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Historias

La travesía de los indocumentados en Colombia

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Foto:

Revista Don Juan
Colombia, históricamente, no ha sido un destino clásico para los inmigrantes. En los últimos años, sin embargo, la crisis de Venezuela ha hecho que el país se convierta en el destino natural de nuestros vecinos. Las imágenes en Cúcuta llegan a ser sobrecogedoras, sin embargo, el principal puerto de paso es Turbo. Allí llegan cubanos, africanos, haitianos, indios y pakistaníes, entre otras nacionalidades, que tratan de llegar a los Estados Unidos y se someten a los designios de los coyotes. Ésta es la Tijuana colombiana.
Mientras reposábamos en la playa vimos un helicóptero sobrevolar con un arma a la vista. Nos pareció amenazante y lo comentamos alrededor de una mesa sobre la arena, frente a unas cervezas y con el sonido de las olas al fondo. Estábamos de paseo en Capurganá.
Militares uniformados y con fusiles nos saludaron más tarde, cuando caminaron en fila por un sendero que comparten las pocas viviendas del sector y que colinda con la posada donde nos hospedamos. Iban a la bahía El Aguacate, un pequeño remanso del municipio Acandí flanqueado por montañas que se incrustan en el extremo norte del golfo de Urabá.
Así que esto es Colombia, pensé en ese momento como extranjero que tenía apenas un año en estas tierras. “Bueno, esto es el Chocó”, dijo Rafael en voz alta, como si hubiera escuchado mi fugaz abstracción. Él era el dueño de la posada Las Ceibas, adonde habíamos llegado en febrero del 2016. Rafael fue asesinado en ese mismo lugar apenas tres meses después, al parecer por no querer pagar una extorsión.
Cuando sobrevoló aquel helicóptero yo no sabía que Capurganá era una zona con fuerte presencia de mafias que controlan industrias criminales coordinadas por el llamado Clan del Golfo, como el tráfico de drogas y de personas, por lo general migrantes indocumentados que son extorsionados, estafados o trasladados de un lugar a otro al margen de la ley y en condiciones precarias por los llamados coyotes.
Sin embargo, justo antes de abandonar el muelle le pedí el número de teléfono a un policía para comenzar mi investigación. No era difícil intuir que algo pasaba en aquella región con los extranjeros sin papeles.
Algo bueno está haciendo Colombia con su imagen en el exterior: en el 2016 entraron al país 650.000 extranjeros más que en el 2014, una cifra mayor que la población de municipios como Cúcuta, Ibagué, Bucaramanga o Santa Marta. Para mover a tanta gente habría que llenar 1.180 aviones de los más grandes del mundo.
Pero esos son los viajantes que sellan sus pasaportes. Los que entran irregularmente también abundan: solo en el 2016 se detuvieron en Colombia a 874 indios, 570 congoleses, 553 nepalíes, 545 bangladesíes, 474 ghaneses, 376 senegaleses, 353 somalíes y 260 pakistaníes en estas condiciones. Cifras oficiales.
Christian Krüger, director de Migración Colombia, afirma que estas nacionalidades se veían poco en el país hasta el 2013. Hoy parten desde Brasil, toman la ruta Perú-Ecuador y llegan a Puerto Leguízamo por la selva del Amazonas. Luego siguen vía Pitalito-Huila-Doradal; y salen todos por el mismo lado hacia Panamá: por el golfo de Urabá, específicamente en el tapón del Darién, donde está Capurganá.
Colombia no es la causa del problema, pero debe hacerle frente. Entre el 2012 y marzo del 2017 hubo 44.147 procesos administrativos a extranjeros en condición irregular, y los ubicados durante el 2016 fueron casi cuatro veces más que los de 2015. Esto obligó a las instituciones a activar planes de contingencia para mejorar las políticas migratorias, en especial por dos fenómenos: oleadas de haitianos y cubanos sin papeles comenzaron a cruzar estas tierras en una larga travesía hacia Norteamérica.
—Cuando ocurrió el terremoto en Haití en el 2010, Brasil abrió un canal humanitario para los haitianos. Más de 90.000 vivieron allá gracias a una visa especial que les permitía trabajar por cinco años. La mayoría se involucró en la construcción de estadios para los Juegos Olímpicos y el mundial de fútbol. Pero el permiso llegó a su fin, y se fueron.
La cuenta es lógica, pero sorprendente: en el 2015 se reportaron solo 35 casos de haitianos indocumentados en Colombia. En el 2016 fueron 20.366.
En agosto de ese año también se volvió crítica la presencia de miles de cubanos varados en Turbo, cuando Panamá decidió cerrarles el paso por sus fronteras. Esto llevó a las autoridades municipales de Urabá a declarar la calamidad pública en medio de un panorama de hacinamiento, asesinatos y capturas de coyotes. Los cubanos, además de crear una colonia temporal, angustiados por lo incierto de su futuro, exigían medidas humanitarias y ser enviados en aviones a Estados Unidos. En última instancia rogaban que no los deportaran a Cuba, pero no les fue concedida su petición.
—Ellos nos ven como un país de paso para ir a Panamá, Costa Rica, Nicaragua y de ahí seguir. El tema no es nuevo, pero se ha hecho visible gracias al enfoque de Migración Colombia —cuenta Krüger, quien ve como algo positivo la finalización de la Ley de Ajuste cubano—... No tiene sentido que existan normas que beneficien a una nacionalidad, pero que para eso una persona ponga en riesgo su vida o la de su familia. Eso promueve el tráfico de migrantes. En Turbo hay tumbas de NN (Ningún Nombre): seres humanos que murieron y no sabemos quiénes son porque nunca ingresaron legalmente.
La situación mejoró en el 2017: las condiciones externas y los planes diseñados por Migración Colombia han contribuido a reducir de forma considerable el flujo de indocumentados por el Urabá. A esto se suma el trabajo de la Policía Nacional con organismos como Interpol para debilitar las redes del Clan del Golfo gracias a la operación Agamenón II, que ha arrojado capturas y ha desmovilizado a algunos de sus cabecillas e integrantes. Sin embargo, a partir de junio volvió a aumentar la cifra de extranjeros irregulares que pasan por el muelle de Turbo.
Luis tiene veinticinco años y salió de Cuba en marzo del 2017. Viajó con Yohan, un amigo de la infancia. Ambos son de Cárdenas, Matanzas, y dejaron hijos pequeños que se quedaron con sus madres aferrados a una promesa: una vez que se instalaran en Estados Unidos sacarían a toda la familia. Obtuvieron sus permisos de salida por 150 dólares, dijeron que iban a comprar ropa para venderla en Cuba. Al aterrizar en Guyana contactaron a unos coyotes para “brincar la selva hasta Brasil” por 500 dólares. Lo hicieron así porque sus papeles solo servían para estar unas semanas y regresar a la isla.
En Boavista, por otros 100 dólares, avanzaron hasta Manaos, y pagaron 150 más para abordar un barco rumbo a Tabatinga, en un viaje que dura seis días. Luego se montaron en una lancha que les cobró, por intermedio de otro coyote, 50 dólares por el pasaje y otros 50 para pagarle a la policía que pudiera detenerlos en tierra firme.
—Eso es una cadena, un negocio. Un coyote te recomienda al otro y ese al otro y al otro, y a cada uno tienes que ir dándole plata —explica Luis—. Cuando vienes recomendado o tienes un amigo que pasó alante ya sabes que puedes regatear, porque te dicen: “Esto es tanto, pero te lo pueden dejar en tanto”. Muchos se quedan descalzos, trabajando en varios países como he hecho yo pa poder seguir, porque la plata no te alcanza.
Luis trabajó más de dos meses en Tabatinga, primero cargando sacos de harina en una dulcería y después como barman en una discoteca. Dice que en Brasil y Perú no tuvo problemas con la justicia. Vivió sin documentos o con salvoconductos. Reunió dinero, y un amigo que trabajaba en un autolavado en Ecuador, también cubano, lo convenció de irse para seguir su periplo rumbo a Colombia. De ahí a Centroamérica. Y de ahí a Estados Unidos. Si todo viaje es una mitología, el de estas personas que emigran al margen de la ley es la del héroe ciego. La promesa que le había hecho Luis a su mujer y a sus hijas seguía intacta.
Capurganá quiere decir “Tierra del ají” en la lengua nativa de la etnia kuna, actualmente desplazada a Panamá, adonde se puede llegar en lancha en menos de veinte minutos. Aquí los pueblos cercanos no pasan de ser caseríos rurales con lo justo para aburrirse. Hay cosechas artesanales de naranja ácida, banano, mango, arroz, coco y piña.
En esta región fronteriza, al noroccidente de Colombia, donde el mar se encrespa y conviven poco más de 2.000 habitantes, hay una infraestructura preparada para el turismo de aventura, todo es aislado, poco explorado, los muelles están desgastados por el salitre y el verde de la selva del Darién por el que caminan los migrantes que buscan llegar a Panamá muerde algunos arrecifes. El transporte más largo y complejo de personas y enseres, cemento, ropa y alimentos, se hace en pequeñas embarcaciones que luchan contra la marea para seguir a flote en trayectos agitados. Turbo, uno de los puertos principales de Urabá, de donde salen la mayoría de los indocumentados que llegan allí, está a dos horas.
En Turbo reinan las motos sin cascos, el ruido y la humedad. Tiene una vitalidad intensa. Es un pueblo que despierta temprano y se acuesta tarde. Su avenida principal está interrumpida por calzadas, algunas de tierra y barro, y por el tremular de mulatos, cuellos largos, pieles brillantes, ojos rasgados y miradas alegres, desconfiadas, sensuales, desafiantes y transparentes, como si los sentidos se confundieran, como si fuera posible hablar con los ojos, como si preguntar y responder al mismo tiempo fuera una acción natural, cotidiana, de música, pestañeo y compraventa, como barrer, peinarse, mover el culo, mandar a hacerle la misa a un muerto, beberse una cerveza, comprar oro o comerse una sopa de pescado.
En Turbo el sol entra por la sien y, al igual que en Capurganá y los otros municipios y corregimientos del Urabá, no es extraño ver burros que tiran de carrozas cargadas de madera o escombros. Saltan los colores y el sonido de parlantes, se ven curvas, pieles, sudores; tiendas de ropa interior, motores, cosméticos y baratijas; servicios de fotocopias e internet; panaderías, pequeños hoteles y puestos de comida ambulante; un par de parques infantiles y un cementerio con fotos de los difuntos en sus nichos. El hombre que cuida este cementerio dice que aunque hay varios regados por ahí, hace por lo menos un año que no llega un muerto sin identificación. Un NN.
Luis se juntó en Ecuador con otros cubanos y decidieron seguir camino, pero tenían poco dinero, y con poco dinero, se sabe, la vida —ilegal o no— puede ser dura. Al no pagar en los retenes que ponen policías de Ecuador y Colombia eran humillados y el viaje se hacía cada vez más largo.
Este chico salió de Cuba porque busca un futuro mejor para sus hijas. Para que no pasen, dice, lo mismo que pasó él. Cuando abandonó la isla, entre él y Yohan tenían 2.500 dólares. Hoy no les queda nada. A ambos los esperan amigos en Estados Unidos y eso les da fuerzas para seguir. Cuentan que a uno lo detuvieron y lo soltaron recientemente, con un grillete. El Gobierno norteamericano, a cambio, lo puso a pagar un monto mensual en dólares con trabajo.
Ellos saben que a partir de enero del 2017 llegó a su fin la política “pies secos, pies mojados”, por la que durante más de veinte años los cubanos que alcanzaran territorio estadounidense podían quedarse aunque hubieran entrado de forma ilegal. Sin embargo, varios paisanos que están en México les han dicho que de vez en cuando, a través de sobornos, pueden entrar por la frontera y que “allá resuelven”.
En su país, Luis era jefe de seguridad en un hospital. Ahora está sentado en la habitación de un hotel precario en Turbo, sin dinero, con una herida en el brazo y con la rabia y la incertidumbre marcadas en su rostro.
—En Cuba siempre tienes que hacer negocios porque con tu salario no vives. Yo ponía canales de televisión con un receptor y un cable coaxial, Telemundo, Univisión, era algo ilegal, porque allá todo es ilegal, y con eso me aguantaba.
Las dos hijas de Luis están por cumplir años y esta será la primera vez que no podrá acompañarlas. Hoy intentó hablar con ellas porque le prestaron la única computadora que hay en el lobby del hotel. No lo logró. Las últimas semanas se comunicó con ambas por Facebook a través de un teléfono que tuvo que vender para comprar comida.
Mientras Luis cuenta su relato aparece otro cubano por la puerta de la habitación, un mulato alto y fornido con una expresión de niño asustado. Dice que está harto, enfermo, agotado, que ya no puede más y quiere que lo deporten, pero no sabe cómo hacer, pues no tiene dinero y en las oficinas de Migración Colombia le dijeron que debe llegar a Medellín por sus propios medios. Junto a él hay una paisana suya, de Holguín, blanca y bajita, que cumplió una misión médica en Venezuela y luego de varios meses decidió desertar por las condiciones en las que trabajaba y vivía en el estado Bolívar, donde afirma que la explotaban y no le brindaban seguridad.
Venezuela, Venezuela. Otro caso complejo que ha mantenido a Migración Colombia tan activa como estuvo en 2016 con los cubanos y los haitianos, o incluso más, aunque con una salvedad importante: muchos venezolanos sí vienen a quedarse, cientos de miles tienen nacionalidad colombiana gracias a sus padres, que nacieron aquí y emigraron en décadas pasadas a ese país, y otros tantos están legales, con sus papeles en orden.
El año pasado, sin embargo, fueron deportados 1.956 venezolanos por encontrarse en condición irregular. Otros 203 fueron expulsados y 3.473 recibieron sanciones económicas. Los operativos se hicieron en diferentes lugares: Cúcuta, Bucaramanga, Barrancabermeja, Risaralda, Tibú, Bogotá y municipios de la costa norte. Según los datos de Migración Colombia, también se sancionaron 56 empresas que contrataron a venezolanos sin cumplir con los requisitos legales.
La diáspora de aquellos que escapan de la dictadura impuesta por el gobierno chavista de Nicolás Maduro es tan alta y la vida en la frontera entre Cúcuta y San Antonio del Táchira es tan agitada, que las instituciones locales han tenido que buscar medidas para flexibilizar las normas migratorias y mejorar la movilidad sin descuidar la seguridad interna. A la Tarjeta de Movilidad Fronteriza (TMF) se sumó en agosto del 2017 el Permiso Especial de Permanencia (PEP), un gran voto de confianza por parte del Gobierno nacional para los venezolanos, que ahora cuentan con dos años para estar en el país de forma regular.
Para tener una idea del impacto que tiene esta medida, basta decir que más de 22.000 sacaron su PEP solo el primer día de haber entrado en vigencia este permiso, que es gratuito y se solicita por internet.
Claro que no todos se quedan viviendo aquí, como explica Krüger. Miles vienen de turismo o para visitar a familiares o amigos. En estos momentos hay poco más de cuarenta mil venezolanos residentes, y se espera que en el 2017 superen por primera vez a los estadounidenses como la nacionalidad de mayor ingreso por aeropuertos. Hay que aclarar que, según las cuentas oficiales, un 70 % de la migración extranjera en Colombia es gracias al turismo.
El año pasado, incluyendo a los colombianos, ingresaron y salieron casi trece millones de personas —dice Krüger, que es descendiente de daneses—. El país se ha abierto. En la actualidad hay miles de inversionistas y empresas foráneas que traen personal de sus naciones. Entre ellos la mayoría son estadounidenses, españoles, brasileños, mexicanos, franceses y chilenos.
—Somos conscientes de que Colombia fue un país cerrado en materia migratoria. Antes del 2013 era complejo, cualquiera que entrara como turista, para cambiar esa categoría migratoria a trabajo tenía que salir del país, obtener su visa por fuera, en algún consulado, y entrar nuevamente —revela Krüger—. Hoy en día es más fácil, como turista se puede estar por 90 días y luego pedir una prórroga por 90 días más, incluso por internet. Ahora vemos la migración como algo positivo.
Y así es. Si bien Colombia tuvo un primer mandatario hijo de un inmigrante libanés: Julio César Turbay Ayala, presidente entre 1978 y 1982, la realidad es que salvo pequeñas oleadas de alemanes en Santander, japoneses en el Valle del Cauca o sirios y libaneses en la costa norte del país, todos entre finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, la condición de Colombia como un país encerrado y con poquísimos extranjeros ha existido a lo largo de su historia hasta esta última década.
Según un estudio del investigador Fernando Bastos de Ávila, el número de personas nacidas en el exterior hasta 1939 no llegaba a exceder el 0,35 % de la población colombiana. Ese pobre flujo persiste, aunque con un ligero aumento. Ya son cuatro las nacionalidades que mandan: en el 2005 un censo indicó que de los extranjeros que vivían aquí legalmente, el 64 % era de Venezuela, Estados Unidos, Ecuador y España. Actualmente, los venezolanos llevan la batuta.
Ijaz Ahmad escribió su nombre en mi pequeña libreta de apuntes. Aunque habla una mezcla precaria de español y portugués gracias a unas clases que tomó en su país, se defiende mejor en inglés. Es de Pakistán y salió en junio rumbo a Brasil. Desde allí a Perú. Luego a Ecuador. Después a Colombia. Hoy está en Turbo y mañana espera llegar a Panamá, como Luis y el resto de los cuarenta inmigrantes que están aquí al lado de la oficina de Migración Colombia esperando recibir un salvoconducto de permanencia temporal.
Ijaz cuenta las semanas que lleva viajando y levanta la mirada. Está limpio y bien vestido: camiseta tipo polo por dentro del jean y zapatos deportivos. Es constructor y en el camino, hasta este momento, ha dejado unos 20.000 dólares. Partió solo y hoy lo acompañan algunas personas que ha conocido en Turbo: otro pakistaní y una pareja de Afganistán, donde resalta la única mujer del grupo.
Cuando le pregunto a Ijaz por qué ha decidido ir a Estados Unidos, sonríe y levanta los hombros y las manos: —¡Is USA! —responde. Los ojos le brillan.
Relata que en Pakistán tenía un buen trabajo. Le pregunto si allá era pobre, de clase media o rico, como si bastara esa definición para entender a un desconocido movido por la ansiedad. Ijaz contesta con la palma de la mano abierta a la altura de su rostro, y comienza a subirla una y otra vez, de forma repetida.
—Are you rich? —le pregunto con la mayor serenidad que encuentro bajo este sol intenso. Él sonríe.
—Yes... —responde y hace una pausa, piensa unos segundos y me mira para matizar su respuesta—, middle class —dice entonces y mira la libreta de apuntes donde escribo mis notas. Después voltea hacia los lados, donde están los otros inmigrantes tratando de entender lo que hablamos.
—And why did’nt you stay in Pakistan?
Ijaz hace una nueva pausa. Me mira a los ojos. Vuelve a sonreír.
—Problemas —contesta en perfecto español.
Es común que estos extranjeros se hospeden en los pequeños hoteles de Turbo para pasar una o dos noches antes de resolver el trámite que les permita abordar una embarcación en el muelle y seguir a Capurganá, donde uno o varios coyotes los llevarán, selva adentro y no sin hambre ni penurias, hasta Panamá. Estos extranjeros, entre los que llega a haber ciudadanos de nacionalidades como Eritrea, Bangladesh, Congo y Angola, aunque son muchos más los de India y Nepal, no se ven paseando en las calles del pueblo. Casi siempre se esconden y aprovechan ese corto tiempo para descansar en sus cuartos y reponer fuerzas antes de seguir viajando.
Uno de esos hostales es el Manantial, una casa pequeña que está frente a Migración Colombia, del otro lado de la calle. Tiene cinco habitaciones y esta mañana hay, en dos de ellas, doce ciudadanos de India que no hablan español. Quiero conversar con ellos, pero la chica encargada de la limpieza dice que el gerente no está. Le explico que ayer estuve con él y ella lo llama por teléfono, para cerciorarse:
—Vea, que los cubanos esos no regresaron anoche... pues sí, dejaron algo de ropa...
—le cuenta al gerente, que se llama Víctor Castaño, luego de hacer silencio para escucharlo y decirle que estoy allí.
Víctor es paisa, gentil y seguro de sí mismo. La tarde anterior me había contado, con absoluta naturalidad, que la vida de este pueblo está atravesada y definida por esos inmigrantes y por las acciones criminales del Clan del Golfo, en especial el narcotráfico. Como el resto de sus habitantes prefiere no dar detalles sobre lo poco o mucho que conoce sobre estas prácticas, aunque termina afirmando que es algo que saben todos, solo que para evitar ponerse en riesgo las personas nunca lo van a decir. Al menos no a un periodista.
Víctor maneja tres hoteles en este pueblo y uno en Apartadó, un municipio a medio camino entre Turbo y Capurganá. Así como manifiesta empatía y solidaridad con los migrantes y ataca a los coyotes que sacan provecho de ellos, también critica la actuación del Estado a través de sus instituciones. Dice que algunos funcionarios son corruptos y viven de las multas que se inventan. De las cinco habitaciones que tiene su posada, las dos más grandes suelen albergar extranjeros un par de noches por semana, tal como esta mañana. A veces, donde caben tres, duermen seis.
—Aquí todos los indios que llegan saben, porque alguien les dijo antes, que tienen que sacar veinte dólares por cada uno para pagar por sus papeles. A ellos, con pasaporte o sin él, hay que alojarlos. Se supone que deberíamos esperar a que tengan el salvoconducto para que estén en regla, pero qué va a hacer uno, ¿los va a dejar afuera?
La chica de la limpieza tranca la llamada y dice que toque la puerta a ver si alguno de los indios quiere hablarme. Cuando uno de ellos abre, veinticuatro ojos me escrutan y se miran extrañados. Es difícil describir, al mismo tiempo, la sensación de pavor, incertidumbre y desconcierto que los invade. Y pensar que esta es solo una de las muchas paradas que harán antes de llegar a su destino final.
El indio que abre la puerta no quiere hablar, es el mayor del grupo y con una mezcla de rabia y miedo dice que solo aceptará conversar conmigo si el chico que los acompaña le dice que sí puede hacerlo.
El chico: un local. Jovencito, moreno y fibroso, llegará en media hora. Al hacerlo tampoco querrá que conversemos. Como los indios, va a desconfiar de mí. Asegura que no forma parte de ninguna red de coyotes, que él solo los está acompañando. Le respondo que mi interés no es causarle un problema, que quiero conocer un poco la historia de estas personas, su esfuerzo, su viaje, sus dificultades, sus sueños. Él está serio, muy tenso, evade mi presencia, mira fijo en otra dirección, hacia donde está la chica que asea las habitaciones.
—Pero mírame a la cara —trato de persuadirlo con una media sonrisa.
—Tranquilo, yo te estoy escuchando —responde seco, aún sin verme.
El chico me deja creer que casi lo he convencido y se encierra en la habitación con la docena de indios. El mayor de ellos volverá a cerrar la puerta en mis narices, despacio. No quiere ser grosero, pero ya me lo ha dejado claro, aunque sin decirlo: tiene miedo y no tiene por qué creer en mí.
Del otro lado de la calle, a Ijaz, el otro pakistaní y la pareja de afganos se han unido un marfileño, un gambiano, un haitiano, varios nepalíes y otra docena de indios. Están hablando con un guardia de seguridad, quien llama a uno de los indios para que entre a las instalaciones. Este chico se llama Rohit Kumea, es delgado y despierto. Sale con un pequeño lote de planillas que reparte entre los migrantes. Le pregunto si el guardia o alguien de adentro le ha pedido dinero y asegura que no, que él está ahí porque habla español. En efecto, dice algunas palabras. Rohit vivió en Argentina.
En ese momento sale el guardia: con señas y en un inglés precario explica que deben llenar las planillas y poner sus huellas, y que les harán una foto. Todos visten de jean y zapatos de goma, aunque un par de ellos, un nepalí y el haitiano, van en chanclas. El haitiano está desorientado. Su cara es el reflejo más puro de la preocupación. Dice que no tiene papeles porque lo robaron en Popayán y que tiene sed, pide agua: water, water. El guardia de seguridad intenta transmitirle calma, un mínimo de sosiego. Le dice que no se preocupe, que le darán un salvoconducto.
Maguemati Wabgou nació en Togo, África, y hace más de diez años llegó a Colombia gracias a un concurso para trabajar en la Universidad Nacional como profesor en la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Había vivido en España y Canadá, donde cursó estudios de doctorado en torno a las migraciones, especialmente de los senegaleses.
—Colombia —dice— es cada vez más un lugar atractivo para la migración internacional. Factores que han facilitado esto: la crisis en Europa y la expulsión de extranjeros desde ese continente. Y en términos de producción económica, Colombia está más o menos bien situada en la región. Los gringos y españoles siempre han venido, pero siento que la migración francesa es ahora muy fuerte. Yo vivo aquí desde el 2006 y ese año no conocí ni a un africano, pero a partir del 2007 he ido conociendo a muchos.
Maguemati coordina un grupo de investigación dentro de la universidad que se enfoca en las migraciones internacionales y los desplazamientos internos y externos; la política internacional de África, y el tema de las negritudes. Sobre la entrada y permanencia de africanos en Colombia, explica que las ciudades favoritas son Bogotá, Cali, Bucaramanga y Medellín. Aclara que dentro de América del Sur el destino tradicional ha sido Brasil y que las nuevas oleadas migratorias prefieren Argentina.
—Los que vienen a Bogotá con perfil profesional suele ser por motivos laborales. Hay dos áreas fuertes: organizaciones internacionales o educación, y no solo en universidades, también en colegios o en la enseñanza de lenguas. Estos profesionales que he conocido se meten en el campo de la enseñanza del inglés y el francés. Por lo general llegan como turistas, tienen sus trucos para permanecer, con contactos, y después se quedan. Aunque Colombia no ha mostrado interés en la cooperación con África a lo largo de su historia diplomática, ha tenido relación esporádica con Marruecos, Argelia y Sudáfrica; también con Kenia y Costa de Marfil.
El profesor Maguemati revela que muchos de los africanos que capturan sin papeles en Europa y América suelen ser de clase media. Y si son pobres es porque han vendido todo lo que tenían, y después van trabajando en el camino.
—Para atravesar África hay varias rutas. Hay una que va primero a España. Después, algunos van a Francia y otros salen de ahí y vienen a América Latina, entran por Brasil y van a Ecuador, o directamente hasta México. Colombia no es un destino atractivo para el imaginario común del africano. Prefieren Estados Unidos. Puede ser que ingresen de manera legal, como turistas, pero luego caen en las redes de tráfico de personas... Es ahí donde surge este fenómeno que se liga a regiones como Turbo.
Marcelo Canales, coordinador médico del hospital Francisco Valderrama, en Turbo, el único hospital público de segundo nivel que hay en Urabá, afirma que tienen mucho contacto con migrantes en tránsito; sin embargo, advierte que esta realidad se impuso hace apenas dos o tres años. A veces los mismos indocumentados que están hospitalizados se escapan por temor a que los deporten, pero a ellos se les da prioridad en la atención, dice, especialmente a las mujeres embarazadas.
Hace semanas recibieron a la última, una chilena con pocas semanas de gestación, quien luego de hacerse unos exámenes debió salir del centro por solicitud de la Fiscalía. Canales recuerda la anécdota de un par de cubanas que dieron a luz el año pasado en ese centro de salud, cuando debido a la presencia de miles de ellos por el bloqueo de su paso hacia Panamá, los médicos locales debieron hacer brigadas de atención en albergues junto a Migración Colombia.
—Asumir lo que asumen estas personas es de berracos. Estas mujeres pudieron ser atendidas aquí, pero imagínate que hubiesen entrado en trabajo de parto en la selva —comenta Canales con amabilidad desde su modesta oficina—. Gracias al notable descenso de la migración cubana y haitiana que hubo este año ha mermado la cantidad de pacientes sin papeles, que por lo general llegan al servicio ambulatorio.
Entre las urgencias, dice, las patologías son variadas. De ellas, una se quedó tatuada en su memoria como una fatalidad: Rocius, una africana de 36 años con un cuadro respiratorio complicado traía pruebas médicas de un centro de salud en Ecuador. Se sentía mal, pero siguió por su anhelo de llegar a Estados Unidos. En el trayecto hasta Turbo se descompensó y tuvo que ser internada. Tenía un cáncer de pulmón en fase terminal. La mujer no hablaba español. El cáncer hizo metástasis y la atendieron con cuidados paliativos. Murió lejos de su tierra y de su sueño, en un país desconocido.
—Ellos dejan todo atrás y quedan muy vulnerables... Lo peor es que mucha gente se aprovecha y les hace daño —reflexiona Canales, y comienza a recrear un asesinato a dos cubanos, mujer y hombre, que causó una gran conmoción en la comunidad en el 2016.
El suceso, sangriento y despiadado, fue reseñado por los medios. Los cubanos eran tres: una mujer, su novio y un amigo. Querían ir a Panamá, pero la embarcación donde iban con los coyotes se averió. Tuvieron que regresar y esa noche los coyotes decidieron violar a la chica y amarrar a los dos hombres a la embarcación, dentro del agua. Los maleantes degollaron a la chica frente a la mirada de sus amigos. Luego, a uno de ellos lo subieron al bote. También lo degollaron. El otro, que quedaba amarrado, logró soltarse y se hundió entre los manglares. Según el testimonio que le dio a la Policía y al propio Marcelo Canales, que en ese momento ofrecía servicio social, el cubano permaneció escondido hasta la mañana siguiente, cuando lo rescataron unos pescadores. Pero antes vio cómo los coyotes abrían el abdomen de su novia y de su amigo, les quitaban los intestinos y los arrojaban al mar. Vio cómo metieron los dos cuerpos en el agua y los amarraron a los manglares para que no flotaran y se los comieran los peces.
—Cuando el cubano me contó eso lo que pensé es que esos maleantes ya lo habían hecho antes. ¿Cómo sabían que los intestinos se llenan de gases cuando uno muere y que por eso los cuerpos podían flotar? ¿Cuántos indocumentados no habrán matado así, sin que uno sepa? Este se descubrió porque hubo un sobreviviente.
El cubano Luis y sus nuevos amigos paisanos llegaron a Turbo a mediados de julio, pero no sabían que lo peor estaba por venir. Cuenta que cuando la embarcación que tomaron en el puerto los dejó en Capurganá, un par de policías los formaron en fila. Los metieron en una oficina, les exigieron desnudarse y les pidieron dinero: 20 dólares por cada uno de los once que integraban el grupo. Según él, les quitan más a los indios, quienes muchas veces esconden sus pasaportes por miedo y cambian sus nombres en los salvoconductos que les dan.
—Los mismos indios nos contaron eso. Aquí todo el mundo va asustado. A esos policías si no les das plata te ponen la pistola en la cabeza y te dan palazos, como nos hicieron a nosotros. Eso te lo digo a ti delante de ellos, si quieres. A la gorda le pusieron una pistola en la cara. Cuando le estaban pegando a otro amigo fue que les volamos arriba y se asustaron. Nos dieron nuestros salvoconductos y “continúa, dale pa la selva”.
El coronel Luis Soler, máxima autoridad de la Policía Nacional en la región del Urabá, pone en duda esas afirmaciones. Aunque admite que en el cuerpo policial puede haber funcionarios deshonestos, defiende el trabajo de transparencia institucional que han venido haciendo internamente, gracias al cual se han retirado de su unidad, en lo que va del año, a diecinueve efectivos por casos de corrupción.
Para atravesar el tapón del Darién, dice Luis, hay coyotes escondidos que los contactan o los abordan directamente. Algunos pagan el servicio y otros, como ellos, aprovechan el paso de migrantes que van adelante para guiarse y seguir la ruta. Estos once cubanos caminaron cuatro días con pocos alimentos.
—Salíamos a las seis de la mañana y hasta las siete de la noche no parábamos. Había mujeres. A esa hora cogíamos un poco de plátano y arroz, y comíamos. Llevábamos un par de colchas y sábanas para dormir, pero por el camino las vas dejando, porque cuando llevas muchos kilómetros todo te pesa, y más si se moja.
Luis recuerda que el penúltimo día les llovió de madrugada, cuando aún estaban durmiendo sobre la tierra. El agua les caía y no tenían cómo guarecerse. El frío se les metió en el cuerpo, junto al miedo. Continuaron al amanecer y llegaron a un caserío en Panamá, donde un coyote los puso a dar vueltas en círculo por la misma zona de la selva durante horas, hasta que cayó la tarde. Ellos se dieron cuenta porque comenzaron a marcar el camino con un machete. Esa noche, engañados y casi sin visión, llegaron al mismo caserío. La comunidad indígena de la zona los ayudó, les dio comida y techo.
—Ahí nos cogió la policía de Panamá. No nos asustaron ni nada, siempre sostuvieron que nos iban a llevar más adentro para que siguiéramos. Nos cobraron 25 dólares a cada uno, que no teníamos. Tuvimos que darles un reloj y otras cosas. Nos dejaron en una carretera donde estaban otros policías. Había una mujer con nosotros a la que le habían picado miles de bichos, no podía caminar y había que cargarla. Otro estaba desmayado. Bueno, ahí nos dieron comida, nos montaron en una buseta, y nos llevaron pa la playa que une a Panamá con Colombia. Cuando nos vinimos a dar cuenta, estábamos otra vez de regreso.
Según su testimonio, Luis y sus amigos no querían montarse en la lancha que los llevaría otra vez a Colombia, pero los obligaron con el uso de un spray. Al llegar a la loma y las escalinatas que dividen a La Miel, en Panamá, de Sapzurro, en Colombia, aumentó la tensión y se fajaron entre gritos y empujones con los efectivos panameños.
—Nos querían caer a golpes. Se reían de nosotros y de la mujer que no podía caminar, no les importaba, hicieron lo que les dio la gana. Nosotros les decíamos que ayudaran a esa mujer, pero ellos respondían que ese no era su problema. Terminamos en Capurganá y tuvimos que vender un maletín y un teléfono para poder regresar a Turbo y recuperar energías.
Luis ingresó al hospital Francisco Valderrama con dos huecos en la piel, uno en el brazo y otro en el cuello, por unas picadas de insectos que recibió en el monte. Tenía una infección y los médicos iban a dejarlo ingresado, pero él se fugó al siguiente día luego de recibir medicamentos vía intravenosa. Cuenta que allí se quedó dormido y alguien le quitó los últimos 60.000 pesos que le quedaban. Por eso tuvo que pedir para comer y dejar a cambio su pasaporte, mientras su familia desde Cuba o sus amigos desde Estados Unidos le enviaban algo de dinero.
—Te voy a hablar claro, ya estoy aquí y voy a seguir pa la selva —dice hoy desde el hotel—, pero a un hermano le recomendaría que no lo hiciera. Uno sale ciego, y cuando se enfrenta a la realidad ve que no es como pensaba. En el mundo, para que sea mundo, tiene que haber de todo, hemos tratado con personas muy malas, que se aprovecharon, y eso va a existir aquí, en Cuba y en cualquier país, pero también hemos visto a personas buenas que nos han ayudado. Ahora, no sé si fue por mala suerte, nos hemos encontrado más con los malos que con los buenos.
De los once cubanos, algunos escogieron la deportación a Cuba como última salida, tal como el mulato que había entrado en la habitación una hora antes para decir que estaba harto, enfermo, agotado y que ya no podía más, pero Luis y su amigo de la infancia, Yohan, dijeron que lo volverían a intentar.
Y así fue.
A los dos días estaban en el puerto, junto a la cubana de Holguín que se había fugado de la misión médica de Venezuela, los tres con sus morrales y la poca ropa que les quedaba dentro de bolsas negras, para volver a intentar pasar el tapón del Darién. Junto a ellos estaban otros 53 migrantes en tránsito —India, Nepal, Pakistán, Afganistán, Costa de Marfil, Gambia, Haití—, ya con sus salvoconductos en mano. Rohit, el indio delgado y despierto que habla español, servía de enlace. En sus miradas bailaban la expectativa, la angustia y la ilusión.
—¿Y por qué piensas que ahora sí lo van a poder lograr, que no los volverán a estafar ni a robar? —le pregunto a Luis antes de su viaje.
—Bueno, ya no voy a ciegas porque sé más o menos por dónde puedo ir. Y robarme no pueden porque no me queda más nada.
Revista Don Juan
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