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Historias

Fetiche de tacones

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Foto:

Mi hermana tenía doce años cuando la vi encerrarse en su cuarto toda misteriosa. Al rato salió, casi trastabillando, y yo me reí al verla, el cuerpecito desgarbado, las piernas como palillos sobre unos zapatos negros de tacón alto en los que hacía equilibrio. Caminó unos pasos y se cayó. Cuando se puso a llorar entendí que el tema era más serio de lo que creía.
Le llevaba un par de años y a veces me quedaba un rato en las fiestas que hacía en la casa, antes de salir con mis amigos. Veía llegar a sus amigas en esa etapa incómoda en que ya no eran niñas pero todavía no daban el salto al otro lado (ese lado enigmático que nos intimidaba), y entendía por qué había llorado mi hermana. Los tacones marcaban, deslindaban a quienes ya empezaban a asumirse como mujeres de las que todavía balbuceaban por el camino.
Estaban las que los llevaban con garbo, dando un paso tras otro en líneas recta y sin perder la compostura, y su silueta no sólo ganaba altura sino curvaturas llamativas, que hacían que de pronto me preguntara cómo era que no me había fijado antes en ellas; y estaban las otras, entre ellas mi hermana, que eran torpes, que se sentían incómodas, que les dolía, que hubieran preferido estar descalzas o llevar zapatillas de lona, pero que no podían dejar de competir: necesitaban señales que indicaran que su infancia había terminado (hoy se publican libros How To Walk In High Heels, que han hecho de esas inseguridades femeninas un blanco perfecto. A eso, prefiero el tuit de una amiga: "Estrés. Adrenalina. Stickers. Hambre. Tacones. Putos todos").
Luego descubría que no todo era lo que parecía: en realidad, a todas las mujeres que usaban tacones les dolían los pies después de estar paradas un buen rato. Y me decía qué diablos era lo que las llevaba a usarlos. ¿Sólo por lucir bien? ¿Una cuestión cultural? Ambas cosas, pero más lo primero, resolvió mis dudas mamá.
A veces, en esa adolescencia curiosa, entraba en los dormitorios de mis amigas y me fijaba que en sus roperos tenían mucha más ropa que yo y que les encantaba coleccionar pares de zapatos. Los observaba, alineados o desordenados, todavía en sus cajas o en el suelo, y pedía permiso para alzar alguno que me llamaba la atención. Era inevitable que gravitara hacia los zapatos de tacón, cuanto más altos, más fascinantes. Los tocaba, y se me antojaban armas peligrosas, tan finos, de aguja, capaces algunos de clavarse en el corazón como si se tratara de estiletes mortales (de ahí el término "stilettos").
De hecho lo eran, de hecho se clavaban en el corazón. Había algo primitivamente sensual en ellos. Como la pintura de camuflaje, los tacones altos habían dejado de ser el simple camino a la feminidad y se habían convertido en armas de guerra: las mujeres que los llevaban parecían más agresivas, más seductoras, más atrevidas. Una mujer de zapatos planos quería que la dejaran tranquila (luego aprendería que la cosa era más sutil, pero los hombres somos burdos la mayor parte del tiempo y nos cuesta entender de sutilezas); una mujer de tacones altos te invitaba a que te acercaras, coqueteaba contigo.
Pero no era tan fácil, porque no sólo te invitaba sino que te decía que te cuidaras, que ella se consideraba capaz de tomar la iniciativa, que si te amilanabas, mejor que te quedaras en casa (sólo se trataba, por supuesto, de mensajes semióticos: no tardé en descubrir que a veces la mujer de tacones altos la estaba pasando muy bien sola).
Los zapatos de tacón alto no sólo resaltan la belleza de quienes los usan; son también un objeto de belleza por sí mismos. Hace un par de años, en un centro comercial en Las Vegas, me topé con unos Jimmy Choo en una vitrina. Eran de color dorado y brillaban como si tuvieran brillantes. A mi pareja le encantaron y yo, impulsivo, le dije que se los compraba.
¿Cuánto podrían costar? La ignorancia es atrevida: no sabía de los extremos a los que podía llegar la alta moda. Cuando entramos en la tienda, nos revisaron como si se tratara de una joyería. De hecho lo era: los zapatos se hallaban detrás de vidrios blindados y había guardias de seguridad por todas partes. Los Jimmy Choo costaban más de mil quinientos dólares; tosí, ruborizado, haciendo cálculos, pensando cómo salía de esta. Mi pareja, por suerte comprensiva, me dijo que se contentaba con que la llevara a cenar. Pero seguía mirándolos, y yo le pregunté si quería sacarse una foto junto a ellos. Esa zapatería era una joyería pero también era un museo.
En ese extremo de la alta moda también están los Louboutins y los zapatos de Manolo Blahnik. Hace un par de años, en uno de sus intentos de recuperar el prestigio original, Jennifer Lopez lanzó una canción que se llamaba Louboutins. La letra se refería a una mujer que, cansada de las idas y venidas de su amante, decidía dejar de esperarlo y se ponía sus Louboutins y salía de la casa en su Mercedes-Benz. Los críticos le hicieron la burla: para alguien que había intentado posicionarse como "Jenni la del barrio", la mención a los Louboutins indicaba su extravío.
No sólo no conocía a su audiencia sino que parecía no conocerse a sí misma, o por lo menos a la que había querido ser en el hipermercado de la cultura popular contemporánea. Y sí, los tacones afilados destilan sexualidad y también extravagancia y excesos desde sus orígenes; lo que vemos nosotros y nos entusiasma tanto como nos escandaliza tiene una muy larga historia. 
Los zapatos de tacón alto aparecen en la historia tres mil quinientos años antes de Cristo, en Egipto. En ese entonces todavía no estaban asociados a la sexualidad; sí a la clase alta, y a la pureza (los carniceros los usaban para no pisar la sangre de los animales desollados). En Grecia los llevaban los actores como una forma fácil de distinguir la clase social y la importancia de los personajes (a mayor tacón, clase más alta y más importancia).
En Roma es donde el tema se sexualiza: las prostitutas son quienes usan zapatos de tacón alto. Ah, el erotismo de los tacones, del cual se ha usado y abusado. Tanto, que injustamente se han convertido en señal de sexo fácil. Roma señaló el camino, y hoy están en todas partes: para distinguirse en la calle, una prostituta apelará a ellos, y en las películas pornográficas abundan las escenas de mujeres que se desnudan sin problemas pero que prefieren dejar los zapatos de tacón hasta el final (o incluso no sacárselos).
No sólo en las pornográficas: Jodie Foster en Taxi Driver y Julia Roberts en Pretty Woman usan botas de tacón alto como señuelo de las labores a las que se dedican. Los tacones son parte fundamental del juego de la seducción, no un decorado barato del sexo.  
En la Edad Media aparecen los chopines: precursores de los Jimmy Choos y los Louboutins, se inventan en Turquía y pasan rápidamente a Europa, sobre todo a Venecia, donde llegan a tamaños ridículos: hasta los setenta y cinco centímetros. No debía sorprender que las mujeres de la clase alta tuvieran que necesitar de empleados para ayudarlas a caminar. Nuevamente, como en Egipto, los tacones simbolizaban estatus social. Luego de Venecia pasaron a Francia, donde se popularizaron entre la nobleza, pero también comenzaron a ser usados por los hombres.
 Desaparecieron por razones obvias después de la revolución, y reaparecieron a finales del siglo XIX, pero esta vez usados casi sólo por las mujeres.
El siglo XX fue de fluctuaciones constantes. Hoy estamos en un período ascendente; la última época así fue la de los ochenta, que terminó con Tacones lejanos (1991), la película de Almódovar. En una entrevista, el cineasta español mencionó que el título estaba conectado al recuerdo de las jóvenes de su infancia franquista, que usaban tacones y fumaban y llevaban pantalones a manera de simbolizar la libertad que no tenían del todo.
Han vuelto los tacones, cada vez más altos. Curiosa paradoja: al llevarlos, muchas mujeres constriñen su movimiento pero a la vez se sienten más elegantes, más seductoras, más libres. Pocas cosas más eróticas que los pies de una mujer curvados por tacones. Pueden ser incómodos y poco prácticos, pueden incluso producir dolor, pero su mensaje es contundente; los tacones son la mejor prueba de que en cuestiones de estética y belleza la razón no suele mandar.
Por Edmundo Paz Soldán
Fotografía: Pizarro
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