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Historias

Las peleas secretas de los pitbulls

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Foto:

Revista Don Juan
La mordida de estos perros, que tienen fama de asesinos, ejerce una presión superior a los 100 kilos. La lista de muertos en el mundo por ataques de pitbulls sigue en aumento. Las redes sociales denuncian continuamente el maltrato a estos animales y cada tanto se sabe que hay peleas clandestinas. Un informe de 2016 de la Defensoría del Pueblo registra que cada dos horas hay un ataque de perros (de todas las razas) en Bogotá. Hay grupos y dueños que protegen la raza y piensan que el comportamiento del perro depende en gran medida del dueño, hay quienes defienden las competencias públicas como el Pit Deporte y quienes las repudian porque creen que los perros se fortalecen para hacer daño. Otros opinan que se deben castrar para extinguir la raza. DONJUAN visitó un clan pitbull para conocer el mundo de los perros de “mala reputación”.
Francisco tiene varias razones para ver a los humanos como los verdugos de los pitbulls. Dos años atrás, en su casa, mientras se alistaba para salir al trabajo, una vecina fue a buscarlo. Venía corriendo para decirle que había un perro abandonado en una casa y que, al parecer, sus dueños, los inquilinos, se habían mudado hacía dos días. Lo buscaba porque desde hacía un tiempo, en la localidad de San Cristóbal, en Bogotá, Francisco se la pasaba recogiendo y protegiendo perros enfermos y maltratados.
Los perros son su vida. Mientras levanta los pies del piso y se sienta sobre el espaldar de una banca de concreto, me cuenta que lleva tres semanas practicando junto a su perro, Alone, para el evento Pit Deporte. Su piel es tan blanca que contrasta con la camisa negra, que trae puesta, de letras grandes y rojas, que dice: Ignorance Kills y la cara de un pitbull.
— ¿A qué se refiere el mensaje de su camisa? –le pregunto.
—Es un mensaje contra la discriminación social, la persecución y la falta de claridad en las leyes sobre la tenencia de los perros. La gente cuando nos ve con un pitbull nos cataloga de pandilleros. Un día un policía en la zona T me dijo: “llévese ese perro para el sur”.
Este también es un mundo polarizado. Íngrid Falla, directora y fundadora de Aprofac (Asociación Protectora de la Fauna Colombiana) y la etóloga Alejandra Ramírez se refieren a la raza pitbull como potencialmente peligrosa. Íngrid opina que la raza debe estar prohibida y exterminada en Colombia: “Son perros genéticamente agresivos, se deben castrar al macho y a la hembra. Debe haber un control masivo. Además, sus dueños, por lo general, son de dudosa procedencia”. La etóloga también sugiere la castración porque dice que los pitbulls, después de los once meses, empiezan a tener un movimiento hormonal alterado que aumenta su genética agresiva. En cambio, Nicolás Rubiano, experto en la crianza de estas razas, dice que castrar el animal es irse por el camino fácil y quitarle responsabilidad al dueño. Para él la genética agresiva del animal se controla con una buena crianza.
Mientras Francisco acaricia al animal en el pecho con las yemas de los dedos, esperando que comience la primera prueba en la que va a participar su perro, me cuenta que muchos dueños y defensores de la causa pitbull piensan que estos perros son una raza potencialmente amorosa. Aunque no es el primer evento de Pit Deporte al que asiste, el pitbull de Francisco parece tenso e incómodo. Se trata de una suposición; solo un etólogo y los dueños que conocen muy bien a su perro pueden saber sobre sus estados de ánimo.
“Un animal es como los humanos, no nace malo, pero qué culpa tiene que una persona con todos los sentidos, con la capacidad de razonamiento, en vez de darle amor lo maltrate, no lo cuide, lo adoctrine mal. ¿Quién es el peligroso?”, dice, mientras se pone de pie para recibir el número que utilizará pegado en el brazo con el cual será identificado en la presentación.
Ese día, en el que le informaron sobre el perro abandonado, Francisco entró a la casa por el patio y un vecino lo ayudó a forzar la puerta. Se demoró media hora para sacar al animal porque estaba débil y asustado. Gruñía con la poca fuerza que le quedaba. No tenía comida y los dueños solo le habían dejado agua en un recipiente. Los vecinos le contaron que el perro siempre estaba amarrado, que no hacía deporte ni tenía ningún tipo de convivencia, era solitario. Francisco, luego de tranquilizarlo y ganarse su confianza, se sintió incapaz de dejarlo. Resolvió llevárselo a su casa y con el tiempo fue tan fuerte el vínculo, que se quedó con él. Por la forma en que lo encontró le puso el nombre de Alone, pero de su soledad solo le queda el nombre. Lentamente el perro se fue acostumbrando a la calle y a los eventos masivos. Esta mañana está al lado de Francisco, su dueño, sin correa, y a minutos de entrar a competir en la modalidad de salto.
Son las once de la mañana y no paran de llegar personas con sus pitbulls al parque del barrio Quintas de Santa Ana en Soacha, en el sur de Bogotá. Desde hace un mes, por redes sociales se ha promocionado el Soacha Bulls Fest. Los primeros cuatro animales que veo están juntos y dominados por una jirafa de cemento a la que están amarrados.
Aquí, entre tantos asistentes a la competencia está “Gerardo” (que me pidió que por seguridad le protegiera su identidad) que, como hoy, hace dieciocho años, también estaba rodeado de perros, pero en una bodega oscura de la localidad de Kennedy, a punto de participar de una pelea pitbull. Tenía al perro más temido por todos. En voz baja rumoraban que se trataba del más bravo del mundo. Era un mito. Con él ganó muchas peleas y algo de dinero. Estuvo involucrado en ese inframundo de los perros por cinco años, un capítulo de su vida que quiere dejar atrás. Se ve que no ha sido fácil lidiar con ese pasado y que por eso ahora dedica sus días a rescatar a jóvenes de la clandestinidad. Lo siente como una misión. Hoy hace parte de un clan, de una comunidad comprometida para que los perros y los dueños se entrenen y se eduquen lejos de la violencia.
Esta mañana, Gerardo se ve tranquilo, tiene la espalda recostada en un árbol. Está solo con su perro. Pienso que la gente que asiste a este evento nunca se imaginaría su pasado. Su historia inició hace veinte años cuando eran pocas las personas que tenían un pitbull. Él era auxiliar en una veterinaria cuando por primera vez conoció un ejemplar, “fue amor a primera vista”, me dijo. Ahorró durante tres meses hasta que pudo comprar uno, le costó un millón de pesos de la época y desde ese momento no ha pasado un día de su vida sin un perro pitbull a su lado.
Su ingreso a los sótanos del salvaje mundo de los encuentros clandestinos comenzó cuando Gerardo tuvo un segundo pitbull llamado Soul. Para integrarse con el grupo, todos debían tener perros de la misma raza. Eran tiempos sin YouTube con videos de todo tipo sobre pitbulls. Lo poco que sabía Gerardo del tema, lo descubría en los libros que encontraba en la biblioteca Luis Ángel Arango. Allí se enteró de que fue una raza creada para cuestionables espectáculos. Que es originaria de Estados Unidos. Que el nombre pitbull se derivaba de pit, que es fosa en inglés y de bull, que es toro. Que los perros pitbulls peleaban entre sí en fosas y también contra toros. Y leyendo en un lado y en otro y más los rumores, se enteró de que en Estados Unidos los pitbulls pertenecían a las pandillas.
“Entré a las peleas de perros por curiosidad. La primera experiencia fue en un entrenamiento con un amigo. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era miércoles por la tarde en un parque en Torremolinos en el sur de Bogotá. Eso no fue pelea, fue una bobada”, afirma, con el recuerdo vivo de hace dos décadas.
Hace un paréntesis para decirme —sin que se lo pregunte— que su amigo lo convenció y que el perro de él, Pitt, ya había peleado antes. Según lo que recuerda, la pelea no duró más de minuto y medio, aunque atribuye al miedo y la adrenalina de la primera vez que hasta hoy siga sintiendo que fue la más larga de las casi treinta que tuvo.
Gerardo tiene la piel trigueña, como todos aquí usa gorra y un jean oscuro extraancho. Su mirada cambia cuando habla del pasado. Gerardo camina unos metros hacia la sombra de un árbol. Intenta huir del sol, pero el bochorno lo alcanza. A su lado, una joven abraza y consiente a un pequeño perro pitbull. “Si yo hubiera conocido esto antes no hubiera experimentado las peleas”. Se acomoda para contarme que su primera pelea oficial fue en Kennedy, en una bodega de carros chatarra, a las nueve de la noche. “Había ochenta personas registradas para asistir y seis peleas programadas”.
Cuando llegó al lugar, todo estaba oscuro y la música tenía el volumen exacto para ahogar los gritos y ladridos del “espectáculo” protagonizado por doce pitbulls que esperaban dentro de los guacales para salir a matarse. Un bombillo al fondo apenas dejaba ver lo que pasaba. “En ese punto yo estaba muy nervioso. Sabía que cada vez que estallaba en el piso una botella de trago desocupada y el olor a marihuana se sentía más fuerte, la audiencia de hombres que veían cómo los perros se mataban actuaba con más espontaneidad”.
“Yo tenía a Soul por la correa cuando se acabó la segunda pelea de esa noche en Kennedy. El dueño del perro ganador se me acercó justo a mí, mientras festejaba con una cerveza en la mano”:
Nuevo, échame a tu perro.
—¡No!, no lo traje para pelear. No estoy programado.
Si lo trajiste aquí, fue para pelear.
—¡Póngaselo, Gerardo, póngaselo, no sea gallina! —gritaban los demás—. No tuve más remedio que aceptar. De inmediato explotó como una celebración y empezaron a agarrarse de las manos para armar el círculo de la infamia. Gerardo recuerda al dueño del perro rival como un tipo gordo de cuarenta años. Los perros entraron a esa “cárcel” en la que los brazos de los hombres parecían barrotes de acero infranqueables. La pelea estaba a punto de comenzar.
La música que llega de una rockola desde una esquina de la calle principal ambienta a la gente que espera el inicio de las competencias del Pit Deporte en Soacha. La potencia del sonido deja claro que los domingos aquí los decibeles tienen licencia para aumentar. Veo a tres hombres que están tomándose un refajo y entonando con total sincronía: “Ni que fueras la más buena…”.
Esta vez, Gerardo hizo la convocatoria por redes para que la gente asistiera al Pit Deporte. Una clara muestra de que atrás quedaron la clandestinidad y los secretos. Llegaron más de setenta personas, algunas tienen en la camisa el nombre de la comunidad pitbull de su localidad. Hay familias con niños, la mayoría de las personas que asisten son hombres jóvenes entre los 15 y los 25 años. Tatuajes, piercings, cachuchas y pantalones anchos hacen parte de los detalles del vestuario de la escena.
—Ya va a comenzar la vaina —me dijo. La mesa de la premiación quedó despejada. Un hombre de traje negro, con saco y gafas oscuras recorre la cancha de microfútbol donde se improvisaron los escenarios. Es Óscar Gómez, lleva 24 años trabajando y enseñando sobre las razas fuertes en Colombia. Es el juez de la prueba llamada Conformación, que califica el estándar de las razas de acuerdo con reglamentos internacionales que dicen cuánto debe medir el perro, cómo deben ser las manos, la mordida, la forma de la cabeza.
A las doce del día aquí en Soacha hay un círculo delimitado por una cinta amarilla. Los dueños de los perros entran en él, están frente al juez, ponen a sus animales erguidos en posición de competencia siempre al lado izquierdo. Hay un competidor robusto de camisa negra que animado palmotea a su perro. Tiene una cachucha negra que le tapa hasta las cejas y unos orificios en sus orejas tan grandes que hasta cabrían monedas de mil. Parece una prueba de modelaje. Óscar camina por la pista observando el ejemplar, le revisa los dientes, se acerca. Lo acaricia para probar su temperamento (deben ser dóciles, si alguno actúa con agresividad lo podrían descalificar).
Óscar pide a los concursantes que den dos vueltas en círculos por la pista, quiere observar la elegancia y la musculatura del ejemplar al andar. “El perro siempre obedece al amo, para lo bueno y lo malo”, me dice Gerardo.
—¿Cómo recibía su perro la orden para pelear?
—Yo le decía, ¡búsquelo, búsquelo! y el perro ya sabía lo que tenía que hacer.
La respuesta de los pitbulls a las órdenes de sus amos durante una pelea no tiene nada de espontáneo. Soul, como muchos otros caninos de pelea, respondía mediante una técnica que en el mundo clandestino se conoce como bozalear o azuzar a los perros a que embistan: búsquelo, búsquelo, o también les dicen: pata, pata, para incapacitar al contrincante.
“Cuando el perro atrapaba la pata del otro, decíamos: ¡cogió pata, cogió pata! Y celebrábamos, la pelea estaba ganada”, dice Gerardo.
Pero ganar en una pelea no solo depende de una técnica, la rutina de entrenamiento para Soul empezaba en la mañana corriendo entre una y dos horas diarias para mantener resistencia física. Después saltaba para morder una llanta que estaba colgada de un árbol. Una vez la prensaba, duraba entre cuarenta minutos y una hora suspendido en el aire aferrado a la coraza. Además, era golpeado para que le diera ansiedad y apretara la mordedura.
Francisco mira embobado las personas que empiezan a rodear la pista para la competencia que se llama Salto Vertical. Es al otro costado de la pequeña cancha improvisada. Oigo que un joven les explica a dos vecinas curiosas, que el perro debe atrapar en esta fase un elemento motivador ubicado a cierta altura. “Gana el que más alto llegue”, decía el joven. Algunos saltan para alcanzar una bola o un trapo, cualquier cosa con que lo hayan entrenado. “Ese es el muro donde van a saltar”, les señala. Es alto, mide cuatro metros y para conquistarlo el perro requiere potencia y flexibilidad. Los canes van pasando uno por uno a la competencia: Bongo, Kira, Roster. Hay una familia que antes de cada salto los anima. Los perros se exhiben con destreza y apenas logran superar los tres metros, pero no consiguen la altura mínima de los 3,30. Solo falta un perro por hacer su intento. Es blanco y fornido, tiene cuatro años, se llama Zeus.
Una persona que está junto al juez pide apoyo del público para Zeus, que fue el mejor en las pasadas rondas. Un joven que está en primera fila con gafas oscuras le dice a otro que mire cómo va a saltar ese perro. La gente comienza a hacer algarabía. Zeus, el favorito, con un solo intento logra alcanzar la altura y se convierte en el ganador. De repente, antes que pare el festejo del público que aplaude, su dueño, entre orgulloso y envalentonado, dice que van a llegar más alto y pide subir el mordedor a 3,50 (tres metros con cincuenta centímetros).
La gente se emociona más, un curioso en la primera fila asegura que ya lo ha visto saltar en una competencia en Corferias y que sí lo va a lograr. El joven delgado, dueño de Zeus, le da agua por el intenso sol. El público empieza a gritar ¡Zeus, Zeus!, parece que esa fuera la real motivación del perro que quiere dominar las alturas. El joven que lo tiene entre los brazos, lo suelta. Zeus corre, salta al muro y en un segundo cae por su propia gravedad. Pasa lo mismo en los tres intentos siguientes, no lo consigue. Se ve sin fuerzas y sin ganas, aunque sale entre aplausos. Su dueño, que ha dedicado la mitad de sus treinta años a tener pitbulls, lo lleva hacia unos árboles que dan sombra y allí me cuenta que su récord es de 3,80, pero que hoy el perro está cansado, por el sol y la temperatura.
Gerardo me dice que se debe saber cuándo parar y no exigir al animal. “Por algo lo dirá”, pienso. Esa noche –recuerda Gerardo–, en la bodega en Kennedy, Soul estaba en el ring careándose con el rival. “¡Búsquelo, búsquelo!”, gritaban. Empezó la pelea. De inmediato el cuello de Soul quedó debajo del hocico del otro perro. Era flanco fácil y estaba peligrando.
–¡Prendan la luz, pongan la luz, déjenme acomodarlo, que no salió bien! Era lo que yo gritaba porque el lugar era muy oscuro y mi perro no estaba acostumbrado a eso.
Parecía lo peor, el contendor se fue encima de Soul, lo alcanzó a sujetar en una parte de la cara y movía las mandíbulas de un lado a otro para desgarrar. Gerardo se coge la cara y me dice que no le gusta recordar ese momento.
Mientras tanto, en el evento, se anuncia por el parlante un pequeño receso. Suena la canción Matilde Lina, de Carlos Vives, y parece no entusiasmar a nadie. Todos persiguen con la mirada a un pequeño bull terrier de tres meses que jala a través de la soga una pequeña llantica que pesa un kilogramo. “Qué ternura”, le oigo decir a una señora. El dueño, un hombre calvo, me explica que lo está entrenando para que participe en las competencias cuando esté grande.
A unos metros en la cancha, un joven musculoso empieza a subir unos bloques de cemento a un carrito de ruedas. Llegan otros a ayudarlo, también acuerpados. Las musculaturas de estos hombres se parecen a las de sus perros o al revés (los perros se parecen a sus dueños).
El público empieza a hacer un círculo para rodear la pista. La prueba más esperada del día está por comenzar. Los encargados de los once perros que van a participar los sacan del guacal, les dan agua y les acomodan el arnés.
La prueba reina se llama Fuerza y Resistencia. El can debe jalar un minicarro con rueditas con cierta cantidad de peso por la pista que tiene seis metros de largo. El dueño del perro se puede acercar para motivarlo, pero no puede tocarlo. Como en las peleas, tienen que defenderse solos.
—¿Cuáles son las reglas de una pelea? –le pregunto mientras la competencia comienza.
Una vez el perro está en el ring no se puede coger, a menos que el competidor decida retirarse. Hay que bañarlos en leche antes de comenzar.
—¡En leche!, ¿por qué?
—Para cortar el efecto de algún veneno. Decían que a veces algunos le echaban químicos en la piel al animal para que cuando el otro lo mordiera se envenenara. Pero fíjese lo ignorante que éramos, los perros en una pelea siempre se muerden mutuamente, por consiguiente ambos se envenenarían.
Interrumpe la conversación, porque su prueba favorita va a comenzar. El peso de arranque para que los perros jalen es de media tonelada. Veo cómo cuatro grandes bloques, con ese peso, se ubican encima del carro de ruedas. Los dueños, uno por uno, empiezan a salir a la pista con los perros más musculosos. Pasan con cara de malos por el lado del público sin que nadie se alarme. Jack, Toreto y los demás perros superan rápido el reto porque tienen una fuerza descomunal. Tres jóvenes dentro del público parecen comentaristas. Analizan cada perro. “Uy, ese bull está bien cuidado, está ‘caja’”, dice uno de ellos, refiriéndose a que tiene buen cuerpo. Ahora el desafío sube a 850 kilogramos y muchos perros no serán capaces de jalar ese peso, entre ellos el famoso Toreto. El suspenso y silencio colectivo se corta con el grito de una bromista del público que le dice al dueño: “Como que le quedó grande el carro”.
Cuando han quedado tres perros eliminados en esa categoría de peso, llega el turno de Torok, que tiene su nombre marcado en el arnés; se trata de toda una celebridad del Pit Deporte. Es realmente imponente, parece un perro importante y da la impresión de que él lo supiera. El dueño lo lleva hacia el escenario, amarra el arnés al carro y se pone frente a Torok. Desde allí intentará motivarlo para que llegue hasta el final de la pista. El juez pone a correr el cronómetro e inicia la prueba. El dueño del animal se tira al piso y empieza a gritarle al perro, abre los ojos ampliamente, le muestra el juguete que tanto le gusta, lo llama. Es el único momento en el que el dueño pone en juego su habilidad como entrenador y jefe.
El perro hace el intento de jalar, pero resulta inútil: no mueve el carro. Lo hace otra vez, no puede, le queda minuto y medio para lograrlo, pero parece sufrir. Por un momento el perro abre la boca y muestra sus dientes. Los colmillos milimétricos quedan expuestos. Para estos perros con carácter y entrenados, rendirse no constituye una opción. Entonces, por un instante se levanta sobre dos patas y toma el porte vertical del humano. La fortaleza de su raza queda revelada ante la adversidad, exhibiendo la potencia de cada rincón de sus músculos tonificados. Es un corajudo que busca la fuerza a través de su orgullo. Se impone y logra llegar al final de la pista arrastrando el peso. En ese momento, podría uno pensar que no existe sufrimiento al jalar casi una tonelada y que para los perros de razas fuertes ganar estas competencias resulta cuestión de dignidad.
Y eso lo sabe Gerardo, lo aprendió esa noche en la bodega cuando Soul se soltó. Buscó al perro rival con agresividad, se movía más rápido, lo sometió y le encajó la mandíbula en una pata. ¡Sí, había ganado, cogió pata! Fueron casi diez minutos de pelea.
—Gané esa pelea porque el otro dueño, en su euforia, puso a pelear a su perro cansado. Soul no era experto, pero era, sí, un perro atlético.
Ahora, con la serenidad de los años, dice que aunque estuvo en ese mundo, nunca perteneció a él. Me confesó que una de las cosas más duras que le tocó ver fue cuando los dueños de los perros que iban perdiendo las peleas pagaban la apuesta, se iban del lugar y dejaban morir a su “amigo” como presa indefensa del otro animal. Los ganadores salían borrachos, con los perros y con plata en efectivo para seguir la fiesta. Entre trago y trago los perros quedaban olvidados. Al otro día, en medio de la resaca se acordaban de que ya no tenían ni un peso para ningún tipo de medicina. Otros, simplemente, los abandonaban en un lote baldío a que murieran. Gerardo junta las dos manos, dice que le tocó ver cuando un animal se paraba porque no quería pelear más, deseaba salir huyendo de ese mundo cruel, pero no tenía a dónde ir porque el amo, su único refugio, permanecía ahí mirándolo fijamente y de pie.
Los más suertudos animales abandonados después de las peleas o abandonados por incontrolables o enfermos, son rescatados y llevados hasta Zoonosis, un lugar que puede ser su última esperanza. Hoy hay más de trescientos perros que viven temporalmente en varios corrales separados a lo largo de un pasillo. En el “área dos” están los pitbulls o las razas que se conocen como potencialmente peligrosas. La zona es de color púrpura con un letrero en donde se lee: “Es obligatorio sacar con collar y bozal”.
Luz, la perra pitbull que ladra cuando ve gente extraña, tiene cáncer. Su diagnóstico no es alentador, pero la Red de Apoyo de Zoonosis quiere ubicarla en un hogar en adopción. En el último año se han dado en adopción 53 pitbulls a hogares bogotanos. Zoonosis pide como requisito que durante el proceso se haga un plan de tres citas con toda la familia para determinar si hay empatía con el animal.
Al final del recorrido llegamos a la zona color rojo. Se conoce como lugar de observación. Aquí la esperanza del retorno a las calles es una utopía. A un pequeño bull terrier que no llega ni a las rodillas, la Policía de Protección lo trajo esta misma semana con su mala reputación a cuestas. El reporte dice que atacó a un caballo causándole graves heridas. Un informe de la Defensoría del Pueblo del 2016 registra que cada dos horas hay un ataque de perros en Bogotá, pero el estudio no determina las razas.
Alexander Estepa, coordinador del Centro Zoonosis, dice que es un riesgo regresar animales agresivos como este bull terrier a las calles porque llegaron a un punto de no retorno. Los primeros meses de crianza determinan toda la conducta de su vida. ¿Podemos culparlos? No hacen cosa distinta a la que los humanos les enseñaron. No tienen conciencia para defenderse por sí mismos.
Ahora, la ley colombiana busca meter en cintura a los peleadores, por eso se castigan las peleas caninas y el entrenamiento de perros con una multa de más de 650.000 pesos. Según la Liga Bogotana de Pit Deportes, el allanamiento a tres sitios de peleas en Usme, Soacha y Ciudad Bolívar ha generado la disminución del fenómeno. Pero lo cierto es que no existe un diagnóstico real sobre el tema.
En la zona roja, Alexander me dice que cuando los pitbulls o cualquier otra raza reinciden en conductas agresivas hay que “dormirlos”, un eufemismo de la palabra muerte. Alexander asegura que la eutanasia se practica dignamente y sin sufrimiento. Utilizan medicamentos que tranquilizan para llevar a un nivel de sedación que posteriormente permita aplicar la inyección.
Gerardo no quiso que su perro muriera en el campo de batalla. Recapacitó, dice. Pero una vida al límite siempre deja consecuencias y Soul, al que inyectaban cada 15 días para mitigar el dolor de las heridas y poder pelear, terminó casi ciego, flaco, canoso, con sus dientes planos por morder corazas, experimentando lo que les hizo a otros sin ser culpable (varias veces una de sus patas quedó apresada en las mandíbulas del rival). El hombre que está frente a mí no necesita decirme que se arrepiente, se nota. Amó tanto a su perro que trató de inmortalizarlo en el tatuaje de un pitbull que tiene en su espalda. El final de Soul llegó con una vejez prematura a los nueve años. La vida se le fue apagando y murió cuando iban a dar las ocho de la noche al lado de Gerardo.
Revista Don Juan
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