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Historias

El sueño amarillo

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El periodista español Carlos Arribas, una de las voces más respetadas del mundo del ciclismo, ha seguido a Nairo desde que corre en el Movistar, en 2011. Hace poco lo visitó en Tunja, en su casa, y en la casa de sus papás, en Cómbita, donde empezó todo. El cronista acompañó al campeón por las poderosas carreteras de Boyacá, en lo que fue parte de su preparación para el Tour de Francia 2016, que comienza este 2 de julio.
Cuando sale a entrenarse por las carreteras altas de Boyacá, Nairo Quintana viste, de arriba abajo, la ropa de su equipo, el Movistar, salvo en un pequeño detalle, el casco. Nairo no se protege la cabeza con el implemento azul y verde, los colores oficiales, sino con un casco amarillo, el que se llevó a Colombia en el verano pasado después de lucirlo en el Tour como distintivo del liderato de la clasificación por equipos. “No lo llevo porque el amarillo sea una obsesión o quiera distinguirme de los demás ya, antes incluso de ganar el Tour. Lo llevo porque se me ve mejor a la distancia, me hace sentirme más seguro”, dice Nairo, el protagonista de una historia que él mismo, y la gente de marketing de Movistar, ha bautizado Sueño amarillo.
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El 2 de julio comienza el Tour de Francia que Nairo Quintana cree que ganará. La presión que soporta el ciclista de Tunja se muestra pesadísima. Carga con toda Colombia sobre sus hombros, una Colombia exigente y crecida, además, a la que incluso le supieron a poco las pedaladas de Esteban Chaves en el reciente Giro en el que vistió un día de rosa y acabó segundo. Conociendo un poco a Nairo, sin embargo, todo este cuento de la presión y de la exigencia más que un peso es un acicate. Si, como se dice en todos los deportes, los campeones aman la presión porque es la competición, el deseo de ganar siempre, lo que les lleva a superarse, cómo se maneje Nairo en su tercer Tour en julio será la prueba de su carácter, del genio de un personaje único consciente de serlo.
Unos meses antes, en febrero pasado, el tiempo del entrenamiento anónimo, Nairo se dejó invadir en su Tunja y habló de su sueño, de su vida.
Marco Pantani fue desgraciado porque Italia y el ciclismo le robaron el alma, le obligaron a convertirse en el personaje que habían decidido que debía ser. Como el Pirata, en Colombia Nairo Alexander Quintana Rojas, más que un ciclista es también un personaje, una máscara, pero su sonrisa no es triste, su mirada no es de desaliento y profunda: sus dientes tan blancos estallan en una risa engañosamente infantil de alegre y sus ojos negros como tizones son dos chispitas, y por detrás, bajo su tez oscura, bajo su pelo rebelde y espeso que crece exagerado y que debe cortárselo disciplinadamente para que no le desborde y afee, rebosante de sabiduría innata y antigua, una mente lúcida y madura sabe desde pequeña que crecer es dominar el instinto, frenar cuando el cuerpo pide acelerar. A diferencia del escalador de Cesenatico, al joven de Cómbita no le duele ser querido. Nairo Quintana, el ciclista que cree que ganar el Tour es necesario y es justo ya, es un personaje que conscientemente se construye a sí mismo todos los días, y, mientras tanto, aprende y enseña.
EN MITAD DEL ENTRENAMIENTO, NAIRO ABANDONA LA AUTOPISTA HABITUAL Y POR UN CAMINO SECUNDARIO LLEGA A TUTA, UN PUEBLO CERCANO, DONDE BUSCA UN PEQUEÑO LOCAL QUE PREPARA LAS PAPAS RELLENAS QUE LE GUSTAN.
Marco Tulio Suesca es ciclista y es de Tunja, como Nairo, y joven. Esta primavera llegó a Europa a competir con el Manzana Postobón, el equipo de la tierra, y antes de coger el avión llamó a Nairo para salir a entrenarse con él. En la carretera hablaron. Suesca le pidió consejos y Nairo, a quien le encanta difundir la palabra, se los regaló. Nairo le dijo que no sería nadie si no se ganara el respeto de los demás, si no sacara la fuerza de dentro, si se dejara avasallar. Esto lo cuenta Luis Fernando Saldarriaga, el director del Postobón, quien no puede evitar sonreír recordando cómo eso mismo, recordarle que era un guerrero y no un campesino humilde, fue justamente el mensaje que le transmitió él a Nairo en 2010, en vísperas de competir en el Tour del Porvenir, que Nairo ganó.
Saldarriaga había visto tanto talento en Nairo que había quedado deslumbrado, y en esas comprendió que para triunfar en el ciclismo hacía falta algo más que talento crudo, hacía falta jerarquía, interactuar con la gente desde una posición de superioridad. También le dijo a Nairo que no le valdría de nada llegar peleón y guerrero al pelotón de frente, que más le valdría ser inteligente y que, aprovechando que a los europeos, a los rusos y a los norteamericanos y a los australianos les gusta verse superiores y ejercer bullying sobre los diferentes, le convendría aparentar la humildad, casi sumisión, que se espera de un indio en el pelotón mundial. “Hay que ser ‘como humilde’ –le dije–, ‘como agachado, para que la gente piense que no eres nada, haz como que escondes la cabeza debajo del manillar y, cuando se confíen, les sorprendes’. Y así”, cuenta Saldarriaga, el impulsor del ardor guerrero y de la trampa, “elaboró Nairo su máscara de humildad”.
Nairo se ríe a carcajadas limpias cuando se imagina a sí mismo con el pelo largo largo y caótico, desbordando su cabeza, y luego recogidito en decenas de pequeñas trencitas como las que hacen a los turistas en las playas de Cartagena de Indias, y la misma risa se alarga cuando se le pregunta por su máscara y por su verdadero ser. Asiente también. “Sí, puede que mi timidez sea una máscara, y, sí, creo que dentro de mí puede haber un monstruo”, dice sin aguantarse la risa Nairo, quien quizás ganará el Tour. “Dentro de mí hay algo sí, creo que sí, de depredador”.
“Los ciclistas tratan de correr lo más rápido posible, y ¿para qué?, para nada, por el gusto de ser el primero, para dar satisfacción a los que miran. Esto es la vida en su forma más ingenua, porque el hombre, si no combate de algún modo, es infeliz”, escribe Dino Buzzati cuando escribe de ciclistas y de cómo las carreras, el Giro, el Tour, son batallas, y Nairo estaría de acuerdo pleno. Si no fuera ciclista, Nairo habría sido soldado, como soldado del ejército colombiano es su hermano mayor, Willinton, que luchó contra la guerrilla en Caquetá y tiene los ojos verdes y admira al hermano campeón. “Nairo es un general nato, un buen líder, muy buen estratega que piensa muy bien las cosas. Él planea. Eso es parte de su éxito. Habría sido un excelente militar”, dice Willinton, tan comedido cuando opina en voz alta de otros asuntos.
Nairo cuenta que los genes militares y el gusto por el ardor y el orden guerreros les llegaron a su familia, como a todos los habitantes de su tierra, Boyacá, todos campesinos de ruana, directamente de Simón Bolívar, el Libertador, y de sus tropas que cerca de su Tunja, su pueblo, en el pantano de Vargas y en el puente de Boyacá, obtuvo con su ejército dos victorias decisivas sobre los realistas españoles. “El Tour es así”, dice Nairo. “Para nosotros es un gusto hacerlo batalla, y por herencia desde hace más de 200 años llevamos en la sangre la genética luchadora, organizada y estratégica. Y para muchas cosas buenas y muchas cosas malas tenemos estrategias en la vida cotidiana también. Así, en carrera puedo hacer algunas estrategias y puedo mover mi equipo en momentos difíciles en los que no nos lleguen instrucciones del director. Conozco algo las batallas de Bolívar, pero no mucho, solo algo, y lo que yo hago me sale por instinto”.
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Todo comenzó en Tunja, y todo gira alrededor de la capital de Boyacá. De su plaza cuadrada, hermosa y colonial, donde al ciclista que gana, aunque no se llame Nairo y se llame Edwin Ávila, es un decir, lo aúpan y lo empujan, lo vitorean como a un héroe victorioso en la batalla, es la algarabía y la locura en la plaza de Tunja. Nairo ha terminado cuarto el campeonato de Colombia en la plaza Bolívar de su ciudad, donde nació hace 26 años, de donde salió para conquistar el mundo montado en una bicicleta. Aunque no ganó, el ídolo fue aplaudido en el podio y recibido con vivas, y estrujado. Si hubiera ganado, habría temblado el Libertador, enhiesto cabalgando sobre su Palomo blanco en el centro de la plaza. Sus días de estatua de piedra sobre un pedestal y un cenicero a 2.800 metros de altitud estarían contados. Un nuevo libertador en bicicleta lo sustituiría ya.
Desde que el indomable Zipa, Efraín Forero, para convencer a los descreídos de que también se podía hacer una Vuelta a Colombia, demostró hace casi 70 años que se podía ir de Bogotá a Manizales en bicicleta por carreteras de fango, puentes de troncos de árboles por el páramo de Letras, rozando el cielo a 3.700 metros de altitud, el ciclismo construyó el alma y la geografía de Colombia, como el río Magdalena, como los Andes. Al Zipa le recibieron en la plaza mayor de Manizales como a un torero, y le subieron a hombros y le dieron vueltas por el aire hasta marearlo. Décadas después, con Nairo no es muy diferente, como en Italia pudo haber sido entonces, después de la guerra, con Coppi y Bartali, los héroes fundadores de la reconstrucción, los que hicieron soñar a un pueblo que, leyendo, oyendo, sus hazañas en bicicleta creía en la recuperación moral, que redescubría el paisaje y los campos, las montañas, que olvidaba las ruinas.
“¡Dale, Nairo, por la paz de Colombia!”, grita un aficionado a unos metros del autobús del Movistar aparcado en la plaza de Sogamoso, la patria de Fabio Parra, de donde parte el campeonato colombiano. Con el jaleo que había, seguramente Nairo, encerrado en el bus, no pudo oír la demanda patriótica, y de haberla oído no le habría extrañado, ni ninguna petición que le llegara, como las que oye todos los días cuando se entrena por las carreteras y autopistas acompañado de Alejandro, un intendente de policía en moto que regula el tráfico para que el ciclista no tenga que detenerse en ningún cruce, rotonda o semáforo, y protegido por Alfredo Saldarriaga, su hombre para todo, un agente de seguridad que le ha asignado Movistar, y los niños se paran, y los coches que adelantan se paran en las cunetas para gritar ¡he visto a Nairo! Y para hacer una foto con el móvil e intentar identificar a los ciclistas que lo acompañan, a su amigo Winner Anacona, a otros jóvenes de su equipo de futuras figuras, Boyacá, raza de campeones, que lo emulan. Nairo está comprometido con Colombia, con Boyacá, con su papel simbólico que descubre inmenso simplemente al descender del avión en el aeropuerto de Bogotá, donde todos los fingers están cubiertos por su fotografía en bicicleta. El futbolista James, del Real Madrid e ídolo de la selección, mientras, se queda en pequeños anuncios en el interior de la terminal.
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Dos días después del campeonato, Nairo regresa a su rutina, que empieza diaria a las siete de la mañana, que no es tan pronto como para pensar que madruga para demostrar que su oficio tan bien pagado es tan duro como el trabajo de un campesino que apenas recibe cuatro pesos por jornadas de sudor. Nairo empieza tan temprano porque en su tierra amanece dos horas antes. A las cinco ya es casi de día y, para su cultura, para su forma y la de su gente de ver la vida, dejar pasar las horas de sol sin hacer nada es perder el tiempo. Por eso, a las siete de la mañana ya está Alfredo con el todoterreno con el que le seguirá y protegerá en la carretera esperándole a la puerta del apartamento de alquiler en el que vive con su esposa, Paola, la chica más linda y la más lista de su clase, la número uno siempre, que estudia en una de las universidades de Tunja, y con Mariana, su hijita de dos años, y también ha llegado el intendente Alejandro con su moto. Alejandro es un agente feliz desde el día, hace unos meses, en el que el general Rodolfo Palomino, el gran jefe de la policía de toda Colombia, lo designó para estar con Nairo, para acompañarle en los entrenamientos siempre que el ciclista lo necesitara, y sonríe cuando ve a Nairo descender de su apartamento ya vestido de ciclista llevando de la mano la bicicleta de contrarreloj, pues ese día, siempre un día a la semana, tocaba cabra.
En mitad del entrenamiento, Nairo abandona la autopista habitual y por un camino secundario llega a Tuta, un pueblo cercano, donde busca un pequeño local que prepara las papas rellenas que le gustan. El pequeño local –una cabaña mínima de planta baja bajo la sombra de un gran cartel publicitario que anuncia que la fibra óptica y el internet de alta velocidad, atómica, ya han llegado a Tuta– está vacío, y Nairo toma un tinto y discute con los dueños sobre lo exótico que resulta que allí, a casi 3.000 metros de altitud y tan lejos del mar preparen arepa de huevo, torta de maíz rellena de huevo y luego frita, que es una especialidad de Cartagena, lejana junto al mar, y pide y espera su papa, y en estas se corre la voz y a los cinco minutos 20 personas por lo menos hacen cola para hacerse fotos con él, en un photocall espontáneo que no rehúye. “Esta es la pequeña Colombia, los pequeños negocios a veces sin licencia que permiten comer a todos. Y me tienen mucho fervor, demasiado a veces, como si no supieran que deben respetarme mientras trabajo”, dice Nairo, y se frota el cuello que tiene aún dolorido, 48 horas después de que los aficionados fervorosos lo abrazaran y tocaran y estrujaran en la plaza Bolívar de Tunja. “Pero yo me debo a todos, a los ricos trajeados y a los campesinos”.
Esos días, los días de la bicicleta de contrarreloj, Nairo sale a entrenarse solo y apenas levanta la vista para volver a ver los paisajes que le emocionan, su tierra, pero los demás días de la semana a su alrededor, como atraídos por un imán, se pegan varios profesionales de la ciudad, empezando por Anacona, su compañero de equipo, que no se cansa de repetir que no está en el Movistar enchufado por Nairo, que él fichó sin que Nairo casi lo supiera. Cuando salen en grupo por las carreteras, mientras pedalean, Nairo habla sin parar, y ríe. Cuenta historias de las carreras que corre en Europa a voz en grito, y los demás también se ríen. “Nairo está todo el tiempo hablando”, dice Roller Diagama, su mejor amigo y su protegido, que acaba de ganar el campeonato de Colombia sub-23 y que espera dar el salto a Europa, donde se corre el ciclismo grande de verdad. “Aunque tenga fama de serio y callado, Nairo solo deja de hablar cuando le tocan series o tras coche, cuando acelera cerca de la cumbre de un puerto y ataca a todos, porque no le gusta quedar segundo”.
“PIENSAN QUE HAGO MILAGROS. ME DICEN QUE TOQUE A SUS HIJOS PARA QUE SEAN TAN EXITOSOS COMO YO...”. Y NAIRO, CON EL CARISMA A CUESTAS, EL PESO DE SABER QUE TODOS QUIEREN SER ÉL, QUIERE A TUNJA.
A finales de febrero de 2016 en Colombia, Nairo Quintana ya sabe que si gana el Tour le resultará muy difícil seguir viviendo como vive, en un apartamento junto al estadio de Tunja y el centro comercial, seguir siendo una estrella local y global. “Lo he pensado y nos estamos preparando, porque posiblemente llegue el caso y pueda ser muy difícil vivir aquí por las masas que lo quieren a uno, ¿no?”, dice. Las masas quieren a Nairo y Nairo quiere a las masas, y los amores se multiplican. “Yo no soy responsable de nadie, pero en cierta forma es un compromiso no adquirido, sino adjudicado por la gente en una burbuja falsa. No tengo compromiso más que con mi mujer y responsabilidad solo con mi familia, pero por el tipo de persona que soy he sido siempre muy de la gente, y al ser muy de la gente, la gente espera de uno. Muchos me dicen que su vida es como una carrera por etapas mía, intentar sobresalir, luchar, trabajar y ser el mejor para poder. Algunos han salido de sus problemas emocionales imitándome a mí. Eso me hace sentir orgulloso y me compromete a seguir haciendo las cosas bien para darles más alegrías”, dice. “Piensan que hago milagros. Me dicen que toque a sus hijos para que sean tan exitosos como yo...”.
Y Nairo, con el carisma a cuestas, el peso de saber que todos quieren ser él, quiere a Tunja. “Estoy aquí por mi familia y por el entrenamiento. Es un paisaje bueno, sin contaminación, una temperatura muy mantenida todo el año y estoy en altura [2.800 m], y estoy con mi familia, primos, hermanos, papás, abuelos, y eso me agrada. Aquí no vivo mal… Y también vivo en Montecarlo. Tengo la capacidad de mantener las raíces y volar fuera. Estando allá me puedo dar la vida de lujo, y cuando me la quiero dar, me la puedo dar sin problemas. Y aquí también hay vida de lujo. Aquí al lado tenemos un hotel donde te cuesta 15.000 euros la noche”, explica. “Soy un ciclista que vive muchos días fuera de casa, y no quiero perder mi familia, y no pierdo mi familia sin perder mi trabajo. Esto es muy importante para mí. Yo no puedo llevar a sobrinos, hermanos, mi mamá, mi papá, a Montecarlo al piso 30 de un bloque, porque allá se mueren. Pienso que Tunja es un sitio, y el equipo donde estoy, es una situación perfecta para poder llevar estas dos vidas sin aislarme de la familia, pues, que es muy importante para mí”.
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El amor mutuo no es acrítico. A Nairo le duele el cuello de los abrazos de su fanaticada y a estos les duele que no gane el Tour y le dicen que es como Miss Colombia, que siempre queda segunda en Miss Universo... “Quedar segundo es muy difícil, sí, y tiene valor, pero al final le duele a uno estar ahí y no ganar. Es un reto grandísimo, y es un paso muy necesario poder ganar el Tour”, dice el dos veces segundo. “Pienso que ya es necesario y que es justo además. Viendo los antecedentes y con un año más de madurez creo que estamos preparados, y, de hecho, ya me siento más formado. Sé lo que tengo que hacer, conozco mi trabajo, lo sé. Y aquí, en Colombia, no me pasa lo que me pasa en Europa. Un día entrené dos horas, volví a la casa y me pasé todo el día mirando por la ventana a ver a qué hora anochecía para dormir, esperar a otro día para cuatro o cinco horas y nuevamente. Así me acostumbraron a vivir mis padres, trabajando, y mi trabajo es ser ciclista”.
Y allí, en Boyacá, Nairo repasa mentalmente el recorrido del Tour y cree que es una señal premonitoria que justo en 2016 la carrera haya roto su costumbre y haya vuelto a proponer los Alpes para la segunda semana, la decisiva, como en sus dos Tours anteriores, el de 2013, el de 2015, los dos en los que solo le superó Chris Froome. “Es una oportunidad…”, dice Nairo, que en los Alpes ganó el Tour del Porvenir de 2010, que en la Joux Plane, camino de Morzine, se reveló ante el Sky de Wiggins, tan ordenado, en la Dauphiné de 2012, que en los Alpes, en Semnoz, por encima de Annecy, ganó su etapa del Tour 2013 y el maillot de rey de la montaña. “También he ganado en los Pirineos algunas cosas, pero le debo mucho a los Alpes y me gustan más que los Pirineos. Y llegan en la tercera semana, donde me siento superbién, y eso me da confianza, porque no ha sido una vez ni una casualidad. Este año terminar también en los Alpes puede contar a mi favor si me presento al Tour como me he presentado los otros años. En la concentración previa al Tour del año pasado me enamoraron los Alpes. Soy un enamorado de los Alpes y siento mucha empatía y una conexión casi mística. Me gustan, me inspiran”.
Y ALLÍ, EN BOYACÁ, NAIRO REPASA MENTALMENTE EL RECORRIDO DEL TOUR Y CREE QUE ES UNA SEÑAL PREMONITORIA QUE JUSTO EN 2016 LA CARRERA HAYA ROTO SU COSTUMBRE Y HAYA VUELTO A PROPONER LOS ALPES PARA LA SEGUNDA SEMANA.
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En Tunja, donde vive Nairo Quintana, para tocar el cielo con las manos solo hace falta ponerse de pie y levantar los brazos, tan alto está. Y quien coja la carretera para Bucaramanga, tan lejana, y ascienda hacia el alto del Sote, verá a su izquierda nada más salir de una curva una casa que es un mural, Nairo, de rosa de pie sobre su bicicleta, Nairo de lunares, Nairo triunfador, la casa en la que Nairo Quintana pasó su infancia, con sus padres, Eloísa y Luis, con sus hermanos, Nelly, Willinton, Leidy y Dayer. Desde allí, a 3.200 metros sobre el nivel del mar, en el piso térmico frío casi páramo, para tocar el cielo no hay ni que ponerse de pie, incluso hay que agacharse por miedo de no darse con la cabeza, y en la radio de un camión de cromo que pasa veloz suena La cucharita, de Jorge Velosa.
De allí, cuando tenía apenas 16 años, Nairo salió una noche con su bici a cuestas, se montó en un autobús y se fue a Venezuela a disputar una carrera. “Fui solo hasta Cúcuta, 12 horas de autobús, y cuando llegué, en un coche de un equipo ya fui hasta San Cristóbal, al otro lado de la frontera”, recuerda Nairo, que también recuerda que se fue sin permiso del colegio, del liceo Alejandro de Humboldt de Arcabuco, donde estudiaba el penúltimo año de bachillerato. “Al día siguiente de que se marchara Nairo, don Luis, su padre, vino al colegio”, cuenta Leonardo Cárdenas, el profesor de Ciencias Sociales del joven Nairo, un chino pausado, curioso, callado y sensible, más dado a lo pensativo que a lo activo. “El rector de entonces le dijo que no, que no le daba permiso para ir a Venezuela, y don Luis le respondió: llega tarde, Nairo ya se fue”.
Cuando regresó Nairo –tan obstinado como su padre, a quien los médicos quisieron amputar una pierna después de sufrir un accidente y él se negó, y con dolores y todo les demostró que estaban equivocados, y que podía valerse por sí mismo con las dos piernas–, la profesora de Educación Física le suspendió la asignatura y el rector le castigó obligándole a dar una charla a sus compañeros para pedir perdón por la indisciplina. Nairo les contó su viaje como una aventura, cómo se había batido con cinco pedalistas venezolanos con los que había tenido un encontrón y a todos los cinco les ganó. “No era pendejo: nunca se la dejó montar de nadie, lo que hoy se dice bullying”, recuerda el profesor. “Era pelosito, no era menguado. Era noble”.
Iba al colegio de Arcabuco, lejano de su casa en la vereda porque era el mejor de la comarca, y al colegio iba en bicicleta, subiendo todos los días un puerto de 16 kilómetros, y sufriendo accidentes y chaparrones y heridas que le curaban las profesoras de Química y Biología, porque le gustaba, porque disfrutaba, porque la bicicleta es una religión en Boyacá, donde los héroes se hacen dando pedales. En el despacho del rector aún ocupa un lugar destacado el trabajo final de grado de Nairo Quintana, especialidad cerámica: una escultura abstracta que el autor, el chaval que se hacía bachiller, tituló Ciclista futurista.
Dos enormes carteles, paneles publicitarios gigantes, reciben a los alumnos del colegio. Uno de ellos está dedicado a Nairo, a fotos suyas de ciclista y de alumno, y una cita de Einstein (“El genio se hace con un 1 % de talento y un 99 % de trabajo”) que quizás esté equivocada: a Nairo, todo Boyacá, toda Colombia, su familia, sus amigos, todos los que le conocen, los enfermos y los deprimidos que se olvidan de sus males viéndole en el Tour, y todos le consideran un genio intocable, tan grande que quizás la cuota de talento supere el 1 %.
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Su compañero de equipo y de habitación a los 19 y 20 años, Maicol Rodríguez, está convencido de que Nairo tiene el poder de convertir en realidad todo lo que anuncia, pues ya a los 17 años decía que sería grande como ciclista, que correría el Tour, que lo ganaría. “Y era tan humilde a la vez...”, dice Maicol, quien se quedó en el equipo de Boyacá, raza de campeones, y recuerda que un año, en el Tour del Porvenir, Nairo roncaba tanto que él, en la cama de al lado, no podía dormirse, y que el campeón solucionó el problema diciéndole: bien, tú te metes de primero en la cama, y ya cuando te hayas dormido, me acuesto yo y aunque ronque no te molestaré.
Y Próspero Chaparro, que lo fichó a los 19 años, y tan joven le hizo profesional en su equipo, el Boyacá es para vivirla, relata el recorrido atípico, único, de Nairo, quien nunca estuvo en la liga de su región, en los equipos establecidos, sino que llegaba a las carreras solo y se apuntaba donde necesitaran un corredor, porque así podía ganar más dinero, y por orgullo, porque los grandes equipos no se habían fijado en él, el chino de la vereda de Concepción. “Iba a donde podía ganar dinero. Por orgullo, porque la gente que tenía monopolizado el ciclismo te excluía si no tenías cierto poder económico a menos que fueras una gran ficha y lo manejaban como querían. De mí no tenían lo uno, querían lo otro, pero yo no quise”, dice Nairo, quien como cuenta su hermano Willinton, siempre había sido diferente de los demás. “Él siempre pensaba en grande, un modo diferente. Quería siempre lo mejor, los mejores productos en el puesto del mercado que montaba mi padre, de frutas y verduras, quería aumentar la venta”, dice Willinton. “Íbamos de mercado semanal: martes Arcabuco, miércoles Moniquirá, en ocasiones jueves Barbosa, viernes Tunja, sábado Villa de Leyva y domingo Tuta. Mi madre se quedaba de ama de casa, llevaba el hogar, cuidaba a los niños. Siempre estaba ahí”.
Para redondear los ingresos, Willinton, aún menor de edad, aprendió a conducir por su cuenta y trabajaba de taxista por las noches. Después enseñó a conducir a Nairo, un mocoso de 12 años, que le acompañaba en sus velas sentado en el asiento delantero. “Él era mi compañía y mi consejero. Creo en el destino. Mi padre salvó su pierna, Nairo superó una enfermedad mortal de niño...”. “Yo, siempre dentro de un grupo, dentro de donde estaba, quería destacar como el mejor. Entre mis hermanos, todos teníamos las mismas posibilidades y yo era muy detallista con muchas cosas, y marcaba diferencias, y de hecho, al día de hoy, yo soy el que regaño, el que les echo la bronca a todos...”, dice Nairo. “Yo salí de mi enfermedad a los tres años, era el bastón de mi padre y le ayudaba a tomar decisiones. Aun siendo un niño sabía quién nos podía timar, quién nos podía convenir…”, dice Nairo. “Aunque no era muy buen estudiante, de calificaciones muy altas, era algo coherente, siempre muy equitativo con todo, y sabía que siendo así podría llegar lejos. Me gusta hablar con la gente, conversar, y, de cierta manera, con alguna capacidad de convencimiento siempre positivo. Y por eso la gente que se sienta al lado mío algunas veces, no todas, siente cierto agrado, y se borran los rangos sociales”.
“Desde bien pequeño, a Nairo se le veía diferente, más sensible”, dice Willinton. “Era orgulloso y ambicioso, un líder. Desde que empezó a ser ciclista dijo que quería ser el mejor, pero, a diferencia de otros que lo dicen y se levantan tarde, él trabajó para ello todos los días, madrugando y entrenando”. No choca con esa idea, sino que la refuerza, la osadía ingenua de Nairo, quien eligió que el campeonato de Colombia fuera en Tunja y el circuito con la llegada a la plaza Bolívar, aun a sabiendas de que le habría favorecido más un recorrido más duro en Duitama, ahí al lado. Lo hizo por generosidad, porque quería que sus paisanos lo vieran correr en su casa; lo hizo porque conocía el valor simbólico de ganar allí, el mismo lugar, la misma recta frente a los escalones de la catedral, en el que Miguel Indurain ganó la contrarreloj del Mundial de 1995. “Y yo también gané allí una carrera”, dice Nairo, el campeón. “El segundo llegó a dos minutos…”.
“Nairo es un milagro colombiano”, dicen en Movistar Colombia. Nairo es capaz en el siglo XXI de la globalización de ser global y también local a la vez, de ser conocido en el mundo, de beber leche de almendras y entrenarse con las últimas tecnologías y de disfrutar como nadie en su tierra rural, de sus canelazos de agua panela, clavo, canela y ron, de la devoción de los campesinos y de los urbanitas que poco a poco empiezan a poblar su Tunja, la Salamanca colombiana, la ciudad más universitaria, de la que se siente orgulloso como pocos. “Es nuestros Rolling Stones”.
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