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Historias

Armas y jóvenes perturbados: la receta de los asesinatos masivos en Estados Unidos

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Foto:

Revista Don Juan
Era la medianoche y Aaron Ontiveroz no quería contestar su celular. Entre su trabajo como fotógrafo de The Denver Post y el proceso de la separación con su esposa, resultaba difícil que encontrara un momento de descanso, más aún, que pudiera dormir bien en las noches. Pero aquella vez había caído profundo tras salir de fiesta. Por eso cuando su celular empezó a sonar y vio que era de su editor, decidió pasarlo por alto. A los minutos llamó alguien más: el jefe de su editor. Entonces supo que algo fuera de lo habitual estaba pasando. Era la una de la mañana del 20 de julio de 2012.
“Con Aaron”, respondió con voz clara, fingiendo que no estaba dormido hacía unos segundos. “Ha habido un tiroteo en Aurora”, dijo su jefe al otro lado del teléfono. ¿Por qué me llamas a esta hora para ir a un simple tiroteo? era todo lo que podía pensar Aaron, acostado en su cama. Entonces la voz al otro lado de la línea continuó: “Le dispararon
a alrededor de setenta personas”.
Ninguno de los dos dijo nada más. A los pocos minutos Aaron ya estaba saliendo de su apartamento, conduciendo por las calles de Denver. La ciudad, invadida en el día por el tráfico de una metrópolis y por los colores de un otoño casi perpetuo, es un desierto en la noche. No le tomó más de quince minutos llegar a Aurora (que está dentro del área metropolitana), al teatro Century 16 donde todo había pasado. Las luces de neón del teatro y las de los carros de policía le indicaron desde la distancia el lugar exacto a donde ir. Era un caos. Personas sentadas en el pasto frente al teatro, gente que intentaba salir y otras personas que trataban de entrar. La policía había acordonado el cine con su cinta amarilla. Muchos compartían, con quien se les cruzara, videos en los que apenas se veía una estampida de personas evacuando las salas. Otros lloraban y caminaban sin rumbo por los alrededores. Los heridos, fuera por heridas de bala o por golpes al momento de huir, ya iban en ambulancias camino a los hospitales de la ciudad. La prensa estaba ahí, se lanzaba sobre los sobrevivientes para entrevistarlos y tomar fotografías.
“¿Puedes creer esto?”, le comentó a Aaron un periodista con el que se encontró. “Tengo tantos seguidores en Twitter. Medios como la BBC, CNN…, ¡y todos quieren hablar conmigo!”. Aaron lo ignoró y siguió caminando.
Caminó un buen tiempo. Quería darle sentido a lo que había pasado. Supo por medio de sus editores y de la gente que estaba ahí que la policía había capturado al culpable, James Holmes, en la parte posterior del teatro junto a su auto; escuchó de testigos que Holmes había lanzado granadas de humo dentro de la sala y luego había empezado a disparar sobre todos con un arsenal que incluía un rifle semiautomático y una escopeta. Doce muertos, setenta heridos. La gente creyó al principio que Holmes era parte de una maniobra publicitaria, por la manera en la que iba vestido, con una máscara de gas y un chaleco táctico y un casco. Pero empezó a disparar…
Aaron tomó algunas fotos. Un tarro de crispetas fotografiado a ras del suelo. La gente sentada a la entrada del cine, un hombre rezando en silencio en una calle cercana, los carros de policía frente al teatro. Agentes del FBI revisando el auto de Holmes, las armas y la sangre en el suelo a su alrededor. Intentaba no pensar mucho en lo que había pasado. Estaba en “modo automático” en ese momento, sin dejar que los sentimientos lo abrumaran. Eso vendría diecinueve horas después, cuando llegara la noche y se sentara en casa a leer las noticias, a verlo todo desde la distancia. Incluso entonces no lo podía creer.
A 1,5 kilómetros, otro fotógrafo de The Denver Post, RJ Sangosti, se encontraba frente a la secundaria Gateway, donde fueron llevados los testigos para ser interrogados por las autoridades. Aunque es principalmente un fotógrafo de deportes, él también había sido despertado por la llamada de su editor para ponerse a trabajar. Sangosti cogió su equipo fotográfico, sorteó a los niños dormidos en su sala –su hijo había tenido una pijamada ese día– y se dirigió a la escuela, esperando afuera junto a otros periodistas. Un hombre gordo y calvo, con una barba que empezaba a perder su color, se acercó al grupo con el que estaba Sangosti frente a la secundaria. Sostenía una foto impresa de un joven. Su hijo. Quería que los periodistas la vieran y pusieran a circular la foto, porque no sabía nada de él. Lo llamaba a su celular y no contestaba. Buscaba cualquier información. En ese momento, Tom Sullivan no sabía que su hijo, Alex, estaba entre los doce cadáveres que había dejado la masacre. Un oficial se lo diría esa misma tarde. El joven cumplía veintisiete años ese mismo día.
La foto de Sangosti que más circularía en medios nacionales e internacionales sería la que tomaría tres días después, durante la primera audiencia de James Eagan Holmes en la corte. Iba en un mono vino tinto de prisión, con ojos saltones y su pelo tinturado de rojo –parecido al del Guasón, coincidencia para unos, pero evidencia de una clara influencia para otros–. Sangosti cubriría el juicio hasta el final, que terminó hace unos meses cuando Holmes fue condenado a cadena perpetua. Esa primera fotografía le puso un rostro al mal que había ocasionado todo, pero la foto que retrató la tragedia es la imagen que Sangosti considera la más importante de su cubrimiento. La tomó ese primer día. En ella, Tom Sullivan abraza a su esposa e hija frente a la escuela Gateway, el dolor evidente en el grito silencioso que está dando el padre. Una sola foto y con solo tres protagonistas evoca el dolor de todas las víctimas.
“Tienen mi permiso para circular esa foto”, le dijo Sullivan a Sangosti y a otros periodistas, tiempo después, a la entrada del juzgado. “La gente necesita ver qué es este horror”. Aaron Ontiveroz, RJ Sangosti y todo el equipo de The Denver Post que trabajó en la masacre de Aurora ganaron el premio Pulitzer a mejor cubrimiento de noticia de última hora. No sólo por su enfoque creativo, que involucró las voces que informaban a través de las redes sociales, sino porque ellos fueron el medio que, después de que todos los grandes como CNN, MSNBC y Fox News se fueron, se quedaron ahí para dar sentido a la tragedia. Los reporteros se veían a sí mismos como los jugadores locales. Eran los responsables de informar sobre todos los eventos, más allá de la primicia a una región cuyo nombre quedaría manchado por la tragedia; una localidad que nadie podría mencionar sin recordar los horribles eventos que hasta hoy dan que hablar. Así como pasa con Columbine.
Tom Sullivan junto a su esposa e hija frente a la escuela Gateway, donde fueron trasladados los testigos de la masacre de Aurora. Llegó a la escuela buscando noticias de su hijo, Alex. Esa misma tarde se enteraría que su hijo estuvo entre las víctimas. Cumplía 27 años ese día.. Fotografía: RJ Sangosti
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La masacre de Aurora, en la que James Holmes descargó 65 rondas de un rifle semiautomático, seis de escopeta y cinco de una pistola calibre .40 sobre la audiencia, en la que mató a 12 personas en la función de medianoche de The Dark Knight Rises, no fue la primera ni la última. Sólo en 2012 sucedieron 20 asesinatos masivos de este tipo en los Estados Unidos. Dejaron 122 muertos y 73 heridos, según el Servicio Investigativo del Congreso (CRS, en inglés). Dentro de esa estadística está Aurora; está también la masacre de Minnesota, en la que Andrew Engeldinger llevó una Glock 9 mm a la fábrica de donde fue despedido y atacó a sus antiguos jefes y colegas; está Sandy Hook, el día que Adam Lanza asesinó a su madre mientras dormía y luego fue a una escuela primaria, donde descargó sus armas contra niños de seis y siete años.
La foto de Sangosti que más circularía en medios nacionales e internacionales sería la que tomaría tres días después, durante la primera audiencia de James Eagan Holmes en la corte. Iba en un mono vino tinto de prisión, con ojos saltones y su pelo tinturado de rojo, parecido al del Guasón.
James Eagan Holmes -Masacre de Aurora (2012) ,Víctimas: 12 personas asesinadas; 62 heridos, El asesino entró al teatro Century, 16 con un chaleco táctico y una máscara de gas durante la función de estreno de medianoche de The Dark Knight Rises. Estatus: capturado
Desde la distancia, estas tragedias ya parecen rutina. Con los mismos ojos con los que los estadounidenses han visto el conflicto armado en Colombia, nosotros hemos visto el fenómeno de los asesinatos en masa. A veces los medios colombianos ni se molestan en cubrir algunos de ellos.
“¿Viste? Ocurrió otro”, me dice uno de mis compañeros en el trabajo.
“Sí, lo vi. Uno en Arizona”.
“No, este ocurrió en Texas”. Reviso mi computador y, en efecto, en las redes ya están las noticias de un nuevo tiroteo. Arizona en la mañana, Texas en la tarde. Volteo a mirar a mi compañero y me dice: “Deberías contar cuántos mass shootings hubo mientras escribías el artículo”.
Durante el mes y medio que tardé escribiendo este artículo, tiempo en el que entrevisté a los periodistas de The Denver Post para registrar sus historias y reuní datos y estudios sobre este fenómeno, hubo 23 tiroteos en los Estados Unidos. Esto según las cifras de Shooting Tracker, un sitio más flexible respecto a la definición de “tiroteo masivo”. El FBI solo cuenta aquellos eventos en los que cuatro o más personas son asesinadas. Si usamos el estándar del buró de investigaciones, hubo solo cuatro, un número más modesto, pero igual de preocupante.
Son cifras que no se ven en ningún otro país. La tasa de muertes por asesinatos masivos en sitios públicos de Estados Unidos, que asciende a 0,095 por cada millón de habitantes, es la segunda más alta en el mundo (el “honor” va para Noruega, con 2,044), y el número total de incidentes supera con creces al de las otras naciones. Por eso, cuando se habla de estos asesinatos se piensa “eso pasa en Estados Unidos”. No es exclusivo, pero el 31 % de los asesinatos masivos se registra en territorio norteamericano. Aunque el nuestro se considera un país que ha vivido con la violencia del conflicto armado, con altos índices de criminalidad y sucesos como las masacres de los grupos paramilitares y los falsos positivos, nuestras cifras en este aspecto palidecen en comparación a las de EE.UU. Los mass shootings se concentran principalmente allá.
Se han señalado varias causas posibles de esto. Entre las razones más prominentes está la falta de regulación en la venta de armas en Estados Unidos. En Colombia, si yo quisiera tener un arma de manera legal, tendría que pedir una cita con el Departamento de Control y Comercio de Armas, Municiones y Explosivos (DCCA), que entre otras cosas me exigiría una certificación de un curso de manejo de armas, constancia laboral y copia de mis extractos bancarios. La ley también restringe el acceso a armas automáticas, como es el caso de los fusiles M16 o el AK-47, dos de los modelos que conocemos por las películas de acción que presentan cualquier festivo en la televisión. Mientras tanto, en Estados Unidos, un chico como Adam Lanza o Dylann Roof (el asesino de nueve personas en una iglesia de Charleston, a mediados de este año) puede entrar a comprar un fusil de alto calibre en una tienda a menos de 15 kilómetros de distancia, o quizá en un Walmart. Hay un formulario que llenar y un chequeo de antecedentes, pero el mismo FBI admite que a menos del 1 % de la gente que aplica se le niega el permiso. Así de sencillo.
Adam Lanza asesinó a su madre mientras dormía y luego fue a una escuela primaria, donde descargó sus armas contra niños de seis y siete años.
Adam Lanza- Masacre de Sandy Hook (2012). Víctimas: 26 personas asesinadas; 2 heridos, Antes de dirigirse a la escuela primaria de Sandy Hook, donde llevaría a cabo la masacre de niños de seis y siete años, Adam Lanza asesinó en su cama a su madre, Nancy Lanza. Estatus: muerto (suicidio)
La Asociación Nacional del Rifle (NRA) no lo ve como un problema, por supuesto. Para ellos esta falta de regularización en la venta de armas en muchos estados no está asociada, en ningún sentido, al auge de los tiroteos en los últimos años. Su filosofía se resume en la frase que dijo su vicepresidente, Wayne LaPierre, días después de la masacre de Sandy Hook: “Lo único que detiene a un hombre malo con un arma es un hombre bueno con un arma”. La NRA prefiere pasar la bola a los enfermos mentales, acusando a personas que sufren de este tipo de condición médica y a un sistema de salud defectuoso dentro del país. El mismo presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, quizá sin intención de perpetrar el estigma, dijo en su último discurso sobre el tiroteo en Oregón: “No sabemos por qué este individuo hizo lo que hizo, pero es justo decir que cualquiera que haga esto tiene un enfermedad en su cabeza”. Pero esto es solo un chivo expiatorio: en un artículo publicado en The American Journal of Public Health por Jonathan Metzl, profesor de psiquiatría y sociología, se establece que tan solo entre el 3 % y el 5 % de los crímenes violentos son cometidos por gente con alguna enfermedad mental. Las personas con estos problemas tienden a ser víctimas en vez de victimarios. Incluso si la gente eliminara el prejuicio injustificado contra las enfermedades mentales, hay muchas otras cosas a las que culpar y gente dispuesta a hacerlo. Se ha acusado a los videojuegos violentos, las películas que son igual de sanguinarias, la desigualdad económica, la falta de enseñanzas religiosas en las escuelas públicas, la música de Marilyn Manson y mucho más. En cierto punto el documentalista Michael Moore acusó a los bolos de ser un factor detonante en el caso de Columbine, aunque lo hizo en una sátira de las ganas de los estadounidenses de señalar culpables. Incluso se ha indicado que el deseo de fama de los americanos, demostrado por una encuesta realizada entre los jóvenes de 18 a 25 años en el 2007, ha llevado a estos actos infames a tener su lugar en primera plana o en el noticiero de la noche (cosa que recuerda un poco a la película Natural Born Killers).
Muchos de los asesinos manifestaron en algún momento su deseo de reconocimiento. Qué de todo esto es el culpable de la proliferación de los asesinatos masivos. ¿Podría ser que ninguna de estas sea la causa? ¿O que todas estas variables juntas son una mezcla que permite la proliferación de este tipo de asesinos? Quizás es mucho más simple; puede ser que pese a todo, como dice Sangosti, el fotógrafo de The Denver Post, “hay gente mala, y cosas malas van a pasar. Sin importar qué”.
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“Este puede ser el principio, pero el fin aún está por llegar”, dijo al momento de su arresto Heinz Schmidt, un profesor desempleado de 29 años. Las autoridades lo detuvieron el 20 de junio de 1913 en Bremen, Alemania, minutos después de haber entrado al colegio Marienschule y haber disparado con una pistola Browning contra las niñas que se formaban para salir a su receso. Tres murieron por los impactos de bala mientras suplicaban por su vida; otra murió al tratar de huir y romperse el cuello. Fue el primer asesinato en masa cometido por una persona en la historia moderna. La policía, con sus pistolas y espadas, tuvo que protegerlo de una turba de padres que querían lincharlo.
Schmidt sufría de ataques psicóticos que lo hacían creer que, por algún motivo, los jesuitas conspiraban contra él. La muerte de su padre fue el detonante de su matanza. Sin embargo, aunque fueran los actos y las palabras de un loco, lo que Schmidt dijo al ser capturado tiene un aire profético en estos tiempos, con el auge de los asesinatos masivos en escuelas y otros lugares públicos.
La diferencia es que muy pocos enfermos mentales como Schmidt llegan a cometer crímenes como este. No hay forma de crear alguna especie de patrón o de correlación entre las diversas personas que lo hacen. El 94 % de estos asesinos son hombres, y en muchos casos suelen ser personas blancas en su juventud. Hasta aquí llega el parecido. Mientras que unos como One L. Goh, que puso contra la pared a una clase entera en Oikos University antes de dispararles uno a uno, lidian con el recuerdo de una vida de bullying y burlas, otros como Kip Kinkel (de la masacre de la secundaria Thurston, en Springfield, Oregón) vienen de hogares con una familia amorosa y sin desventajas sociales visibles. Y ni hablar de gente como Eric Harris, el responsable de Columbine y ejemplo perfecto de psicópata para un libro de texto.
Hay quienes intentan encontrar conexiones. Recientemente el periodista Malcolm Gladwell, que suele estudiar a profundidad fenómenos psicológicos y sociológicos en sus libros, propuso en un artículo para The New Yorker que lo que llevaba a la “proliferación” de las masacres escolares es el mismo principio que llevaba a la gente a actuar de manera salvaje en medio de un disturbio: umbrales de tolerancia. Los que empiezan un acto, en este caso los asesinatos masivos, son personas que solo necesitan un pequeño empujón para cometerlo, pero mientras más comunes se vuelven los asesinatos con más facilidad la gente con umbrales de tolerancia altos se deja influenciar y los comete –así como en un disturbio, la gente con umbrales de tolerancia alto no empieza a tirar piedras y a robar sino hasta que ve que lo hacen muchas otras personas a su alrededor–.
“El problema no es que hay un suministro infinito de jóvenes perturbados dispuestos a hacer actos horrendos”, concluye Gladwell. “El problema es que ahora los jóvenes ya no necesitan estar gravemente perturbados para contemplar actos horrendos”. Para Miguel Mendoza, profesor de la Universidad Central y autor del libro Asesinos en Serie, Asesinos de Masas, se trata de un coctel peligroso de narcisismo seguido fracaso de integrarse a la sociedad, una sensación de frustración en los estándares que plantea nuestro estilo de vida actual. “Lo que terminan haciendo es una suerte de rebelión personal donde se causa una masacre de este tipo, bajo la idea de lo que debe ser el mundo. El odio que esta gente respira es la bandera con la cual se embiste a los demás”.
Bajo esta pauta, estamos hablando de rasgos que son muy genéricos. Podría tenerlos el vecino, el compañero de trabajo, el amigo de sus hijos. Es un pensamiento aterrador, pero altamente realista: el próximo tirador podría ser cualquiera.
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Imagínense el peso del odio en el pecho. Odio por ustedes mismos, odio por la chica que los ignora, por los atletas de la escuela que se burlan de ustedes; por los negros, los judíos, sus padres, por todo el mundo.
Imagínense no tener pareja, tener muy pocos amigos, no sentirse aceptados por más que lo intenten. Que no les vaya bien en los deportes, ser tímidos, no tener autoestima, sacar malas notas, no tener ambición…, sentir que la vida se va a la mierda. Que el mundo les debe más de los que les ha dado. Imagínense no tener problema entrando a una tienda y comprando un arma. O quizás sí lo tuvieron, y en ese caso le pidieron a un amigo que les consiguiese el arma que necesitaban. Cualquiera, la que elijan, incluso si parece ser de grado militar. La munición viene tan barata como a cinco centavos si hay descuento. Pueden comprar de sobra. Imagínense practicar en los bosques disparándole a latas, pensando que tienen el rostro de las personas que más odian en esta vida. A duras penas esconden en sus cuartos las pistolas y las escopetas, porque igual a sus padres no les importa. A lo mejor sus padres incluso los golpean, los insultan. O son una familia que no les da nada más que cariño. ¿A quién le importa? Puede que, eventualmente, ellos también tengan lo suyo.
Christopher Harper-Mercer. Masacre de Umpqua Community College (2015); Víctimas: 9 personas asesinadas; 9 heridos. Estatus: muerto (suicidio)
Dylann Roof- Masacre de la iglesia de Charleston(2015); Víctimas: 9 personas asesinadas; 1 herido. Estatus: capturado
Imagínense jugando videojuegos como DOOM en su computador, no por el placer de la violencia al matar avatares digitales ni por el placer del juego. Es aprender a no diferenciar los pixeles de lo que es carne y hueso. A esto lo llaman despersonalizar a las víctimas: entrenarse a no verlas como personas cuando llegue el momento de disparar.
Simple, frío, sin mucho pensamiento detrás. Cuando llegue el momento no se trata de matar personas, sino de destruir ideas. Imagínense escribiendo en sus cuadernos largos manifiestos llenos de odio y rencor. De frases como “si pudiera explotar el mundo lo haría porque los odio a todos ustedes”, “soy un dios, un dios de tristeza”, “hay más de 99 maneras de morir… ¡y he pensado en todas!”. Al lado de estos escritos, los planos dibujados de sus escuelas. Han planeado todo: a qué hora hay más gente, por dónde se puede entrar, desde qué punto puedo hacer más daño. Porque estos planes nunca son espontáneos. No son cosa pasional. Ya han tomado la decisión de hacerlo y lo llevarán hasta las últimas consecuencias. Imagínense. Todo esto está casi tal cual en los diarios de Eric Harris y Dylan Klebold, escritos entre 1997 y 1999. Quizá no hayan oído hablar nunca de ellos. Mucha gente tampoco lo había hecho, ni siquiera algunos muchachos con los que habían estudiado. Pero con lo que hicieron, se aseguraron de poner su nombre y el de Columbine en el mapa por siempre.
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Mark Obmascik, sentado en la sala de redacción de The Denver Post, trabajaba en la escritura de varios artículos cuando los teléfonos empezaron a sonar. La radio policial se volvió loca y, a los pocos minutos, los televisores mostraban reportes desde la escuela secundaria de Columbine, en un suburbio al sur de Denver, sobre una noticia en desarrollo. Disparos dentro del edificio, posiblemente había varios muertos y muchos heridos. Eran pasadas las once de la mañana del 20 de abril de 1999. Ese día, muy a pesar del resto del mundo, Eric Harris y Dylan Klebold hicieron historia. Los dos adolescentes habían llegado a la escuela en la que estudiaban con explosivos caseros escondidos en sus maletas y pistolas 9 mm y escopetas bajo sus abrigos. Abrieron fuego contra sus compañeros luego de que las bombas de propano que habían instalado en la cafetería no explotaron. Ahí empezaron sus 49 minutos de fama, en los que los jóvenes avanzaron por los pasillos la escuela disparando a quemarropa sus escopetas contra el rostro de los estudiantes que se escondían bajo las mesas de la biblioteca, apuntando sus pistolas por las ventanas hacia los estudiantes que corrían y los policías afuera.
One L. Goh- Masacre de Oikos University (2012); Víctimas: 7 personas asesinadas; 3 heridos. Estatus: capturado // Fotografía: ALAMEDA COUNTRY SHERIFF’S DEPT.
Seung-Hui Cho- Masacre de Virginia Tech (2007); Víctimas: 32 personas asesinadas; 17 heridos. Estatus: muerto (suicidio)
Los testimonios, las historias y las llamadas de ese día forman una amplia historia de terror. Asesinaron a sangre fría a 13 personas, incluso se tomaron el tiempo de seleccionar a quién matar y a quién perdonar. Fue el caso de John Savage, un conocido de Klebold, que estaba en la biblioteca cuando los asaltantes llevaron la matanza hasta allá.
“Dylan, ¿qué estás haciendo?”, le preguntó Savage, arrinconado entre los estantes.
“Oh, sólo matando gente”, respondió Klebold. Cuando Savage le preguntó si lo iba a matar, Klebold dijo: “No, hombre. Ya vete de aquí”.
Para el mediodía ya estaban aburridos. Matar se había vuelto tedioso para ellos. Klebold sugirió que usaran sus cuchillos para aumentar la diversión. Pero en vez de hacer eso, rondaron por las áreas desiertas de la escuela disparando de vez en cuando en dirección a la calle y los carros de policía. A las 12:08 p. m., Harris y Klebold estaban en la biblioteca. Un testigo los escuchó gritar “¡Uno, dos, tres!”, al unísono. Luego se oyeron dos disparos. Así de simple y rápido todo había acabado para los dos.
Pero en el periódico el trabajo apenas comenzaba. Ese primer día Mark no dejó su escritorio. Tampoco soltó el teléfono, recibiendo los informes de los reporteros en el campo para armar la historia. Oía de boca de los periodistas las historias del chico que se escondió en la cafetería, del policía que había llegado al área a los pocos minutos de empezar los disparos, de los padres que se apresuraban hacia la secundaria y hablaban con sus hijos por teléfono. También recibió una gran cantidad de información contradictoria, de chismes e historias no verificadas y dudosas –el
tipo de historia que empieza “escuché de esta persona, que escuchó de su amigo, que escuchó de su amigo, que esto fue lo que pasó”; así circularon rumores de la existencia de más de dos asesinos, o de bombas regadas por la ciudad–. Estos eran los días antes de Facebook y Twitter, así que subir información a la web no era primordial. Como dice Mark, en ese entonces todo se trataba de la edición del día siguiente. Tenían tiempo para verificar las cosas con más calma…, o tanta calma como lo permitían doscientas personas de la redacción corriendo contrareloj por toda la ciudad para contar la historia. Era difícil para todos. Denver es una ciudad grande, pero aún así la gente se conoce. Algunos reporteros conocían al sheriff, al fiscal, a las familias de los jóvenes asesinados...
Cuando cerró la edición de ese día, a las 10:45 p. m., Mark Obmascik había terminado de escribir su primera pieza del cubrimiento de Columbine. Era un relato de los eventos de ese día, contado por jóvenes asustados que ni siquiera tenían edad para beber. Sería uno de los artículos que haría merecedor a The Denver Post del premio Pulitzer, el mismo que ganaría trece años después por cubrir una tragedia similar; por cubrir los primeros días de la masacre. Pero lo que importaba para Mark y su equipo eran los días después de la primicia. Después de todo, ellos serían los que tendrían que lidiar con las consecuencias de una ciudad de luto. Columbine se convirtió en la plantilla ideal para muchos asesinos que vendrían después de Harris y Klebold, no solo con respecto a la forma del ataque, sino a los elementos culturales con los que se relacionan y comunican los atacantes: una página web, videos caseros y hasta manifiestos. Con Columbine, muchas escuelas se reformaron al punto de parecer fortalezas, con detectores de metales y policías armados rondando en ellas; se creó una unidad preventiva en el FBI –Unidad de Análisis del Comportamiento 2– para detectar asesinos en potencia, intervenir en sus vidas y evitar baños de sangre.
El matoneo se tomó con más seriedad y, así mismo, la educación parental fue puesta bajo el microscopio por los investigadores y por los medios de comunicación. El miedo también está presente. Los padres de familia ahora hablan con sus hijos abiertamente sobre qué hacer en caso de que haya un tirador en su colegio –no salir del aula, refugiarse bajo el pupitre, intentar no hacer sonido y otros tips útiles a la vez que escalofriantes–. Las escuelas incluso hacen simulacros con tiradores que rondan los pasillos con un arma falsa y niños maquillados con sangre falsa y agujeros de bala en el rostro. Hay gente que desde Aurora teme poner pie en una sala de cine. Y, por supuesto, están las consecuencias para las familias y los conocidos de las 1.554 víctimas asesinadas desde 1999 hasta el 2013 en estas masacres. Hijos, madres, padres como Tom Sullivan que perdieron a un ser querido en un acto sin sentido.
- “Dylan, ¿qué estás haciendo?”, le preguntó Savage, arrinconado entre los estantes.
- “Oh, sólo matando gente”, respondió Klebold.
Dylan Klebold y Eric Harris Masacre de Columbine (1999); Víctimas: 13 personas asesinadas; 21 heridos. Además de usar pistolas y escopetas, los dos armaron varias bombas caseras que plantaron por la escuela. La mayoría no funcionó. Estatus: muertos (suicidio)
Aunque se vayan las cámaras, el dolor sigue ahí. Sobre Columbine, Mark recuerda cubrir una historia en particular: “Hubo chicos que fueron baleados en la biblioteca. Muchos chicos que no tenían muchos amigos comían su almuerzo ahí. Había un caso en especial, su nombre era Daniel Mauser. Vi su foto y… era un niño pequeño. Rubio. No se veía como un adulto, ni siquiera como un adolescente. Parecía un niño. Le dispararon y lo mataron en la biblioteca. Recuerdo a su padre, Tom Mauser. Estaba tan perdido, tan golpeado…, pero no quería que la muerte de su hijo fuera la pérdida de significado. Así que tomó la causa de ir a la Legislatura del Estado y hacer lobby por el control de armas. Y de hecho llevaba los zapatos que su hijo había usado. Tenían la misma talla. Eso en verdad me conmovió. Lo sientes por el niño y lo sientes por su padre. No puedes ser humano si no lo miras y te preguntas ‘¿por qué él? ¿Por qué él?’”.
Los periodistas también se ven marcados por cubrir ese tipo de historias. Varios en The Denver Post pidieron asesoría psiquiátrica para lidiar con lo que habían vivido. Quienes cubren estas tragedias, como lo harían Aaron Ontiveroz y RJ Sangosti años después en Aurora, temen haber sufrido de síndrome de estrés postraumático como resultado de sus labores (aunque muy pocos han sido diagnosticados). Algunos solo necesitan hablar sobre lo que vieron para poder lidiar con ello. Mark, en los primeros días de esa semana, llegaba a casa tarde en la noche. Estaba oscuro. Sus hijos, algo menores que las víctimas sobre las que escribía en el día, dormían en sus camas. Él subía hasta su cuarto, se inclinaba sobre ellos, les daba un beso en la frente y con el corazón roto rezaba por una vida mejor. Esperar que algo tan horrible como lo que acababa de ocurrir en Columbine no volviera a suceder jamás no sonaba tan imposible en 1999 como suena ahora.
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