En este portal utilizamos datos de navegación / cookies propias y de terceros para gestionar el portal, elaborar información estadística, optimizar la funcionalidad del sitio y mostrar publicidad relacionada con sus preferencias a través del análisis de la navegación. Si continúa navegando, usted estará aceptando esta utilización. Puede conocer cómo deshabilitarlas u obtener más información aquí

¡Hola !, Tu correo ha sido verficado. Ahora puedes elegir los Boletines que quieras recibir con la mejor información.

Bienvenido , has creado tu cuenta en EL TIEMPO. Conoce y personaliza tu perfil.

Hola Clementine el correo baxulaft@gmai.com no ha sido verificado. VERIFICAR CORREO

icon_alerta_verificacion

El correo electrónico de verificación se enviará a

Revisa tu bandeja de entrada y si no, en tu carpeta de correo no deseado.

SI, ENVIAR

Ya tienes una cuenta vinculada a EL TIEMPO, por favor inicia sesión con ella y no te pierdas de todos los beneficios que tenemos para tí.

Historias

El campeón olímpico que no sabía nadar

IMAGEN-16657448-2

IMAGEN-16657448-2

Foto:

El peor nadador en la historia de los Juegos Olímpicos vivía en un país rodeado por mar sin saber nadar; en toda la ciudad no había una piscina olímpica en la que pudiera entrenar y tenía que cuidarse de los cocodrilos cuando iba a practicar al río. Apenas sabía hablar inglés cuando fue a los Juegos de Sídney y media hora antes de su carrera ni siquiera tenía un traje de baño decente. Pese a todo compitió y ahora el nombre de Eric Moussambani, el nadador de Guinea Ecuatorial, es sinónimo de “espíritu olímpico”. 
“La única victoria que cuenta es aquella sobre nosotros mismos”. Jesse Owens.
A las cinco de la tarde Eric se despertó adolorido en su cama. Todavía estaba cansado, los músculos de los brazos y las piernas se contraían como si alguien apretara en un puño todos los nervios de su interior. Se levantó en medio del silencio de su habitación. Ninguno de sus compatriotas estaba. El desayuno que había devorado antes de echarse a dormir había pasado hacía un buen tiempo. Caminó solo entre las casas grisáceas de la villa olímpica, que recordaban a los suburbios de las películas americanas con un cielo despejado sobre ellas, hasta el comedor de los deportistas. Cuando ya estaba sentado en una mesa reparó en las pancartas que adornaban el lugar, estandartes que mostraban su nombre y su foto. Recuerda que tenían frases en inglés que decían cosas como “Eric Moussambani ha dado una lección de espíritu olímpico” y “¡Es un héroe!”.
Un atleta que no conocía se acercó a su mesa y le preguntó emocionado:
–¿Tú eres Eric?
–Sí…
–¡Por favor, fírmame esto! –le dijo, pidiéndole su autógrafo–. ¡Estás en las noticias de todo el mundo! ¿Dónde has estado?
Eric le explicó que desde las diez de la mañana había estado durmiendo en su habitación. No tenía ni idea de lo que había pasado en ese tiempo: la historia de lo que había hecho se regó de boca en boca por la villa olímpica y los miembros del Comité Olímpico de su país tuvieron que hacer malabares para atender todas las solicitudes de la prensa para hablar con él al tiempo que lo buscaban sin cesar. Los medios desde Brasil hasta Alemania habían repetido el clip de su participación en los cien metros estilo libre en el Sydney International Aquatic Centre; “Eric Moussambani establece récord olímpico”, diría el periódico The Guardian al día siguiente, mientras la BBC publicaba “novato africano toma una gran zambullida”.
La gente de Speedo, que ya lo buscaban para ofrecerle un contrato de patrocinio, lo apodaría Eric la anguila y pronto el apodo empezaría a sonar entre los corresponsales. Una estación de televisión alemana lo llevaría a pasear por los puertos de la ciudad en barco y los organizadores de los Juegos le tendrían que procurar un intérprete, un joven australiano de origen japonés, para poder atender a las cientos –sí, cientos– de entrevistas que daría durante su estadía. Incluso, tras dieciséis años de haber competido en Sídney, pasados sus quince minutos de fama, los periodistas lo siguen molestando de vez en cuando. Solo mírenme a mí, que lo presioné para que me concediera una entrevista a las dos de la mañana por Skype (una de las pocas entrevistas que recuerdo haber hecho en pijama), haciéndole las preguntas a una foto de perfil que muestra facciones africanas y escuchando su acento españolete lleno de “vosotros” y verbos terminados en “eis”, resultado de vivir en la única nación de África en la que se habla español.
Eric no sabía nada de eso. No sospechaba que, por un breve instante, su apellido gozaría de la fama que en la actualidad se reserva para las Kardashian. Apenas terminó de competir se vistió, se fue a la villa olímpica, desayunó y se echó a dormir sin que le importara en lo más mínimo el mundo al otro lado de su ventana.
–Oye, eres un héroe –le dijo el atleta. Fue a llamar a sus compañeros, otros deportistas de su país. De la nada un mar de gente empezó a rodear la mesa en la que estaba Eric, pidiéndole su firma sobre cualquier pedazo de papel y haciéndole toda clase de preguntas sobre su vida, su entrenamiento y su experiencia en la competencia de natación unas cuantas horas antes.
Y todo porque había perdido.
"Veinte minutos antes de la competencia, vestido con una pantaloneta de baño –una bermuda parecida a la que usualmente llevamos a la playa–, Eric creía estar listo para competir. Fue un golpe de suerte que se encontrara con Kevin, el entrenador sudafricano, que le advirtió que si salía así a participar lo descalificarían por no usar la vestimenta reglamentaria. De alguna forma Kevin le consiguió una licra marca Adidas y unas gafas de natación". Fotografía: Matthew King (cortesía del Comité Olímpico Internacional).
***
Incluso tras 22 años viviendo con el océano Atlántico extendiéndose en cualquier dirección en la que mirara, Eric Moussambani Malonga no sabía nadar. Bueno, eso es una exageración. De haberse desvanecido la isla de Bioko bajo sus pies –en la que está ubicada su ciudad natal de Malabo, capital de la nación africana de Guinea Ecuatorial–, Eric hubiera podido agitar sus brazos y piernas de forma torpe pero eficiente para mantenerse a flote mientras llegan los barcos o los helicópteros de rescate. Más bien, lo que quiero decir es que Eric Moussambani no sabía nadar bien, mucho menos de manera competitiva: no tenía ni idea de estilos de natación y con mucha dificultad podía aguantar su respiración en el agua.
Tampoco le interesaba aprender. Los intereses deportivos de este joven de piel negra recién graduado del colegio estaban bastante lejos del agua. Quería ser parte del equipo de atletismo de su país –al que no le permitieron ingresar– y, de hobby, había jugado baloncesto y voleibol en el colegio. Fue una cuestión de suerte que, mientras escuchaba la radio nacional en los primeros días de abril, captó su atención un anuncio que decía que se necesitaban nadadores para hacer parte de la recién fundada Federación de Natación y participaran en los Juegos Olímpicos de Sídney, que se realizarían en tan solo cuatro meses. No perdía nada con intentar. “Mucha gente se inscribió a la convocatoria”, cuenta Eric, “pero el día que el Comité Olímpico de nuestro país y la Federación citaron a la gente para ver nadar a las personas, nadie vino. Solo me presenté yo. Estuvimos dos horas esperando a otra gente, pero solo vino otra chica para la selección femenina”.
Así fue como Eric Moussambani y Paula Barila (una cajera en una tienda de la que hablaré luego) fueron seleccionados para representar a Guinea Ecuatorial en los Juegos Olímpicos de Sídney 2000, a tan solo unos cuantos meses del evento. No tuvieron que clasificar en ninguna competencia: a través de un programa del Comité Olímpico Internacional que permite a países en desarrollo asegurar puestos en ciertos deportes, ambos atletas tenían garantizada una silla junto a la piscina en los juegos de ese año.
La primera prueba de la inutilidad del Comité Olímpico de Guinea Ecuatorial fue que, pese a estar detrás de la iniciativa de conseguir un nadador que los representara en los Olímpicos, no le dieron ni una pista de cómo, dónde o con quién entrenar. En verdad eran menos productivos que un profesor en paro e igual de buenos para quejarse, como es la burocracia de las dictaduras. Eric tuvo que entrenarse por su cuenta, levantándose un par de veces a la semana en el frío de la madrugada para ir hasta el hotel Ureka, el único en la ciudad con una piscina de poco más de trece metros, donde podía nadar de cinco a seis de la mañana, antes de que los huéspedes llegaran a usarla. Entrenó también en el océano (en una playa que se conoce como Kilómetro 2, donde algunos pescadores le enseñaron un par de movimientos de pies y brazos para mejorar su nado) y en el río Timbabé, una corriente de aguas profundas y negras que le inspiraban el miedo de que un pez desconocido pudiera comérselo entero. No suena tan loco después de que se escucha que, según algunos de sus compañeros en los Olímpicos, el río a veces es frecuentado por cocodrilos.
Cuando les contaba a sus amigos que iba a ir a los Olímpicos, muchos no le creían. Los que sí lo hacían le preguntaban en qué iba a competir. Cuando él decía que en natación, se lanzaban a preguntarle cómo se le ocurría hacer eso: no estaba preparado, no tenía el nivel suficiente para competir. Su madre, aunque más solidaria, lo dejo ir solo con una condición: “Me decía que si yo veo que no soy capaz de completar la carrera, que no haga mucho esfuerzo y pare. Para que no me haga daño”.
Tras un par de meses de entrenamiento, Eric Moussambani Malonga, que nunca había conocido nada por fuera de las playas y la arquitectura colonial de Malabo, nunca había ido más allá de las garras de la dictadura del presidente Teodoro Obiang que rige el país desde 1979, estaba ahora realizando un viaje de tres días al otro lado del mundo para poner el nombre de Guinea Ecuatorial por lo alto.
***
Si la única piscina que ha visto en su vida es la de un hotel de su ciudad natal, no más larga que un salón de clases y tan profunda como para tocar el fondo con los dedos de los pies, es normal sentirse abrumado ante la vista de una piscina olímpica. Aproximadamente la mitad de una cancha de fútbol a lo largo, tan profunda como para sumergir un carro sin que siquiera su antena se asome a la superficie y con suficiente agua como para llenar y ahogar los pulmones de más de 416.000 adultos. Al verla, Eric sintió miedo. La piscina se veía interminable desde cualquiera de sus bordes, imposible de cruzar incluso en su lado más angosto.
–¡¿Esta es la piscina donde tengo que nadar?! –le preguntó Eric a los miembros del Comité Olímpico de su país cuando visitaron el Sydney International Aquatic Centre por primera vez. Ellos dijeron que sí–. ¡¿Me queréis matar?!
–Tú solo hazlo –fue lo que Eric recuerda que le respondieron antes de irse. No dijeron nada más y, como era su estilo, tampoco hicieron mucho. Lo dejaron a su suerte para que descubriera cómo prepararse para competir.
En el centro acuático le asignaron un horario para entrenar, precisamente a la misma hora que el equipo sudafricano de natación. Al segundo día de entrenamiento, a menos de una semana del inicio de los juegos, uno de los entrenadores sudafricanos reparó en Eric, entrenando con brazadas torpes en la piscina y espiando a los otros atletas, principalmente a los norteamericanos, en sus ejercicios para saber si podía aprender algo. Le preguntó si era un deportista olímpico. Eric le dijo que sí. Tuvo que enseñarle su acreditación como deportista para que le creyera.
–No te veo con pinta de nadador. ¡No haces nada! –le dijo el entrenador en inglés.
–Es la primera vez que vengo a unos olímpicos –le respondió Eric en su inglés básico– y, sinceramente, yo no sé nada.
El nombre del entrenador era Kevin –posiblemente se trataba de Kevin Johnson, parte de la delegación de natación de Sudáfrica en los Olímpicos–. Una vez le tuvo algo de confianza, Eric le pidió que le enseñara a nadar bien. Cierto, había progresado desde que empezó a entrenar bajo la guía de los pescadores junto al mar, pero todavía le faltaban cosas por aprender: cómo dar la vuelta bajo el agua, cómo nadar con la cabeza baja, cómo respirar entre brazadas. Kevin lo entrenó como pudo, a la par que trabajaba con el equipo sudafricano. Le pasaba un pedazo de papel explicándole lo que tenía que hacer, lo asistía un rato y luego seguía con su trabajo. En una semana Eric aprendió más de lo que había aprendido en seis meses de preparación autodidacta. Lo más probable es que de no haber nadado bajo el tutelaje de Kevin esos días, no hubiera podido nadar en absoluto durante la competencia.
El día antes de la competencia el Comité Olímpico de Guinea Ecuatorial citó a los deportistas para recordarles la hora, el lugar y la modalidad de sus competencias. Cuando llamaron a Eric fue el momento, a menos de 24 horas de la competencia, en el que se entera que va a competir en los cien metros estilo libre y no en los cincuenta. No estaba preparado para eso.
–¿Queréis decir ida y vuelta?
–Sí –le respondieron.
–No, no puedo. Deben cambiar la carrera a 50 metros. Cien metros no lo voy a poder lograr. –Pero ya no había nada que hacer. Tenía que competir en esa modalidad. La promesa a su madre volvió a darle vueltas en la cabeza. En la víspera de la competencia vio todas las grabaciones que encontró en televisión de juegos olímpicos pasados. Vio a los nadadores zambullirse, escurrirse como anguilas en el agua y bracear con una naturalidad que era desconocida para él. Antes de dormir se puso a rezar. No pidió el oro, la plata o el bronce. Lo único que le pidió a Dios fue la fuerza para poder terminar la carrera.
"Su mejor tiempo es ahora de 55 segundos. No está mal para ser la misma persona que se esforzaba por no ahogarse en una piscina olímpica, pero tampoco es suficiente para vencer a los mejores".
Pasó la noche y llegó el 20 de septiembre de 2000, el día de la carrera. Veinte minutos antes de la competencia, vestido con una pantaloneta de baño –la bermuda con la que había entrenado en Guinea Ecuatorial, parecida a la que llevamos a la playa todos los que no somos nadadores olímpicos–, Eric creía estar listo para competir. Fue un golpe de suerte que camino a la piscina se encontrara con Kevin, el entrenador sudafricano, que le advirtió que si salía así a participar lo descalificarían por no usar la vestimenta reglamentaria.
–Pues siempre he estado entrenando sin gafas, con esto mismo –le dijo Eric–. No tengo prendas, no tengo nada.
–¿De verdad? –le preguntó Kevin, mientras se moría de risa.
–Sí, de verdad.
De alguna forma, Kevin consiguió una licra marca Adidas y unas gafas de natación para Eric. No era mucho, comparado a los trajes de cuerpo completo y a los gorros de los otros nadadores, pero al menos no lo desclasificarían por usarlo. Volvió a cambiarse y entró al complejo deportivo, un domo con una piscina olímpica de color turquesa cristalino, modificado para recibir hasta 17.000 personas en las tribunas que rodeaban desde lo alto a los deportistas. Eric se sentó en una silla de plástico, con una sudadera azul y una camiseta amarilla y sus nuevas gafas alrededor del cuello y la mirada de un niño que está en medio de una conversación entre adultos, observado por los espectadores y las cámaras, a esperar su turno.
Una voz por los parlantes presentaba a los atletas: “En el carril número cinco, representando a Guinea Ecuatorial, ¡Eric Moussambani!”. Al oír su nombre, Eric se levantó y saludó a la multitud que lo aplaudía con la cortesía que merece alguien de quien nunca han oído hablar, mucho menos del país del que viene. Se empezó a quitar la ropa y al momento de subir a la plataforma de salida, luchó por ponerse el par de gafas por primera vez mientras sus otros dos contrincantes –solo iban a competir tres personas, contando a Eric– lo hacían con la facilidad del que ya lo ha hecho cientos de veces.
Antes de oír el ¡BANG! del disparo que da inicio a la carrera, Karim Bare (Níger) y Farkhod Oripov (Tayikistán) se lanzaron al agua en sus trajes de neopreno. Seguramente eran buenos nadadores, pero el público de Sídney nunca lo supo: aunque el disparo sonó una fracción de segundo después, eso fue suficiente para que ambos atletas fueran descalificados de inmediato. Eric miró toda la escena con incredulidad. Pensó que quizá era a él al que habían descalificado hasta que el juez le avisó entonces que tendría que nadar solo. Si hubiera sido posible, hubiera perdido el color de su rostro.
Se puso en posición.
¡BANG!
Paula Barila, “The Crawler” (“la oruga”), la contraparte femenina de Eric seleccionada para representar a Guinea Ecuatorial en los cincuenta metros estilo libre, nadó con la cabeza por fuera del agua por miedo a ahogarse y tardó más del doble del tiempo que la segunda nadadora más lenta (un minuto y tres segundos).
Le tomó solo un segundo lanzarse al agua y unos cuantos más escurrirse hasta la superficie para empezar a nadar. La ida no fue difícil. Cuando se le ve en las grabaciones se nota a primera vista que no es Michael Phelps y que no está al borde de romper ningún récord en velocidad, pero tampoco lo hace mal. Por cada tres brazadas levantaba su cabeza, a veces hacia los lados y en unas cuantas ocasiones directamente hacia arriba, como si olvidara la norma por una fracción de segundo. En los cincuenta metros hubiera podido pasar por un atleta decente. Fue en la venida donde se complicó: ya que no se había preparado para nadar esa distancia, de pronto empezó a sentir que se ahogaba. Las brazadas energéticas que lo impulsaban hacia adelante empezaron a perder fuerza hasta convertirse en chapoteos sin coordinación que apenas lo mantenían a flote. Movía los brazos como podía para llegar, las piernas pataleaban rígidas y con gestos violentos, como si estuvieran enyesadas; su cabeza prevalecía por encima de la superficie, con la boca bien abierta y tomando todo el aire que podía. De haberla hundido de nuevo posiblemente el agua se hubiera filtrado a bocanadas hacia su interior. “Nunca he visto nada como esto en los Olímpicos”, dijo el comentarista de la BBC durante la transmisión del evento, antes de que su compañero agregara: “No parece que lo vaya a lograr”. Y pese a todo, Eric seguía adelante. De nuevo resonaba en su cabeza lo que le había dicho su madre, que renunciara si creía que no podía hacerlo, pero no podía irse así no más; tenía que terminar. Cuando el agua se escurría de sus oídos, podía oír los gritos y los aplausos de la multitud. A cada metro eran más y más fuertes. “Go, go, go, go, go!” gritaban las voces de la gente desde la tribuna. Lo estaban animando. Los flashes de las cámaras empezaron a reflejarse en el agua con más frecuencia y los australianos abrazaban su bandera como si el africano que estaba luchando por terminar la carrera fuera su compatriota. Bastó un minuto y cincuenta y siete segundos para convertir a Eric Moussambani de un hazmerreír a un héroe.
Cuando finalmente llegó al borde se agarró con fuerza. Si se soltaba podía hundirse como una piedra en el agua, porque como piedras le pesaba cada músculo de su cuerpo. Desde ahí saludó a una audiencia de miles que lo aplaudían de pie. Los medios se amontonaron a su alrededor, tratando de sacarle una declaración. Eric difícilmente podía respirar, menos hablar. En los videos, sin embargo, debajo de su bigote aparece una sonrisa de vez en cuando.
De camino a los vestidores se cruzó con los representantes de su país. Tan descuidados eran que ni siquiera habían visto la carrera.
–¿Qué ha pasado? –le preguntaron.
–Ya terminé y ya me voy a casa –les respondió y siguió su camino. Sin duda luego se enterarían de que, con su tiempo de 1,52 minutos, no solo había fallado en seguir adelante en la competencia, sino que había impuesto el récord al desempeño más lento en los cien metros estilo libre. Por el momento, se iría a la villa olímpica sin decirle nada a nadie y, por siete horas como las que no había disfrutado en los últimos meses, libres de toda preocupación, dormiría como un bebé.
En 1988 Jamaica envió su primer equipo de bobsled, o trineo, a los Juegos Olímpicos de Invierno de 1988, en Calgary. El equipo se desempeñó bien hasta que se estrelló en la cuarta carrera frente a miles de fanes. Su hazaña inspiró la película de Disney Jamaica bajo cero y todavía compiten en los Olímpicos. Fotografía: Wikicommons.
***
“Lo importante en los Juegos Olímpicos no es ganar, sino participar; lo importante en la vida no es el triunfo, sino la lucha; lo esencial no es conquistar, sino haber peleado bien”. Pierre de Coubertin dijo eso. Él es el padre de los Juegos Olímpicos modernos, por si se pregunta. ¿Qué diría él de alguien como el ecuatoguineano Eric Moussambani? ¿Se levantaría a aplaudirlo con la multitud, reconocería en él aquel espíritu olímpico del que habla?
Sabemos qué dijo su sucesor en el Comité Olímpico Internacional. Jacques Rogge, el presidente del comité de 2001 a 2013, buscaba eliminar el sistema de clasificación que le permitió a Eric competir. “Queremos evitar lo que pasó en Sídney”, dijo Rogge en una entrevista a The Guardian un par de años después de las Olimpiadas. “Al público le encantó, pero a mí no me gustó. Los Juegos Olímpicos son una mezcla de calidad pura; es decir, los mejores atletas del mundo”. No es la primera vez que pasa algo por el estilo que tanto disgusta a Rogge: en 1988, los Juegos Olímpicos de Invierno en Calgary fueron tomados por sorpresa por la asistencia de “Eddie el Águila” Edwards, un británico miope y pasado de kilos para competir en salto en esquí, y el equipo jamaiquino de bobsled, conformado por militares y civiles provenientes de una isla en la que el hielo solo se da en neveras que apenas habían empezado su entrenamiento un año antes. Ambos tuvieron un desempeño terrible, con Edwards finalizando de último y los jamaiquinos estrellándose contra una curva en su cuarta carrera; al mismo tiempo, ambos recibieron un apoyo abrumante del público.
En 1998, en los Olímpicos de Invierno de Nagano, la marca de ropa deportiva Nike decidió patrocinar a Philip Boit, un keniano que nunca había visto nieve en su vida, para que compitiera en la carrera de esquí de fondo que dura 10 km; el africano terminó en el puesto 92, el último lugar, y aún así la gente gritaba “¡Vamos Kenia, vamos Philip!” y la ceremonia de premiación tuvo que ser pospuesta mientras el ganador, Bjørn Dæhlie (como sea que se pronuncie), esperaba a Boit en la línea de llegada para saludarlo por su esfuerzo. No todos pierden, como cuando el equipo de sóftbol femenino de Japón le ganó a la tierra de los Yankees en 2008, pero todos tienen los números en su contra. A la gente como ellos los llaman the underdog. El diccionario de Oxford traduce el término como “el que tiene menos probabilidades”. El que tiene menos probabilidades en el mundo empresarial porque solo cuenta con una empresa pequeña frente a las grandes corporaciones, el que tiene menos probabilidades de vencer en una batalla porque sus fuerzas son inferiores a las del oponente, el que tiene menos probabilidades de ganar una carrera porque no tiene el equipo o el entrenamiento de los campeones del mundo. Todo indica que va a perder y aun así todos aman al underdog: apoyamos a la marca que hace chocolates artesanales contra la megacorporación que los fabrica en masa; la historia que nos gusta contar es la de los trescientos espartanos que le hicieron frente a un ejército persa de miles de soldados; la gente aplaudió más por Eric Moussambani que por nadie más en todos los Olímpicos.
¿Qué tan asombroso sería si hubiera ganado?
Philip Boit, de Kenia, fue patrocinado por Nike para competir en los 10 km de esquí. Se preparó en Finlandia, donde vio nieve por primera vez a menos de un año de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1998, en Nagano. Terminó de último, pero el ganador del evento pospuso la premiación solo para esperarlo. Fotografía: Wikicommons.
Pero, al igual que muchos de sus antecesores, no fue así. Precisamente por eso me tomó más de una semana descifrar cómo terminar esta historia: porque hasta aquí llega lo interesante de ella. Tras una hora de hablar por Skype sobre su participación en Sídney y la fama momentánea que gozó después, pasamos al resto de su vida. Va más o menos así: Eric logró entrenarse en Valencia, España, durante seis meses para un mundial de natación en Japón en 2002, lo que mejoró su desempeño. Fue ayudado por Speedo un tiempo, pero no pudo firmar el contrato de patrocinio porque el Comité Olímpico de su país no lo aprobó. Y ya que hablamos de incompetencia, resulta que la razón por la que no lo vimos en los Juegos Olímpicos de Atenas, cuatro años después de Sídney, fue porque el mismo comité extravió su pasaporte y le impidió partir. Estudió ingeniería de sistemas en la Universidad de Texas y ahora trabaja para una empresa petrolera. Es el entrenador del equipo de natación de Guinea Ecuatorial a medio tiempo, después de que el presidente de su país le prometiera y cumpliera con construir una piscina olímpica en Malabo. Recientemente le confirmaron que dos de sus nadadores irán a Río 2016.
Su mejor tiempo es ahora de 55 segundos. No está mal para ser la misma persona que se esforzaba por no ahogarse en una piscina olímpica, pero tampoco es suficiente para vencer a los mejores. Ese tiempo le habría valido el oro en los Juegos Olímpicos de Roma en 1960, pero contra los nadadores actuales estaría en el fondo de la lista. Tal vez nació en una época que no era la suya. Sin embargo, su hazaña hoy vale más que cualquier medalla.
Si quiere saber más del autor, sígalo en Twitter como @El Principote
icono el tiempo

DESCARGA LA APP EL TIEMPO

Personaliza, descubre e informate.

Nuestro mundo

COlombiaInternacional
BOGOTÁMedellínCALIBARRANQUILLAMÁS CIUDADES
LATINOAMÉRICAVENEZUELAEEUU Y CANADÁEUROPAÁFRICAMEDIO ORIENTEASIAOTRAS REGIONES
horóscopo

Horóscopo

Encuentra acá todos los signos del zodiaco. Tenemos para ti consejos de amor, finanzas y muchas cosas más.

Crucigrama

Crucigrama

Pon a prueba tus conocimientos con el crucigrama de EL TIEMPO