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Historias

Muerto en vida, el dilema de los pacientes en coma

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Nadie sabe qué pasa por sus cabezas. No se sabe si sueñan, si están enterados de lo que sucede en su cuarto o si viven en una completa oscuridad. La condena de los pacientes en coma es esa. Nadie sabe qué quieren: si vivir como vegetales o morir de una vez por todas. Los más puritanos dicen que obligarlos a dejar de respirar es un pecado mortal, otros piensan que se trata de un acto de caridad y que el verdadero horror consiste en dejar que sus cuerpos se llenen de llagas y esperar un milagro que nunca va a llegar.
Por Melba Escobar
Fotografía Sebastián Jaramillo
Bernardo Álvarez está en coma desde hace diez años. El 4 de mayo cumplirá los ochenta. En el barrio las Palmas de Medellín, bien arriba, cerca del Morro Salvador, vive con su señora, Arnobia, su suegra de cien años y el mayor de sus diez hijos. Bernardo está en estado vegetativo crónico por lesión del cerebro superior. Algunos médicos consideran que en ese caso hay vida, otros alegan que no.
No se ponen de acuerdo. Tampoco es claro si estos pacientes tienen o no conciencia. Quien entra en un coma o estado vegetativo persistente, respira por sí mismo, el corazón late, puede parpadear, pero eso es todo. En el caso de Bernardo, sus ojos están cerrados desde hace un par de años. Excepto casos que rompen cualquier pronóstico, y que se vuelven noticia mundial, los pacientes no vuelven a despertar. El más reciente es de 2007, cuando el polaco Jan Grzebski despertó a los 69 años tras pasar 19 en coma.
Apenas me acomodo en la silla sale el pajarito del reloj cucú a cantar las 5:00 p.m. Solo en ese momento, al darme vuelta para mirar la pequeñísima casa suiza empotrada en la pared, veo a Bernardo. Junto al reloj hay una puerta entreabierta que deja ver, sobre una cama de hospital, su cuerpo bajo las sábanas. No se mueve. La cabeza, con escaso pelo blanco, está recostada en una almohada. No nos mira porque no ve, no ve porque está ciego. Tampoco habla, come, camina. No abre los ojos. No sabemos qué piensa, no sabemos si piensa.
Un sonido doloroso, profundo, nos llega como una música de fondo para recordarnos que él está ahí, en medio de una familia que interpreta sus deseos, que habla de él como si no estuviera, que recuerda cómo era, cómo fue ese que está ahí al otro lado de la puerta, que está pero ya se fue.
Puede estar sufriendo síndrome de encarcelamiento, en el que el paciente tiene un mínimo nivel de conciencia, pero se encuentra atrapado en su propio cuerpo. No puede moverse. No puede comunicarse de ninguna manera. La escafandra y la mariposa da cuenta de ello. Jean Dominique Bauby está consciente, pero sólo puede parpadear. A través del parpadeo inventa un sistema de escritura. El resultado es el libro llevado posteriormente al cine.
Pero Bernardo no parpadea ni expresa otra señal de vida que no sean sus hondos quejidos. De no ser por ese sonido inquietante, se diría que ha muerto. "El día del accidente él estaba muy triste", recuerda Arnobia. "Lloraba porque se le fue su hijita querida para Estados Unidos. Y decidió salir. No soportaba estarse mucho rato encerrado." Nació en Jericó y creció en el campo donde criaba gallinas y se ocupaba de los marranos y del ordeño de las vacas. Allá se casaron y tuvieron a cinco de los doce hijos que alcanzarían a nacer. El accidente de tránsito le dejó una hidrocefalia. "Para entonces algo comía, algo hablaba... hasta se podía sentar. Siempre que le preguntábamos cómo estaba, respondía lo mismo: 'Como un rey'".
Cuatro años más tarde, el día de las velitas tuvo un derrame cerebral. Perdió el habla, así como las pocas respuestas motoras que le quedaban. Pasó dos meses en la clínica, pero después de la salida cada mes había que volverlo a internar. En los últimos años el deterioro ha sido notable. Las escaras le cubren el cuerpo. Algunas son tan grandes que la enfermera alcanza a meter el puño y tocarle el hueso a la hora de la curación. La gasa se le cambia dos veces por semana. Los pañales, tres veces al día. Hace menos de un mes tiene sonda para orinar. Se alimenta de Ensure a través de una sonda gástrica y está tan enfermo de los riñones que tiene el cuerpo y la cara hinchados.
Además del Ensure, las cremas, los pañales, también está el Plasil contra los vómitos y la diarrea, el Tramal para calmar el dolor, porque Bernardo siente, o al menos eso parece indicar su única respuesta: los quejidos. Entre todo esto y las gasas, las sábanas, los productos de aseo, entre otras cosas, los gastos suman un millón y medio de pesos al mes. Bernardo era obrero de construcción. Él y su mujer viven con una pensión del salario mínimo y sus hijos deben asumir los costos. Óscar, el mayor, no trabaja y nunca se casó. Él se encarga de cambiarlo y bañarlo. Arnobia -su mamá- ya no puede más con la cadera y sus casi ochenta años a cuestas.
"Antes uno le conversaba, le cantaba y veía que algo en la cara le cambiaba cuando uno lo acariciaba", dice Marleny, una de las hijas. "Pero ya él cerró sus ojos. Él está demasiado cansado y nosotros también hemos perdido la fuerza". Agrega que el día que vio las escaras de su papá en el hospital, estuvo llorando toda la tarde:
-Fue en ese momento cuando decidí llamar a la  Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente en Bogotá. Allá me dieron el teléfono de un médico. Él me explicó que es una muerte muy linda, porque le ponen una inyección y él se va quedando dormido. Pero al médico hay que pagarle pasajes, viáticos y los honorarios de él son cuatro millones de pesos. ¿Cómo le parece a usted? Como una cirugía plástica. Nosotros no somos una familia tan pudiente.
La Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente cuenta con más de 25.000 afiliados, personas en todo el país que han firmado el documento "Esta es mi Voluntad", amparados en el Código de Ética que dice: "El médico utilizará los métodos o medicamentos a su disposición o alcance mientras exista la esperanza de aliviar o curar al paciente".
Cuando hay evidencia científica de que el individuo no tiene posibilidad de recuperación, es legal no seguir adelante con tratamientos heroicos que lleven a reanimar una vida cuyo único destino es el estado vegetativo:
-El derecho a la autonomía, que es un derecho universal consagrado en nuestra Constitución Nacional, es un derecho absoluto que va hasta el final de la vida. Yo puedo tomar esa decisión con anterioridad para que en dado caso no me reanimen inútilmente -dice Carmenza Ochoa, directora de la Fundación.
Es imposible determinar el número de personas en coma persistente en el país. Colsanitas, por ejemplo, cuenta con 243 pacientes en Bogotá, entre medicina prepagada y EPS, en hospitalización domiciliaria. Pero de ese número solo uno aparece registrado en estado vegetativo crónico. Por otro lado hay un registro cercano a 500 muertes cerebrales al año solamente en Bogotá. La mayoría por accidentes de tránsito o violencia. Cuando ocurre la muerte cerebral, que no es otra cosa que la muerte del tallo del cerebro, también llamado "árbol de la vida", no hay salvación posible.
En ese momento la persona deja de respirar por si sola y necesita un ventilador mecánico. De igual forma, pierde todas las funciones y su subsistencia puede mantenerse con ayuda mecánica sólo por unos días. Algunos médicos se refieren a los "muertos cerebrales" como "cadáveres". Tener este diagnóstico es el primer requisito para ser un donante de órganos. Estos últimos también están en coma, pero es un coma pasajero, ya el inicio de la muerte definitiva o como lo refieren los médicos: la misma muerte.
Quienes sufren lesiones del cerebro superior, por su parte, son quienes pueden quedarse en ese tránsito entre la vida y la muerte durante décadas. Es en ellos en quienes se centra la discusión sobre el derecho a morir dignamente. Marleny insiste en que no quiere ver sufrir más a su papá. Y en que la única manera de aliviarlo es propiciarle una muerte digna. Su madre la interrumpe:
-Mija, la iglesia no acepta eso. Dios nuestro señor es el único que quita la vida.
-¿Ve lo que le digo? -dice Marleny mirándome con vehemencia. Por eso es que la familia no debería tomar esas decisiones. Debería haber una junta médica que decida, no uno. En la familia cada cual tiene su opinión.
En Bogotá, el doctor Gustavo Quintana, quien se denomina ginecólogo, sexólogo y gerontólogo, reconoce haber practicado más de setenta eutanasias. Me recibe en su consultorio, cerca de la Universidad Javeriana. El edificio tiene graffitis, una reja y algunos locales de piercings y tatuajes. El mismo doctor abre la puerta acompañado de su perro Mateo. El espacio está pintado de color fucsia o rojo, ya no recuerdo.
Me invita a sentarme en un sofá desfondado y se esfuerza por callar al perro mientras enciendo la grabadora. Me pregunto si hay una puerta que no veo por donde se pasa al consultorio. De momento estamos en una oficina que más parece el centro de operaciones de un movimiento rebelde.
Quintana, cabeza al rape, gestos delicados, cuerpo pequeño, manos grandes, da los ejemplos más atroces: "Un bebé muy enfermo, su madre pide ayuda, lo ve sufrir, le dicen que deje de alimentarlo. Ella me dice: '¿Me están pidiendo que deje morir a mi niño de hambre?' En las enfermedades irreversibles la omisión es legal, pero la muerte asistida, no. ¿No es más humano, si el pobre no tiene más remedio, procurarle una sedación que lo lleve a una muerte en paz?Cuando no hay más que hacer por un paciente y a este sólo le queda el dolor y el sufrimiento, el médico debe ayudarle a morir bien. Es un tema ético".
Sobre el marco legal de la muerte asistida en Colombia, el magistrado de la Corte Jaime Arrubla, quien tiene a su esposa en coma hace catorce años, tiene una postura clara:
-En el tema de lo que conocemos hoy como Homicidio por Piedad, la Corte consideró en 1997 que en circunstancias de esa naturaleza no debería haber delito. Pero la Corte dio al Congreso seis meses para la reglamentación de la ley y hasta el día de hoy no se ha reglamentado.
Arrubla considera que no debe haber un encarnizamiento médico para prolongar una vida de forma artificial: "No creo que deba hacerse nada heroico para que se muera, pero tampoco mantener una vida como un vegetal. Mi esposa se alimenta por sonda. Si la persona no puede deglutir alimentos, hay algo artificioso en mantenerla con vida. El día que esa sonda no esté, habrá una discusión. ¿Se le está permitiendo tener una muerte digna o se le está matando? Esas son las consideraciones que se deberían tener en cuenta a la hora de reglamentar la ley".
Los médicos coinciden en que entre los pacientes en estado vegetativo las posibilidades económicas hacen una gran diferencia. Los hay con tres turnos de enfermera, un terapeuta diario, internados en centros de cuidado intermedio o en hospital en casa. También los hay de menos recursos, en que la familia se encarga de todo. Tener a alguien en estas condiciones es algo que pueden permitirse quienes tienen los medios para hacerlo.
Estar en coma sale caro, y el precio que pagan las familias va desde lo mínimo, lo suficiente para mantener al enfermo con la sonda gástrica y el oxígeno, pasando por el millón y medio de los Álvarez, hasta más de seis millones de pesos mensuales. En el caso de quienes requieren un ventilador mecánico, los costos son aun más elevados.
-Estamos tan dedicados a los que están por morirse, que nos olvidamos de los que están por vivir -dice el doctor Quintana-. Yo amo a mis pacientes terminales, pero amo más a mis recién nacidos.
Un enfermo terminal en cuidados intensivos cuesta unos dos millones de pesos diarios. Esto sin mencionar la donación de órganos: una persona que está a punto de morir, con toda la vida por delante, y otra que ya no tiene sus funciones cerebrales ni las va a recuperar: la una está en condiciones de brindarle la vida a la otra.
Sobre este punto, el doctor Julio Chacón, coordinador de la Red de Trasplantes Renales de Bogotá, comenta que un solo cuerpo con muerte cerebral, puede beneficiar a 84 personas. En un recorrido por el Hospital Santa Clara, al sur de Bogotá, me muestra a un joven N.N. -al que han bautizado con el nombre de un capitán de fútbol de la Liga de Campeones para la ficha técnica- arrollado por un bus de TransMilenio: "No parece un indigente, pero sí era consumidor de basuco. Le calculamos unos 23 años. Por ley, si en seis horas no hemos conseguido localizar a la familia, su cuerpo pasa a ser del Estado".
La base de datos de personas esperando un riñón, solamente en Bogotá, se acerca a las 500 personas. Para determinar quién será elegido deben comenzar por exámenes de sangre y una prueba de compatibilidad genética. En adición a estos dos factores, tienen ventaja las personas menores, hasta los 15 años de edad, y también quienes lleven más tiempo de espera.
De las 500 muertes cerebrales anuales en Bogotá, solo 40% termina en donación de órganos. El doctor Chacón explica que el procedimiento debe hacerse con el consentimiento de la familia y a menudo no están de acuerdo: "Hay mucha creencia popular y religiosa en juego. Muchos piensan que si Dios nos mandó con el cuerpo completo, debemos presentarnos ante Él de igual manera. También el tema de 'descuartizar' el cuerpo, como lo ponen algunos, les causa mucha impresión".
El doctor Chacón dice que en ocasiones le han ofrecido dinero por un órgano. Subraya que el tráfico de órganos es ilegal: "El sistema de salud maneja la base de datos y se asegura de que quien recibe el órgano es quien más lo merece y quien mejor lo puede aceptar en su organismo".
Para quienes se quedan rozando la muerte, o anclados en el dolor durante años, y buscan su último consuelo en la muerte asistida, el doctor Quintana ha mencionado otros medios que no cobra. Sólo en algunos casos recibe donaciones de familias "para así poder ayudar a quienes no tienen con qué". El costo de una muerte asistida no llega a los cien mil pesos, entre los sedantes y la ampolla de potasio que cuesta lo mismo que un cigarrillo.
En países donde ha sido reglamentada, esta debe ser procurada por un médico, pues sólo éste, basado en la historia clínica del paciente, está en capacidad de determinar si su condición efectivamente es irreversible. Los honorarios, por razones obvias, no cuentan con tarifas estipuladas por el sistema de salud. El doctor Quintana dice aplicar una dosis triple de anestesia general, una ampolla de potasio y un sedante. Cuando habla sobre las personas a quienes "ha ayudado a bien morir", en un momento se le quiebra la voz. Se seca un par de lágrimas y concluye:
-Yo hago el papel del barquero que conduce la barca de Caronte en la Divina Comedia. Llevo y acompaño a los que mueren de un lado a otro. Hago menos duro el recorrido para dar ese paso.
Por su parte, el neurólogo antioqueño Jorge Celis dice no haber visto en sus treinta y cinco años de experiencia, el caso de un enfermo en coma persistente que se haya despertado. Los otros médicos entrevistados para este reportaje también coinciden al decir que estos casos son anecdóticos. Sin embargo existe lo que algunos llaman "el apego al milagro". La negación de las familias suele ser una constante. El no querer creer en el destino fatal de su ser querido, las lleva a menudo a buscar prolongar su subsistencia a cualquier precio: "Y sea cual sea la decisión de la familia, debe respetarse", dice el doctor Celis.
"Hay familias que quieren luchar hasta el último momento, como hay otras que no sirven para cuidar de un enfermo en estas condiciones. En todo caso, uno sí puede pactar ciertas cosas con la familia. Por ejemplo, si un paciente hace un paro, es criminal reanimarlo. En ciertos casos lo mejor es dejar que por segunda causa la enfermedad siga su curso. Al final, lo cierto es que uno se muere cuando lo chulean de arriba. Hay pacientes con todo en su contra que se recuperan. Y he visto muchachos jóvenes y sanos salir con los pies por delante".
El pajarito del reloj cucú ha vuelto a asomarse para anunciar las 7:00 p.m. Dentro de poco vendrán a buscarnos para llevarnos al aeropuerto. La familia Álvarez vuelve a llenarnos los vasos de Coca Cola por cuarta vez y ahora aparece Sonia, otra hija de Bernardo, con una pechuga de pollo y dos arepas. Doy las gracias y acomodo el plato en la mesa de centro, entre los payasos de porcelana. Son cálidos y dicen lo que piensan. Con dos horas de estar aquí ya siento nostalgia de tener que irme. Pienso "Si Bernardo supiera lo que hacen por él".
En ese momento, un lamento me responde. El problema es que no entiendo el significado de esa respuesta. ¿Se supone que hay una conciencia detrás de ese quejido o es un gesto automático? Pensar en diez años tratando de leer señales en los sonidos, en los movimientos involuntarios y mecánicos que hace un paciente en coma, pensar en diez años de baños, pañales, médicos, sondas y antibióticos para alguien que no está, me resulta más doloroso ahora que veo a esta familia entregada a ese hombre que se ha ido hace tantos años.
-Si usted lo hubiera conocido -dice Marleny-. A él lo alegraba irse a sentar debajo de un yarumo, quedarse contemplando a mi mamá... Y mírelo ahora. Su vida es un túnel del que no hay salida. Qué final más triste vino a tocarle a él.
MÁS:
- Galería de fotos: Estado de coma
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