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Historias

Escotes, faldas cortas y ropa interior: así es el voyeurismo callejero

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La calle es una fuente inagotable de material visual para los voyeuristas; hay mujeres en falda que pasan por encima de las cabezas de todos los mortales en un puente peatonal, escotes que piden a gritos una mirada, ropa interior marcada. El límite está en el atrevimiento de los ojos. La fotógrafa Michelle Wild convirtió esas miradas en obras de arte. 
Por: Daniel Páez // Fotografía: Michelle Wild
Michelle Wild camina por las calles de Nueva York para capturar con su cámara lo que los ojos de los hombres suelen ver durante un segundo e intentan grabar en la memoria: sus fotos retratan una especie de voyeurismo callejero y cotidiano, representan el impulso irresistible de los hombres de voltear la cabeza siempre que pasa una mujer a su lado, representan esa parte de la naturaleza masculina en la que los ojos se convierten en el cerebro.
No es raro escuchar la frase "¡qué hago!, ¿cierro los ojos?", como respuesta a las mujeres que cuestionan la obsesión de muchos tipos por posar la mirada en todos los traseros que pasan frente a ellos. Lo suyo no es precisamente una compulsión patológica ni un caso aislado, apenas es el ejemplo de la fijación masculina por analizar al sexo opuesto.
Al contrario de los observadores de aves, los naturalistas o los taxidermistas, la gran mayoría de los hombres analiza con detalle a las mujeres sin ninguna razón científica. Lo hacemos por el solo hecho de echar un vistazo y saber qué nos rodea. Es un caso igual al de las señoras que salen a vitrinear y no compran nada, o al de los niños que pueden clavar su mirada durante minutos en un pastel que jamás probarán. Mirar, con mayor o menor disimulo, no es más que un acto reflejo en el incesante agradecimiento de la belleza, un hecho comparable al de los perros que olisquean a otros perros para reconocerse o los pájaros que cantan para delimitar su territorio.
Michelle Wild materializó ese proceso fisgón. En estaciones de metro, en ascensores de edificios públicos, en calles transitadas o en bares atestados, su cámara encuentra los momentos soñados por cualquier voyeurista urbano: una falda muy alta, un escote desacomodado o una mujer que no lleva sino ropa interior bajo su abrigo.
El proceso que realiza el cerebro masculino cuando observa esos detalles es un complejo diagnóstico de lo que no se ve y de lo que parece ser para arrojar un veredicto sobre una chica. Si no tiene un amigo cerca para contarle lo que vio, el resultado se interioriza. Un tipo puede estar sentado hablando con alguien o trabajando frente a su computador, pero si hay unas piernas detrás de su interlocutor o más allá de la ventana, invariablemente desviará la vista para analizar las nalgas -cubiertas de ropa, no sobra aclarar- de su oscuro objeto del deseo.
Si hay una mujer frente a él, le mira la cara, las tetas, la boca, el peinado, las manos: sin sostenerle la mirada, la escanea como si jamás hubiera visto un espécimen igual. En cuanto a las transeúntes, no importa si son flacas, bajitas, despampanantes, veteranas o pelirrojas, si van mal vestidas, llevan un abrigo de 30.000 dólares o acaban de salir del salón de belleza. Ninguna mujer pasa desapercibida en la juiciosa observación de la naturaleza que hacen los hombres.
Quizás lo más enriquecedor de ser un fisgón es la opción de imaginar lo que no se ve: ¿qué hay debajo de tanta ropa, qué tan natural es lo que hay ahí, cómo es la personalidad de la mujer? Mantener la mirada alerta en la calle es algo lúdico: observar, conjeturar, calificar y darles de comer a los ojos resulta más edificante que ver televisión o andar pegado a Twitter. Sin embargo, las mujeres nos acusan de morbosos o pervertidos por halagarlas. Y se equivocan de tajo.
El voyeurismo, que consiste en ver personas teniendo sexo o desnudas, se convierte en una parafilia -es decir, en una verdadera desviación sexual- cuando produce un malestar clínico, especialmente notable en el deterioro de la actividad física, laboral o sexual normal. Es muy distinto un orate que se para debajo de un puente peatonal a esperar que pasen viejas en falda que un sano admirador que no resiste la tentación de clavar los ojos en el escote de una compañera de trabajo. El mayor peligro que corren los voyeuristas urbanos es el de desconcentrarse de sus labores o, cuando mucho, chocar su carro por dejar la mirada pegada en algún pantalón apretado.
A diferencia del onanismo u otras perversiones de ese estilo, no es lo mismo ver películas porno con actrices de proporciones increíbles que salir a la calle a interactuar con mujeres reales que, aunque no siempre estén al alcance de la mano y no sean más que peatones, tienen más dimensiones que una pantalla.
La posibilidad de encontrarse con escenas como las de las fotos de Michelle Wild es mucho más excitante que ver un orgasmo fingido o escuchar durante largos minutos un tedioso "oh, yeah". Sus imágenes representan esos momentos desconcertantes en los que resulta inevitable dejar de mirar el camino para girar la cabeza dramáticamente -al estilo de la niña de El exorcista- cada vez que camina una mujer a nuestro lado.
Los días soleados y las noches de viernes son los mejores momentos para realizar el saludable ejercicio del voyeurismo urbano. Los centros comerciales, los bares, la ciclovía o los puntos donde hay muchas oficinas son ideales para hacer una pequeña carrera de observación, aunque para los profesionales consumados cualquier momento y lugar son perfectos.
Eso sí, hay que hacer una advertencia: en países como Inglaterra o Canadá es posible ganarse una demanda de alguna mujer que prefiere que su belleza no sea admirada; así que, para evitar la fatiga, es mejor siempre mirar con precaución y, a menos de que la mujer se lo permita, ver pero no tocar.
A diferencia de la pornografía, ojear no es algo para hacer en privado: por el contrario, la compañía de los amigos suele ser parte del ritual. En grupo, al ver a una mujer detalladamente, los hombres se miran los unos a los otros para comprobar con una mueca su veredicto: en un lenguaje en el que levantar las cejas, fruncir el ceño o torcer la boca significa aprobación, sorpresa, indiferencia o disgusto, se logra un acuerdo de la mayor trascendencia: aunque de seguro ninguno volverá a ver a la mujer, ella acaba de entrar al archivo de análisis del grupo.
Sentados al calor de unas cervezas y sin presencia de ninguna mujer que pueda hacer reclamos ante los comentarios, los hombres crean sus propias categorías y calificativos, organizados y clasificados según sus estándares. Superlativos como "cuerpo de tabla" se suman a elogios como "descomunal" o "caídas del cielo" y a improperios como "teticas trompadeperro" o "caderas de tía". Todas estas palabras hacen parte de sesudos análisis nacidos después de años de contemplación.
Mirar es inevitable: uno no puede andar por la calle con los ojos cerrados. Todos, de vez en cuando, perseguimos con los ojos una parte del cuerpo femenino, tratando de vislumbrar lo que hay -o no hay- debajo de un gabán largo, imaginando el color de la ropa interior que se esconde en un pantalón ceñido, especulando sobre las dimensiones, esperando que un mal movimiento le deje al descubierto algo más que un wonderbra, fantaseando con relaciones fugaces o con personalidades irresistibles.
No faltará el mojigato que culpe a la publicidad y a la televisión de convertirnos a todos en voyeuristas -las mujeres, así sean más disimuladas, también hacen una juiciosa observación de la naturaleza que las rodea-. Tenemos cinco sentidos y no los podemos desperdiciar: al mirar con detalle a alguien se pueden sumar también el olfato y el oído.
Eventualmente, hasta el tacto y el gusto resultarán involucrados en una buena ojeada. Así que dejémonos de puritanismo y de reservas: el que no quiera mirar, que cierre los ojos. ¿O acaso, si la viera en la calle, alguien se podría resistir a clavar la mirada en Natalie Portman y escudriñar cada centímetro de su cuerpo?
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