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Historias

La leyenda de Fray Tormenta

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Foto:

Revista Don Juan
La misa terminó hace diez minutos y el padre Sergio Gutiérrez Benítez, conocido como Fray Tormenta, da gracias a Dios por no desmayarse en el altar. Ese día se levantó mareado, con náuseas y ganas de seguir en la cama, no pudo desayunar; apenas bebió un café sin azúcar y la hostia de la eucaristía. Ahora, en su despacho, intenta recordar su pasado pero sus palabras salen atropelladas y no es fácil entenderlo. Se excusa por hablar como un borracho, dice él. Viéndolo así, como un anciano diabético, chaparro, con cataratas en los ojos, movimientos lerdos y caminar arrastrado, es difícil imaginar que aún se suba a un ring para dar y recibir puños, patadas, y volar en el aire para rebotar en la lona.
Afuera el día es amarillo y sin brisa. Es verano en México y el calor le afecta la salud, lo golpea, lo deshidrata. Fray Tormenta vive en Texcoco hace más de cuarenta años, un pueblo de casi 245.000 habitantes situado a 45 kilómetros de la capital, en la iglesia San Pedro, construida en el siglo XVII.
Fray Tormenta es el sacerdote que inspiró la película Nacho Libre del director Jared Hess, protagonizada por Jack Black y estrenada en el 2006. El filme cuenta, con exageraciones propias del cine norteamericano, la historia de un sacerdote torpe que luchaba a escondidas de su comunidad para sostener un orfanato. En la cinta, el cura se enamora de una monja de su comunidad interpretada por la actriz Ana de la Reguera, un pecado para cualquier hombre con o sin sotana.
Pero no piense que yo soy un bruto o que ando correteando hermanas de convento afirma el verdadero Nacho Libre.
Además de esa película por la que se dio a conocer en todo el mundo, también inspiró otras, como la francesa L’Homme au masque de’or y la ecuatoriana Un titán en el ring. El padre Sergio Gutiérrez es el único sacerdote en el mundo que practicó la lucha libre, a escondidas del clero, para dar alimento a más de dos mil niños y jóvenes que pasaron por la casa hogar fundada por él.
Aún practica el deporte pero ya con la aprobación de la iglesia y de sus feligreses.
El hombre, de 73 años, reconoce su fama y quizá se ayuda a exagerarla. Dice que el papa Francisco lo admira y ha leído los reportajes que han salido de él en todo el mundo.
–¿Y cómo se enteró de esa admiración? –le pregunto.
–Él es un hombre inteligente, seguro que sabe quién soy yo. Es más, yo creo que me quería saludar durante su visita al país (en febrero del 2016), pero usted sabe cómo es la agenda de los papas y no tuvo tiempo para verme.
Independientemente de si el líder de la Iglesia católica ha leído en sus ratos de ocio clerical los reportajes del cura luchador, Fray Tormenta es una leyenda en México y Latinoamérica por su labor con los huérfanos, y por su historia, no contada en el cine, de pandillero y adicto a las drogas durante su adolescencia.
Nació el mismo año en que terminó la II Guerra Mundial en un ranchito en Cienaguillas, estado de Hidalgo, en un hogar abundante de hermanos y escaso de comida. A la fatalidad de la escasez se sumó la violencia y tuvo que huir con sus padres y sus 17 hermanos a Ciudad de México cuando un grupo criminal asesinó a dos de sus familiares; aún no sabe la razón de esas muertes. Instalado en un barrio en la periferia, Sergio, que tenía 12 años, conoció a los pandilleros a los que respetaba por ser más grandes, y por ellos conoció la droga. Los muchachos le dieron a probar la marihuana, la cocaína, la heroína y el bazuco.“Chamaco, para que te relajes”, le decían los pandilleros, y él, haciendo caso a esos tutores, se relajaba con ellos y consumía todo lo que le ofrecían.
Fotografía: Mario Domínguez
La generosidad acabó cuando se envició, y lo que era gratis pasó a ser fiado. Los muchachos, que también manejaban el negocio del tráfico en el sector, lo amenazaban con puñaladas si no pagaba, y lo obligaron a sacar electrodomésticos de la casa.
El padre recuerda que entre la niebla del bazuco no lloró a los amigos muertos por sobredosis o balas, ni sintió miedo de los grupos enemigos que entraron para dominar la zona. Temerario por carácter o por el adormecimiento de su consciencia, se convirtió en líder de una banda de 30 muchachos. Fray Tormenta no detalla esa parte de su pasado que le dejó dos cicatrices en una pierna: una fue por una ganzúa que le clavaron durante una riña, y la otra por una bala: “Apenas sentí un fuego que me atravesó el muslo pero seguí peleando, estaba con la adrenalina a tope. Fue hasta que los botines se me llenaron de sangre que me di cuenta y, pues claro, me desmayé”.
Su madre, que todo lo veía y todo lo callaba, un día explotó y le gritó “prefiero verte muerto”. El futuro sacerdote no pudo creer que ella, la mujer más sumisa y resignada que hasta ese momento había conocido, le hubiera gritado esas palabras. La amaba y se dio cuenta por primera vez en años de que debía entregar el liderazgo de la banda y abandonar las drogas. Justo en esa época, un hombre de un grupo contrario fue abaleado, y la culpa recayó en Sergio. Él huyó, se escondió en otro sector de la ciudad, mandó mensajes en los que se declaraba inocente, y más consumió, más se perdió para no pensar.
Un día entró a una iglesia católica y, con una fe aprendida por su madre, se le arrodilló al sacerdote de esa parroquia. Le pidió con desespero que lo escuchara, que lo salvara, pero el cura veterano, huraño por naturaleza o por la edad, agarró a Sergio de la oreja, lo arrastró por el piso de baldosa y lo expulsó de la iglesia. Decepcionado de ese supuesto enviado de Dios y siendo incapaz de darle una golpiza, le gritó: “Si ustedes de verdad ayudaran a la gente y no la trataran como perros no habría gente como yo”. De regreso a su escondite meditó: “Yo puedo ser ese protector que hace falta”.
Entró a un centro de rehabilitación, permaneció un año, e ingresó de inmediato al seminario de la orden de los escolapios para evitar las tentaciones callejeras. Se marchó del país gracias al apoyo eclesiástico y estudió filosofía y teología en España y Roma, y antes de ser ordenado regresó a México. Antes de recibir los votos, recuerda que un hombre lo buscó para confesarse con el mismo desespero con el que él acudió a la iglesia de donde fue expulsado. Él vio en el recién llegado esa tembladera, esa sudoración, esa taquicardia y esa palidez de la sobredosis que tantas veces había visto en su adolescencia. Aunque aún no podía ejercer el sacramento de la confesión por no ser todavía sacerdote, lo escuchó hasta que el hombre fue arrastrado por la muerte y le concedió la última bendición.
Ya con los hábitos oficiales, con casi treinta años, alquiló una casa para atender a huérfanos, drogadictos y prostitutas. Confiaba en que con las limosnas podría sostener el hogar, pero apenas alcanzaban para cubrir los gastos de la iglesia. Hizo rifas, bazares, presentaciones musicales de los niños y jóvenes, y con todo eso no logró aflojar las billeteras de los feligreses. El padre, aficionado a la lucha libre, como la mayoría de los mexicanos, alquiló la película de ficción El señor Tormenta, dirigida por Fernando Fernández y estrenada en 1962, y se imaginó a sí mismo como el protagonista: un cura musculoso de casi dos metros que se daba golpes para sostener un orfanato. Aunque el padre Sergio sabía que le faltaba demasiado tamaño y fuerza para ser como su nuevo ídolo, ya tenía los niños, la sotana y la falta de dinero.
Entre su feligresía estaban antiguos maestros de lucha libre y él, luego de impartir las hostias y la bendición final, los buscaba en la puerta y, en secreto, les pedía que le enseñaran. Muchos se negaron con la excusa de ¿qué iba a pensar Dios de darle puños y patadas a un enviado suyo? Ni locos se iban a ganar el odio divino.
Por fin, un hombre se ofreció a instruirlo, y sin piedad le hizo llaves, lo azotó, lo tumbó, le dio en la jeta y le amorató los ojos. El padre, con el temor de presentarse a misa hecho un cristo, le dio las gracias a su maestro y lo despidió.
Pero el maestro le insistió hasta convencerlo.
Un año y medio después de entrenamiento diario en las madrugadas, del estupor de los católicos que veían a su cura aporreado en el altar, y de ofrecer excusas inusuales como caídas frecuentes en el baño o en alguna escalera, nació Fray Tormenta, nombre inspirado en su ídolo.
En el cuadrilátero de un pueblo que no recuerda, se presentó por primera vez. Tenía el rostro cubierto con una máscara dorada con rayos rojos y un diamante en la frente. ¿El significado? El amarillo simboliza la viveza, el rojo la sangre, y el diamante la vida eterna. En la parte de atrás tiene una cruz.
En la lucha libre, la mayoría oculta su identidad bajo la sombra de una máscara. Así vivieron y han vivido muchos luchadores reconocidos; la prenda es la cara que no envejece y que se multiplica entre la afición. El Santo, el luchador más famoso de la historia y que se convirtió en icono de la cultura popular mexicana, solo se quitó la máscara, por un segundo, durante la transmisión de un programa de televisión. El Santo, aunque no era el mejor en el ring, tenía un carisma tal que sus seguidores le pedían con fervor a la Virgen de Guadalupe que intercediera ante Dios por la victoria de ese “enmascarado de plata”, como también le decían. Las historietas y las películas protagonizadas por él, publicadas y estrenadas en los años cincuenta y sesenta, aumentaron su fama de protector de los desamparados. A su funeral, en 1984, acudieron más de 10.000 personas y fue transmitido por televisión.
Fotografía: Mario Domínguez
Esa muerte también la lloró Blue Demon, casi de la misma edad de El Santo, y con una fama similar. En esa época, El Santo era el bueno y Blue Demon, el malo. Cuando los dos se paraban en el ring de la Arena México, el máximo escenario de este deporte en el mundo, era como ver una pelea entre un enviado de Dios y uno del diablo. Aunque Blue Demon fue mejor sobre la lona, derrotándolo en casi todas las ocasiones, El Santo seguía siendo el bienhechor aunque no tuviera obras más allá que los golpazos que propinaba a sus contrincantes, y recibía de ellos.
La pugna de los dos (que se acababa cuando se apagan las luces del cuadrilátero) empezó cuando El Santo retó a un duelo de máscaras al luchador Black Shadow, amigo y compañero de Blue Demon. Perder un duelo de aquellos es la mayor humillación del peleador, significa mostrar su rostro al mundo con la expresión de la derrota que muchas veces llega a las lágrimas. Además el perdedor está condenado a no volver a usar la máscara o, en el caso de querer hacerlo, buscar un nuevo nombre, una nueva prenda, patrocinadores, contratos y fanáticos. A pesar de esa aparente pugna, ni Blue Demon retó a El Santo, ni El Santo a Blue Demon; los dos sabían que su accesorio valía más que las lágrimas, representaba decenas de miles de dólares en contratos para actuar en cine, en comerciales, en eventos y en contiendas en todo el mundo.
Fray Tormenta quería ser como ellos en fama y en dinero, dice que se imaginaba comprando una mansión como sede de su casa hogar, con piscina, una réplica de la capilla Sixtina, y con grandes salones y jardines para recibir mandatarios, mecenas y papas.
Tras la primera lucha que tampoco recuerda si ganó, recibió dinero en efectivo en un sobre y, contento, se fue a su orfanato para abrirlo delante de sus protegidos. Con todos sentados en la sala, sacó los billetes y casi se pone a llorar. Todavía con el cuerpo golpeado y agotado, la vida le dio una nueva azotada: descubrió que el sueldo apenas le alcanzaba para comprar el mercado de la semana. Pensó que lo habían robado y reclamó, pero se dio cuenta de que la mayoría de sus colegas peleadores se daban en la mula a cambio de casi nada, más valía en pesos la recuperación que la ganancia.
Ya lanzado a ese ruedo, continúo con ese deporte. Era mejor que quedarse con los brazos cruzados esperando la misericordia divina. Los cheques ayudaron para pagar el arriendo de la casa y parte de los alimentos, pero para lograrlo tuvo que escaparse en las madrugadas, desaparecer todo el día, encargarle la parroquia a otro sacerdote, y regresar al final de la tarde, con el cuerpo magullado, para oficiar la última misa.
No ganaba dinero por victoria sino por subirse al cuadrilátero. A veces, cuando ya se había acordado una tarifa, no recibía la paga. Se la robaba el empresario, el asistente o algún avispado, y nada quedaba para los peleadores.
A pesar del nombre religioso nadie sospechó sobre la verdadera identidad del enmascarado que se enfrentaba a hombres como El Diabólico, El Brujo, Cadáver de Ultratumba, Judas, El Hijo del Diablo y El Satánico. El secreto, que se mantuvo por más de diez años, se dio a conocer por un descuido y por un lengüilargo incapaz de mantenerse callado: durante una llamada, un luchador le comentó que había programado una pelea para esa tarde; Fray Tormenta le dijo, sin pensarlo con claridad, que justo ese día debía oficiar un matrimonio. “En ese momento supe que la había regado, ¿y ahora como me zafo de esta?”, recuerda. El interlocutor, que comprendió el mensaje, soltó una carcajada: “¿Usted es cura?, ¿en serio?”. El padre terminó de confesarse con ese desconocido, y le hizo prometer no decir una sola palabra de la conversación. “Pierda cuidado, queda entre los dos”, escuchó y se tranquilizó.
Esa tarde, el luchador de la llamada acudió a la iglesia y presenció el matrimonio. Desde su silla le hizo un guiño cómplice al cura, y este se la correspondió. Al término de la celebración se encontraron en la sacristía, y entre susurros el visitante le dijo: “Padre, de verdad no puedo creerlo, mira como estos desgraciados te pegan; hasta yo te he dado trompadas, perdóname”.
Fotografía: Mario Domínguez
El sacerdote dice que por obra del Espíritu Santo se regó la voz de su oficio, pero en términos terrenales es fácil deducir que el hombre de la llamada se lo dijo a todo el mundo. Con el secreto de su identidad revelado recibió llamadas de promotores, empezó a ganar más dinero y a recorrer el país. Cada vez que llegaba a un pueblo, los megáfonos anunciaban: “¡Aquí, con ustedes, el cura luchador! ¡Cuando no está dando misa golpea a los pecadores!”, o “¡Señoras y señores, con ustedes el padre que defiende el cielo desde el ring!”.
La gente no podía creerlo, y como uno de los apóstoles de Jesucristo, decían: “Hasta no ver, no creer”.
Espías del clero, tan escépticos como los asistentes, acudieron un día disfrazados de parroquianos y comprobaron la verdad. El obispo del estado de México, su superior, lo llamó: “Don Sergio –le dijo sin mencionar el rango–, dígame que son chismes lo que se dice de usted”. “Todo es cierto”, respondió. El obispo, con una ofuscación que se percibía a través del auricular, le recalcó que Dios no se mezcla con esos actos, que la Biblia dice que ante una bofetada hay que poner la otra mejilla y no responder con el doble de golpes, y que no hay que derramar sangre por diversión ni tentar al diablo. El cura escuchó. Le dijo que sí, que tenía razón, y accedió a dejar de pelear con una condición: “Listo, pero me da la plata que me gano mensualmente para cubrir los gastos de mi casa hogar”. El superior, al ver que la conversación ya no era espiritual sino económica –y para no afectar sus santos bolsillos–, le deseó mucha suerte y muchos éxitos.
Sentado en su oficina, con una mesa llena de papeles, y cubiertas las paredes de fotos, afiches y camisetas de su máscara, intenta darme una explicación: “Dicen que la lucha libre es sanguinaria y que es un deporte de brutos, pero fíjese, en el fútbol los jugadores salen con los meniscos rotos, con los tendones rotos, con los ligamentos rotos, con totazos en la cabeza y hasta hay casos de muertos en la cancha. En el fútbol americano es peor, no más agarre la bolita y te caen como diez; en el baloncesto ni se te ocurra meter canasta porque te dan un codazo; y en el béisbol si les das por error a las pelotas de los adversarios, te andan correteando por el diamante con todo y bate”.
También están los que, al contrario, consideran que la lucha libre es teatral y que los golpazos forman parte de una obra. Las dos teorías son ciertas: sobre el escenario se mezcla la lucha grecorromana, el boxeo, la gimnasia, el kickboxing, teatro y una danza extraña en la que los golpes tienen una respuesta rítmica. Tú pegas y yo respondo con espectacularidad. Yo te levanto y tú sabes cómo caer. Para eso entrenan, para aprender llaves, brincos y recibir impactos. Aunque a veces parece falsa la contienda, es una coreografía dura capaz de romper costillas, quebrar huesos y hasta matar.
En el 2014, por ejemplo, al intentar hacer una patada, el luchador apodado Super Bólido se fracturó el codo. Ese mismo año, Místico, “La Nueva Era” se rompió un tobillo luego de lanzarse de las cuerdas, y al año siguiente, Gronda, la Gárgola Roja, se rompió una pierna durante un combate. Hay casos que terminan con muertos, como el del luchador Javier Hernández Silva, apodado Oro, que en 1993, luego de recibir un golpe en el pecho y seguir luchando a pesar del dolor, se desvaneció en plena faena y murió. También es el caso de El Hijo del Perro Aguayo, que durante una contienda en el 2015, recibió una patada en el omoplato, cayó sobre las cuerdas del ring y no volvió a levantarse.
En Estados Unidos también hay casos similares: en el 2017, el famoso John Cena casi se rompe el cuello luego de ser lanzado de cabeza. En 1998, Mick Foley fue arrojado desde una estructura metálica y tuvo fracturas en la mandíbula y el hombro, destrucción de un riñón y conmoción cerebral. En 1999, Droz, un luchador que practicó antes el futbol americano, quedó cuadripléjico cuando fue azotado de cabeza; y ese mismo año, Owen Hart, al intentar hacer una entrada espectacular amarrado de un arnés, cayó de una altura de 23 metros y se reventó varios órganos que le causaron la muerte.
Fray Tormenta, que tiene el cuerpo mermado no por los golpes sino por la vejez, le agradece a Dios por no sufrir accidentes memorables ni causar daños mayores en sus contrincantes. Dice que le quebraron dedos, le rompieron la nariz muchas veces y le fracturaron costillas. Confiesa que también hizo lo suyo y sus contrincantes también se ganaron magulladuras, tronchones y golpes quiebrahuesos.
En los años ochenta su fama se extendió por el país, y ya los grandes empresarios se lo empezaron a disputar. Nunca, en la historia de la lucha en el mundo, se había conocido el caso de un sacerdote-luchador. En términos publicitarios, era un buen material para atraer feligreses, y su máscara se estampó en camisetas, afiches, en muñecos de acción y hasta en unas historietas impresas donde el enmascarado de Dios peleaba contra fuerzas diabólicas para proteger su casa hogar.
Por obra y gracia de su investidura, más que por su fuerza sobre la lona, fue nombrado miembro honorífico del Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL) con sede en Ciudad de México. Esta entidad es la más importante en el país y una de las más grandes del mundo. Formar parte del CMLL es un privilegio que se gana tras años de entrenamiento y méritos. Es el sueño de los que practican el deporte.
Como en las épocas de El Santo y Blue Demon, las peleas entre Fray Tormenta y sus contrincantes eran del bien contra el mal. Los fanáticos que profesaban la religión católica y por antonomasia eran seguidores del cura durante las contiendas lloraban cuando veían los golpes, y gritaban a los adversarios: “¡Dios te va a castigar! ¡Vas a ser excomulgado!”. Para los enemigos deportivos, también católicos, no fue fácil luchar contra el cura; temían que fueran ciertas las amenazas y la posibilidad de ser castigados con desgracias inexplicables. El padre recuerda que muchas veces se le acercaron los adversarios para pactar una pelea suave y teatral, pero él, que se tomaba su profesión en serio, les calentaba la sangre diciéndoles que eran unas gallinas.
Fue la época gloriosa para el protagonista y su orfanato. Ya no tenía que llegar en bus a las plazas locales, sino en un carro conducido por chofer. Patrocinado por la CMLL viajó a Estados Unidos, Panamá y Japón. En este último país, donde el deporte tiene gran fanaticada, estuvo una treintena de veces. Allí, donde su ministerio no tenía importancia, se dio de tú a tú sin reparos religiosos.
Aunque ganó dinero, no alcanzó para comprar la mansión que deseaba para atender a los niños de su casa hogar. Con los años entendió que ese espacio hubiera sido un sacrificio vanidoso y que una casa de esa magnitud podía saquearle sus cuentas bancarias. Reconoció que cuantos menos lujos, más ayuda, y continuó la labor en el mismo lugar, que pudo remodelar y agrandar comprando otros predios. Llegó a tener hasta 350 niños en una época, es decir, los alumnos que puede tener una institución educativa. Las horas del padre estaban copadas: luchaba, celebraba misas, impartía sacramentos y enseñaba a pelear a los muchachos de la casa.
De todos los discípulos, solo consiguió que uno se tomara en serio la lucha, se llama Nabor, tiene 22 años y llegó a la casa cuando tenía 11. En el escenario es conocido como ‘El Niño Tormenta’ y, a pesar de su padrino, no ha alcanzado popularidad.
Nabor fue abandonado por sus padres cuando era un niño y quedó al amparo de su abuelo, un campesino del estado de Nayarit que lo regaló al orfanato por no tener dinero para sostenerlo. A pesar de que la casa hogar cerró, Nabor se quedó para acompañarlo como un acólito, ya adulto y sin novia, que organiza la patena, el cáliz, el agua y el vino, y también atiende llamadas y ayuda a planificar la agenda de sacramentos y luchas. El joven sabe que debe marcharse cuando se gradúe como abogado y consiga un trabajo. Por ahora es a él a quien el padre Sergio le pide la medicina, las fotos archivadas y los recuerdos extraviados cuando no está Lupita, la secretaria de la parroquia.
Por la casa hogar pasaron más de dos mil huérfanos. Muchos se convirtieron en profesionales: “Veinte maestros, diez abogados, dos médicos, un sacerdote, tres contadores públicos y uno privado…”, recuerda Fray Tormenta. El padre trata de nombrar más pero su memoria no le alcanza; aunque se esfuerza, son tantos esos hijos adoptados que es difícil recordar la vida de todos.
La última lucha antes de nuestra entrevista, en junio del 2018, la perdió. Según el protagonista, el contrincante, al verse perdido, aprovechó un descuido del réferi y, a punto de las lágrimas, se agarró los testículos y acusó a Fray Tormenta de golpearle los bajos; acto prohibido según las reglas del CMLL. Los más de 2.500 asistentes congregados abuchearon al tramposo, pero fue tan exagerada la pantomima que fue declarado ganador. A Fray Tormenta no le importa, embusteros hay en todas partes y él, dice, ya no tiene que perder: alcanzó el reconocimiento y con ello el dinero para sostener el orfanato durante más de cuatro décadas, hasta que lo cerró para dedicarse a atender sus quebrantos de salud y los oficios religiosos.
Ahora, sin niños a quienes proteger, escucha a los jóvenes del grupo que él llama ‘el escuadrón de la muerte’ por estar al borde de la sobredosis o de una muerte violenta. En sus rostros desesperados se recuerda a sí mismo como el joven que llegó un día a una iglesia y fue sacado de las orejas. “Por ellos me convertí en cura y jamás los echaría como perros” afirma. Cuando llegan a su parroquia, Fray Tormenta se sienta con ellos y escucha sus historias. Al final les entrega una esquela de la Virgen de Guadalupe y los hace prometer, delante de la patrona mexicana, dejar la droga por una semana o un mes; siempre plazos cortos hasta que abandonen el vicio. Al final les advierte que, de no cumplir lo prometido, les rompe el hocico donde los vea.
¿Le ha tocado cumplir la advertencia? –le pregunto.
Qué va, se esconden. Ellos saben que cumplo con mi palabra y sé que ellos no me van a responder. Créame, aunque yo vista con sotana puedo dar una buena paliza. No olvide que todavía soy Fray Tormenta.
Fotografía Mario Domínguez
Revista Don Juan
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