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Historias

¿A quién le importa lo que comen los presos en Colombia?

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En las redes sociales las fotos de comida son una tendencia tan poderosa como las mujeres en vestido de baño; las fotos de este artículo, sin embargo, no tendrían muchos likes. Durante todo un mes, Nathalia Guerrero tuvo un incesante intercambio de mensajes con varios presos en la Picota para ver sus comidas y hablar durante horas sobre intoxicaciones, whiskys de 500.000 pesos o del “ron carcelario”. Hablaron de arroz, papa, de trozos de carne de menos de 60 gramos y del menú de ladrones de cuello blanco, deL DE los presos más pobres y hasta de la comida del asesino de Yuliana Samboni, Rafael Uribe Noguera.
Suero, pastillas y antiácidos. Esas eran las únicas armas de la sección de sanidad de La Picota para combatir la intoxicación masiva que afectó a más de 300 presos el 24 de septiembre de 2016. En las cocinas de la cárcel, en los ranchos, prepararon pollo asado con arepa y papa, todo un banquete en la rutina alimentaria de los presos. Se celebraba el Día de la Virgen de las Mercedes, la patrona de los reclusos. “Yo no me intoxiqué porque decidí guardarlo, y cuando vi lo que estaba pasando no me lo comí”, me explica Jonier Martínez, uno de los internos del patio cuatro, a través de notas de voz por WhatsApp. Llevamos hablando casi a diario por más de un mes, a través de mensajes escritos, notas de voz y fotos: fotos de él mismo, de excombatientes de las Farc y de sus compañeros de celda apiñados alrededor de un televisor diminuto durante un partido de la Selección Colombia y, sobre todo, fotos de la comida que le sirven en la cárcel y que parece tener el mismo aspecto todos los días: sopas aguadas, arroz sin sazonar y trozos de carne cada vez más diminutos. “Ese día algunos pollos se veían bien, otros tenían partes verdes, y cuando fuimos a preguntar nos dijeron que era un colorante que le habían echado, ¡pero qué va!”, me contó por teléfono.
El pollo que sangraba de color verde al cortarlo, fue el responsable de la intoxicación. Pero en el historial de La Picota, y de varias cárceles del país, no fue el primer ni el último alimento encargado de arruinar los estómagos de los internos del penal. Por WhatsApp, Jonier se toma el trabajo de contarme de otras intoxicaciones, una a finales de 2015 y otras más en diferentes cárceles del país, por las que ha pasado en los últimos 15 años.
–Sí, sí, eso fue así –me dice unos días después Benjamín* con su acento costeño, sentado fuera de su celda del PAS A, otra de las zonas de La Picota–. Acá nos dimos cuenta de cómo llegó ese pollo, y nadie se lo comió. Lo devolvimos y por eso acá nadie se intoxicó.
El pollo lo enviaron de vuelta a las instalaciones de Servialimentar, una empresa fundada en 2007 que lleva años encargándose de la alimentación de esta cárcel, la de Cómbita, la de Leticia y la de Barne, que tuvo que cerrar su cocina el año pasado por orden de la Secretaría de Salud, luego de sufrir otra intoxicación de proporciones masivas. Llamé varias veces a Servialimentar para hablar de pollo y otros alimentos, pero nadie habló conmigo. Benjamín, sí.
Benjamín recibe visitas los miércoles, sábados y domingos, los días en que los pasillos de alta seguridad, PAS A y PAS B, tienen permiso, dos días de visitas más que la mayoría de los presos. “Nosotros estamos en un proceso con el Decreto 1059 del año 2005, tenemos algunas cosas distintas que algunos llaman privilegios, nosotros los llamamos beneficios”, me explica Benjamín, un exguerrillero que, por medio de la Ley de Justicia y Paz, logró reducir su condena a ocho años. Después de andar de cárcel en cárcel, Benjamín terminó en el PAS A, acompañado de guerrilleros y compartiendo espacio con los que fueron sus enemigos: los exparamilitares que viven en el piso de abajo del patio. “Nosotros no tenemos enfrentamientos: no podemos traer a la cárcel lo que pasó afuera porque acá, cuando uno pelea, nunca gana, siempre pierde”.
El penal es de color gris y tiene una reja que de lejos se ve delgada y envuelve toda la estructura. Esta cárcel, conocida también como el Complejo Carcelario y Penitenciario Metropolitano de Bogotá, COMEB, consta de 40.000 metros cuadrados y aloja en su interior a casi diez mil internos en todas sus secciones, una cifra que sigue en aumento a pesar de que tiene un hacinamiento de más del 53 %.
Para cualquier visita se deben pasar cuatro filtros: donde le preguntan a uno para dónde va, donde revisan la comida y los pocos elementos que se pueden ingresar, luego el filtro en el que perros adiestrados y sillas con escáneres buscan posibles armas o drogas, y el último, donde uno hace un trueque con su cédula para recibir una ficha y finalmente ingresar. En menos de tres minutos llegué al pasillo de alta seguridad PAS A, que es donde se encuentra Benjamín. Atravesé una reja y un sitio que no alcanzo a ver con detalle y que luego me cuentan que se llama “el rastrillo”, una especie de calabozo donde meten a los reos problemáticos y a los que sufren enfermedades contagiosas.
“Acá la comida es lo mismo, lo mismo…, siempre es lo mismo”, me dice por enésima vez Benjamín, esta vez en persona. Ya debe estar cansado de que se lo pregunte, siempre por WhatsApp y ahora cara a cara. “¿Qué almorzó esta semana?”. “¿Qué novedad hubo con la comida hoy?”. Llevo días intentando que me diga algo nuevo, pero siempre me dice lo mismo, la misma rutina alimentaria: “arroz-papa-carne-arroz-papa-carne”. ¿Ni una ensaladita? No, ni una ensaladita.
Según el contrato con la empresa alimenticia, debería haber variedad. De acuerdo con lo pactado entre Servialimentar y la Unidad de Servicios Penitenciarios y Carcelarios, USPEC, los menús tienen la composición perfecta de una pirámide nutricional balanceada. Sin embargo, la comida que sirven en los ranchos ni se ve, ni pesa y muchas veces ni sabe como un plato de comida regular. Lo que debería ser un desayuno con bebida a base de leche, fruta y cereal, o un almuerzo con sopa, carne, cereal, un tubérculo, una verdura y bebida con fruta, se reduce a sopas aguadas y turbias con trocitos de zanahoria, arroces pegajosos sin sal, carnes fritas con la mitad del peso establecido (60 g por porción) y jugos que son más agua que pulpa. Las seis de la mañana, las once de la mañana y las dos de la tarde son las horas establecidas por esta empresa y los guardias o dragoneantes del INPEC para servir los alimentos. Jonier y Benjamín se levantan a las seis de la mañana para cumplir el primero de los tres conteos diarios en la cárcel, y a esa misma hora los desayunos de los internos se preparan, se empacan en canastas plásticas de mercado y canecas azules industriales, y se transportan en carritos de metal para servirlos en cada patio. Los “rancheros” son los encargados de esta dinámica diaria, se trata de reclusos coordinados por un cocinero que trabajan en las cocinas de La Picota: cortan, cocinan, empacan, alistan y sirven desayunos, almuerzos y cenas que superan las decenas de miles todos los días. En teoría existe un ranchero representante de cada patio, que debe responder por la alimentación diaria de este. A finales de 2014, Servialimentar recibió un contrato por casi 17.000 millones de pesos para prestar el servicio de alimentación en varias cárceles, incluida La Picota y las cárceles de La Mesa y de Zipaquirá. Sin embargo, a pesar de varias denuncias por parte de los internos por incumplimiento con las condiciones alimenticias, y hasta llamados de atención por parte de entes como la Contraloría y la Defensoría, el contrato con la USPEC sería por casi 22.000 millones de pesos, 20.000 de los cuales se invierten en Bogotá.
Tengo en mis manos un pequeño ejemplar de Ignominia tras las rejas, un libro que me acaba de entregar su autor, Miguel Ángel Beltrán. Estamos en una panadería al lado de la Universidad Nacional, a la que se está reincorporando como docente después de haber estado preso cuatro años en La Modelo y La Picota tras ser acusado por la Fiscalía de ser alias Jaime Cienfuegos con pruebas del famoso computador de Reyes, unas pruebas que luego se consideraron ilegítimas.
“A mí me tocó ser muy cuidadoso y a usted le toca ser muy cuidadosa”, me señala Miguel Ángel, por encima de su café y de mi agua aromática de frutas. El exconvicto se refiere a Servialimentar y los siete años seguidos que ha ganado la licitación del contrato de alimentación con la cárcel. “A mí me han dicho que denunciar esto es meterse con mafias grandes que lo pueden atacar a uno…”.
Dentro de la hora larga que hablamos, Miguel Ángel me cuenta que no se explica cómo Servialimentar sigue ganando las contrataciones año tras año, una empresa fundada en 2007 por Juan Carlos Almansa tras unir a Representaciones Agroindustriales del Oriente y Huerta de Oriente SAS, y la cual ha estado bajo la lupa de entidades como la Contraloría y la Secretaría de Transparencia por irregularidades en las licitaciones que celebra cada año con la USPEC, y a ciertos incumplimientos con su contrato, denunciados por los mismos internos. El año pasado, la Contraloría denunció 72 irregularidades en una auditoría realizada a la USPEC, señalando que la unidad recurre a la contratación directa sin ninguna justificación ni análisis de la experiencia de las empresas proponentes y que también existe “concentración de contratación”, en la cual empresas de alimentación como Servialimentar y Fabio Doblado Barreto se quedan una y otra vez con los contratos.
En la investigación encontré que Representaciones Agroindustriales del Oriente, la empresa que en su mayoría representa la unión de Servialimentar, lleva desde 2009 teniendo contratos de suministro de alimentos con el INPEC, suministro de raciones de campaña con la Policía Nacional e incluso suministro de refrigerios a colegios distritales con la Secretaría de Educación del Distrito.
Los informes, sin embargo, resultan fríos al lado de los testimonios de viva voz de los rancheros. Jairo* lleva dos meses en el cargo y su rutina empieza casi siempre a las tres de la mañana.
Recibo su llamada a las diez de la noche de un día entre semana. En mi celular aparece el número de Jonier, que es el que concretó la cita, clandestina y peligrosa para ellos dentro de la cárcel. “El domingo la carne estuvo pésima; por la textura y el sabor uno se daba cuenta de que era carne en descomposición”, se empieza a quejar el ranchero, que inicialmente evita a toda costa preguntas personales. “Es tan triste la situación acá, que a los guardias del INPEC les duele pagar un almuerzo y sacan de la misma ración de los internos para su comida”. Luis Alberto Pinzón, presidente de la seccional de la Unión de Trabajadores Penitenciarios, uno de los más de 78 sindicatos que tiene el INPEC, no lo negó, y me dijo que la guardia ha estado más atenta en los últimos tiempos. “Ahora conformamos un comité de alimentación con el subdirector del establecimiento carcelario, comandantes de vigilancia, el coordinador de derechos humanos del INPEC y un representante de cada pabellón o cada patio del establecimiento. Los dragoneantes tienen un reglamento para la producción y distribución de los alimentos. Ellos deben cumplir ciertas condiciones y estándares”.
“Mire señorita, yo no le voy a mentir”, continúa Jairo en la llamada. “Yo he visto cómo los guardias meten bloques de ladrillo o cosas del piso para hacer peso en las bolsas de carne cuando llegan los entes de control a hacer inspección”, asegura. “Incluso muchas veces hemos llegado en la mañana al rancho, y nos damos cuenta de que forzaron los candados en las noches”.
“Cuando llegan los bultos de comida, tienen que pasar unos controles y desde ahí empieza el robo”, señala Jonier. “Pero con los voceros de nuestro patio hemos comprobado que el robo también viene de los mismos ingenieros de alimentos, que son los que entran la comida a la cárcel”. Según Jonier, los ingenieros de alimentos ingresan bolsas de carne que en teoría deberían tener 11 kilos de carne en promedio, pero al sacarla en realidad vienen 8 kilos de carne y 3 kilos de hielo, para reemplazar el peso de la carne que falta. También roban la comida en las bodegas de los ranchos: “Ellos abren, el ranchero aparta, junto con el guardia, cebollas, tomates, carnes… y entre guardia y ranchero salen por los patios vendiendo comida y gritando como si fuera una venta ambulante”.
La Defensoría también ha sido testigo de esta tendencia llamada “piques”, que actualmente, para el ente, representa el mayor problema del penal. “Dos semanas antes de ir a inspección, forzaron uno de los candados de las puertas del rancho y se robaron toda la carne”.
Por eso el puesto de ranchero es tan codiciado en La Picota, un cargo que siempre es elegido de manera ilegal y por el que Jairo pagó dos millones de pesos, una plata que pagó para poder sostener a su familia y sobrevivir en la cárcel. “A nosotros Servialimentar nos da un sueldo, el mínimo”, explica. “Pero usted, de los robos con el guardia, se puede hacer hasta 200.000 o 300.000 pesos en promedio…, 50.000 cuando es un mal día”.
El destino final de esta venta ilegal son decenas de “restaurantes” ilegales. “Los guardias y nosotros vendemos de todo, y todo entra por la misma puerta”. Cualquier lugar del penal sirve para montar un puesto de comida, solo se requiere el calor de una resistencia eléctrica, ollas medio cuadradas hechas con tapas de ollas dobladas a la fuerza, botellas recortadas para empacar alimentos, pequeñas parrillas hechas con alambre o canecas recortadas a modo de envase. Los precios de los almuerzos varían de acuerdo con el sitio, pero el promedio es de 5.000 o 6.000 pesos. Para funcionar, cada puesto necesita el permiso de los duros del patio, los “plumas”, y para eso se debe pagar una vacuna de 20.000 pesos semanales por cada “restaurante”. A pesar de tener los mismos ingredientes, los menús varían en cada puesto. La recursividad y la sazón de cada cocinero se convierten en su sello dentro de la cárcel. “El nombre del restaurante es el mismo alias de la persona”, me explica Benjamín. “Está entonces el de ‘Cuchillo’, el de ‘Cartageno’ y así… Aquí hay presos que saben mucho de cocina y preparan cosas muy ricas”.
Benjamín vive en una celda que parece ser de 8 metros de largo por 10 metros de ancho y de un color que alguna vez fue blanco, la comparte con tres internos más, incluso los días de visitas conyugales, que cada uno recibe en su cama. A pesar de que la celda está diseñada para tres personas con planchones a modo de camarote, con “creatividad”, como dice Benjamín, adecúan entre los presos el cuarto puesto, con una base de cartón sobre el piso, una estera hecha de pedazos de canasta, una sábana y una colchoneta encima. Él duerme en una de las planchas de arriba, y se separa del resto con una tela de cortina.
El PAS A y el PAS B son –como en un reality– algo así como la playa media de La Picota, según Benjamín ahí están confinadas “las personas que el país considera más peligrosas”, a pesar de que en términos de seguridad el nombre de pasillo de alta seguridad suena a exageración. Personas que en otras cárceles corren peligro de muerte, están mezcladas con exparamilitares y exguerrilleros que se acogieron a la Ley de Justicia y Paz, como los exguerrilleros Elí Mejía, alias Sombra, alias Jerónimo y alias Olivo Saldaña. Sin embargo, existe una diferencia sustancial entre la letra A y la B que, según Benjamín, reúne a todos mafiosos, a excepción de “cuatro o cinco guerrilleros y cinco o seis exparamilitares”, que están contratados por el resto del patio para hacer limpieza, cocinar y labores de ese tipo. En esta zona solo hay 19 personas, en contraste con las casi 100 que hay en el A, del otro lado de la pared, donde vive Benjamín.
En el lado B, Servialimentar desistió de hacer funcionar el rancho por la poca cantidad de internos y ellos –los reclusos– decidieron mantener en funcionamiento su rancho con plata de su propio bolsillo. “Ellos mismos mandan traer sus alimentos con los guardias y tienen personal contratado para que les cocinen”, confiesa Benjamín, esta vez en voz baja. “Muchas veces le compran a la guardia parte de nuestro alimento y nos dejan con mucha menos comida de la que nos tocaba”.
Según este interno, la administración de La Picota recibe en total 50 millones de pesos mensuales por parte de la mafia, para que la guardia los mantenga en buenas condiciones dentro del patio, incluyendo –por supuesto– sus condiciones alimenticias. “Ya de ahí en adelante se imaginará cuánto pagan”. Para entender mejor me da un ejemplo con el whisky, un insumo que resulta común en el PAS B: “Una botella de Old Parr cuesta 190.000 pesos afuera, la entrada a la cárcel cuesta 500.000 pesos más. Así que una sola botella, está costando casi 700.000. ¿Que si eso del whisky es normal? ¡Claro que es normal!”, dice Benjamín. “Ellos lo mueven a diario. Ellos lo tienen todo”.
La imagen de canastadas de botellas de whisky incautadas en La Picota ya pasó a ser algo recurrente en los noticieros del país. Hace menos de dos meses, durante la primera semana de marzo, varios noticieros informaron que se había realizado una nueva redada en este pabellón, en la que habían confiscado 24 botellas de varios tipos de licor, 28 celulares de alta gama, mercado guardado y estufas pequeñas. Los medios simplemente atinaron a decir que todo esto era parte de la celebración del cumpleaños de uno de los reclusos, sin saber que esa puede llegar a ser la requisa de un día cualquiera en el PAS B y en varias secciones del penal. “Lo de las fiestas lo sabe todo el mundo”, me corrobora Benjamín, y de paso afirma que en varias ocasiones la guardia ha sacado de los colchones de estos reclusos hasta 30 millones de pesos en efectivo. “Recuerdo que un señor de apellido Pacheco grabó un video de todas esas fiestas y lujos para hacer una denuncia, y estos señores, desde la cárcel, empezaron a matar a su familia. A los traquetos –acá– los protege el mismo INPEC”.
A pesar de no contar con los mismos lujos, en el PAS A tampoco se privan de las fiestas, o por lo menos del licor. El whisky es reemplazado por chámber o ron carcelario, que se destila en la misma cárcel y se consigue por 10.000 o 25.000 pesos. “El ron lo preparan con mucha agua de panela”, me explica Benjamín. “Uno la envasa, luego le echa arroz crudo tostado, azúcar, levadura o pan”. Se mezcla y se cierra el frasco por una semana para que se fermente. “Ese fermentado se echa en una máquina que hacemos acá con tanques plásticos y una manguerita, luego se cocina con la ayuda de unas resistencias eléctricas que dan calor, el vapor sube por la manguera y el líquido que sale es lo que uno recoge y termina envasado; listo para tomar”. A pesar de que muchos reclusos saben hacer ron carcelario, muy pocos pueden prever la cantidad de grados de alcohol con la que va a terminar la mezcla, ¿el resultado? Más intoxicaciones y muy pocas con derecho a ser atendidas.
Los PAS son dos estratos más de La Picota y están lejos de ser los peores; la seguridad en esta zona no es estricta y el hacinamiento es muchísimo menor comparado con otras partes de la cárcel. Existen otras zonas, como la vieja Picota, el hogar de Jonier, que –en el mismo esquema de un reality– podría considerarse la playa baja del penal. Aquí es donde la gente del común está privada de su libertad, muchos con justa causa y algunos viviendo el drama de la equivocación o un falso positivo. Cables de luz, ropa desgastada colgada para secarse, torres de vigilancia y una malla gigante se atraviesan y cuadriculan el cielo cuando los presos miran hacia arriba y se disputan los rayos del sol para calentarse. La paleta de colores es básica: un blanco mugriento para las paredes, con ventanas y celdas de color azul claro en la zona común y un blanco con franjas rojas atravesadas en las instalaciones interiores. Cientos y cientos de celdas metálicas de un color blanco oxidado se extienden por toda la sección, de donde entran y salen internos que se reparten el escaso espacio de esta zona. El cuadro empeora en las noches, donde esteras y colchonetas se extienden en los pisos para que casi 5.000 presos puedan conciliar el sueño, enredados entre piernas y brazos ajenos.
Cuando me habló de comida, Jonier mencionó carne molida o frita, pollo sudado y postas de pescado molido, no recuerda mucho más. Esas al parecer son las carnes que se rotan día tras día en el penal. “Las sopas casi siempre son iguales, e igual los jugos, que llegan en unos galones de pulpa para que en los ranchos los preparen”, me cuenta a través de una llamada de WhatsApp. Si tienen suerte, en la tarde, una aguapanela, o de vez en cuando un dulce: una panelita del tamaño de un pulgar o una galleta casi igual de pequeña. La fruta llega a ser un lujo dentro del penal porque muchas veces, según los internos, llega podrida. “Ahora están dando unas cerecitas que venden en la calle, a cada uno le dan cuatro o cinco de esas”, me contó Jonier a través de otra nota de voz.
“Luego de la vieja Picota y los PAS están los ERES”, me explica Jonier en una de nuestras primeras conversaciones. “Estos son los establecimientos de reclusión especial, donde mantienen encerrados a exparamilitares, policías y funcionarios. Al otro lado están los paramilitares en proceso de desmovilización”, especifica él.
La vieja Picota es la sección famosa por las malas condiciones carcelarias, y el ERE Sur, o pabellón de los parapolíticos, es la sección de los escándalos, las fiestas, los lujos y los abusos de poder de presos como Juan Carlos Ortiz y Tomás Jaramillo, que fueron vistos en esta sección de la cárcel tomando whisky en medio de asados, o Emilio Tapia y Juan Carlos Martínez, el Negro Martínez, que incluso iniciaron procesos de remodelación de sus celdas, con sus propios contratos de construcción.
Este pabellón, que antes era un centro médico, cuenta con cerca de 56 celdas para menos de 40 personas, alberga a personajes como Álvaro García, Alberto Santofimio y los de Interbolsa, y es considerado tras las rejas como la playa alta del penal. La palabra hacinamiento no se pronuncia, hay celdas desocupadas que se convierten en parte de otras, hay televisión con cable, computadores con internet y neveras, tienen las llaves de su propia celda, sala de masajes, peluquería, cancha de basquetbol, fútbol, parques donde juegan sus hijos cuando los visitan, hay cuatro días de visitas (de viernes a lunes) con derecho a ingresar comida y hasta una huerta de cultivos hidropónicos, donde además de cosechar tomates, zanahorias, cebollas y ahuyamas, acumulan horas de trabajo para rebajar sus penas, y de paso aportan con alimentos a la cocina del pabellón.
Y esta cocina del ERE Sur, como todo el sistema alimentario de La Picota, no está exenta de la estratificación que permea toda la cárcel. Así me lo comprueba Ernesto*, la persona con la que me reuní en una panadería de Rosales a las pocas semanas de empezar mis conversaciones diarias con Jonier y Benjamín, un asiduo visitante de esta sección del penal. “Nosotros nos reunimos hoy y luego te olvidas de mí”, me advirtió. Según Ernesto, este pabellón no cuenta con una, sino con dos cocinas, cada una con su propia cocinera, ambas contratadas por los mismos internos. “Yo nunca vi paellas, o cazuelas, o platos lujosos”, aclara Ernesto, “no pueden pedir domicilios”, como denuncian tantos presos dentro de La Picota. “Lo que siempre vi fue comida muy saludable, ensaladas bien preparadas, platos muy balanceados con muchos ingredientes, que también nos servían a los que íbamos de visita. Comida muy rica”. Ernesto lleva mucho tiempo yendo a visitar a un amigo que no me quiso revelar, topándose en la entrada y la salida de este pabellón con modelos y otros personajes que tampoco me quiere revelar.
La comida que llega a estas cocinas también es comprada por los propios internos, que la mandan a traer con la ayuda de los guardias o dragoneantes que custodian este pabellón. Es decir que ambas cocinas funcionan de manera independiente del penal, durante todo el día, y le cuesta a cada preso un millón y medio de pesos mensuales, como luego averiguaría con el asistente de Fiscal II Isaías Robledo. Este asistente, al que conocí solo por teléfono y que asegura que conoce la cárcel La Picota como la palma de su mano, no solo me habló de la mensualidad para la cocina, sino del cupo para vivir en el ERE Sur que, según él, está costando cerca de cinco millones de pesos. “¿El dinero se paga a los guardias, o a la cárcel?”, pregunté. Robledo no me respondió de manera directa. “Este arreglo entre los ERE y La Picota es totalmente por debajo de cuerda, no es legal. Ninguno de los internos comenta este trato, porque si se llega a saber, son trasladados fuera de Bogotá y les hacen la vida imposible”. Así le pasó al Negro Martínez, que fue trasladado a Barranquilla, y a Emilio Tapia, que fue enviado a Cómbita, pero ambos, de algún modo u otro, lograron volver.
Ernesto me dice que por eso en el ERE Sur no se ven grandes derroches. “Ellos son conscientes de la alimentación tan buena que tienen, y que para muchos se considera necesaria. Es un beneficio muy importante y por eso tratan de cuidarlo a toda costa”, afirma este visitante, que con sus ojos lo único que vio todas las veces que entró a este pabellón fueron vegetales bien cocidos, cereales, granos, jugos con pulpa de fruta de sobra, pollo, pescado y buen café para los internos, sus visitantes e invitados. Un menú que a pesar de no tener grandes lujos, como dice Ernesto, contrasta absolutamente con el resto de la comida dentro del penal.
“Luego del ERE Sur está el ERON”, continúa por su recorrido mental Jonier que, a pesar de mantener una conversación por WhatsApp, se preocupa porque yo entienda cómo se dividen los espacios en La Picota. Esta tercera estructura, también conocida como los Establecimientos de Reclusión de Orden Nacional, ERON, es la construcción más reciente de La Picota, que existe desde 2011. Con torres de ocho y nueves pisos, este bloque gigante de concreto se compone de 16 patios donde se reparten extraditables, personas con penas altas, exparamilitares y guerrilleros. El ERON, a diferencia de la vieja Picota, cuenta con mayor seguridad y reglas más estrictas, como el suministro de agua durante un par de horas al día, la prohibición de entrar alimento después de las visitas y un espacio más restringido para la movilización diaria de los internos, que no reciben la luz en ningún momento del día, adquiriendo un tono amarillento por la falta de vitamina D.
“Existen otras secciones como la UTE (Unidad de Tratamiento Especial), donde encierran a los reclusos problemáticos. Son los psiquiátricos, los que no pueden vivir en ningún patio”, continúa Jonier en su nota de voz. “Y pasando del otro lado queda lo que se llama la UME, Unidad de Medidas Especiales, que es donde tienen al asesino de la niña Yuliana Samboní”. En esa zona, según se sabe, ingresan solamente los guardias del INPEC que vigilan día y noche al “monstruo de Chapinero”, Rafael Uribe Noguera, y los curas jesuitas con los que habla. Nadie más. A Uribe Noguera le preparan la comida en una cocina aparte y graban todo el proceso: desde que la empiezan a preparar hasta que llega a su celda. La razón, más que un lujo, es para evitar que lo envenenen. Es el único reo que puede presumir de su chef.
Si quiere saber más de la autora sígala en Twitter como: @laguccibitch
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