilan carpas y colchonetas para coger los buenos puestos, pero otras prefieren madrugar. Ambas, eso sí, sufren las inclemencias del frío, porque el Inpec dispone que todas las mujeres deben entrar a la visita en sandalias, con los dedos al aire. Algunas vienen a hacer la visita conyugal, otras a venderla y reciben el apodo de “las pesas”. Algunas tienen contrato, otras van al mejor postor, pero cumplen la tarea de consolar y consolarse. Una de ellas caminó hasta la fila a pedir fuego para encender su cigarro sin filtro.
–¿Y ustedes a qué patio van?
–Al 2B –dijo el hombre de atrás, acomodando su gorra–. ¿Y usted?
–Yo vengo a tirar mañana, señores. ¿Se les hace raro que uno tenga ganas y ellos también? –respondió la mujer.
–¡No!–contestaron en coro. El más viejo susurró–. Ustedes la pasan bueno.
–Ni tanto –remilgó la mujer–, tirar en la cárcel es duro. Las celdas huelen mal, los colchones tienen chinches, una sale toda picada, y como es por tiempo, el timbre suena cada media hora y no se puede tirar tranquilo.
Todos rieron. Pero es verdad, las celdas destinadas para las visitas íntimas son pocas y están sucias, los internos deben llevar sábanas y condones que Profamilia les entrega. La cola es larga, algunos internos con dinero –narcotraficantes y paramilitares, en su mayoría– las arriendan durante una o dos horas. Otros, cansados de esperar, improvisan un refugio con cobijas y sábanas en el pasillo de su patio para tener sexo con sus novias o esposas. Los LGTBI, en cambio, tienen una ventaja: pueden recibir su visita en la celda. Es un lujo que pueden darse tras haber sido declarados población vulnerable en 2013 y estar amparados por la sentencia T-499/03. Por eso no pueden ser agredidos ni sufrir el matoneo que se vive a diario en la cárcel. Pero no hay que ser confiados, como dice Sara, quien protege su celda, con un crucifijo en la pared y un palo de escoba debajo de la cama, por si a algún recluso se le ocurre ir a molestarlas.
Sara peluqueando al Chucky, un cliente fiel desde hace años.
A las siete de la mañana la puerta principal se abrió. Un guardián regordete pegó en la pared de enfrente de la fila varias hojas en las que aparecían los nombres de los internos que fueron trasladados a otras cárceles durante la semana. Le dicen el muro de las lamentaciones. Cristian se sorprendió con los insultos, maldiciones y puñetazos que dieron algunas personas, y rogó en silencio que el nombre de Johana no apareciera allí. Dos horas más tarde, Cristian pasó los puestos de control de los guardianes del Inpec. Tuvo suerte, porque no llevaba comida y solo entró una botella de agua con gas que le decomisaron.
****
Después de preguntar aquí y allá, los guardias del Inpec le indicaron a Cristian que buscara a Johana en el patio 3 de La Modelo, donde no hay hacinamiento ni violencia ni drogas. Llegó a las diez en punto. Se abrió paso por entre los internos y visitantes que estaban en la peluquería de Sara, se le plantó en frente y antes de que ella pudiera reaccionar, le dijo: “acá estoy”.
El saludo la sorprendió. Estaba concentrada arreglando las uñas de manos y pies a decenas de internos que querían verse bien para mañana, domingo, día en el que las mujeres visitan a los hombres. Hoy es la de varones. Para un pequeño grupo de presos, también es el día de su visita íntima, es decir, visitas con amantes o novios, que se llevan a cabo en el mismo horario de las visitas de familiares. Para los heterosexuales basta con que el interno dé el nombre de la persona que lo puede visitar, y solo puede cambiarla cada tres meses.
Cuando Cristian apareció, Sara estaba terminando de arreglar las patillas del Chucky, un cliente fiel desde hace dos años. “Listo, así es que me gusta”, dijo. Pero Sara no le prestó atención, porque estaba buscando la imagen de Johana y Cristian en el espejo de pared de su peluquería, que le da una panorámica del patio. Unos momentos antes habían ido a conversar a una acera pequeña, detrás de una mesa en la que un israelí y un coreano disputaban una partida de ajedrez en medio de los gritos de otros internos que celebraban cada movimiento de los contrincantes.
Johana comparte su celda con Jenny y Andrea, tres de los catorce internos travestis de La Modelo, quienes están distribuidos en diferentes patios, algunos en el lado sur. El día de las visitas conyugales comparten la habitación entre las tres. Deben organizarse según el horario del desayuno, el mediodía o el almuerzo para estar con sus parejas. Cada turno dura una o dos horas. Si hay tiempo, que por lo general lo hay, el turno no dura más de 45 minutos.
–Ya salió Jesica –dijo Sara en tono burlón, quien escogió la mañana para la visita de Pacho, su pareja desde inicios de año–. Y a Johana el trabajo se le va a acumular…
–No te preocupes por ella, hermosa –respondió el Chucky, quitándose la capa y sacudiéndola con fuerza–. Es que también no se aguantan.
–En la cárcel la arrechera es verraca –dijo Sara con voz enfática–. ¿Tú crees que uno se aguanta acá quince días sin tirar?
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La homosexualidad todavía es un tema tabú. Esmeralda Echeverry es la directora de la Fundación Cárceles al Desnudo. Ella conoce muy bien el mundo de las 144 cárceles colombianas. Explicó que quienes conviven adentro saben que no hay mayor lío con las visitas de homosexuales. En cambio, llama su atención el cambio de tendencia o gustos sexuales.
Trae a colación el caso de una interna que conoció en El Buen Pastor en el 2010, quien tenía un esposo con mucho dinero y sus hijas estudiaban en el exterior. Nunca había presentado una conducta homosexual. Después que ingresó se enamoró de otra mujer, un chacho –mujeres muy masculinas que habitan en la cárcel–, con quien vivió en la misma celda. Tiempo después terminó contratando a otras internas para hacer orgías.
Sara y Johanna.
“La cárcel es otro mundo. De algún modo funciona como el de afuera”, dijo. Óscar Robayo, guardián del Inpec, aseguró que en La Modelo hay varias parejas homosexuales, que viven o reciben visitas sin necesidad de solicitar permisos especiales. “Pero son discretas, no son boletas”, explicó. Entonces, ¿cuál es la problemática de las visitas conyugales para la población LGBTI?
Echeverry ha trabajado el tema desde hace dos años. Llegó a la conclusión de que los problemas de esta población dependen del patio donde estén los reclusos y la ciudad en la que pagan su condena. Dice que una cosa es Bogotá, y otra las cárceles de ciudades intermedias.
En lo concerniente al tema del cambio de conducta sexual, le pregunté si quienes presentan comportamientos gais en las cárceles continúan con su cambio afuera. Echeverry contestó que no. “Sé que no les afecta el tema afuera. Cuando salen a la libertad ellas dicen: ‘hasta aquí fui lesbiana’. Porque lo que pasó en la cárcel, se quedó en la cárcel”.
Por su parte, Mauricio Albarracín, presidente de Colombia Diversa, afirma que el sufrimiento de esta población en la cárcel es diferente, y en algunos casos, más cruel, dijo. Me compartió un informe elaborado en el 2010 sobre la situación de los derechos humanos de los LGBTI, que habla de varios obstáculos para acceder a la visita íntima, entre ellos la periodicidad, el procedimiento, las autorizaciones y las restricciones legales y arbitrarias por parte del Inpec.
Los recursos a los que acudían los internos y sus parejas eran derecho de petición y la tutela. Aunque la situación ha cambiado, en las oficinas de Colombia Diversa todavía llegan reclamos y peticiones de tutela. Un caso especial ocurrió en noviembre del año pasado: Martha Isabel Silva y Martha Lucía Álvarez, internas en las cárceles de Manizales e Ibagué respectivamente, y pareja desde el 2011, interpusieron acción de tutela para proteger sus derechos al libre desarrollo de la personalidad y la intimidad conyugal y familiar. El Inpec se había negado a trasladar a alguna de las dos a la cárcel de la otra, alegando anomalías en la solicitud de la visita conyugal. Sin embargo, la Corte Constitucional las favoreció.
****
Andrea, la compañera de celda de Johana, salió de nuevo al patio a comer algo con su pareja al terminar su turno. Debía esperar dos horas, mientras que Jesica y su nuevo novio destinaban la hora del almuerzo a su intimidad. Hacia las tres de la tarde, Cristian revisaba un periódico mientras Johana se ponía al día con las uñas de los internos de ebanistería y pintura que la esperaban desde las diez de la mañana.
–Ya es tu turno. Sólo queda una hora –le dijo Jesica–. Johana fue de inmediato por Cristian. Entraron en la celda con un poco de afán. Johana, con sus tetillas sin operar, estaba tirada en la cama. Antes de ellos, ese día, dos parejas habían pasado por el cuarto tres veces cada una. De tanto ser usado, y amasado en sudor, el aire de la celda empezaba a ser denso. Johana quitó la sábana empapada y le pidió a Cristian que la tuviera de un lado. Luego voltearon la estera, que estaba fría por el concreto que sirve de base para las camas.
Cuando Andrea tocó la puerta por segunda vez, Cristian y Johana salieron de la celda, aturdidos por el deseo de refrescarse. Eran las cuatro de la tarde, hora de irse a casa. Esa noche Cristian no pudo dormir pensando en ella. Cuando menos lo pensaba, el ayudante del bus intermunicipal le avisó que bajara a reclamar su equipaje. Había llegado de regreso al Terminal del Sur de Medellín.
Siga en Twitter al autor, Fernando Salamanca.
Fotografía: Sebastián Jaramillo
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