En este portal utilizamos datos de navegación / cookies propias y de terceros para gestionar el portal, elaborar información estadística, optimizar la funcionalidad del sitio y mostrar publicidad relacionada con sus preferencias a través del análisis de la navegación. Si continúa navegando, usted estará aceptando esta utilización. Puede conocer cómo deshabilitarlas u obtener más información aquí

¡Hola !, Tu correo ha sido verficado. Ahora puedes elegir los Boletines que quieras recibir con la mejor información.

Bienvenido , has creado tu cuenta en EL TIEMPO. Conoce y personaliza tu perfil.

Hola Clementine el correo baxulaft@gmai.com no ha sido verificado. VERIFICAR CORREO

icon_alerta_verificacion

El correo electrónico de verificación se enviará a

Revisa tu bandeja de entrada y si no, en tu carpeta de correo no deseado.

SI, ENVIAR

Ya tienes una cuenta vinculada a EL TIEMPO, por favor inicia sesión con ella y no te pierdas de todos los beneficios que tenemos para tí.

Historias

El nuevo mundo de los caminantes

IMAGEN-16844198-2

IMAGEN-16844198-2

Foto:

El 28 de mayo, 2.500 policías y soldados se tomaron los 9.000 metros cuadrados del Bronx y allanaron las 16 casas para sacar a sus 2.450 habitantes. Los caminantes más aterradores de la ciudad salieron de su principal guarida. En Colombia hay 40.000 habitantes de calle y 12.000 están en la capital. 4 de cada 10 llegaron siendo niños, 9 de cada 10 son hombres y 6 de cada 10 nacieron en Bogotá. Viven en los caños, en los andenes, algunos están perdidos por el basuco y otros simplemente viven en la calle porque quieren y recorren la ciudad kilómetro a kilómetro. Este es el mundo de la calle. 
Quien camina una legua sin amor,
camina amortajado hacia su propio funeral.
Hojas de hierba, Walt Whitman
Para conocer una ciudad hay que caminar sus calles y hablar con extraños.
Bogotá. Carrera Séptima con Jiménez. Me detengo frente al McDonald’s que abrieron en el lugar donde mataron a Jorge Eliécer Gaitán y veo a un hombre esculcando una caneca de basura.
–Amigo, ¿qué hace?
–Esta es mi oficina –me responde con una sonrisa Gabriel Garzón. Lleva cachucha y carga dos sacos y viste un overol verde, envuelto en plásticos negros.
–¿Y eso?
–Hermano, estoy en la calle desde que el basuco costaba 30 pesos –dice, y se ríe a carcajadas–. Conocí el Cartucho y el Bronx y ahora mi vida es caminar.
–Lleva tiempo.
–Tiempo, tiempo es lo que llevo. Soy la prueba de que la droga no es tan mala, mire, tengo 60 años, fumo basuco desde hace 34 y no me enfermo. No me va a creer, pero no voy en años a ningún hospital, no estoy flaco y no se me han caído los dientes. Es que caminar es bueno para la salud –remata y vuelve a soltar una carcajada.
Gabriel dice que ha hecho de todo en la vida. Creció en el barrio Las Ferias, conocido como Pueblo Quieto, donde había tanta violencia que “trancaban las puertas con los muertos”. Me contó que desde niño ha estado en la calle, que es casado y tiene dos hijas.
–No me va a creer. Yo fui plomero, albañil, chofer de camión, mesero de un putiadero, mecánico de bicicletas, mecánico de motos, pintor, policía, futbolista, jugué en las divisiones menores de Millonarios con Willington Ortiz, y hasta copastor de una iglesia evangélica. Pero me aburrí de trabajar y desde hace 12 años reciclo. ¿Sabe quién fue el primer reciclador? Jesucristo. Reciclaba hombres.
Rodrigo Betancour tiene 67 años y se rebusca la vida en la calle 11, a una cuadra de la Plaza de Bolívar, de Bogotá, donde pide comida y hace mandados a los restaurantes del lugar. Nació en Neira, Caldas, tiene tres hijas y cuatro nietos y varios de sus hermanos viven en Estados Unidos. Abel Cárdenas / El Tiempo.
Garzón hace parte de los “habitantes de calle” que mutaron en el país desde abril del 2013, cuando el Gobierno dio la orden de acabar con 23 ollas en 20 ciudades, y se convirtieron en “caminantes”, que se ven como seres prehistóricos por callejones y grandes avenidas. En Bogotá, este fenómeno estalló el 28 de mayo del año pasado, cuando 2.500 policías y soldados se tomaron el mítico Bronx, cuadras abajo de la plaza de Bolívar, un terreno de 9.000 metros cuadrados, donde había 16 casas que servían de expendios de drogas, provocando que de los esqueletos de esos edificios, que parecían bombardeados, salieran de las sombras los cerca de 2.450 habitantes de calle que allí vivían entre 20 toneladas de basura.
Unos recibieron atención en el lugar y otros fueron a parar a los caños de los alrededores, que parecían un campo de refugiados tras sobrevivir al apocalipsis. Y aunque la Secretaría Distrital de Integración Social reporta que 550 de ellos lograron escapar de la calle gracias a sus programas, cientos emigraron a otras capitales y otros quedaron a la deriva, como huérfanos. Ya no le temen a la luz y son nuestros nuevos vecinos, están allí, durmiendo la siesta a mediodía en un andén de la Séptima, charlando solos en un parque, esperándonos en un semáforo para limpiarnos el vidrio del carro o caminan con un morral en hombros, como si estuvieran esperando el bus.
–¿Y la familia? –le pregunto a Gabriel.
No todos llegan a la calle por el vicio. Según la Secretaría Distrital, el 44,3 % de las personas por problemas en sus familias y el 33,8 %, por consumo de drogas. Pero ya en la calle, el 93,8 % consume algún tipo de droga, principalmente marihuana y basuco y solo un pequeño grupo no consume nada.
–Hermano, como a mí me gustaba la droga, me fui. Me hicieron firmar un papel para dejarles la casa a mis hijas, lo hice y hace años que no hablo con ellas.
–Pero sobrevivir en la calle es duro –comentó. Las estadísticas indican que, aunque la mayoría de las personas les tiene miedo, ellos corren mayores riesgos. En el 2015 mataron a 88, y el año pasado, 65, lo que indica que la probabilidad de que un habitante de calle sea asesinado es 37 veces más alta que la de un ciudadano promedio, como uno.
–La calle, la calle es muy peligrosa. Pa todos, pa nosotros también –me responde, esta vez serio–. Yo me voy a dormir temprano, me fumo mis dos o tres bichas en la noche y me acuesto. A mí no me gusta fumar por acá. Eso no está bien con la gente, con los niños. Por eso duermo en una cama por tres mil pesos, por la Caracas y todo bien.
Luis Eduardo Marín PiedrahÍta dice que tiene 70 años y que nació en Sonsón, Antioquia, donde era carnicero. Conoció las drogas y llegó a la calle y ahora se dedica a reciclar por el centro de Cali. Dice que es feliz en la calle, donde lleva cerca de 15 años. Cuenta que en la Plaza de Cayzedo, el mes pasado, unos orientales lo contactaron y le hicieron fotos y videos y le dieron 400.000 pesos, que se los gastó en comida, droga y en una “mujer”. “Eso es lo bueno de la calle, se vive tranquilo, no se pagan facturas, sin preocupaciones y a veces te sorprende”, dice. Juan Pablo Rueda / El Tiempo.
Mientras conversamos, pasa un hombre con rasta y un traje de oficina sucio y sin bañar. Se les acerca a unas personas, que protegen sus bolsillos, y les pide dinero. En una encuesta hecha en el 2015 por la Alcaldía entre 4.000 habitantes de calle, el 52 % admitió haber robado en algún momento, pero pese a estas cifras, según un estudio de la Fundación Ideas para la Paz, aunque ocurran casos, la adicción por sí sola no es causa de delitos.
–¿Y estos personajes quiénes son? ¿Colegas? ¿Competencia? –le pregunto a Gabriel.
–Por acá hay mucho loco. Se dejan el pelo así, no trabajan, les gusta “retacar”, asustar, meter miedo para que les den algo. Esto está muy competido, la gente está en las calles y hay mucho vicio.
Nadie sabe cuántos son realmente. Hace siete años, en un censo, contaron 9.614 en Bogotá, pero ni Gabriel ni expertos creen que se mantenga esta cifra, y calculan que ya sean unos 12.000 en la capital y 40.000 en todo el país. De acuerdo con ese estudio, 4 de cada 10 llegaron a la calle siendo niños, 9 de cada 10 son hombres y 6 de cada 10 son nacidos en Bogotá.
–¿Tiene amigos? –le pregunto a Gabriel.
–No, hermano. Solo conocidos, mi único amigo es Dios, acá no hay amigos.
–Pero conseguir comida debe ser difícil.
–Dios está conmigo. La gente se porta bien, esta mañana una señora me dio un perico, café con leche y pan. Y almorcé un sándwich que me regalaron. Hace unas semanas me encontré un pollo entero en una caneca, estaba bien bueno, en la basura hay muchas cosas, imagínese que una vez me encontré un millón de pesos.
–¿Y no le gustaría trabajar en algo formal?
–Mire, si yo trabajara en una oficina no podría estar aquí hablando con usted, el jefe me regañaría.
–¿Entonces, piensa vivir siempre en la calle?
–Esto es lo mejor que me ha podido pasar, me gusta caminar. Yo soy feliz en la calle, aquí soy libre –dice Gabriel y se le ilumina el rostro–. Me voy, bacán, me voy porque va a llover y tengo que llevarle unas botellas a un man que les mete barcos.
***
Los andenes de la carrera 13 de Chapinero entre semana son ríos donde flotan estudiantes y oficinistas que esquivan a vendedores de aguacates, repartidores de tarjetas de burdeles y bicicletas. Entre esa corriente naufraga un joven rasta, con barba larga, tipo hipster, blazer sucio, gorro azul de lana y zapatos tenis viejos, blancos. Camina como un ente cerca del Éxito de la 53, mirando las canecas de basura. Es invisible para la mayoría de los transeúntes, que van conectados a sus audífonos. Va dando tumbos. Su rostro es una mezcla entre Jesucristo y Jack Sparrow. Puede tener 30 o 35 años.
–¿Amigo, quiere algo de comida? –le pregunto. Me mira con miedo, baja la cabeza y sigue subiendo por la 53. Se detiene y prende su pipa de vidrio. La cubre con sus manos intentando atrapar todo el humo. El hombre mira para atrás. Los estudiantes afanados lo esquivan. Ni se percatan de que existe. Él prende su pipa de vidrio, se mete dos “plones” y sigue caminando rumbo al norte, pero sin norte, esculcando con cuidado las canecas de basura, sin suerte.
–Amigo, ¿seguro que no quiere nada? –le insisto. Siento que va a decir algo, pero no coordina. Me dice “no” con la cabeza, me esquiva como un poste y sigue caminando, pero mira hacia atrás. Está en pleno viaje por el inframundo del basuco, la droga más barata del mercado, conocida como el “crack” colombiano, cuya dosis o bicha puede costar entre 1.000 y 2.000 pesos y que está compuesta por pasta de cocaína, ladrillo molido, talco y hasta detergente. Es un boleto, casi sin regreso, por una montaña rusa, que produce desde placer y alucinaciones hasta paranoia y delirios de persecución. No solo destruye el cerebro, sino que roba el alma, dicen los que han sobrevivido a su poder adictivo.
El joven de barba se sienta en el andén junto al Juan Valdez de la Séptima con 53 y vuelve y fumar. Camina y se pierde en una calle, donde hay una casa con zapatos viejos amarrados en lo alto de la reja. Esta ola de hombres deambulando, según la investigación de la Fundación Ideas para la Paz, se debe a que la caída del Bronx generó la fragmentación del mercado de las drogas en la ciudad y, ahora, los antiguos habitantes de la olla se la pasan por las nuevas zonas en busca de sus dosis, no solo en Bogotá, sino también en Medellín, Cali, Cartagena, Bucaramanga, Pereira, donde también derrumbaron las ollas.
El caño de la calle 6 con carrera 30 fue refugio de unos 300 habitantes de calle las semanas siguientes a la intervención de la olla del Bronx, en Bogotá, donde había unos 2.450 de ellos, de los cuales 550 entraron a programas del Distrito y los demás se dispersaron por las calles de la capital y otras ciudades. Mauricio León / El Tiempo.
Diez calles al norte, en el parque de Lourdes, a espaldas de su iglesia gótica, se encuentra María frente a una caneca.
Tiene 50 años. Parece de más, de unos 60. Usa una chaqueta verde de hombre, tres tallas más grande. Lleva a las espaldas un morral de cuero, donde carga su casa: ropa y zapatos. Y en las manos carga una bolsa con una cobija para soportar el frío. Es bajita, puede llegar a los 1,50, tiene cachetes colorados y uno de ellos está hinchado. Me dice que le duele una muela, que tiene que ir al médico, en donde la atienden por el Sisbén.
–Buenas, mi señora, ¿qué hace por acá?
–Caminando –responde con algo de timidez–. Y esperando a mi compañero, con el que camino.
–¿Su esposo, su novio?
–Algo así.
–¿Y se demora?
–No sé. Se fue hace dos meses para Boyacá y no ha vuelto. Me fui a buscarlo y no lo encontré. Entonces me devolví y acá lo estoy esperando.
–María, ¿y usted dónde vive?
–La calle es mi casa desde hace siete años. Duermo en un rincón con techo del parque, es que me gusta vivir por acá. A mí no me gusta estar encerrada, me gusta caminar. Yo camino todo esto.
La mujer me cuenta que es de Ibagué, que se vino a Bogotá como empleada doméstica interna en una casa de familia, en un cuarto al lado de la cocina, pero se aburrió, y se fue hace once años con una amiga a vivir en la calle y luego conoció al hombre que espera.
–¿Y no es incómoda la calle?
–Nooo. Yo acá la paso bien. A mí me gusta. No puedo vivir en cuatro paredes, a mí me gusta caminar mucho. Aquí como bien, me regalan comida de los restaurantes. Yo no pido, la gente me ve y me trae.
–¿Y drogas?
–No, señor, yo no tengo que ver nada con drogas, pero la verdad es que me gustaba el chámber.
–¿Qué es eso?
–Alcohol, alcohol etílico con gaseosa. Pero ya no volví a tomar.
Va a llover, como cosa rara en estos días, y me afana un poco la situación de María. ¿Qué va a hacer? –le pregunto.
–Voy a esperar a mi compañero.
***
Cuadras al norte, en un viejo edificio sin ascensor, sobre la carrera 15, cerca del parque El Virrey, vive el neuropsicólogo Juan Daniel Gómez, toda una autoridad en el tema de adicciones. Es catedrático de la Universidad Javeriana, habla cuatro idiomas y tiene decenas de títulos, entre ellos dos doctorados en neuropsicología fisiología cognitiva y en neuropsicofarmacología, en Alemania, y dos posdoctorados, en Suecia y Canadá. El académico chapineruno, alto, blanco y de rostro adusto, tiene 59 años y carece de editor cuando habla. Despotrica sin pudor del sistema.
–¿Usted cree que la mayoría de los adictos a las drogas no están enfermos?
–Mire, entre los 350 millones de personas dependientes de drogas ilegalizadas en el mundo, solo hay 35 millones realmente enfermos, es decir, que tienen una proclividad genética a la dependencia, los demás, no lo están, pero generaron una dependencia a las drogas, como los perros que revisan maletas en los aeropuertos, que volvieron adictos a la cocaína –dice Gómez, que es un bicho raro en el mundo de la ciencia, además de sus títulos vivió con los indígenas del Amazonas, fumó marihuana, inhaló heroína durante una investigación en Holanda y metió tres meses basuco–. Es que la Big Pharma quiere ver a todos como enfermos, para enriquecerse con drogas legales. El ser humano no necesitó medicamentos por cientos de años, pues nuestro organismo está en capacidad de crear sus defensas.
–No necesitamos drogas, legales ni ilegales –lo interrumpo.
–El hombre es adicto a sus propios neurotransmisores, no a las drogas. Para el dolor de cabeza lo mejor es el sexo o masturbarse, la vascularización oxigena el cerebro y es un ansiolítico el berraco, pero no, preferimos una pastilla. Los psiquiatras son unos dealers –dice y abre los ojos–. Es que el hombre por cientos de años vivió sin drogas, se moría, pero es que no somos inmortales.
–¿Y qué se debe hacer con los habitantes de calle? ¿Se hace algo o no se hace nada?
–Hay consumidores en sus lujosos apartamentos. Conozco un empresario adicto al basuco, que tiene su empresa. Los que están en la calle molestan porque no están en el sistema, la lucha contra las ollas es para sacarlos. Busque esta palabra: gentrificación, que es lo que quieren hacer, acabar con un barrio entre comillas subnormal, porque los barrios normales son Chicó y Rosales, para generarles ingresos a unos poderosos, como a la industria del cemento. Y luego lo que buscan es legalizar la droga y ya no decir que es la mata que mata, sino la mata que cura y este señor en vez de costarnos plata nos va a dar plata y lo que le pase a él, nos vale huevo. Es un tema económico, no de salud pública ni de seguridad.
–¿Pero la legalización no serviría?
–La legalización sirve, pero luego de un gran proyecto cultural en torno a las drogas y ojalá les aprendamos a los pueblos indígenas, que tienen plantas sagradas y no tienen adictos, que se han relacionado de una manera ética, estética y saludable con los sicoactivos. Una sociedad puede convivir con las drogas, puede haber un consumo moderado, pero hay que generar nuevas maneras de relacionarnos con ellas, con educación. Claro, esto es una utopía.
–¿Y mientras tanto qué hacemos con los habitantes de calle?
–Cualquier solución pragmática sirve, darles comida, dormida, llevarlos al siquiatra, a los centros de atención, del padre Javier de Nicoló. Todo eso sirve. Ahí hay gente sufriendo, ser adicto al basuco es una esclavitud, pero pongo las manos al fuego que esto no se va a acabar sin un proyecto cultural.
En Estados Unidos y en Europa también existen los homeless, ¿qué han hecho ellos que nos pueda servir acá?
–Ellos no son desechables, muchos de ellos son tipos que se rebelaron al establishment, no pueden vivir como lo que llamamos gente normal, que van a una oficina y vuelven a casa. Esa resistencia puede generar unas personas que sirven para muchas cosas, hay que buscarles un oficio que les guste. Y si no les gusta que duerman en la calle, pónganles un sitio para dormir; y si no les gusta que caguen en la calle, pónganles un sitio donde cagar. El Estado puede construirles viviendas para pasar la noche, con atención médica cerca por si tienen alguna sobredosis, como ocurre en Toronto o en Vancouver, en Canadá, y en Estados Unidos y Suiza. Aquí no lo hacemos porque tenemos la doble moral, vivimos en ese dilema de cómo vamos a gastar plata en estos drogos y no en mí.
Tras tres horas de charla, pasando desde los neurotransmisores hasta el yagé, el profesor me da la mano y me dice con risa:
–No sé si todo lo que le dije le sirva, yo hablo mucho.
***
A unas cuadras del apartamento del profesor, sobre la misma carrera 15, acostado en un colchón sencillo de rayas blancas y azules se la pasa Raúl. Tiene 36 años pero parece llegar a los 50. Es flaco. Su cara ya tiene más huesos que músculos y lee una revista Vice plácidamente.
–Hey, hermano, ¿todo bien? ¿Qué lee?
–Estas revistas que me encontré –me dice y me mira con cara de este man por qué me habla, pero continúa–. Es que a mí me gusta leer, siempre, solo llegué hasta quinto de primaria, pero siempre me ha gustado leer y por acá la gente bota muchas cosas.
Lleva un saco con algunas latas y cartones. Cuenta que le pagan 1.200 pesos por kilo y que puede levantar 50 o 60. Esta es su zona. Parcha en la calle 60 con Séptima y camina por la 15 buscando comida entre las canecas.
–Y qué hace aquí en la calle, parcero.
–El vicio, hermano, pa qué le digo mentiras. Estoy metido con el basuco –baja la cabeza y sigue acostado–. ¿Quiere la revista? Se la regalo.
Le agradezco, pero no le recibo la revista. Le dejo un jugo que cargo y me despide con el pulgar en alto.
–Gracias, parce –me dice. Para hombres como Raúl, cambiar su destino está solo en sus propias manos desde el 2015, la Corte Constitucional, al fallar una tutela, determinó que nadie, ni el Estado, puede obligarlos a recibir ayuda contra su voluntad, y en la misma sentencia aclaró que la mendicidad “no es un delito ni una contravención, por lo que no se pueden usar medidas coactivas para sacarlos de la calle”.
Dejo leer en paz a Raúl y me alejo por la 15 hacia el norte. Veo a otro caminante que habla solo y hace movimientos de kung fu, cruza un semáforo y se pierde. Cuadras adelante aparece Juan.
Gabriel Garzón tiene 60 años, es bogotano e incursionó en el mundo de las drogas desde hace 34. Recicla y consume basuco por las noches. Dice que fue desde mesero y futbolista hasta copastor evangélico, que se aburrió de los mil trabajos que realizó y se dedica a caminar la ciudad para ganarse la vida. Héctor Fabio Zamora / El Tiempo.
Viste camisa manga larga leñadora, tiene dos pantalones puestos y lleva una cachucha. Tiene 55 años y dice que es licenciado en pedagogía reeducativa, que trabajó 17 años en la Alcaldía en el programa de habitantes de calle, cuando existía el Cartucho, que lo echó Petro hace seis años y que está esperando que fallen una demanda para que le paguen su indemnización. Dice que probó la marihuana y el perico, pero que los dejó y ya solo se fuma tres Mustang al día. Le da pena pedir comida y, aunque a veces le ha tocado dormir en un andén, prefiere ahorrar y pagar los 13.000 pesos diarios que le cobran por una pieza en un apartamento del centro, en donde todas las mañanas se baña, se cepilla, se afeita y sale a reciclar.
–¿Cómo llegó a trabajar en la calle?
–Me quedé hace seis años sin trabajo y me vine a trabajar en la calle. Es muy difícil conseguir trabajo a esta edad. Al comienzo lloraba, me tapaba la cara para que no me reconocieran. Ahora, no. Si me encuentro a alguien conocido y no me saluda, ya no me importa.
–¿Y su familia sabe lo que hace?
–No tengo hijos y mi familia no vive acá y es mejor que no sepa lo que hago. Mi papá ya está viejo y no sé qué diría. Somos siete hermanos, también profesionales, tengo familia en altos cargos en el Ejército y en la Armada. Tengo sobrinos que viven en Europa. A todos los llamo de un celular de la calle, les pregunto por sus vidas, como si nada. A veces tomo vacaciones y los visito y vuelvo a la calle.
Este habitante de calle camina feliz en una tarde soleada por la avenida Sexta con calle 17, en Cali, como si llevara un tesoro en una bolsa del Éxito. En esta capital, donde no existe un censo, se calcula que habría en la actualidad unos 4.000 habitantes de calle, una cifra similar a la de Bogotá. Aunque algunos se han movido a ocho sitios nuevos en la ciudad, allí todavía se mantienen en pie seis manzanas de la olla de El Calvario, en el centro. Juan Pablo Rueda / El Tiempo.
Los caminantes se ganan la vida de diferentes formas. El censo del 2011 encontró que la mayoría, el 47 %, recicla. Luego siguen los “retacadores”, calculados en un 18 %, quienes piden plata, con amenazas o las antiguas historias que van desde que acabaron de salir de la cárcel hasta que están buscando comida para su bebé hospitalizado. Otro grupo, un 15 %, cuida carros, y un 5 % se dedica exclusivamente a robar.
–¿Y esta no es una profesión peligrosa?
–Mire, a mí no me gusta dormir en la calle, pero me ha tocado unas veces. La calle es repeligrosa. Un día me dieron 30 kilos de latas en una discoteca y me iban a dar cuchillo por quitármelas. Hay unos que se hacen los locos y están es pendientes de qué ven por ahí para robar, desde una cartera hasta una moto.
–¿Y le va bien?
–Claro, uno se puede hacer 70.000, 120.000, 200.000 pesos en un día. Uno a veces se enguaca y alguien le da una tonelada de papel y se hace el billete.
–Pero toca caminar mucho.
–Ando a pie casi siempre. Camino todos los días como unas 80 cuadras. Uno se pasa de un lado al otro, yo camino, creo, 15 kilómetros diarios, pero a veces si voy muy pesado, tomo TransMilenio.
–¿Cómo así, toma TransMilenio?
–Claro, yo siempre tengo la tarjeta cargada con 4.000 pesos. No me cuelo, pago mi pasaje. La decencia no pelea con nadie.
–¿Y qué tal la gente, no lo miran mal?
–Hay gente increíble y gente asquerosa, tiene que haber de todo en el mundo.
Si quiere saber más del autor, sígalo como @LuisAlbertoMino
Lea también:
icono el tiempo

DESCARGA LA APP EL TIEMPO

Personaliza, descubre e informate.

Nuestro mundo

COlombiaInternacional
BOGOTÁMedellínCALIBARRANQUILLAMÁS CIUDADES
LATINOAMÉRICAVENEZUELAEEUU Y CANADÁEUROPAÁFRICAMEDIO ORIENTEASIAOTRAS REGIONES
horóscopo

Horóscopo

Encuentra acá todos los signos del zodiaco. Tenemos para ti consejos de amor, finanzas y muchas cosas más.

Crucigrama

Crucigrama

Pon a prueba tus conocimientos con el crucigrama de EL TIEMPO