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Historias

La edad de oro de la lucha libre en Colombia

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Revista Don Juan
La edad de oro de la lucha libre en Colombia se acabó hace más de dos décadas. Sin embargo, la historia del deporte más teatral aún no está escrita y la pasión por los atletas enmascarados no se ha extinguido. Este es un pequeño recuento de sus años maravillosos y de sus mejores héroes.
Por Daniel Páez - Fotografía Shingo
El Médico Asesino, El Carnicero Butcher, Hércules Negro, El Tigre Colombiano, El Rayo de Plata, El Psicodélico, El Jaguar de Colombia y El Siniestro podrían ser los protagonistas de la versión nacional de Watchmen pero, en realidad, hacen parte de un deporte que cautivó durante décadas a los colombianos: la lucha libre. Hace cincuenta años, sus imágenes -con una clara influencia del movimiento mexicano- eran aclamadas por niños y adultos e, incluso, se vendían en "monitas" de álbumes coleccionables que eran más venerados que los del Mundial de Fútbol.
En la década del cincuenta hubo sábados en los que se reunieron hasta 25.000 personas en la Plaza de Toros la Santamaría, en Bogotá, para gritar y alabar a sus ídolos: gigantes corpulentos con disfraces que envidiaría Superman y habilidades de gimnastas profesionales que encarnaban, cada cual a su manera, los odios, los miedos y las fantasías del pueblo: sangre, cadenas, patadas voladoras, saltos acrobáticos y una que otra fractura, los luchadores despertaban más pasiones que la misa y más emociones que cualquier circo.
Como en las historietas, eran batallas épicas del bien contra el mal, de seres oscuros y satánicos que se enfrentaban a personificaciones de animales o fuerzas sobrenaturales y capaces de derribar hasta al mismísimo Charles Manson o de poner a prueba los superpoderes del Capitán América -un policía que, sin pasar por un laboratorio científico, los sábados se transformaba en una franquicia no oficial del héroe gringo-.
Sin embargo, el fútbol y el boxeo le fueron ganando terreno a la lucha libre. Para muchos, especialmente para los niños que iban creciendo, este deporte perdió credibilidad, para convertirse más en un teatro con coreografías y peleas en las que se sabía de antemano quién era el ganador. Pero los combatientes no dejaron de sacrificar sus vidas en el cuadrilátero, de crear nuevos personajes y diseñar disfraces tan estrambóticos como sus nombres, de sufrir verdaderas lesiones hasta tener que salir de las peleas en ambulancia -y no precisamente para llamar la atención-, ni de entrenar como deportistas profesionales.
Algunos confiesan que sí había peleas arregladas para satisfacer al público, otros insisten en que sí hay un ganador real: quien sea capaz de dominar y reducir a su oponente. Todos coinciden en que su intención en el ring es hacerle el menor daño posible a su rival, que hay un innegable trabajo histriónico y que hay que entretener al auditorio permitiendo que cada guerrero tenga su momento protagónico, aunque en medio de las piruetas y la improvisación son muy pocos los afortunados que han salido ilesos de las contiendas.
De todas formas, en los años setenta, la mayoría de los espectadores prefirieron la crudeza del boxeo y empezaron a perder el entusiasmo por las máscaras, por el satín de los pantalones apretados y por los nombres estrafalarios. A pesar de la creatividad, tanto de los empresarios como de los combatientes, su público se fue reduciendo cada vez más y, de la Plaza de Toros, el espectáculo pasó a escenarios más pequeños en el centro y el sur de Bogotá. El más clásico se estableció en el barrio Restrepo donde, los sábados, gigantescos carteles de aerógrafo convocaban a familias enteras a que adoraran a los gladiadores.
Hoy, ese gran escenario es una iglesia cristiana. En otras ciudades, por su parte, ni siquiera se habla de la lucha libre desde mediados de los años ochenta. La televisión le arrancó la audiencia que le quedaba, los medios de comunicación dejaron de cubrir las peleas y las grandes figuras se empezaron a retirar o se radicaron fuera de Colombia. Incluso, muchos piensan que El Rayo de Plata es mexicano -aunque sea tan bogotano como el ajiaco- porque la mayor parte de su carrera la hizo lejos del país. Para 1990, quedaban apenas unos pocos contrincantes que se encontraban dos o tres veces al mes ante trescientos espectadores. La edad de oro se había terminado.
Atrás quedaron las épocas en las que los guerreros se podían ganar el triple de un salario mínimo mensual en un solo día, en una pelea que rara vez duraba más de una hora. Actualmente, los luchadores colombianos son tipos comunes y corrientes que trabajan toda la semana para poder pagar un gimnasio y mandar a hacer los trajes que los identifican.
Las peleas ya no tienen ninguna frecuencia y, desde un evento en el coliseo El Campín que patrocinó Bavaria hace casi diez años, no hay fechas en escenarios grandes; casi todo se realiza en salones comunales de barrios o pueblos cercanos a Bogotá o en salas de fútbol que se adaptan para ciento veinte personas. Eventualmente, el Festival Iberoamericano de Teatro o el Festival de Verano de Bogotá llevan a cabo espectáculos que son más exhibiciones histriónicas que verdaderas batallas.
Excepto la Feria de Manizales -que, paralelamente a la fiesta tradicional, realiza la Feria Extrema-, no existen muchas oportunidades de realizar campeonatos multitudinarios y de pelear por títulos, aunque sean locales, que demuestren la superioridad de un peleador sobre otro.
Unos expertos, con cierto tono clasista, afirman que la desaparición de la lucha libre es culpa de la mediocridad y dicen que el deporte se devaluó y se redujo a un show para las clases populares; pero la verdad es que este deporte, así mueva millones de dólares en Estados Unidos o México, siempre se ha dirigido a un público popular que busca el colorido y el dramatismo del que carecen otros deportes. Quizás por eso mismo, en Colombia ya no recibe ningún patrocinio oficial o privado que le ayude a mantenerse.
Fishman Colombiano, Tony Guerrero, Cruz Ángel, El Cuervo, Dick Misterio y Espartaco son algunos de los superhéroes que han mantenido vivo a este deporte en la última década, aunque todo lo produzcan de su propio bolsillo y no reciban a cambio más que unos cuantos aplausos.
Unos son rudos -los que juegan más sucio y personifican el lado oscuro de la humanidad- y otros son técnicos -los más correctos, el lado bueno-. El Siniestro, una de las pocas leyendas que se quedaron a vivir en Colombia, se convirtió en el maestro de muchos de estos jóvenes y en una prueba de que, al contrario de la imagen de rudeza que proyectan, los luchadores son personas pacíficas y nobles. De hecho, constituyen una fraternidad en la que todos son amigos, incluyendo a los jueces -que, por motivos de espectáculo, suelen ser pequeños y delgados para contrastar con los gigantes que pelean-.
Mientras sus álter ego continúan trabajando como mecánicos o profesores de educación física, los enmascarados entrenan con religiosidad las acrobacias que harían en un ring. Algunos lo hacen los jueves en el garaje de una casa en el barrio La Almería -en el occidente de Bogotá- y otros lo hacen cada día en gimnasios de ultimate fighting, el deporte que les da de comer a muchos.
Casi como empresas sin ánimo de lucro, existen "cuerdas" -el nombre que les dan a los que organizan peleas- como SAW (Society Action Wrestling) o promotores como Terry Golden. Sin abandonar su oficina en una aseguradora, El Dorado dedica sus ratos libres a fabricar máscaras y trajes a la medida para personajes como Dracko.
Por su lado, el Jaguar de Colombia anuncia un torneo de renacimiento y augura la visita al país de figuras internacionales como L. A. Park. Y a pesar de las diferencias que puedan existir entre algunos, todos los aficionados, luchadores, empresarios y jueces están empeñados en reivindicar socialmente a esta cultura, quitarle el estigma de violencia o de farsa que tiene para la mayoría y volver a los tiempos en los que miles de colombianos se estremecían con cada jugada mortal e idolatraban a los gladiadores de la era moderna.
LUCHADORES
TONY GUERRERO
Su álter ego es un técnico de torno que vive en un barrio de clase media de Bogotá, que tiene cuarenta años, dos hijos y que se separó de su esposa hace unos meses. En la Feria Extrema de Manizales, de 2009, se llevó el cinturón de campeón nacional ante un auditorio de 5.000 personas y, desde entonces, se ha mantenido como el mejor en su categoría. Jugadas como el resorte y la chilena -saltos y patadas tan complejos que él mismo es incapaz de explicar o definir- lo han hecho popular entre los fanáticos.
Pero la lucha libre no le da plata: "esto va en la sangre, no hay ninguna otra motivación". Por eso entrena desde los 17 años, va al gimnasio todos los días -tres a hacer ejercicios regulares y dos a practicar en la colchoneta las acrobacias que aplica en el cuadrilátero-. Por suerte, hasta ahora no ha sufrido lesiones importantes.
EL SINISESTRO
Si existiera una versión local de la película El luchador de Darren Aranofsky, el protagonista sería Joaquín Navarro, que se hizo famoso bajo el disfraz macabro de El Siniestro pero que, después de perder su máscara en 1976 contra El Rayo de Plata, peleó con los alias de Executor, El Hombre Lobo o La Máquina Asesina. A sus 69 años, son evidentes los estragos de sus 42 años en la lucha libre: no tiene cadera -vive con una prótesis- porque la perdió en su última batalla, en 2003, después de caer sobre una silla metálica, le faltan algunos dientes y perdió la visión en su ojo derecho.
"Nunca fui el mejor, pero peleé contra los mejores", afirma con una sonrisa emotiva y honesta, completamente alejada de los trajes espeluznantes y los nombres tétricos que lo identificaron. En 1981 podía ganarse diez veces un salario mínimo de la época por una sola pelea, pero algunas inversiones equivocadas, un robo millonario y una inundación lo dejaron con un capital bastante exiguo.
Hoy vive con su esposa -21 años menor que él- en una casita en las faldas de Ciudad Bolívar y lo ayudan a sobrevivir sus seis hijos. Siempre que puede, les enseña a los luchadores jóvenes los secretos para lucirse en un cuadrilátero. "Lo más difícil, tanto en la lucha como en la vida, es aprender a perder", afirma.
ESPARTACO
"Yo he hecho de todo", dice este gigante de 34 años. Estuvo en la Armada Nacional, practicó la lucha olímpica y la grecorromana, se partió un dedo peleando y con las artes marciales mixtas alcanzó el mayor logro de su carrera: ganar un campeonato mundial en Australia.
Sin embargo, desde los 22 años se apasionó por la lucha libre y, gracias a su técnica y habilidad, es la mayor promesa actual de este deporte en el país. Bautizó a su jugada insignia "el abismo rompecostillas" que, sin mayores metáforas, consiste en abalanzar sus 110 kilos sobre su oponente.
Pero detrás del disfraz de gladiador y la brutalidad aparente de su talento se esconde un tipo amable y bonachón, que se gana la vida como entrenador de ultimate fighting, que se acaba de separar de su esposa y que entrega el alma en el cuadrilátero por su hijo. El reciente giro de su vida lo llevó a vivir de nuevo con su mamá -que no parece muy contenta con las batallas pero, claramente, se llena de orgullo cuando habla de los triunfos de Espartaco- en un barrio del norte de Bogotá.
EL TIGRE COLOMBIANO
Sus 82 años, este maestro tiene más vitalidad que cualquier adolescente pendenciero. Ha practicado boxeo, lucha olímpica, jiu-jitsu y ultimate y solo una norma pudo obligarlo a retirarse de los cuadriláteros cuando cumplió 60. Recibió el sobrenombre de El Tigre gracias a su agilidad y técnica y se convirtió en uno de los ídolos de la lucha libre en la Plaza de Toros.
Viajó por América, Europa, Asia y África peleando contra las mayores figuras del mundo y ganó el Mundial de Múnich en 1960. Por lo general no usaba máscara, pero en México empezó a llevarla para satisfacer al público y, con ese atuendo, se hizo famoso hasta en Japón. Aunque parece que estuviera intacto, tiene encima once operaciones -la más grave, cuando se le desprendió la retina derecha por soportar el peso de su contrincante- y se ha fracturado al menos diecisiete huesos, que incluyen el esternón y las costillas.
Fue extra en películas como La caída del Imperio romano (1964), con Sofía Loren, y, mientras vivía en Bélgica, fue escolta de los Rolling Stones durante una gira europea a mediados de los setenta. En la actualidad sigue entrenando casi todos los días y se dedica a preparar y manejar a peleadores de Puerto Rico, donde está radicado. Su hijo y su nieto no practican la lucha libre, pero siguen sus pasos en las artes marciales mixtas.
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