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Historias

Endurance: un trote en la Antártida

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A finales de 2014, Colombia envió a 91 marinos y científicos a las costas del fin del mundo, a la península Antártica. La misión era crear conocimiento, pero un investigador tenía también otros planes. Esta es la historia de Diego Mojica y su "maratón antártica " en un continente que nunca antes había visitado, pero con el que siempre había soñado.
 
–En altamar te queda tiempo de reflexionar. Cuando trabajaba en los barcos atuneros, a veces podíamos durar un mes sin pescar. Y ahí es cuando te das cuenta de que en tu vida, estás así –las manos de Diego, algo pálidas en comparación con su color trigueño usual, cubren sus ojos mientras habla–. Te das cuenta de que tienes cinco sentidos, no te falta un brazo, no te falta una mano, ¡tienes todo! Pero estás viviendo solo de tu oficina a tu casa.
“El mundo se te abre. Dices ‘pucha, ¿yo qué estoy haciendo con mi vida?’. Y entonces empiezas a reflexionar, a pensar qué te gustaría haber hecho. Yo hacía ese ejercicio, escribía y enumeraba las cosas. ‘Viajar; ir a la cumbre del Ruiz en escalada de alta montaña; hablarle a una niña que me gusta en la calle; ir al Amazonas, a caño Cristales…’. ”Muchas se quedan en el tintero. Muchas no”.
–En esas listas que escribió, ¿estaba ir a la Antártida?
–Claro.
–Ya lo puede tachar, entonces.
DÍA 29 (12/02/2015)
Ubicación: 62° 12’ 0’’ S, 58° 57’ 51’’ O
Temperatura media: 1 °C
Velocidad del viento: 9 km/h
Diego Mojica corría. Resistía. Sus pies parecían inflamarse y contraerse con cada pisada, le rogaban que se detuviera. El terreno de roca sin compactar sobre el que trotaba amenazaba con que el siguiente paso fuera en falso; solo era apoyarse sobre una piedra grande y tambaleante y Diego podía caer al piso. Estaba dichoso de estar corriendo, pero al mismo tiempo se encontraba cansado. Sus manos estaban entumecidas, parecían estar completamente congeladas. La mitad del tiempo el viento iba en su contra, golpeaba en su cara, lo que bajaba la sensación térmica a unos -5 °C. La  ropa que llevaba –aparte de sus zapatillas rojas, su gorro y sus gafas de sol– eran un punto medio entre aptas para el trote y aptas para las bajas temperaturas y a la final probaron no ser las adecuadas para ninguna de las dos cosas. Estaba helando, podía ver su aliento condensarse a unos pocos centímetros de su cara.
–¿Cómo está? ¿Quiere seguir? –le preguntaba cada cierto tiempo una voz a su lado. Él no respondía. Tampoco se detenía.
Llegó al punto en el que empezó a tener miedo de no poder terminar. Los dolores se acumulaban en todas las partes de su cuerpo. A las ampollas que afloraban en sus pies y las molestias en sus extremidades se sumó una preocupación por su rodilla. El frío se había abierto camino hasta esta, a través de la carne y los huesos. Era un dolor fuerte, punzante. Pero por más que doliera no podía detenerse. Avanzó paso tras paso por la pista de aterrizaje.
Después de todo, detenerse sería renunciar a meses de entrenamiento en Colombia, a los trotes que había hecho en cada puerto en el que paraba el barco, a las horas dedicadas a la caminadora, a todo lo que había hecho y todo el tiempo que había pasado para estar en ese lugar; sería renunciar al esfuerzo y el honor de ser el primer colombiano en realizar una maratón en la Antártida.
***
Se necesitan hombres para viaje peligroso. Paga baja, frío intenso, largos meses de total oscuridad, peligro constante, retorno dudoso. Honor y reconocimiento en caso de éxito.
Este es el anuncio con el que, según los libros de historia –si es o no un relato apócrifo todavía se debate–, el explorador británico Ernest Shackleton reclutó hombres para su intento de atravesar el continente antártico por tierra, de costa a costa. “Solo quedaba un gran logro de los viajes antárticos: el cruzar el continente polar de mar a mar”, escribió Shackleton en las memorias de su viaje. La expedición fracasó cuando su navío, el Endurance, fue atrapado y hundido por los bloques de hielo que forzaron a la tripulación a sobrevivir durante dos años en el continente blanco antes de ser rescatados. Los marinos desafiaron al sentido común cuando, durante todo ese tiempo, en medio de esas planicies congeladas donde nada crece, ni uno dejó que la muerte se lo llevara.
Esos eran los tiempos de las grandes expediciones antárticas, de los héroes que iban hasta estas tierras por la gloria de ser el primero en estar en ellas, el primero en rodearlas, el primero en llegar hasta su corazón. Las cosas ya no son así. En Colombia, el anuncio de la misión de la Armada a la Antártida llegó de una manera mucho menos teatral a los grupos de investigación, con una promesa mucho menor de peligro. Fue la culminación de décadas de gestión desde que el país ratificó el Tratado Antártico en 1989, hasta que en 2012 la Armada, bajo la dirección del contralmirante Ernesto Durán, empezó a contemplar la idea de mandar una nave a tierras tan extrañas para una nación tropical. El fin era dar a Colombia el estatus de país consultivo del tratado, con voto para decidir qué hacer con una tierra de potencial inigualable, con minerales e hidrocarburos por descubrir, proteger… o explotar.
Pero también hay una razón científica, la razón que hombres de ciencia como el capitán Ricardo Molares, jefe científico de la misión, o el mismo Diego defienden con pasión.
¿Por qué cae una granizada en Bogotá?, ¿por qué descienden los glaciares en nuestros picos nevados?, ¿por qué se echan a perder nuestros cultivos?, ¿por qué llueve en sitios donde antes no llovía? Las respuestas no están a la vuelta de la esquina o donde el vecino. Tenemos que salir a buscarlas –responde Diego, cuando le preguntan los medios y los conocidos a qué fueron a ese lugar–. Si la gente se informara sobre el tema a fondo, no preguntarían por qué estamos yendo allá, sino por qué no habíamos ido antes.
Sería irracional creer que todo el hielo de la Antártida se derretirá de la noche a la mañana –en ese caso extremo, el nivel del mar podría aumentar 61 metros–, pero elementos como el deshielo y las corrientes de agua profunda que se forman en el continente tienen un gran impacto ambiental en la región andina y el mundo, influyendo sobre las temperaturas, las cosechas, la pesca, las lluvias y mucho más. En las plantas que no crecen en su jardín y en los chigüiros que mueren en el Casanare. No es curiosidad, entonces, lo que compromete a Colombia con la Antártida, es necesidad.
Los barcos de ahora son mucho más resistentes que el Endurance, pero la Armada no se confió: modificaron el ARC 20 de Julio con potabilizadores y turbinas, una ecosonda Konsberg y un laboratorio armado dentro de un contenedor de carga para que los científicos tuvieran donde trabajar. Iban 91 marinos e investigadores científicos –biólogos, oceanógrafos y hasta una ingeniera, provenientes de organizaciones como la Comisión Colombiana del Océano (CCO), Fundación Malpelo y la Corporación de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo de la Industria Naval, Marítima y Fluvial (COTECMAR) con proyectos aprobados para la expedición– a bordo del navío. Para poder ir, cada uno de los tripulantes fue examinado y reexaminado, con radiografías, exámenes de sangre y hasta una prueba de polígrafo. El menor indicio de enfermedad significaba quedarse atrás. Nadie quería eso. Al capitán del navío, Camilo Segovia, un “lobo de mar” que ha atravesado algunos de los mares más tempestuosos del planeta, le encontraron cálculos en la vesícula. O se operaba o cedía el puesto. Sin dudarlo el capitán se mandó a sacar la vesícula.
Entre los investigadores se encontraba Diego Mojica, biólogo marino de la Comisión Colombiana del Océano; un hombre enamorado de la Antártida, desde hacía catorce años, cuando por casualidad trabajó en la investigación para el libro La era de la Antártida. A partir de ese momento buscó los relatos de los exploradores que pudo, leyó estudios sobre todas las propiedades del continente blanco y hasta empezó a hacer campañas en diferentes instituciones para promover la exploración y la ciencia en la Antártida.
Ahora que por fin iba a conocer el continente que tanto había estudiado, Diego tenía una misión personal que cumplir.
–Voy a correr la maratón antártica –le avisó Diego al médico de la Fuerza Aérea a bordo, el mayor Castro, poco después de embarcarse. Quería que lo acompañara por seguridad. El mayor Castro, más allá del interés científico o del código ético que lo ataba a vigilarlo, encontró divertida la idea de ese hombre de cuarenta años, que no parecía pesar más de 70 kilos y con una altura para nada intimidante, con el cabello levantado en picos como si fuera un adolescente, intentando tal proeza. Aceptó.
Tras su partida de Cartagena, en diciembre de 2014, Diego salía a correr en cada puerto en el que paraba el ARC 20 de Julio. Tenía que estar preparado. En Guayaquil salió a trotar apenas desembarcaron. También compró los chocolates que regalaría en altamar a su amigo secreto el 24 de diciembre, una Navidad que pasaron dándose detalles unos a otros en el comedor y llamando a familiares por Skype. Diego llamó a sus padres y a su novia en Barcelona. También salió a correr en Valparaíso, el puerto donde la tripulación celebró el Año Nuevo con un espectáculo de fuegos artificiales que explotaban en diversos colores sobre el mar. Corrió junto a las dunas, yendo por la línea de costa hasta lugares recónditos. También trotó con un clima de 5 °C en Puntarenas. Mientras el barco se acercaba al paso de Drake y sus temibles olas de ocho metros de las que hablan los marinos –que nunca enfrentaron, pero sí vieron sus consecuencias en forma de naufragios carcomidos por agua salada–, Diego bajaba a las profundidades del barco a trotar varios kilómetros en la caminadora cada vez que encontraba algo de tiempo libre.
Paso a paso sobre la caminadora, Diego dejó atrás el mes de diciembre. Siguió corriendo hasta que, a mediados de enero de 2015, desde el puente de mando alguien vio la península Antártica en el horizonte.
***
La Antártida es remota, fría, inclemente. Catorce millones de kilómetros cuadrados en los que el blanco, el negro y el azul dominan la distancia en forma de planicies nevadas, montañas rocosas e icebergs de un tamaño colosal. Hay un silencio sepulcral, que se rompe cuando los hielos chocan contra el casco de los barcos o cuando suena el aleteo de las ballenas sobre el agua. En sus días más cálidos no viven más de 5.000 personas en el continente, pues las temperaturas del verano son lo bastante bajas como para entumecer la voluntad de moverse, y las del invierno pueden congelar el agua en segundos. Es tierra de pingüinos, albatros y leones marinos, no apta para seres humanos. Hombres vigorosos, deseosos por recorrer esta tierra han muerto en medio de sus tormentas de vientos de 56 kilómetros por hora, han perdido su rumbo en la penumbra de sus noches, han caminado perdidos en una blancura que oculta incluso la mano que extienden frente a su cara (un fenómeno que se conoce como whiteout), han pisado en falso y han caído a su interior. Es un lugar que no da segundas oportunidades, como el explorador Douglas Mawson descubrió al ver, con asombro y horror, cómo su compañero, Xavier Mertz, se arrancó de un mordisco la punta de su dedo congelado. Mertz no sintió nada. En el frío de la Antártida, su cuerpo se estaba pudriendo. Seis días después, en la madrugada del 8 de enero de 1912, débil y delirante, Mertz falleció en las manos de su amigo y fue enterrado por la nieve. Mawson encontró el camino de vuelta a la costa y a su barco, tras el fracaso de su expedición y de recorrer 482 km desde el interior del continente. Otros no han sido tan afortunados.
Yo apenas puedo imaginar ese lugar; ellos apenas y pueden describirlo.
Este es el continente al que llegaron los científicos colombianos. Para el 2015 el Polo Sur ya había sido conquistado con banderas de EE. UU., Japón y hasta Sudáfrica, el continente rodeado más de una vez. Lo que quedaba por hacer para estos “calentanos” en el paralelo 65 sur, en el mar helado y las islas del estrecho de Gerlache era ciencia.
Los investigadores tenían trabajo de sobra. Dirigiendo su proyecto, Diego recogía muestras de zooplancton, uno de los eslabones claves de toda la cadena trófica marina –la cadena alimentaria de los organismos de mar–. Las redes se sumergían con un winche y el barco las acarreaba para recolectar tantas muestras como pudiera de esos organismos que solo se pueden ver con un microscopio. Mientras Diego anotaba las variables (temperatura, velocidad, posición, etcétera) y coordinaba con el puente cuándo empezar o detener el avance del buque según se desplegaban las redes, los demás investigadores lo asistían manejando los equipos. Unos mantenían las redes estables, otros vigilaban que los equipos funcionaran correctamente. Algunos no eran biólogos, pero siempre se ayudaban, hacían un buen equipo. En un par de horas él estaría donde estaban ellos, haciendo de “bichero” para el proyecto de alguien más. Ser bichero consiste en pararse a un costado de la nave y usar una larga vara de metal que asegura los equipos, mientras estos descienden al mar en una grúa, asegurándose de que no choquen con las paredes del barco y se mantengan estables. Si le parece un trabajo sencillo, piense en las capas de ropa que hay que llevar para combatir el frío del exterior, en la nieve que cae y en los arneses que lo aseguran a la cubierta, la única garantía de que en medio del ejercicio no caerá nadie por la borda y morirá de hipotermia en el agua.
Cuando los investigadores salían, buscaban pedazos de “hielo milenario” –gruñones–, tan transparentes que se veían casi negros sobre el agua. Los recogían y los llevaban con ellos para servirlos con whiskey en casa. “Burbujas que tú te estés tomando ahí pueden ser jurásicas”, dijo el capitán Molares, cuando me invitó a un copa de Old Parr con hielo milenario.
Durante el viaje de ida, mientras los otros investigadores jugaban a las cartas y veían películas para matar el tiempo, Diego subía al puente de mando y desde ahí tomaba fotos de las ballenas que veía en el horizonte con una cámara DSLR y un lente 75-300 mm. Lo hacía para un estudio de patrones migratorios de las yubartas de la Fundación Malpelo. Con una foto se podía reconocer si la yubarta avistada en las costas ecuatorianas o en los fiordos chilenos era una de las 1.500 que migran cada año a las costas de Colombia desde el sur. Y ahora, en la Antártida, salió en tres ocasiones con las dos investigadoras de la Fundación Malpelo y Conservación Internacional a llevar su “caza de ballenas” al siguiente nivel: las perseguían en los botes Zodiac hasta estar a pocos metros de distancia, tan cerca que un movimiento animal con su cola habría mandado el barco por los aires. Con un rifle chino, modificado para escupir dardos en vez de balas, le disparaban al animal. Para la ballena, esto no era más que un pellizco, pero para los investigadores era una muestra más de material genético. Se complementaba con las fotos de Diego. Así era, claro, cuando le lograban atinar al animal. Diego intentó disparar un par de veces el rifle, pero cuando el bote y el objetivo y uno mismo estaban al mismo tiempo en movimiento, no es nada fácil dar en el blanco. Eventualmente la tarea quedó en manos de un teniente de la Armada que los acompañaba quien, con más experiencia disparando que ese puñado de científicos, atinaba al primer intento.
Fueron cuarenta y cinco días de investigación científica. Casi no tenían tiempo para descansar. Era una labor constante, día tras día, con el sol de verano brillando sobre sus cabezas veinte de las veinticuatro horas. Aquel mes y medio la vida en el ARC 20 de Julio se podía resumir en despertar, trabajar, comer –una dieta que, tan colombiana como el barco, contaba con arroz de sobra– y dormir… y salir de vez en cuando a ver el crepúsculo sobre los montes antárticos y los icebergs con una taza de café colombiano en la mano. El café, por supuesto, era “una necesidad”, según el capitán Molares.
En medio de todo ese ajetreo, cuando no trabajaba en cubierta con la nieve cayendo en su rostro, cuando no revisaba los datos en su computador o releía sus libros sobre la Antártida –rayados con dibujos y anotaciones al margen de años atrás, para el día que pudiera ir en persona–, Diego seguía entrenando en la caminadora. Corriendo. Esperaba que llegara la hora de sobrepasar su propio récord.
***
Hacia el final del viaje, aunque todo iba viento en popa con las investigaciones, las cosas se veían mal para la meta personal de Diego. Por un lado, el evento conocido como la Maratón Antártica en el que quería correr fue aplazado continuamente por mal tiempo. Conociendo los estándares de buen clima en la Antártida, decir “mal tiempo” es algo en verdad grave. Para hacer las cosas peores, el capitán del 20 de Julio, Camilo Segovia, no quería darle la autorización para salir a hacer la maratón –Diego no le dijo que haría una maratón entera, solo le pedía permiso para “ir a hacer un trote”–.
Insistió e insistió e insistió hasta que el capitán le dio la autorización. Ya Diego estaba determinado. Si no podría correr la Maratón Antártica, al menos correría solo una maratón en la Antártida.
El mayor Castro y Diego Mojica desembarcaron en la base chilena Presidente Frei el jueves 12 de febrero de 2015. Era una mañana de verano polar normal: el viento golpeaba fuerte, caía fina nieve y el sol se ocultaba tras capas de nubes y neblina. Avanzaron por entre las casas y tanques de la estación, contenedores de carga adaptados para lo que se necesite, esparcidos en una planicie rocosa como la superficie de un planeta lejano. Caminaron hasta el aeródromo Teniente Marsh, una pista de 1.292 metros a la que llegan de vez en cuando las avionetas con suministros y nuevo personal. No tiene mucho tráfico. Diego se puso unas gafas de sol, revisó sus zapatillas y empezó a correr. Sus únicos testigos eran el mayor Castro, el controlador de la torre del aeródromo, algunos residentes de la estación que lo vieron desde la distancia y los albatros que sobrevolaban la orilla. Correr, correr, correr…
–¿Cómo está? ¿Quiere seguir? –le preguntaba el mayor de vuelta en vuelta, cuando pasaba a su lado, mientras vigilaba con un monitor cardiaco y una banda su estado de salud. Diego no respondía. Tampoco se detenía.
En el kilómetro treinta temió no poder terminar. El dolor en su rodilla era difícil de ignorar. Podía ser peligroso. Con la dolencia en sus pies y el frío quemando sus fosas nasales, resultaba impresionante que Diego siguiera en pie, más aún corriendo. Pero así era. La prudencia ganó un poco de terreno y bajó el ritmo. Pero no se detuvo. Por mucho que le costara, pensaba con cada paso en que esto era algo que tenía que hacer si alguna vez esperaba volver para cumplir su verdadera meta; pensaba en los grandes exploradores de la Antártida que él admiraba y nunca se habían rendido, pensaba en su hogar, en los catorce años de estudios y gestión –él y las diapositivas con las que llegaba a instituciones a postular ideas de exploración de esa tierra de roca y nieve– y todo lo que le había tomado llegar hasta ese lugar, el continente que lo había fascinado desde siempre, desde la lejanía. Siguió corriendo, sin detenerse. Para cuando terminó los 42.195 metros, cuatro horas y media después de empezar, Diego no sentía su cuerpo. El frío y el cansancio se habían apoderado de él. Esa sensación de estar exhalando en cada aliento su último aliento fue una de las mejores sensaciones que ha experimentado en la vida. Se sentía feliz. Lo es ahora, cada vez que se proclama –según las pesquisas que ha hecho– el primer colombiano en correr una maratón en la Antártida.
Lugar: aeródromo Teniente Marsh; sujeto: Diego Fernando Mojica; distancia recorrida: 42.195 metros; tiempo aproximado: 4 horas, 30 minutos
–¡Pero usted no me dijo que iba a correr toda una maratón! –le reclamó el capitán Segovia cuando biólogo y doctor estuvieron de vuelta en el ARC 20 de Julio.
–Pues... tenía que aprovechar, capitán –respondió Diego. Ninguno dijo nada más. La hazaña ya estaba hecha.
Cuando se empezó a correr la voz de lo que había pasado, los demás tripulantes le pusieron un apodo: Shackleton. No ayudaba que una de sus chaquetas tuviera estampada en la espalda el legendario clasificado que había utilizado el explorador inglés para reclutar personal para la aventura. Claro, a Diego no le molestó para nada. Así lo llamaron hasta que volvieron a Cartagena, en marzo de 2015.
La primera vez que me reuní con Diego, meses después de su regreso en las oficinas de la CCO, cuando ya había reemplazado las gruesas chaquetas de plumas que lleva en las fotos por camisas bien planchadas, le pregunté qué se había traído de la Antártida. Algunos investigadores habían traído postales, o incluso “hielo milenario”, gruñones congelados con miles de años de antigüedad. Confesó que también trajo uno. Lo donó a la Universidad Nacional, en nombre de la ciencia, pero todavía tiene un poco guardado en su nevera para tomárselo con un whiskey Blue Label. Un momento después se llevó su índice a la sien derecha y dijo:
–Lo que uno se lleva está acá. Los recuerdos, las vivencias, lo que hiciste.
Para recordarlo todo, Diego tiene un diario. Es una libreta pequeña, con letra impecable y mapas de tanto detalle que pondrían celosos a los exploradores de antaño. Cuando supe que existía, lo primero que quise leer fueron las palabras que escribió apenas terminó su maratón. No escribió mucho. En la parte superior de una página dice:
Me siento feliz y contento de haber culminado esta primera maratón colombiana en territorio antártico. Mi tracto respiratorio se encuentra un poco quemado y sensible por dentro, y dos ampollas en mis pies atestiguan la dureza del terreno. Considero que este es un primer paso para conocer un poco más del comportamiento de mi cuerpo ante estas temperaturas y el ejercicio polar, aprender un par de lecciones que sin duda serán tenidas en cuenta para la planificación de la travesía propuesta al polo Sur…
No hay que insistir mucho para que confiese esta ambición: Diego fantasea con conquistar el Polo Sur y, no mucho después, hacer la travesía antártica. Como lo expone él, la travesía consiste en recorrer 3.000 kilómetros atravesando el continente, desde el aeródromo Glaciar Union, llegando hasta el Polo Sur y la estación Amundsen- Scott, para luego descender al mar de Ross, finalizando en la base estadounidense McMurdo. Cuatro meses, treinta kilómetros diarios, todo en completa soledad y arrastrando sus provisiones en un trineo. Suena como una locura, pero desde hace catorce años se prepara para seguirla, entrenándose como socorrista de la Cruz Roja, haciendo cursos de esquí en nieve, de supervivencia en mar, buceo, escalada en roca, trail running…, todo para obtener las habilidades necesarias. Esa es la razón de los libros, de su amor por las historias de los exploradores que trataron de alcanzar la gloria en aquel continente, de sus continuos intentos por promover cultura y apreciación por esa tierra de glaciares. Es la razón por la que volvió a la Antártida en febrero de 2016, con la idea de seguir entrenando –fue por un estudio de pinnípedos, como las focas, morsas y leones marinos, pero quiere aprovechar las condiciones para practicar, arrastrando peso sobre los trineos por más de 100 km–. Y si Diego Mojica trajo consigo hielo y recuerdos de la Antártida, también dejó allá un sueño mucho antes de haber dejado su huella sobre la nieve.
–Todavía no hay un colombiano que haya hecho esa travesía en la Antártida –hace una pausa para construir suspenso. Luego, levantando su voz y con confianza, dice–, pero lo va a haber.
En la base chilena Gabriel González Videla, vistiendo un traje de neopreno, Diego tuvo su “bautizo antártico”: se lanzó al agua helada, dio un par de brazadas y tras salir tiritando fue recibido en la orilla con una toalla y un vaso de whisky con hielo milenario. “¿Tú vas a esa mierda y no te vas a tirar? ¡Toca tirarse, hermano!”, es como lo justifica el capitán Molares, que también lo hizo, en pantaloneta y camisa hawaiana.
PROYECTOS CIENTÍFICOS DESARROLLADOS EN LA ANTÁRTIDA POR EL ARC 20 DE JULIO
● La creación de una carta de navegación del Estrecho de Gerlache, entre la península Arctowski y las islas Anver y Brabante, en colaboración con el Servicio Hidrográfico de Chile. Se hizo con una ecosonda Konsberg que se anexó al casco del barco. Esta región fue elegida por tres razones fundamentales: existía la necesidad de crear una carta del área, las estaciones cercanas y datos de navegación existentes hacían de este lugar bastante seguro de navegar, y sus condiciones eran ideales para realizar otras investigaciones.
● Tomar registros fotográficos y material genético de las ballenas jorobadas en el Pacífico y la Península Antártica para estudiar la relación en patrones migratorios y diversidad genética de las ballenas de ambas áreas.
● Se recogieron muestras de zooplancton en el estrecho de Gerlache con el objetivo de entender el comportamiento de este componente de la cadena alimenticia –si ha crecido, si ha disminuido, si ha migrado, si ha colapsado– según los cambios en las condiciones de la Antártida. La estabilidad de este elemento es crucial para la estabilidad de los ecosistemas marinos de todo el planeta.
● El estudio de los efectos de los cambios en la temperatura sobre el sistema de propulsión del buque, realizado por COTECMAR (Corporación de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo de la Industria Naval), el astillero constructor del ARC 20 de Julio. Este es el primer barco de la Armada creado en astilleros colombianos.
● Se midieron diversas variables marítimas, entre ellas la temperatura,a diferentes profundidades en todas las estaciones que hizo el barco en el estrecho de Gerlache. Esta información se mandó a la Universidad del Norte, en Barranquilla, donde se estudia en relación a los efectos que el cambio climático pueda tener sobre esta región tan vulnerable.
● La Fuerza Aérea realizó un estudio sobre los cambios en las variables fisiológicas (frecuencia cardiaca, tensión arterial, etc.) correlacionados a los cambios ambientales que se dan en la Antártida.
Si quiere saber más del autor, sígalo en Twitter como @ElPrincipote
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