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Historias

El morbo de la faldita blanca

Hace varios años que el tenis femenino no tiene una número uno estable, las hermanas Williams entran y salen del circuito y Caroline Wozniacki nunca ha ganado un Grand Slam, no hay jugadoras de la talla de Steffi Graf. Sin embargo, un partido entre Ana Ivanovic y María Sharapova, puede hacer que un hombre cancele un partido de fútbol entre el Milán y el Real Madrid. Y no precisamente por ver una volea memorable.
Por Antonio Ortuño
Fotografía Alejandro Corredor
A Fiona Walker le sucede que su trasero es, de largo, más conocido que su rostro. Cuando Fiona tenía 18 años, por allá del año del señor 1976, su novio le tomó unas fotos vestida como tenista. En algún momento de la sesión, el sujeto le pidió que se levantara la faldita, se despojara de los calzones y le mostrara a la cámara las nalgas desnudas. "Tennis girl", como fue llamado el clic resultante, ha sido una de las imágenes más vendidas, como cartel, postal o calendario, en la historia del deporte en el Reino Unido y su distribución mundial se calcula, al menos, en dos millones de copias.
Pero podemos postular que tal éxito no es solamente responsabilidad de los saludables rebles de la muchacha, que lo son y bastante, sino del trajecito que los deja al descubierto. Aceptémoslo: el traje de tenista y las chicas que lo visten son, sin duda, uno de los fetiches deportivos más extendidos del mundo.
El fetiche en sí contiene elementos notables, que lo alejan de otros uniformes que pueblan las fantasías de los varones. Como el de las cheerleaders, por ejemplo. Porque ellas no son más, al fin y al cabo, que animadoras a las que los equipos procuran desvestir de modos creativos para mantener en alto el espíritu (y no especulemos qué más) de sus aficionados.
No: el tenis es uno de los pocos deportes en que las mujeres son aproximadamente tan reconocidas y famosas como sus contrapartes masculinas. Las tenistas estelares son doncellas con rostro mediático y personalidad propia, que levantan la voz a los jueces, que se disputan los puntos en juego pero también las masas de adeptos, los contratos publicitarios, los patrocinios directos. Son mujeres, por tanto, fuertes e independientes, al menos en la imagen. Pero esas amazonas llevan falditas que tapan escasamente lo que deberían tapar y dejan al aire, sin necesidad de accidente o descuido, extensiones notables de piel desnuda.
¿Por qué nos gustan las tenistas? Me temo que por eso: porque son estrellas (y no servidoras, como las ya citadas cheerleaders), pero estrellas que enseñan las piernas y, en caso de imprudencia, mucho más que ellas.
Un amigo, a quien llamaremos solamente Rigo, dedicó varias reflexiones al atractivo que las tenistas ejercían sobre él y me permitiré recordarlo. Rigo tenía instalado un pequeño gimnasio en su casa, en cuyos muros lucía el famoso cartel de la "Tennis girl" junto con los retratos de algunas famosas más, casi siempre con raqueta en mano. Chris Evert, Gabriela Sabatini, Steffi Graf, Martina Hingis... Dos o tres generaciones de tenistas lo contemplaban, mudas, mientras él se ejercitaba.
Junto  a ellas, Rigo conservaba una foto de otra jugadora tan exitosa como las anteriores pero sin su fama de belleza de las canchas: la aún activa Serena Williams, la "pantera negra". Su retrato no había sido tomado precisamente en la pista central de Wimbledon, sino en un estudio. Y guardaba un parecido sorprendente con el multicitado "Tennis girl": Serena, medio vestida, levantaba su falda. No iba desnuda pero le habían colocado unos calzones que imitaban con notable perfección el tono chocolate de su piel. Por lo tanto, entrecerrando levemente los ojos (y con un poco de fe), era posible percibirla como tal.
Huelga decir que esa era la fotografía preferida de Rigo, la que ocupaba un lugar especial en el muro de su gimnasio y la que se detenía con mayor frecuencia a contemplar. Además de contar con cualidades tenísticas que los especialistas han alabado hasta el cansancio, Serena  tiene un físico difícil de igualar para otras jugadoras.
En vez de correosa, como Evert; espigada, como Sabatini; delicada y casi dulce, como Hingis; la menor de las hermanas Williams tiene en las extremidades y las carnes todas algo que sólo cabría llamar "potencia": curvilínea, pero a la vez musculosa, incluso pesada, da la impresión de ser un tranvía que se le precipita a uno en la calle. Esa sensación de desamparo y peligro mezclada con expectación (a la que la vieja canción cumbanchera describía como "ay, que me come el tiburón, mamá") que le metía en el cuerpo la Serena le parecía a Rigo sublime.
"Esta muchacha ¿decía, mientras le contemplaba los poderosos bíceps y deltoides¿ da la idea de que te come crudo, se limpia la boca y luego sale a la cancha y gana 6-0 y 6-0". Rigo fantaseaba con asistir a torneos por todo el mundo acompañándola, y permaneciendo en la sombra, oculto en vestidores o suites, a la espera de que se desataran sus apetitos. Como toda fantasía de ese tipo, sus posibilidades de realización eran nulas. ¿Pero no es ese, acaso, su principal atractivo?
Hay algunos otros más capaces de concretar sus sueños. Carlitos, otro amigo, trabajaba en el departamento de fotografía de un periódico. Era el encargado de recibir las imágenes de las agencias internacionales de prensa y procesarlas para la edición nuestra de cada día. Carlitos era un tipo de gran habilidad con los programas informáticos y una garantía en el tratamiento de los archivos. Era, también, un obsesionado con la belleza de las tenistas.
Obtenía de las agencias cientos y miles de retratos de sus estrellas preferidas (jóvenes rusas o checas de luengas piernas y apellidos impronunciables) y dedicaba horas enteras a contemplarlas, ampliarlas y registrarlas minuciosamente.
Era un experto en la cacería de esos ángulos inesperados que la combinación de movimiento, esfuerzo, falditas, piernas y calzoncitos proporcionan al espectador. Le bastaba ampliar una fotografía al mil por ciento, aseguraba, para tener una perspectiva de ciertas chicas que sólo podría ser mejorada durante unos exámenes médicos.
Por otro lado, en el departamento de Carlitos y sentada, de hecho, a su lado, laboraba una chica, a quien identificaré como Marian, a quien las obsesiones de su compañero le resultaban repulsivas. Solía, Marian, descalificar a su colega con adjetivos de corte bestial pero con cierta influencia del lenguaje médico: subnormal, mongólico, psicópata, le decía.
Sin embargo, algo debe de haber influido el hobby del espionaje de cuerpos sobre Marian, porque una tarde Carlitos, muy ufano, nos comunicó a varios que había dado con una carpeta en la que la muchacha archivaba imágenes del trasero del tenista español Rafael Nadal y que contaba ya con más de cien archivos. Hubo gritos y reclamaciones, que fueron deviniendo en risas y complicidad: un pacto final de no agresión fue acordado. Así que cada vez que alguien entraba al departamento de fotografía, corría el albur de terminar contemplando a las grandes estrellas en ángulos más bien exóticos, hombres y mujeres expuestos por igual en las pantallas de ampliación. 
Con el tiempo, Carlitos y Marian comenzaron a salir y terminaron emparejados. Cuando les preguntábamos si en vez de lencería y trajes de bombero, como otros, recurrían a la ropa deportiva y las raquetas, ellos se limitaban a sonreír. A fuerza de asistir al gimnasio y de utilizar la escalera en vez del ascensor, acabaron por parecerse vagamente a sus ilusiones. No volví a verlos luego de cambiar de empleo, pero ojalá que sigan enfrascados en su particular partido.
Un último ejemplo me permito. Un jefe mío, tipo culto y simpático, había sido tenista en su temprana juventud. No era extraño que sintonizara en la televisión de su oficina los principales partidos de los torneos importantes y se sentara a observarlos, ajeno a cualquiera de los requerimientos que uno pudiera llevar ante él. Pocos éramos quienes entendíamos una palabra de tenis, así que el jefe intercalaba explicaciones técnicas y de reglamento ante nuestras dudas. Porque había una característica excepcional en su afición: solamente sintonizaba partidos de tenis femenino, ya fuera de singles o dobles.
Jamás se le vio mirando ni siquiera la final masculina de Roland Garros. "Ninguno de estos le llega a Connors", decía, manoteando como si se espantara una mosca. Y se dedicaba a seguir a las principales estrellas del circuito femenino, partido a partido.
Alguna vez le pregunté cómo es que, al contrario que la inmensa mayoría de los aficionados al deporte, que son esencialmente fanáticos de sus variantes varoniles, él se había entregado al mundo femenino.
"Yo jugué al tenis de joven. El club era el paraíso. Como comencé cuando no tenía la edad para entrenarme con los estudiantes varones, pero mi padre era amigo de los dueños, me aceptaron como alumno en el grupo de las mujeres. Nada en el mundo encontraré que replique aquella atmósfera: entrenaba yo cada tarde con quince adolescentes sudorosas, con faldas cortitas y piernas desnudas. Cada encuentro con cada una de ellas era como si el proceso de galanteo, amistad, interés, besuqueo y cama se concentrara en períodos de media hora.
Siento como si hubiera sido amante de todas ellas, aunque fuera de las pistas no nos hablábamos, porque yo era menor. Fue la época más feliz de mi vida; tenía a mi disposición un harem. Por desgracia crecí, me mandaron a entrenar con los hombres y el tenis dejó de interesarme. Con excepción de los torneos femeninos. A veces, en mitad de un buen partido, recobro un poco de aquella sensación que tenía...".
Y luego de decirlo, la mirada se le perdió en el monitor de la televisión, en donde Serena Williams disputaba un reñidísimo punto con una rusa. Las estuvimos siguiendo con la mirada durante una media hora, hasta que la rusa, sorpresivamente, se impuso. El suspiro, mitad resignado y mitad alborotado, con el que mi jefe recibió el resultado me pareció un epílogo perfecto.
Fotos tomadas con una cámara  SONY Alpha 77. Toma hasta 12 fotos por segundo. Photo Creativity con color parcial. Tecnología de espejo translúcido.
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