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Historias

El misterio de Leonardo Da Vinci

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Foto:

Revista Don Juan
Florencia, un atardecer de 1503.
En el medio de la plaza, el impecable Leonardo, de 51 años, con su barba radiante y su limpia piel otorgada por una rigurosa dieta de vegetales, observa con detalle al joven artista, 23 años menor que él. Bajo sus ropas sucias y raídas, estudia su torso definido y también su frente para reconocer aliviado que su cráneo no es más grande que el suyo. De su acaudalado padre, terrateniente y notario, heredó una prominente y estilizada nariz. La de su rival, en cambio, quedó maltrecha por un golpe.
Con apenas el reconocimiento de esos detalles exteriores podría dibujar los intrincados sistemas internos que configuran la sólida pero tosca fisonomía de Miguel Ángel. Las largas y prohibidas indagaciones de cadáveres (donde ha descubierto que la vitalidad humana se reduce a tejidos y órganos de formas caprichosas, pero conectados por algún propósito) les han otorgado a sus ya privilegiados ojos un don mayor: la capacidad para desmitificar el simulacro de la piel.
En la figura del óleo inacabado de San Jerónimo en el desierto (1480) se reconocen la solidez de los huesos, la rigidez de los músculos, y también el prematuro agotamiento de un corazón que ya no quiere enviar más sangre. Si Leonardo hubiera sido médico, diagnosticaría de un solo vistazo la secreta enfermedad latente en el cuerpo de cualquier hombre, incluso el más vigoroso en apariencia. La forma en que su primer maestro le observó, condicionó no solo su arte, sino también la manera de abordar los velos de la naturaleza. En su primer arribo a Florencia, en 1466, con apenas 14 años, el gran maestro pintor Andrea del Verrocchio le reconoció no solo como un bello modelo para sus pinturas. Liberó sus manos mostrándole que podría invocar bestias horribles, pero también un ángel, uno que decidió ignorar al espectador e hizo conmover a los observadores al reconocer que las figuras secundarias en las obras estaban más vivas que cualquiera.
Leonardo también ha sido un hombre impertinente, así que no le perturba el gesto de superioridad de la “nueva revelación del arte florentino” que se atreve a desafiarle en medio de la plaza. Ningún retador de su genio le hará jamás titubear. En su dibujo de El Hombre de Vitruvio (1490), donde trazó las medidas matemáticas de la inalcanzable perfección del cuerpo humano, y en aquellos bocetos de seres deformes, ebrios, atrapados en la fealdad, desafió cualquier pretensión de entender las decisiones de la naturaleza. Y triunfó.
Entonces, Leonardo detiene sus ojos transparentes en lo único en realidad importante entre seres especiales como ellos dos: las manos.
Salvator Mundi" después de la restauración.
Las del joven escultor –a quien le han encargado importantes obras que considera con recelo le debieron ser encomendadas a él– se erigen fuertes y manchadas de yeso, siempre dispuestas a golpear. Son las sólidas manos de un campesino. Las suyas, aunque capaces de trazar planos de tanques de guerra e idear fieras corazas defensivas para estupendos príncipes, resultan delicadas, robadas a una paciente tejedora. De su infancia prefiere recordar solo el cómodo hogar otorgado por su acaudalado padre y la cariñosa mirada de su madrastra y de una docena de sirvientes. No obstante, por sus venas también corren vestigios plebeyos: sobre su madre campesina prefiere siempre guardar silencio, pero la sangre y el olor de la tierra labrada por sus antepasados maternos emerge, una y otra vez, de forma sutil en cada detalle de la naturaleza atrapada en sus dibujos.
Aunque las esculturas de Miguel Ángel tomen protagonismo y sean exhibidas a pesar suyo, y decoren el techo del cielo de Dios en la tierra, sus indagaciones técnicas como ingeniero, sus dotes de inventor y su intuición científica, le otorgan a Leonardo el alivio de su grandeza insuperable. Es un excelente cocinero, en eso nadie podría ganarle. Y qué decir de los espectáculos de tramoyas, escenografías teatrales al servicio de fiestas y carnavales. No existe terreno alguno, trivial o sublime, en el cual otro ser humano le pueda superar. Nunca, jamás. 
Su debilidad, tal vez, es que su viaje por la vida ha sido condicionado por otros. El poderoso Lorenzo de Médici, el espíritu promotor del Renacimiento, le alejó de la oleada renacentista florentina y le envió a Milán como embajador del arte en la corte de Ludovico Sforza. “Los Médici me han hecho lo que soy, pero también me han destruido”, serán palabras que invoque cientos de veces como reclamo, maldición y vano intento por reparar las largas jornadas bajo órdenes caprichosas. Sin embargo, en el lapso de cuatro años en la ascendente y bella Milán, pintó una de sus obras maestras, La última cena (1498), y creó el modelo en arcilla de un caballo que sería la escultura de bronce más grande jamás concebida, aunque fue finalmente destruida por los enemigos franceses de la casa Sforza. Aunque temeroso frente a la inminente devastación del monstruo de la guerra, diseñó y probó con éxito docenas de artefactos bélicos y bajo la protección de “el Moro” puso en marcha también su curiosidad científica y arquitectónica. Milán también fue el escenario donde sació su deseo al poseer jóvenes cuerpos igual de hermosos que el suyo, pero el tiempo se fugó y la plenitud no llegó ni a sus proyectos, ni a su incansable mundo interior.
La Gioconda - 1503. 
Sus mágicas libretas de bocetos, que en el futuro valdrán millones de dólares, las registra al revés con la llamada “escritura especular” (según algunos una astuta maniobra para encubrir sus inventos; según otros, rezagos de la dislexia infantil derivada de las presiones para que dejara de ser zurdo) y siglos después configuran el mapa de una indagación sin precedentes que demuestra su insaciable apetito por reinventar el mundo entero.
Ahora que ha regresado a Florencia, reconocido e incluso venerado por antiguos detractores, sabe que otros le han tildado de irresponsable, de perezoso, de ser incapaz de acabar aquello que empieza. Pero eso le tiene sin cuidado. Él, mejor que nadie, comprende que cada nuevo proyecto encargado por ávidos clientes, cada nuevo encargo pictórico, son apenas esbozos que se suman para la gran obra de la comprensión del universo. Partes de un gran todo ilusorio, desperdigado, que por supuesto deben quedar inacabadas; de lo contrario, eso significaría morir antes de tiempo, aniquilar su espíritu una vez encontrada la gran solución.
Entonces, cansado de la confrontación con Buonarroti, Leonardo eleva su armónico rostro hacia el cielo e imagina el trayecto de su máquina voladora rumbo a las nubes de Roma, donde pronto otro poderoso –el oscuro y ambicioso hijo del Papa, Cesare Borgia– le usará de nuevo para diseñar máquinas de muerte. Del niño curioso nacido en el diminuto poblado de Vinci subsiste la curiosidad por el funcionamiento de los dispositivos, pero también un respeto por el equilibrio de la naturaleza, un respeto que evolucionó en su rechazo por alimentarse con carne. Leonardo No se cansa de repetir que algún día se comprenderá que matar un animal es tan atroz como matar a un humano y que vivir animados por la muerte de otros seres nos convierte en tumbas de animales.
Hombre de Vitruvio - 1490. 
La revancha de Leonardo de Vinci contra la inquisidora mirada de quienes pretendieron dominar su espíritu consistirá en consumar a la mujer, una mediada bajo el pretexto de retratar a la bella Lisa Gherardini, La Gioconda. Convocará en un pequeño retablo un ser inaudito que incluso cuando en el futuro sea plasmada en viles copias resultará capaz de desnudarnos a todos mirándonos sin reparo para revelarnos quiénes somos en realidad; una criatura sonriente con el poder de recordarnos que de nosotros mismos no podemos escapar.
En su cabeza un nuevo demonio se gesta. Un golpe final contra todos aquellos que le han impuesto órdenes para definir su suerte. Un ataque certero que definirá su triunfo, no solo sobre todos los artistas, sino sobre la humanidad entera por haberle juzgado a través de sus obras; una definitiva retaliación por todas esas miradas que han querido incluso robarle impertinentes su valioso secreto vital.
La religión y el arte no son indisolubles en su tiempo. A pesar suyo, el renegar de todo dios posible no evitará que la vibración de sus artificios plasmados en superficies inertes, en pinturas como Anunciación (1475) o La vírgen de las rocas (1485) –la consagración del efecto sfumato patentando por él– hagan pensar a muchos que en la belleza artificial radica la prueba de que somos el producto de alguien mucho más noble.
Salai, su fiel discípulo y servidor, amante siempre dispuesto que ha soportado sus peores días desde hace muchos años, le recuerda que ya es hora de partir. El atractivo y andrógino modelo no sabe que por el influjo de su maestro se ganará una simulada inmortalidad gracias a la pintura de un rizado y cándido Juan Bautista (1513). Leonardo le sonríe sin vergüenza al saberse descubierto en su juego de contemplar al afamado campesino. Ya nadie vendrá a juzgarle de nuevo, como ocurrió allí mismo, en 1476, cuando lo acusaron de sodomía. ¡Cuánta perturbación y sufrimiento dejó en su palacio interior el entonces peligroso señalamiento público! Un temor constante de ser descubierto y castigado con mayor severidad, la autocondena a prolongados celibatos y placenteros sueños eróticos interrumpidos por crueles censores, donde los cuerpos desnudos resultaban envueltos en tormentas apocalípticas y el sudor de los amantes tomaba la forma de un arrasador tornado… El deseo y el placer se truncaban y se confundían con su constante miedo a un cataclismo.
Custodiado por Salai, Leonardo deja atrás la torpe sombra de Miguel Ángel protegido por su parcial triunfo ganado por la exhibición de la sobrenatural Piedad y muy pronto la de su titánico David.
Dibujo de Leonardo DaVinci. 
MIGUEL MENDOZA LUNA
Faltan algunos años para que su cuerpo se rinda al deterioro. Y muchos más para que el milagro de sus obras nos sirva de consuelo en los días más desesperados. Le seguiremos mirando hasta el fin de los tiempos, pero ya sin juzgarle, a la espera de que su misterio nos libere por fin, recordándonos la paradójica belleza de la mortalidad, esa de la que tanto renegamos.
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 144 - FEBRERO 2019
Revista Don Juan
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