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Historias

El mejor soldado de Colombia

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Revista Don Juan
En el cuarto aniversario de DONJUAN revivimos el perfil de "El mejor soldado de Colombia", escrito por Daniel Páez para la edición 9 publicada en mayo de 2007
Barrancominas es un corregimiento en el norte de la selva amazónica que colinda con el Vichada. Con suerte, semanalmente aterriza un avión proveniente de Villavicencio con víveres y su vía más fácil de acceso es el caudaloso río Guaviare, asediado por retenes guerrilleros. El escenario lo componen un par de callejones de barro con descoloridas casas de madera, las únicas construcciones con cemento son el puesto de salud y el colegio. La lluvia constante serviría para inundar con 3 metros de altura a un país como Portugal y, aunque haya árboles de 30 metros haciendo sombra, la temperatura no baja de los 30 ºC.
No hay presencia de la policía, el agua se bombea del río y no es potable, no hay alcantarillado, la luz eléctrica brilla por tres horas en la noche y suele cortarse por fallas en la planta de energía o falta de combustible, algunas veces porque la delincuencia bloquea el ingreso de insumos; la televisión y el teléfono llegan por señales satelitales. Los visitantes deben traer vacunas contra la fiebre amarilla y el paludismo, estar dispuestos a ser el banquete de los mosquitos y cuidarse de contraer enfermedades como la malaria o la leishmaniasis y hongos en la piel.
Por ser una comunidad adjunta a Puerto Inírida, Barrancominas no cuenta con alcalde, apenas con el control de la Junta de Acción Local. La economía no es tal, la gente subsiste con la pesca y el cultivo de yuca, plátano y cacao. La población, que no supera los 500 habitantes (sin contar con los estudiantes del colegio que funciona como internado), la conforman en su mayoría indígenas piapoco, una cultura cuyo universo es la selva y que a lo largo de los siglos se ha desplazado por toda su extensión, pero que durante los últimos ochenta años ha sido diezmada y encerrada por la ambición del caucho, el oro, el petróleo y la coca. Casi todos caminan descalzos y están desnutridos; por cuenta de la violencia sus productos tradicionales escasean; su gastronomía picante y saturada de harina ha sido reemplazada por lo poco que trae el avión.
Aprovechando el clima y la difícil supervisión oficial, desde hace más de diez años el sitio se convirtió en un punto para la siembra y preparación de pasta de coca, y generó la aparición de centenares de colonos detrás del dinero del narcotráfico. El Frente 16 de las Farc, comandado por el "Negro Acacio", con 300 militantes, entró a controlar los cultivos y las cocinas donde se raspa la planta, vigilando los ríos y caminos por donde se moviliza la droga para su cristalización en el Vichada. Su armamento, las torturas, las amenazas y la toma de bases del Ejército han generado rumores sobre su maldad, dicen que "Acacio" siempre está borracho o drogado y por eso es absolutamente indiferente a la hora de matar, que incluso viola a sus víctimas y que tiene una red subterránea por la jungla que lo hace invisible.
Ese miedo que engendraron las Farc, sin necesidad de masacres, obligó a los nativos a trabajar como raspachines, unirse a sus filas, huir o morir, convirtiendo a la cocaína en la moneda para todas las transacciones o cambiando sus labores por comida ahora que el único cultivo permitido es la coca. La principal causa de muerte de la región es el asesinato por malentendidos en los negocios o incumplimiento de las órdenes de los traficantes. Cuando el Ejército hizo presencia en la zona, en el año 2001 con la Operación Gato Negro, los delincuentes amedrentaron más a indígenas y colonos, cerrándoles el paso hasta para asistir al colegio si no pagaban un millón de pesos. Los desplazamientos dejaron casi deshabitado a Barrancominas.
El batallón en el que aterrizó el mayor Rodríguez es en realidad un campamento de 150 metros de diámetro a la orilla del río Guaviare, rodeado por trincheras que hacen los mismos soldados, construidas con costales de arena y con características especiales de altura según el sitio al que miran. "Aunque al principio pensé que esto era un destierro, al llegar la naturaleza me hizo sentir como en un paraíso", dice. El mayor Óscar Rodríguez ha pasado 17 de sus 37 años en el Ejército. Tiene una voz suave que hace juego con su mirada apacible, de un color entre el verde y el café, y una sonrisa que parece más la de un próspero banquero que la de un soldado.
Es el hijo mayor de una profesora y un empleado público de Cali que, al principio, no entendieron por qué quería ser militar si en su adolescencia soñaba con ser futbolista. Cuando se graduó del colegio puso en la balanza la odontología en la Universidad del Valle, donde ya había sido admitido, o hacerse oficial en la Escuela de Cadetes en Bogotá. "Opté por el camino de la disciplina porque me encantó ver la organización del batallón en el que estaba un amigo que había prestado servicio militar". Su serie favorita era Los magníficos, y la milicia siempre le había parecido apasionante: la estrategia de la guerra, recorrer un país por sus venas, identificar la función de las armas, vivir con una exigencia física constante.
Tres años después, en 1993, sus misiones empezaron en el Huila como subteniente de una unidad del Gaula. Cuando ascendió a teniente, se casó con una mujer que había conocido en Neiva -luego de participar en el rescate de un secuestrado- y su conducta, caracterizada por la entrega de resultados positivos, fue reconocida con la asignación a la formación de cadetes en Bogotá. Más tarde pasó a integrar operativos de contraguerrilla en Cundinamarca, Tolima y Cesar, en épocas crudas, caracterizadas por el fortalecimiento del paramilitarismo y repetidas tomas a pueblos de todo el país. Continuó con labores de inteligencia que salvaron varias poblaciones.
Hizo el curso de capitán; con el nuevo rango recorrió Boyacá erradicando cultivos de coca, y terminó otra vez como instructor en la Escuela de Artillería en Bogotá. A finales de 2004 Rodríguez ascendió a mayor y fue asignado a la tarea más difícil de sus 15 años de carrera: comandar el batallón que opera en Barrancominas.
La población era muy reticente a la presencia de cualquier persona armada. El mayor supo que sólo brindándoles tranquilidad en su tierra iba a ser posible ganar su confianza. Empezaban las clases del año 2006 en el Colegio Quintín Lame y apenas se inscribieron 100 estudiantes de los 400 para los que hay cupo, los demás se quedaron en veredas como Barranco Murciélago y Minitas encerrados por el Frente 16.
Lo primero que hizo el mayor Rodríguez fue conocer a sus hombres, 350 profesionales entre oficiales y suboficiales que iban desde los 21 hasta los 34 años. Hasta ahora nadie bajo su mando ha muerto y sólo un soldado fue herido a finales de los años noventa,  "la vida de mis hombres siempre ha sido lo más valioso", dice Rodríguez. Pronto comprobó que su batallón compartía su pasión y sus principios: "Uno les tiene mucho aprecio a todos los que están bajo su mando; en una región como Barrancominas, ellos se están jugando la vida con mucho entusiasmo, con ganas de ayudar a la comunidad. En mis manos está su integridad y el respeto por sus familias, casi todos tienen hijos".
El siguiente paso fue observar su nueva casa. Para los pobladores fue tranquilizador ver a un hombre simpático, delgado y esbelto, de 1.75, hablándoles sin la arrogancia que temen de los uniformados, sin groserías, demostrándoles que su único interés era hacerles la vida más pacífica. Pero lo más importante de la misión no estaba en el pueblo sino en los alrededores.
Para un soldado de contraguerrilla todos los días son lunes. Después de los dos años del servicio obligatorio en el Ejército están listos para combatir, en los cuarteles simulan enfrentamientos con ruidos que aturden, humo, explosiones, disparos, gritos y tensiones característicos de una verdadera balacera. "Nos entrenan para ser más fuertes que el mismo combate".
Hay psicólogos que afirman que la única manera de forjar la cordura en un guerrero se logra a partir de sesiones en las que se proyectan imágenes de masacres, hechos violentos o viendo muertos reales para perder el miedo a la brutalidad en un proceso inverso al de La naranja mecánica. El Ejército no lo confirma. Su trabajo consiste en buscar a los "grupos de bandidos que delinquen en el monte". Ellos mismos se llaman "comemierdas" y en las aulas aprenden que no hay motivos políticos detrás de la insurgencia, que el único objetivo de sus enemigos es atacar a la población inerme y consolidar sus intereses económicos sobre el narcotráfico.
La rutina en una guarnición empieza cada día a las 4.30 de la mañana con un rápido baño de agua fría y una serie de ejercicios básicos: abdominales, flexiones de pecho y trote. El desayuno, escueto y rápido, es de huevos revueltos, arepa y chocolate. Se realiza una planeación táctica de las actividades que realizarán las tropas ese día y, al salir el sol, empiezan las diferentes labores del batallón: grupos de aproximadamente treinta hombres salen a patrullar, otros se quedan como soporte en el campamento, unos se turnan para cocinar o supervisan los equipos de comunicación y artillería, otros hacen labores sociales con niños y ancianos, obras pedagógicas o brigadas de salud. Cada cual se encarga de su aseo personal y el de su recinto. En el caso de Barrancominas no había mucho para limpiar: sólo barro y pasto.
Los ratos más divertidos los pasan a final de mes, cuando celebran los cumpleaños de los soldados que han ocurrido en esas fechas, se parte una torta y se brinda con gaseosa para cerrar con la rifa de un único regalo. En medio de la selva, un periódico o una revista es un tesoro. Tanto que hacen fila para turnarse la lectura. La televisión o la música que cargan en sus radios son otra forma de distraerse; no hay mucho tiempo para leer libros: es imposible seguir una historia cuando se pueden pasar dos semanas en una campaña.
Hay civiles que dicen que la forma en que un soldado contraguerrilla conserva la cordura es por medio de drogas, que portan unas cuantas dosis de cocaína y marihuana y que, incluso, ingieren ínfimas cantidades de pólvora para embalarse. Rodríguez dice que no, que "nuestro Ejército ahora es mucho más profesional que hace unos años, y hay psicólogos que le hacen seguimiento a cada hombre".
Su estado físico no se consigue con dietas balanceadas y largas horas en el gimnasio. En los campamentos la base de la comida es el arroz, que se acompaña con carne de res, fríjoles o lentejas y papa o yuca, algo de tomate y cebolla, jamás pensando en el equilibrio de carbohidratos y proteínas o midiendo los excesos de grasa y harina. Mientras hacen caminatas u operativos, cargan en su espalda un equipo de combate que pesa alrededor de treinta kilos: una hamaca, un pequeño colchón y un toldillo, las raciones de campaña (tres para cada día), ropa limpia, implementos de aseo, un botiquín, un plato y los cubiertos.
También soportan un fusil, un chaleco y un cinturón que sostienen proveedores, granadas y cantimploras (calculando un litro de agua diario) que pesan otros 25 kilos, sin contar con que cada hombre lleva diferentes armas antiaéreas y otras de apoyo como lanzagranadas, junto con equipos de radio y elementos específicos que dependen del cargo del soldado.
En un sitio tan recóndito, la vida de un militar se convierte en un ciclo trimestral: el mayor Rodríguez se despidió de su familia para partir a Guainía y les dijo que los vería en tres meses. Después de los 15 días de permiso -en los que no salió de su casa- apareció renovado en Barrancominas, inició nuevamente la cuenta regresiva de los siguientes tres meses, enviaba cartas y se cargaba de fuerza mirando sus fotografías. Con su esposa mantiene un pacto: los detalles que puedan preocupar al otro, bien sea sobre el trabajo de él o sobre la cotidianidad del hogar, se pasan por alto para no aumentar la zozobra que genera la distancia.
Sin embargo, en el año 2006 fue un poco más difícil conservar la calma. La dinámica de la guerra ha cambiado y ahora las Farc se concentran en hacer pocas emboscadas de mayor impacto y con más agresividad. Las cifras del gobierno indican que en los combates cae el triple de guerrilleros que de militares, pero 500 soldados muertos aún no es una cifra alentadora.
Para Rodríguez esto no era motivo para detenerse y en seis meses en Barrancominas logró reducir el número de personas desplazadas y las actividades del narcotráfico, cerró casi todos los corredores de ingreso de insumos, se movió un paso adelante del enemigo para permitir que los pobladores retomaran sus cultivos de cacao (quizá la única fuente de ingresos posible), pescaran tranquilamente en sus ríos, que 300 estudiantes regresaran al colegio y, principalmente, que todos pudieran transitar por la selva que les pertenece.
Una información de inteligencia que llegó en los primeros días de enero de 2007, indicó que una escuadra del Frente 16 había amenazado a los indígenas que habitan las cercanías del río Uva, la comunidad de Güérima en el sur de Vichada, de asesinar a quienes se negaran a transportar insumos para un laboratorio de coca; en una semana regresarían para definir quiénes estaban con ellos para empezar sus labores. Con base en los mapas, el tiempo y el clima, el número de enemigos y la geografía de la región, el mayor Rodríguez acomodó sus fichas en el ajedrez: una unidad con 25 hombres, encabezados por el teniente Martínez e integrada por algunos de los más disciplinados y expertos del batallón, marcharía al frente mientras dos grupos que sumaban setenta personas permanecían atentos una casilla atrás para brindar apoyo ante cualquier novedad en los planes, que tomarían al menos siete días.
La primera noche se hizo un avance por el río Uva durante nueve horas en pequeñas embarcaciones artesanales que se confundían con las de los habitantes locales. De noche, esta selva es escabrosa: la poca luz que alcanza a traspasar las nubes es cubierta por los árboles y la banda sonora interpretada por el agua y los animales podría acompañar un libro de Stephen King; el silencio entre los soldados debe ser total y las armas sólo se abandonan por turnos para comer las raciones de campaña en lapsos de media hora. Antes del amanecer, la unidad desembarcó para infiltrar la selva. Buscaron un punto de control y permanecieron quietos todo el día, alternándose para vigilar los descansos de sus compañeros, nadie durmió más de seis horas.
En la noche hicieron un movimiento de cinco kilómetros en medio de pantanos compuestos por medio metro de fango y un metro de agua, llenos de ramas y hojas putrefactas que hacían más incómoda la caminata. Cada paso era como arrastrar un buque encallado. Así pasaron tres jornadas: vigilando durante el día y avanzando en la gélida noche, sin poder bañarse ni fumar, sin encender una fogata o cocinar, escuchar música o hablar entre ellos en un lenguaje distinto del de las señas, alimentándose con platos fríos de tamales empacados al vacío, latas de carne y salchichas, pan integral o dulce, panela sólida y agua.
Durante este tiempo, el mayor Rodríguez permaneció en el campamento de Barrancominas, comunicándose cada hora con sus hombres, pendiente de otras tres misiones que se realizaban en diferentes sitios de Vichada y Guainía. Su puesto de mando parecía un videojuego en el que el jugador debía estar atento a diez frentes distintos y vivir virtualmente en cada uno de ellos para llegar con éxito al último round; la diferencia era que bajo él estaban las vidas reales de 350 personas que no se recargan al empezar un nivel o al introducir una nueva moneda. Cuando sus subalternos dormían, él dormía; si ellos caminaban, él seguía sus coordenadas en el mapa; apenas descansaban para comer, él sacaba su propia ración. La responsabilidad y angustia aumentaban a medida que sus tropas se acercaban al enemigo.
La unidad que subía por el río Uva sabía que el encuentro era inminente, había llegado a la trocha por la que transitaban sus rivales: las huellas, la información de inteligencia y las coordenadas así lo indicaban. En el cuarto día del operativo tuvo lugar el combate contra 35 integrantes de las Farc: al detectar a la escuadra enemiga, se  colocaron en forma de "L" a su alrededor, anunciaron su presencia gritando que se entregaran. Los guerrilleros desobedecieron, y empezaron los disparos.
Los soldados sólo aprietan el gatillo cuando tienen un objetivo en la pequeña mira de metal y primero buscan derribar a quienes llevan las armas más poderosas. No hacen ráfagas porque es una torpeza: la munición se acabaría en cinco minutos. El punto más probable de impacto es el torso y es allí hacia donde apuntan. No se puede pensar en nada más que la supervivencia y eso genera un nivel de adrenalina que supera el de una caída libre o el de cualquier deporte extremo.
Dependiendo del arma y las funciones, unos se ubican boca abajo, en cuclillas o de pie con los fusiles apoyados con firmeza contra el hombro. Sin prestar atención a la maleza, la lluvia y el fango, un sudor frío brota por cada poro y la sed se convierte en la manifestación del miedo. El pulso no puede temblar, la mirada no se puede nublar, la concentración no se puede entorpecer con recuerdos o pensamientos diferentes del combate, ni siquiera se sienten dolores o se tapan los oídos. El olor de la humedad se mezcla con el de la pólvora y parece que la orquesta de la selva guardara silencio para dejar sólo la cacofonía de las detonaciones.
El hombre de la radio avisó de inmediato al mayor Rodríguez del enfrentamiento. A pesar de la distancia, el mayor sudó tanto como sus hombres, encarando su nerviosismo al fumarse un cigarrillo tras otro. A su cabeza vinieron mil ideas. Su "lanza" Carlos Restrepo, quien murió una década atrás. Las batallas de las que él formó parte y en las que no tiene la certeza de haber matado, únicamente la sensación de aturdimiento al ver un cadáver tornándose morado con apenas un pequeño orificio sangrante en su cuerpo. El operativo en el Huila cuando evitó que la esposa de un ganadero fuera secuestrada por no pagar un millón de dólares, y rodeó con sus compañeros una hacienda, y dieron de baja a tres de los cuatro delincuentes que la tenían.
La seguridad de jamás haber sentido el riesgo de morir y, al mismo tiempo, el agobio causado por la cercanía de las balas. La vida no es como La caída del Halcón Negro, una de sus películas favoritas, y las muertes sí duelen, y el dolor es más real que el sonido Dolby. Recordó que unas semanas después del rescate en el Huila, María Fernanda -su novia- aceptó casarse con él a sabiendas de las complicaciones de su carrera. Lo mucho que le gusta la salsa y bailar con ella. La finca en la que anhela pasar los últimos años de su vida, con una gran cancha de fútbol y ver a su familia en un país por el que se pueda transitar cualquier día sin necesidad de caravanas y aeronaves vigilando carreteras.
Un cuarto de hora después de la primera notificación hubo una segunda llamada con el fondo estruendoso de los disparos, él les informó que el helicóptero de apoyo llegaría pronto y que no descuidaran ningún frente, que vigilaran el río y no se acercaran mucho a él porque podía haber minas alrededor; a los 10 minutos hubo otra llamada y luego otra más. Diez cigarrillos, 800 balas y 30 granadas de sus subalternos, otras tantas de los guerrilleros y, 45 minutos después del inicio del combate, se anunció el parte: todos sus hombres ilesos y doce insurgentes muertos, incluyendo a "Hernando", el comandante. Los demás huyeron por la selva y dejaron sus botas de caucho tiradas para no provocar huellas. Rodríguez, sin haber batallado bajo la lluvia, estaba empapado.
Los demás operativos comandados por el mayor Rodríguez en la región de Barrancominas continuaron por tres meses más. Los piapoco, si bien no han recuperado completamente la paz, están más tranquilos en su selva y el narcotráfico dejó de ser el único estilo de vida posible para la región, las actividades ilegales se hallan tan debilitadas que dejaron de ser rentables y los últimos colonos que vinieron en busca de dinero fácil se evaporaron.
El colegio tiene sus cupos llenos y todo está más tranquilo en una zona que, a pesar de tener la extensión de Costa Rica, cuenta con tantos pobladores como un barrio bogotano y registra tanta violencia como toda Bogotá. Lo más satisfactorio para él fue recibir el agradecimiento de las mismas personas que un año atrás le esquivaban la mirada.
En abril de 2007, Rodríguez volvió a su casa. Junto con su familia y sus subalternos celebró el reconocimiento como Soldado del Año. Aunque dentro de tres años puede jubilarse, no se retirará hasta que le pidan la baja, si su carrera toma veinte años más no le afana. Tampoco se queda por el dinero, apenas gana un poco más de tres millones de pesos y lleva una vida modesta.
Ahora está preparando las maletas para viajar al Sinaí y hacer parte del Batallón Colombia en la supervisión del tratado de paz entre Israel y Egipto por un año; un galardón que no significa dinero, sino un homenaje a su disciplina. Tendrá una especie de año sabático y será una oportunidad para estudiar inglés, aprender técnicas militares y culturas de otras naciones, compartir con los ejércitos más destacados del mundo.
Cada vez que pueda, saldrá a conocer los sitios cercanos y, lo que más anhela, recorrer Europa con su familia, visitar los estadios de fútbol y los lugares históricos que ve en la televisión. Cuando aterrice de nuevo en Colombia espera "encontrar un país sin secuestrados, con menos guerra y una intención de negociación seria por parte de la guerrilla: un cese de hostilidades que haga posible llegar a la paz".
Por Daniel Páez.Fotografía Riccardo Gabrielli
Asistente Andrea Murillo / Especial agradecimiento al Ejército de Colombia
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