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Historias

El peligroso mundo de las 'papas bomba'

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No se trata de marchas pacíficas. Las universidades públicas colombianas, cada tanto, se convierten en verdaderos campos de batalla por culpa de unos cuantos inadaptados. Los muertos no se pueden contar con los dedos de la mano. La mayor arma asesina es la "papa bomba", un artilugio casero que, más allá de aturdir, es capaz de mutilar brazos, piernas y, por supuesto, matar.       
Por Santiago Cepeda // Fotografía Sebastián Jaramillo
UNO
¿Qué es una papa bomba, cuáles son sus componentes, cómo se elabora, cuál es su verdadero alcance explosivo y cómo llegó a convertirse, junto con las capuchas y las piedras, en uno de los elementos más icónicos de las protestas estudiantiles en Colombia? Recolectando los rumores que pueblan las cafeterías y los pastizales de la Universidad Nacional se puede armar el rompecabezas de las tácticas y las estrategias que en un principio todos dicen que ignoran.
Algunos aseguran que los materiales son tomados de los laboratorios universitarios y almacenados en los silos de las mismas universidades, de modo que siempre hay bombas disponibles. Por el contrario, otros aseguran que las bombas son elaboradas el día anterior a la protesta y que sus componentes se consiguen en el mercado negro, como es el caso de los percloratos, cuya distribución está controlada por Indumil (industria militar colombiana).
Para hacerse con los percloratos, fundamentales en la elaboración de los explosivos, los denominados "capuchos" contactan empresas dedicadas a la producción de reactivos químicos, las cuales -en lugar de invertir en el tratamiento de subproductos contaminados- los venden clandestinamente y desde el anonimato, de modo que quienes compran estas sustancias químicas no saben quién las ha elaborado. En cuanto al término "papa bomba", nadie parece saber de dónde viene.
A pesar de lo que la gente cree, no se trata de una papa rellena de material explosivo, sino de un paquete esférico de aluminio que puede tener entre dos y seis centímetros de diámetro. Cada una de las personas con las que hablé me dio una fórmula distinta de la bomba, sin embargo, con la ayuda de un ingeniero químico pude elaborar una con clorato de potasio, azufre, aluminio en polvo, papel aluminio y una piedra. La fabricación de este explosivo es sumamente peligrosa y abundan los casos de personas que han perdido los brazos o la vida manipulando estas sustancias.
El explosivo realizado por el ingeniero químico contenía 70% de clorato de potasio, 10% de azufre y 20% de aluminio en polvo. La mezcla la esparcimos por el papel aluminio, sobre el cual colocamos la piedra, que recubrimos con el mismo papel. El estruendo de la bomba al chocar contra el piso, la humareda y el olor fosfórico enervaron mi ánimo hasta la euforia. Lanzar una papa bomba se parece -aunque el sentimiento sea significativamente más intenso- a sostener un volador a punto de estallar y soltarlo en el último instante.
A todo esto se suma la satisfacción de ver que el explosivo sí funciona. Sostener una papa bomba no solamente desencadena una tormenta de adrenalina en el cuerpo, también le recuerda a uno la capacidad explosiva de ese pequeño artefacto, pues una vez sellada, la bomba empieza a liberar muchísimo calor.
Tras experimentar tal fascinación y pánico, incluso bajo la supervisión de un ingeniero químico y amparado por la calma de una finca sabanera, no pude hacer otra cosa que pensar en lo que debe sentir alguien que carga uno o varios de estos explosivos en medio de una protesta, enardecido por el clamor de la multitud furiosa y apurado por el peligro de la condena o la muerte. Fue buscando a alguien así que fui a dar con Ismael.
DOS
Tras cerrar con llave la puerta de su oficina y servirse un café en uno de los vasos de icopor que lleva a todas partes, Ismael me aclara que quienes lo acusan de haber puesto explosivos cuando militaba en la Juventud Comunista son unos mentirosos, pues él siempre les ha tenido mucho miedo a las bombas, aunque eso no quiere decir que no haya sido entrenado para fabricarlas y manipularlas.
Cabe precisar que el verdadero nombre de este personaje, amante de la poesía de Neruda y conocedor como pocos del territorio colombiano, no es aquel con el que aquí se le nombra. De hecho, la idea de denominarlo Ismael me la sugirió él mismo el día de nuestro encuentro. -Digamos que me llamo Ismael -dijo, y aunque es probable que la elección del pseudónimo responda al azar o a otros motivos que yo desconozco, no puedo pasar por alto el hecho de que la frase es una cita textual del inicio de Moby Dick, como si con ese nombre Ismael quisiera advertirme que ha sido testigo y partícipe de historias en las que el temor y la obsesión son capaces de arrastrar a los hombres hacia lo más oscuro de sus corazones. Ismael se da gusto narrando cada enfrentamiento entre los estudiantes y la policía.
-El enfrentamiento empieza cuando la vanguardia de los manifestantes ve, dos cuadras más adelante, los escudos de la policía -dice.
Detrás de los escudos, los policías aguardan en cuclillas y chocan sus bolillos de macana contra el asfalto, produciendo un tamborileo provocador y frenético. Al ver a los policías, los manifestantes detienen la marcha y se alistan a partir sus banderas y embestir, en caso de que los policías se pongan de pie y avancen contra ellos. Ismael me explica que en la década de los setenta cada manifestante blandía una bandera de tres metros, que en el momento de la refriega perdía su tela roja y se convertía en un par de bastones de combate.
-La idea era darle al policía en la oreja, que el casco dejaba al descubierto, para desequilibrarlo. No se trataba de un asunto sencillo, pues cuando los policías se levantaban y empezaban a correr hacia nosotros, cada uno sentía que el corazón se le iba a salir y así es muy difícil conservar el tino y la calma. Los gritos furiosos de los líderes de cada grupo nos enardecían y nos crispaba el redoblar de los bolillos contra los escudos.
La táctica de combate de los manifestantes era la del lobo contra el bisonte, que muerde y se retira, pues en cada arremetida se corría el riesgo de que la bandera se rompiera, dejando al combatiente desarmado ante su rival. Según Ismael, la ventaja de los estudiantes radica en su juventud: a diferencia de los policías, los jóvenes no conocen aún el valor de sus propias vidas, de modo que su arrojo equilibra la balanza que el armamento y la instrucción inclinan hacia el lado de la fuerza pública.
El enfrentamiento cuerpo a cuerpo, calco urbano de las más primitivas batallas, se mantiene durante unos minutos hasta que el sonido atronador del primer explosivo hace retroceder las filas de unos y otros, pues a nadie le queda claro en medio de la gresca si los artífices de la explosión son los suyos o los contrarios.
Le pregunto a Ismael si en su época usaban papas bomba, y en vez de responderme con evasivas, me aclara que papa bomba es el nombre que en la Universidad Nacional y en la Universidad Distrital le dan a cualquier explosivo de impacto utilizado por los manifestantes. A veces se trata de piedras untadas de fósforo blanco, azufre y clorato de potasio que al golpear el suelo hace un ruido atronador, otras son mezclas de algún perclorato con barras de aluminio blanco y azufre, envueltas con cuidado en una bola de papel aluminio del tamaño de una papa criolla. También se lanzan "dulces", que están hechos de lo mismo pero no son más grandes que la falange de un dedo.
TRES
Aunque los estudiantes siempre han sido partícipes de las más importantes protestas públicas de la historia, fue a partir de mayo de 1968 cuando se arrogaron definitivamente el deber de salir a las calles y proponer una nueva visión de la sociedad a través de marchas, grafitis y consignas.
Si bien las protestas de 1968 pertenecían más al orden de la cultura que de la política, la coyuntura de la guerra fría terminó por devorarlas. Fue así como lo que en un principio era una espléndida llamada a reinventar el mundo de manera pacífica, terminó convirtiéndose en un frente más de la guerra entre el capitalismo y el comunismo. Al igual que en el resto del continente, la protesta estudiantil en Colombia fue permeada por los intereses de grupos políticos que aprovecharon la inconformidad de los estudiantes para incorporarlos a la lucha violenta.
Tras el fin de la guerra fría en el mundo y la focalización del conflicto armado colombiano en el campo, las protestas de los estudiantes colombianos languidecieron hasta convertirse en una costumbre más, una pintoresca particularidad de la universidad pública. Actualmente hay más de diez investigaciones inconclusas en las que se acusa a miembros del escuadrón especial antidisturbios, Esmad, de haber asesinado a algún estudiante o de violentar sus derechos fundamentales.
Si bien el arsenal de la Esmad consiste en armas de defensa y dispersión, no son pocos los casos en los que se ha registrado el uso de municiones recalzadas, es decir, explosivos recargados artesanalmente con metralla, fríjoles  e incluso canicas, como fue el caso de la bomba lacrimógena que le quitó la vida al estudiante Óscar Salas, el 8 de marzo de 2006. No todos los daños ocurren en el momento del choque con las autoridades, otros mueren o son heridos gravemente por la elaboración y la manipulación indebida de explosivos caseros.
Abundan los testimonios de estudiantes que han visto explotar de improvisto la mochila de un compañero en medio de la multitud o han presenciado con horror el estallido de una bomba en la mano de un encapuchado antes de que este pueda lanzarla. Hace poco menos de un mes, siete estudiantes de la Universidad Pedagógica y de la Tecnológica de Colombia (UPTC) fueron víctimas en Tunja de los explosivos caseros que uno de ellos cargaba en su morral durante una protesta. Al parecer, las papas bomba estaban cargadas con metralla (tornillos, alambres, etc.).
Cuatro de los heridos sufrieron mutilaciones en sus cuerpos y los médicos del Hospital San Rafael de Tunja se vieron obligados a amputar un pie y un antebrazo, además de tratar un trauma testicular, una fractura de un fémur y múltiples lesiones en los rostros de todas las víctimas. Y hace menos de un mes, el 26 de marzo, tres estudiantes de la Universidad Pedagógica, Óscar Arpos (19 años), Daniel Andrés Garzón Riveros (22 años) y Zaida (20 años), murieron en Suba cuando manipulaban entre cinco y ocho kilos de explosivos artesanales.
Tampoco son pocas las bajas de la policía en esta clase de batallas. El 31 de agosto de 2000, Ramiro Soto, agente del Esmad, fue asesinado en la Universidad Nacional tras recibir el impacto de un explosivo casero en la nuca. En abril de 2008 cuatro miembros de la Esmad fueron rociados con gasolina y encendidos por varios encapuchados en medio de una protesta en la Universidad Surcolombiana, en Neiva, y un mes después, en la Universidad Pedagógica de Bogotá, otros cuatros fueron quemados con ácido sulfúrico.
Si bien las protestas de octubre y noviembre de 2011 dejaron muy claro que los estudiantes están interesados en reemplazar la manifestación violenta por métodos de persuasión pacíficos, cargados de simbología y astucia, todavía hay quienes aprovechan la turbación de las protestas para realizar actos vandálicos.
Después de conversar un rato acerca del número de muertos entre estudiantes y policías que la brutalidad y los explosivos han ocasionado, Ismael señala que si bien en la explosión los materiales se consumen por completo y no liberan metralla, el impacto directo en la humanidad de alguien puede ser letal.
-De todas maneras, esas bombas están fabricadas más para hacer ruido que daño -dice-, el problema es que no todos los que van a las protestas están ahí para manifestar su deseo de solucionar lo que está mal en el sistema. Muchos aprovechan el desorden para descargar su ira y sus frustraciones personales... o para sentirse valientes.
Cuando le pregunto a Ismael si no hay otra forma de darle voz a la protesta, él responde que claro que la hay, el problema es que la policía tumba los pasacalles, borra los grafitis, agrede brutalmente a los grafiteros, les lanza gases a los voceros y detiene y tortura a los rezagados. Aunque en el pasado la única respuesta a esa violencia parecía ser más violencia, tácticas pacíficas como la abrazatón del año pasado han demostrado ser mucho más efectivas.
A pesar de que muchos pretenden usar las bombas como un poderoso grito de protesta, una voz para convocar al estudiantado inconforme, no se puede pasar por alto el hecho de que la manipulación de explosivos conlleva siempre un riesgo de muerte. Ismael dice estar de acuerdo en ese punto y cree que los manifestantes son cada vez más conscientes de la gran irresponsabilidad que es cargar un explosivo en medio de una multitud, sobre todo si se tiene en cuenta que su fabricación rudimentaria se combina siempre con un aluvión de adrenalina, lo que aumenta enormemente la posibilidad de que las cosas salgan mal para todos.
Ismael repite una y otra vez que quien va con explosivos a una manifestación es un irresponsable y añade que no hay que pasar por alto que quienes siempre llevan explosivos a las marchas son los organismos del Estado. Según él, la policía se equivoca si cree que los estallidos, el humo y el olor de la pólvora dispersa a los manifestantes y asegura que, por el contrario, es la inminencia del peligro lo que más los enardece, alerta y unifica.
-La única bomba que tomé en mis manos con la intención de lanzársela a los policías -me dice Ismael con enfado- fue la que ellos me lanzaron a mí.
CUATRO
Un primero de mayo, en el marco de la celebración del Día Internacional del Trabajo, Ismael se unió al grupo de manifestantes que marcharon con rumbo a la Plaza de Bolívar para conmemorar la famosa huelga ocurrida en Chicago en 1886. En medio del enfrentamiento con la fuerza pública, Ismael vio que uno de los proyectiles cilíndricos disparados por la policía avanzaba a ras de suelo hacia donde él se encontraba.
-¡Fue un momento grandioso para mí! -exclama Ismael-. Tan pronto como vi el proyectil, me adelanté al grupo, dispuesto a aprovechar la oportunidad de ser el héroe del momento.
Tal y como había visto hacer a otros, Ismael calculó el momento en el que el proyectil lo alcanzaría y lo detuvo de un pisotazo. Luego se agachó y lo tomó para lanzarlo de vuelta, pero en el momento en el que abandonaba su mano, el proyectil estalló. Ismael recuerda ver los rostros de la gente primero, y luego una selva de piernas.
-Sentía que la cabeza se me iba a explotar, un zumbido agudo me taladraba los oídos y no entendía lo que había ocurrido. -Tan pronto como se pudo levantar, Ismael comprobó que le sangraba la nariz, su chaqueta de doble faz estaba agujereada por todas partes y la mano con la que había lanzado el proyectil no solo estaba coloreada de blanco y gris sino que además tenía el tamaño de un guante de béisbol.
En ese momento, un grupo de estudiantes lo alzó y se lo llevó lejos de la reyerta. Ismael permaneció en silencio todo ese tiempo, atento al cuchicheo de los curiosos que sentenciaban su partida de defunción. Al fin lo descargaron en un patio y lo sumergieron varias veces en una caneca llena de agua. Cuando ya empezaba a recuperarse del aturdimiento, vio que uno de sus hermanos estaba a su lado. La compañía de su hermano le hizo recobrar la calma hasta que este lo miró con seriedad y le dijo: "Ismael, se tiró la chaqueta. Mi mamá lo va a matar".
Ismael me aclara que la bomba que le estalló en la mano y lo alejó definitivamente de la manipulación de explosivos era una bomba de gas pimienta, famosa por producir vómito, mareo, diarrea y mucho ardor. Le pregunto a Ismael si guarda algún rencor contra la policía y me contesta que no, pues sabe que ellos están para cumplir su deber, que es defender la institución contra la que el estudiantado se alza. Lo que sí le molesta son los abusos cometidos impunemente por las autoridades.
-No entiendo por qué la respuesta del gobierno a las exigencias del estudiantado tiene que ser una represión violenta y solapada. La protesta no es más que una herramienta empleada por aquellos que no tienen acceso a los medios de comunicación masiva y sienten la necesidad imperiosa de expresar su insatisfacción.
Después de varias horas de traer al presente el recuerdo de sus innumerables aventuras, Ismael se toma unos segundos para mirarme a los ojos y dejar en claro una cosa: para llevar un explosivo a una protesta es necesario ignorar el verdadero alcance de los proyectiles y desconocer el verdadero alcance de la muerte.
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