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Historias

El equipo de futbol de segunda más famoso del mundo

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Foto:

Revista Don Juan
Un equipo de la Segunda División alemana con millones de aficionados en todo el mundo. Un “fútbol de mierda”, como reconocen sus aficionados, convertido en un símbolo planetario. Un club pobre fundado por marineros y obreros del puerto de Hamburgo, hoy transformado en un producto de marketing perfecto. Esta es la historia del Sankt Pauli, el barco pirata del océano del fútbol.
Durante dos décadas, hasta su muerte en el año 1401 con solo 41 años, Klaus Störtebeker fue el terror de los comerciantes del mar Báltico y del Norte. El pirata más famoso de los que asaltaban los barcos de mercaderes burgueses. El que logró esquivar siempre la pena de muerte con la que se castigaba a los corsarios, cuyas cabezas decapitadas se clavaban en picas en las orillas del río Elba como recordatorio para que otros colegas de profesión supieran lo que les pasaría si continuaban en el negocio. Störtebeker ni siquiera se apellidaba así. Ese fue el mote que le pusieron, deformación de las palabras con las que se definía su gran habilidad para tragarse una jarra de cuatro litros de cerveza sin respirar. Frente a las repetidas historias de los piratas de agua salada del Pacífico y el Índico y de las hollywoodienses del Caribe, Störtebeker es el más ilustre de los corsarios de agua dulce del norte de Europa. Un mito de la Edad Media. Un Robin Hood que, según la leyenda, repartía los botines entre sus hombres a partes iguales y además ayudaba a la población más pobre. Pero, sobre todo, es un viejo fantasma que aún sigue vivo hoy, más de 600 años después de su muerte. Un personaje todavía querido y recordado en Hamburgo, sobre todo en el puerto de la ciudad, el que fuese ya entonces su cuartel general. Y más aún en el barrio de Sankt Pauli que rodea, al oeste del centro de Hamburgo, la zona portuaria. Allí, la bandera pirata negra con la calavera y las dos tibias cruzadas nunca ha dejado de flamear. Es el recuerdo de los corsarios del Elba. Pero también el símbolo de los pobres, de los desamparados, de aquellos que no poseen apenas nada más que sus huesos.
Así fue sobre todo en los años ochenta. La ciudad sufrió una grave crisis. La caída de la industria naval y las consecuencias de la crisis del petróleo provocaron el desplome de la actividad en el puerto, uno de los más importantes del mundo, y un desempleo masivo. El barrio portuario se levantó en armas. Los trabajadores, los obreros, los estibadores y marineros que habitan esta zona desde hace siglos se unieron a jóvenes activistas, a anarquistas y al efervescente movimiento punk alemán y empezaron a ocupar casas en el barrio de las que las familias eran desalojadas. Luchaban contra un sistema que los había dejado al margen. Y muchos lo hacían, recordando a su antiguo vecino Störtebeker, con la bandera pirata como símbolo de su cruzada.
Hoy, treinta años después, ese símbolo, esos huesos, aquella leyenda, han trascendido no solo el puerto y Sankt Pauli, no solo las fronteras de la ciudad y del país, sino también el tiempo. Se han convertido en un ícono internacional, en una imagen de marca, en una referencia conocida en todo el mundo. Como el rostro del Che Guevara fotografiado por Alberto Korda que desde hace décadas mira desde camisetas y pósteres. Como la lengua roja y provocadora de los Rolling Stones. Como el nombre de los Ramones. Y todo porque en aquellos años ochenta de lucha de clases, de choque de realidades, de desempleo y desesperación, mientras el barrio hervía, también empezaba a hacerlo uno de los símbolos de Sankt Pauli, su club de fútbol local, bautizado con el mismo nombre del barrio.
Un equipo que jugaba entonces en la segunda división. Un club discreto, sin grandes pretensiones, acostumbrado a perder, acostumbrado a sufrir, acostumbrado a soñar. Un club fundado en 1910 por los marineros, estibadores y obreros del barrio. Un club pobre que desde entonces juega equipado con el color marrón, una rareza en el universo del fútbol moderno. Pero las telas marrones eran en aquella época las más baratas para vestir a los jugadores. Hoy son también un símbolo. Y, sobre todo, una declaración de principios. Porque eso es ante todo el Sankt Pauli: una declaración de principios universales. De ahí también que su escudo oficial, dos torres blancas sobre un fondo rojo, sea una anécdota. El emblema oficioso es la bandera pirata. La que recuerda las hazañas de Störtebeker. La que se adoptó de la agitación social de aquellos años ochenta. Porque fue entonces cuando el Sankt Pauli, una nota a pie de página en la historia del fútbol hasta entonces, empezó a convertirse en la leyenda que hoy es, en ese ícono planetario, en ese rostro del Che de las camisetas.
Son las tres de la tarde y en las calles de Sankt Pauli se cruzan todos los mundos posibles. Reeperbahn es una de sus arterias principales. De día, una avenida ancha con bares cerrados o apagados a ambos lados. Cuando anochece, los neones encienden el fuego del barrio. Locales de copas, antros de juego, salas de striptease. Reeperbahn es el strip de Las Vegas en versión Hamburgo. El corazón de un barrio al que siempre desembarcaban los marineros con ansia de caminar más allá de la eslora de sus barcos, sin muro de mar y con ganas de desahogarse en sus tabernas y sobre todo en sus prostíbulos. Esta tarde de final de verano se cruzan por aquí turistas de paso, trabajadores que caminan hacia sus rutinas y mendigos que piden limosnas con tarros de diferentes etiquetas: comida, alojamiento, alcohol, marihuana…
Cada uno puede elegir para qué da el dinero, aunque, claro, no existe justificante ni recibo de que el dinero se empleará en lo que dice la etiqueta. Con esa llegada de la noche se mantiene la mezcla imposible. Las calles perpendiculares a Reeperbahn están también abarrotadas de bares. Los hay donde toman cerveza los turistas que visitan la ciudad, donde beben y juegan al futbolín los hamburgueses y también los más sórdidos, pequeños antros oscuros, donde algunos hombres pasan literalmente la noche, porque no cierran, dormitando en una mesa agarrados a una botella de cerveza y donde miran a los visitantes entre curiosos, desconfiados y amenazantes.
En este barrio fue donde los Beatles se convirtieron en los Beatles. Aquí llegaron en 1960 desde su puerto de Liverpool a una Hamburgo que salía entonces de la posguerra. A una Hamburgo destrozada durante la Segunda Guerra Mundial y a un barrio de delincuentes, sórdido y salvaje. Aún no eran siquiera los Beatles que pasaron a la historia y aún tocaban Stuart Sutcliffe y Pete Best y Ringo no formaba parte de la banda. Los Beatles llevaban entonces tupé y brillantina y cuero como las estrellas del rock and roll que habían descubierto pocos años atrás en los discos que llevaban los marineros norteamericanos al puerto de Liverpool. Pero su estancia y sus actuaciones aquí fueron fundamentales para el desarrollo del grupo. El resto de lo que vino después es ya historia. Una plaza con su nombre recuerda hoy su etapa alemana.
A dos manzanas de esa zona, en Hafenstrase, frente al río, aún hay casas ocupadas desde los años ochenta y pancartas que revelan que el activismo de entonces sigue de alguna manera vivo. En sus esquinas brotan como setas negros que venden marihuana. Uno al menos en cada una. Nada discreto. Esconden la hierba en los árboles cercanos o entre ladrillos y cuando se acerca algún comprador disimulan sin demasiado entusiasmo, venden, silban, miran para otro lado y continúan su jornada de trabajo. En la cercana Herbertrase una docena de mujeres se exhiben al otro lado de los cristales. Es la calle más famosa de prostitución. Este negocio forma parte del ADN del barrio. A estas mujeres las buscaron siempre esos marineros furiosos de olas y borrachos de cerveza y las siguen buscando hoy los hombres que caminan, observan y escogen por su calle.
Aquí está prohibido que entren las mujeres. No existe una ley que lo diga. Pero si una lo hace se encontrará con las miradas de reprobación y los insultos de las mujeres al otro lado de los cristales. Ellas, en teoría, no son clientas potenciales, solo van allí para mirar cómo se mira a los animales de un zoo y además espantan a los potenciales clientes. Sankt Pauli es uno de los barrios rojos más conocidos del mundo.
Comprender Sankt Pauli, el barrio, es fundamental para entender Sankt Pauli, el club. Porque de esa historia reciente y de esa gente que da vida al barrio vino el cambio en los años ochenta que empezó a fraguar la leyenda del club. En aquella época la violencia de los ultras sacudía los estadios de Europa. Ultras radicales, fascistas, extremistas. La tragedia en el estadio de Heysel, en Bruselas, en 1985, en la que murieron 39 aficionados en un partido que disputaban el Liverpool y el Juventus, es el ejemplo más macabro de en qué se estaba convirtiendo el fútbol. Entonces fue cuando en Sankt Pauli se hizo una declaración hoy ya histórica: “Estamos en contra del racismo, del sexismo, del fascismo y de la homofobia”.
“La verdad es que es increíble ver lo que ha pasado con un pequeño grupo de gente bebiendo cerveza, fumando marihuana y quejándose por los extremistas del fútbol…”, suspira Suen Brux, el jefe de seguridad del club. Tiene 51 años, la piel curtida, una calva afeitada al cero y un cigarrillo de liar entre las manos. Brux es de Colonia, pero se trasladó a Hamburgo con 19 años. Dicen en el club que él es “un revolucionario de verdad”. Y lo dicen levantando el puño derecho. Él lo niega con desdén. “¡Qué va, qué va!”, se sacude la definición. Brux llegó al barrio en su época de efervescencia. Me cuenta que estaba entonces muy metido en el movimiento más punk y squatter que ocupó aquellos edificios durante la crisis del puerto. Les gustaba el fútbol, pero el auge y la permisividad con aquellos hinchas ultras hacía que fuese peligroso ir a un estadio. “Y descubrimos que había un club sin nazis al que podíamos ir a la vuelta de la esquina”, lo recuerda. Allí, sí, estaba el Millerntor, la sede del Sankt Pauli, un club creado por los hombres del barrio, siempre ligado al barrio y en cuyos estatutos figura hoy la norma básica de que “el FC St. Pauli, constituido por sus socios, personal, aficionados y voluntarios, es parte de la sociedad y del tejido social que le envuelve y, por tanto, se encuentra directa o indirectamente influenciado por los cambios políticos, sociales y culturales”.
Tras los muros de Millerntor, con aquella declaración contra los radicales, se sentían seguros. En 1989 empezó a trabajar como enlace entre los aficionados y el club. Hoy cuenta con un equipo de seis personas para hacer ese trabajo y coordinar toda la seguridad. En aquel momento empezó a crearse el Sankt Pauli moderno. Los nuevos aficionados y los antiguos se involucraron cada vez más. Comenzaron a hacer octavillas, revistas y pegatinas, con dibujos como el puño que golpea la esvástica nazi, que hacían y recortaban ellos mismos. Y poco a poco la fama del Sankt Pauli, la de esa isla, ese iceberg, único en el fútbol europeo, se fue extendiendo. Brux recuerda que en aquella época a veces les llegaba una carta de fuera y que alucinaban. “¡Mira, nos han escrito desde Londres!”, dice que lloraban. “Nunca imaginamos que esto sería así”.
El club tenía en aquella época cerca de 2.000 socios. Hoy, además de los 13.000 que cada dos semanas abarrotan las gradas de Millerntor, cuenta además con 520 clubes de aficionados y millones de hinchas en todo el mundo. Resulta sorprendente para un equipo que, como dice el propio Brux, “siempre ha jugado un fútbol de mierda”. Porque así es. El Sankt Pauli no tiene sala de trofeos ni nada que celebrar deportivamente. Hoy juega en la segunda división de la Bundesliga alemana. Terminó séptimo la pasada temporada, de nuevo soñando con regresar a la primera división en la que ya compitió algunos años en el pasado. Entre sus mayores hitos figura haberle ganado un partido al Bayern de Múnich en 2002. Entre sus mejores momentos está cada partido que juegan con el HSV Hamburgo, el gran rival, el clásico de la ciudad, el equipo rico frente al equipo pobre. Aunque el HSV se encuentra en primera y la rivalidad es otro sueño inalcanzable.
Lo bueno de esa situación, sin grandes épicas, sin hazañas, es que cada aficionado, acostumbrado a pasarlo mal –“aquí sabemos sufrir”, como repiten casi en coro– tiene su momento de gloria favorito. Para Brux, el suyo fue el último partido de la temporada en 1999, cuando el equipo iba perdiendo y la derrota suponía el descenso a tercera división. Me cuenta que mientras veía el partido él ya sabía que perder la categoría significaría también para él perder el trabajo, que su puesto ya no sería necesario ni habría presupuesto, y que mientras lo presenciaba ya se estaba imaginando acudiendo al día siguiente a la oficina del desempleo. “Y entonces, en el último minuto, marcamos un gol, nos salvamos y yo salvé mi trabajo”, dice, mientras fuma en la grada vacía mirando al césped abajo.
Lo curioso es que los valores sociales del club se transmiten desde la grada hasta el extremo. Cada vez que saltan los jugadores al campo suena el Hell’s Bells, de AC/DC. Pero la afición respeta al adversario y le aplaude si juega bien. “Queremos que nuestros jugadores muestren también esos valores en el campo. No queremos faltas sucias ni que se tiren a la piscina. Tratamos de enseñar que ese es el camino al éxito a corto plazo, al fácil, pero que ese no es nuestro camino”. Así lo explica Ewald Lienen, de 51 años, hoy director técnico del club. Recostado sobre un sofá de cuero marrón en uno de los palcos privados del estadio, Lienen habla el español con acento duro, con acento alemán, que aprendió en España cuando era segundo entrenador del Tenerife con su compatriota Jupp Heynckes en los años noventa. Es un hombre directo y habla un español directo y cargado de palabras malsonantes, como se aprende a hablar en un banquillo.
No se corta para decir “mierda” o “cabrones” cuando crítica a los bancos o a los recortes que durante los últimos años ha habido en los países de la Unión Europea. Fue jugador antes que entrenador, en todas las categorías. Desde hace un año ocupa ese puesto de director técnico, pero fue antes, durante tres temporadas, entrenador del equipo. “Aquí se respeta a los jugadores aunque lo hagan mal. Y eso ayuda a mantenerlos unidos”, me cuenta. “Aunque a veces he tenido que pedir a la afición que presione más al equipo, que exija más, porque los jugadores no daban todo lo que podían y nadie se lo reclamaba”.
Esa afición es la que ha convertido el Sankt Pauli en lo que es. No solo en el primer club abiertamente de “izquierdas”, políticamente hablando. Sino en un caso único en el mundo. Todos los clubes de fútbol son al final empresas. Negocios en los que se busca el saldo positivo en la cuenta de resultados y en los que una directiva actúa como gestora para encontrar los mejores acuerdos, sin que la opinión de la afición vaya más allá de eso, de una opinión. En Sankt Pauli no. Aquí los hinchas participan en la toma de decisiones y tienen derecho de veto. Sucedió, por ejemplo, en 2005, cuando el club había alcanzado un acuerdo de patrocinio con la revista masculina Maxim y los aficionados lo criticaron y rechazaron porque consideraban que esta fomentaba una imagen sexista de la mujer. Y ha sucedido también recientemente cuando el portal Airbnb quería anunciarse en las gradas del estadio y no se aceptó, porque los habitantes del barrio creen que esta empresa es una de las responsables del imparable proceso de gentrificación que vive la zona y que obliga a muchas familias trabajadoras y humildes a mudarse porque se encarecen los precios de las viviendas.
También ocurrió con la empresa Under Armour, que patrocina y confecciona la equipación del equipo. Inicialmente no querían esa colaboración porque esta marca también hace uniformes para el ejército. El club organizó entonces un viaje a Estados Unidos en el que participaron varios representantes de los aficionados para conocer las instalaciones de la compañía y su filosofía. Allí vieron que sí, que hacen esa ropa para los militares, como otras grandes multinacionales del deporte, pero también conocieron los proyectos sociales que la empresa realiza y decidieron dar vía libre al acuerdo.
“Esto, lo primero, es un club de fútbol. Y por eso nuestra meta, lo ideal, sería un posible regreso a primera. Lo que quiere la afición es ver buen fútbol. Pero luego están esos valores que se comparten: contra la derecha, a favor de la tolerancia, contra la homofobia… Se defienden derechos de todo el mundo. Es muy especial. Por eso no haremos publicidad para empresas que no consideremos que son correctas”, afirma Lienen. “El 90 % de nuestros seguidores comparten esa visión social con nosotros y eso es algo muy especial”, añade. Lienen, que además de en España, ha sido también entrenador en Grecia y en otros equipos alemanes, me confiesa que nunca había trabajado en un estadio teniendo la sensación de que está trascendiendo el fútbol, de que estaba representando unos valores así.
Un simple paseo por Millerntor lo confirma. Veo grandes murales en sus paredes interiores que conducen a las gradas donde aparecen dibujos cargados de mensaje. Uno representa el naufragio de las barcas con las que los refugiados sirios tratan de cruzar el mortal Mediterráneo. En otros se representa a dos hombres besándose. Hay imágenes del Che Guevara. Mensajes en español de la “resistencia” comunista. Eslóganes en alemán que dicen que no hay “personas ilegales”, en referencia a esos refugiados atrapados y expulsados de muchos países europeos. Dibujos a favor de la igualdad de sexos. Esvásticas nazis aplastadas… “Esta atmósfera me gusta mucho. ¿Sabe lo que es?”, me pregunta el veterano entrenador, contento de practicar de nuevo su español. “Solidaridad”, me dice inmediatamente, sin esperar mi respuesta.
Lienen, además de ser el responsable de la parte deportiva más técnica, desde los acuerdos con otros clubes para conseguir jugadores de cantera hasta la supervisión del cuerpo técnico, también se ocupa de divulgar el trabajo social del club. Porque esos valores que se transmiten desde la grada al club, desde el barrio a la grada, no se quedan en el estadio. En Sankt Pauli, sobre todo durante los últimos años, han aprovechado su fama internacional, su imagen, para ir más allá de las pancartas y los mensajes. Hoy tienen proyectos sociales en desarrollo en el barrio, como fomentar el fútbol y ayudar a los niños de las familias con menos recursos, facilitando tanto espacio para jugar como la ropa o las botas necesarias para ello. También van a instalar puntos de recarga para coches eléctricos en el aparcamiento del estadio para concientizar y fomentar sobre su uso. Y desde hace una década dan apoyo a los refugiados que llegan a la ciudad. No solo hacen campaña, como muestran esos enormes eslóganes y murales, sino que también los aficionados se organizan para acogerlos, compartir días de partido con ellos o para darles asistencia legal gratuita una vez a la semana en la zona de aficionados habilitada en el exterior del estadio para sus actividades y cuyos gastos, en este caso de abogados, sufraga el propio club.
Pero también fuera de Hamburgo y del país. Colaboran asiduamente para recaudar fondos y apoyar la campaña Viva con agua, que crea instalaciones de agua potable en aldeas del continente asiático y africano donde no hay. Se han involucrado directamente en programas así en Cuba también. Y el año pasado idearon uno de los proyectos más llamativos hechos hasta ahora: producir miel dentro del estadio.
Bajo la marca Ewaldbienenhonig comenzaron a vender miel a los aficionados y en el barrio. Fue una idea en asociación con Greenpeace para concienciar sobre la desaparición tan alarmante de abejas en la última década. Las abejas son fundamentales para sostener toda la vida. Sin la polinización natural que realizan desaparecerían los cultivos y sin estos no habría alimentos. “La idea no era vender miel, claro, sino atraer la atención”, me cuenta Lienen. “En China están ya polinizando las plantas las personas, con las manos. Miles de trabajadores haciendo el trabajo de las abejasporque no hay abejas. Eso es una locura. Por eso debemos contarlo”, dice. Cuando surgió la campaña, algunos medios, recuerda, les criticaron. Lo contaban como que estaban vendiendo miel en el estadio. Lienen aún se enfada cuando lo recuerda y se revuelve en el sofá. “¡No somos una fábrica de miel, joder!”, exclama.
Después enciende el iPad que sostiene entre sus manos y me muestra el buzón de su correo electrónico. Todos los días, me dice, le llegan decenas de correos de organizaciones que les piden apoyo o que se sumen a sus causas. “Pero no podemos hacerlo todo…”, se lamenta. Él, me cuenta, tiene un proyecto en mente que quiere desarrollar con el club. Cree que se está perdiendo el deporte en los colegios y que este es fundamental para la educación de los jóvenes, “que son quienes tienen que salvar nuestras democracias en el futuro”. Dice que antes en una clase había un niño gordo y el resto eran delgados, y que ahora la excepción es encontrar un niño delgado. Y dice que van a comenzar a fomentar ese deporte en los centros educativos de las escuelas del barrio, para después trasladarlos a las de la ciudad y de ahí a las del país. “Si quieres que el mundo cambie, hay que cambiar la mente de la juventud, porque ella es la que puede cambiar el mundo”, lo resume.
Pero el Sankt Pauli, no se vayan a confundir, que no equivoque esta imagen, no es una ONG. Tiene una clara posición ideológica. En sus gradas, cada fin de semana de partido, conviven trabajadores, comunistas y anarquistas, los habitantes de la zona. Es el reflejo del activismo del barrio desde los años ochenta. Y el mejor ejemplo de ello fue lo que sucedió a comienzos del pasado mes de julio. Se celebraba en Hamburgo la cumbre del G-20 y miles de personas salieron a las calles para protestar. La reunión de los líderes de los países más poderosos (ricos) del mundo se celebraba cerca de Sankt Pauli y el barrio se convirtió en el epicentro del terremoto de las protestas. La calle Karolinenstrasse, otra de las avenidas principales, de edificios tradicionales blancos y color crema, ardió literalmente con hogueras, escaparates apedreados, barricadas y persecuciones policiales con decenas de detenidos. Durante los días que duró la cumbre, el Millerntor abrió sus puertas para que los activistas pudieran refugiarse e incluso pernoctar en sus instalaciones si no disponían de otro lugar en el que hacerlo. Sankt Pauli, una vez más, tomó partido.
“Ese fue otro ejemplo de la solidaridad”, lo resume Julia, de piel sonrosada y oronda. Una alemana de cargado acento de barrio vestida con una camiseta negra con el escudo de la calavera pirata. Es una de las aficionadas del club, una de las vecinas de la zona, que hoy se ha acercado al estadio para colaborar porque es día de ayuda a los refugiados. Se llama Julia, pero se niega a dar su apellido. “Con eso tiene bastante”, me dice. Los hinchas del Sankt Pauli se sienten activistas y recelan de los medios de comunicación. Me critica que nosotros, los periodistas, siempre distorsionamos lo que dicen. Una queja aprendida y recurrente. No quieren dar sus nombres y se encaran con los fotógrafos cuando alguno intenta hacerles fotos, aunque sea un día de partido.
Es la misma sensación que se transmite en todo el barrio. En St. Pauli Eck, un pequeño bar al fondo de unas escaleras, en una esquina a tres manzanas del estadio, uno de los más conocidos donde se reúnen los hinchas antes y después de cada partido, un hombre que bebe en silencio mira de reojo al periodista y responde con apenas un par de monosílabos si se le pregunta por el equipo. En Jolly Roger, a 300 metros del club, probablemente el bar más famoso que frecuentan los aficionados, donde incluso el presidente del club acude a tomar cerveza con el resto, la camarera también esquiva cualquier pregunta y no permite siquiera hacer fotos del interior, cuyas paredes están atiborradas de las pegatinas que durante años los clientes han ido pegando. “Salga”, me dice, “y hable con los que están fuera, que hablan español”.
En la mesa que el bar tiene en la calle tres españoles beben cerveza mientras charlan. Trabajan en restaurantes de la ciudad y llevaban al menos tres años ya viviendo en Hamburgo. Se han aficionado también a acudir de vez en cuando a los partidos del Sankt Pauli, sobre todo por el ambiente. Los viernes, antes de un partido, el barrio está siempre relajado y en silencio. La gente se queda en sus casas preparándose para el día siguiente. Porque entonces desde por la mañana se echan a la calle y a los bares antes de acudir al estadio y vuelven a ellos después de cada encuentro. “Esto es algo social. Muchas veces el fútbol da igual, es secundario. Siempre animan, siempre cantan y siempre está el estadio lleno”, cuenta Fernando, que es de Madrid y fan del Rayo Vallecano, el equipo más humilde de la capital española y con el que a veces se compara al Sankt Pauli. Pero esa comparación no se considera real. Aunque es conocido por el fervor de su afición y por ser también de un barrio obrero, el Rayo no deja de ser una empresa privada, un negocio puro y duro.
“El Sankt Pauli cumple bastante con el mito. Pero también se monta mucho circo. La afición es auténtica, sí. Pero hay un fenómeno turístico que lo corrompe”, añade, a su lado, Chema, con una boina calada, de Gijón, del norte de España. “Las cosas cuando son pequeñas y cutres dan otra sensación”, añade.
Esa es la gran paradoja del Sankt Pauli. Basta entrar en la tienda del estadio para apreciarla. Allí se venden centenares de objetos de todo tipo. Desde las bufandas y camisetas típicas hasta llaveros, gorras, pastillas de jabón e incluso cepillos de dientes. Sí, ¡cepillos de dientes con la bandera pirata! Haber trascendido el fútbol, haberse convertido en ese ícono moderno como la cara del Che, ha convertido al Sankt Pauli también en un producto de merchandising, en un objeto más de consumo. Desde el club, sus responsables de comunicación defienden que gracias a que venden esos cepillos se pueden realizar sus proyectos sociales. Pero son conscientes de que también deja en evidencia otra realidad y otra explicación.
“Nos acusan de que lo nuestro es marketing político. También dicen que es una moda ir a ver al Sankt Pauli. Pero eso nos lo llevan diciendo desde los años noventa, así que para ser una moda es una ya muy larga, ¿no?”, lo argumenta Brux. El debate, sin embargo, no termina ahí. Y lo saben. “Nosotros solo podemos existir en esta área, en este barrio. Pero este está cambiando por la gentrificación y algunos nos acusan a nosotros de ella. Yo no puedo estar ciento por ciento de acuerdo con eso, pero me hace pensar…”, añade Brux. Al otro lado de los muros del estadio el barrio cambia su cara. Entre los vendedores de marihuana, entre los trabajadores que vuelven a casa del trabajo, pululan hoy jóvenes modernos en bicicleta.
La imagen repetida en todo el mundo. El fenómeno hipster, o como se quiera llamar a ese estereotipo de la globalización. Vivir en Sankt Pauli tiene rollo. Es vivir en una de las zonas más auténticas de Hamburgo. Y los precios eran baratos. Cada vez más profesionales jóvenes con dinero se mudan aquí. Cada vez surgen más tiendas de moda, más cafeterías pequeñas y coquetas. Hasta locales donde comprar yogur helado. Y el barrio antes peligroso, el barrio de las putas y los marineros y las peleas, el barrio de los yonquis, el barrio de los estibadores y los obreros, el barrio de la lucha social, el barrio de la noche más canalla, el barrio de los Beatles de los sesenta se transforma lentamente en otro parque temático de la modernidad y del nuevo consumo. Y ahí, el Sankt Pauli es juez y parte. Representante de la esencia más pura del barrio como siempre fue, símbolo histórico de la zona, del puerto y de la historia. Pero también imagen icónica conocida en todo el mundo, producto de marketing, reclamo turístico para las nuevas oleadas de hamburgueses que se mudan aquí o de turistas que vienen de visita.
Le digo a Brux que el hecho de que hable conmigo fomenta eso, que el hecho de que yo escriba este reportaje contribuirá a esa imagen del club, a convertir ese club de fútbol en una atracción turística. Y asiente consciente. Lo sabe. Viven con esa paradoja, con esa contradicción. Pero también con esa amenaza latente.
Sankt Pauli es lo que es por lo que lo rodea. Sankt Pauli no es su “fútbol de mierda” ni sus instalaciones, sino esa historia reciente y esas personas que la han protagonizado. Pero ¿qué pasará si esa gente termina marchándose toda a otros barrios más baratos que puedan pagar? “No sucederá nada. Seguirán viniendo los días de partido y el club se mantendrá igual”, dice Brux. Pero suena más a deseo que a certeza. A no querer pensar en que precisamente Sankt Pauli, el club de los bucaneros, el barco pirata del fútbol internacional, pueda ser asaltado por la borda, vía smartphones y postales de Instagram, por los mercaderes de la globalización. Como si la venganza contra Störtebeker y los suyos se hubiese hecho esperar 600 años.
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