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Historias

El encanto de verla 'vestida' y 'desvestida'

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Foto:

Todos tenemos el mismo sueño cuando milagrosamente, en medio del tedio de la oficina o de una fila de banco, aparecen unos senos insolentes debajo de una blusa o un culo redondo como un corazón debajo de una falda apretada. La imaginación se dispara, el cerebro funciona con testosterona y dos de los cuadros más famosos de Goya se vuelven un juego de niños.
Una bombilla fluorescente que parpadea, el gorgoteo del bidón de agua, los surcos gastados de una alfombra gris, el capuchino derramado porque se han terminado los vasos de papel. Evidentemente, el cuarto de la máquina del café es un lugar incompatible con las grandes revelaciones. Pero entra Violeta, la chica de contabilidad, apretando un diminuto monedero rojo entre los pechos, se planta ante la máquina y las monedas se le escapan rodando hacia las esquinas. Violeta se agacha intentando agarrar la primera, y en ese pliegue esforzado, los glúteos hinchan su elegante falda de tubo negra, que recibe en la nalga derecha el suave azote rojo de la expendedora de Coca-Cola.
Max y yo, que gastamos unos minutos de la mañana apoyados contra la pared del cuarto, tragamos saliva al mismo tiempo, y suena como si el bidón de agua acabara de respirar.
-Te la has tirado, ¿no? -le digo, imaginándome con envidia en ese mismo trance, sin levantar los ojos del trasero de Violeta.
-Y no merece la pena. Me pasé meses enganchado al canal Playboy por su culpa.
-¡Le gustaba ver esos canales!
-Nada. Fue después. Yo solo. El porno, amigo, es lo único capaz de sanar las desilusiones anatómicas.
Ahora es el bidón de agua el que respira. Glup, glup. En esa oficina enfermiza, mirar a Violeta y dibujarla retrepándose por una mesa sembrada de harina es una de las pocas rendijas que permite viajar a un mundo mejor. A mí me gustaba desnudarla mentalmente y subirla a la mesa. Pero según Max era mejor seguir soñándolo. Estás de broma, le digo. Pero no. Dice que mientras no vea lo que guardan la falda de tubo y la blusa blanca de Violeta, podré seguir viendo en ella las curvas de Penélope Cruz, Jennifer Connelly o Scarlett Johansson.
Tal vez por eso -pienso- seguimos culos escaleras arriba, o contemplamos senos agitados por la prisa en una carrera por un andén. No para alcanzar esos senos, sino para no perder los otros: los que nos llenan horas de fantasía; si en realidad llegara a arrancarle la falda a Violeta, ya nada sería igual. En ese instante, Scarlett desaparecería definitivamente de mi oficina. Porque hasta ese momento, las lagunas que tiene mi mente sobre el aparentemente fantástico cuerpo de Violeta, las rellenan las fotografías que no puedo olvidar de la musa de Woody Allen.
Y esas imágenes necesitan los muslos tapados de Violeta para sobrevivir. Y si los huecos de mi imaginación los rellena el propio cuerpo de Violeta, entonces se acabó todo. Y no hay vuelta atrás. Pienso en esta posibilidad aterradora, y pienso también en todos los ratos muertos que he pasado esperando autobuses mientras adivinaba los tipos de senos que escondían las transeúntes. Una época de perfección: pechos firmes, como recién hechos, suaves líneas redondeadas, construcciones simétricas, sin rastro de estrabismo en la mirada de los pezones.
Y pienso también que no estoy solo en el escrutinio femenino a través de los tejidos que creo poder atravesar con la mente. Me siento enmarcado en una tradición centenaria. Me acuerdo -cómo no- de Goya y sus majas, pintadas a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Fueron, al parecer, un encargo de Manuel Godoy, el ministro con más poder de la corte de Carlos IV, el rey al que Napoleón echó del trono y al que a punto estuvo de birlarle España entera.
Goya pintó primero la maja desnuda, y unos diez años después, la versión vestida, al parecer para cubrir una obra que entonces se consideraba una notable pieza de pornografía. Godoy escondía los dos lienzos en una cámara a la que muy pocos tenían acceso. Y allí, en la penumbra del cuarto, se divertía como niño. Tenía al mando el deseo de sus invitados, que entraban en la estancia sabiendo lo que iban a conseguir ver finalmente: el famoso cuadro de la dama desnuda tendida en un diván; cuando ya estaban todos en el cuarto oscuro, Godoy jugaba con la impaciencia de amigos que se hinchaba por un deseo palpitante, dejaba entrar un rayo de luz que iba a parar a su espejo, con el que lo rebotaba hacia la maja desnuda o a la vestida.
Aquel montaje permitía una pirueta mental extraordinaria. En pocos metros y escasos segundos, el rayo de luz lograba que el deseo se transformara en realidad: saltaba sin esfuerzo de los ropajes de una a los senos derramados hacia los costados de la otra. Se trataba de prodigio de tal potencia que la Santa Inquisición se vio en la obligación de intervenir. El 16 de marzo de 1815, el tribunal llamó a declarar al pintor "para que reconozca y declare si son obras suyas, con qué motivo las hizo, por encargo de quién y qué fines se propuso". Es una lástima que las respuestas no hayan llegado hasta nosotros, quizá para dejar tranquilo a Godoy. Pero... "¿Qué fines se propuso?": he ahí el meollo de una pulsión seguramente eterna. "¿Qué fines se propuso?". Los inquisidores preguntaban con tino.
El deseo que impulsa la construcción de una cámara secreta como la de Godoy no es algo que llegue repentinamente con la senectud. Basta con mirar atrás. De niños, ya corríamos por el parque persiguiendo niñas para levantarles las faldas. En realidad, eran inalcanzables aun cuando las atrapábamos, pero les levantamos las faldas todas las veces que pudimos -también Max y yo-, hasta que ya no convenía levantárselas más.
sí que tuvimos las majas, y dos siglos y medio después, el juego con las cuatro mujeres de Helmut Newton, el gran cazador del glamour de medio siglo XX. Esta vez era para la versión francesa de la revista Vogue: tres morenas y una rubia que caminan enfadadas sobre tacones hacia una cámara colocada en un estudio de París.En una de las tomas avanzan vestidas por Emmanuelle Khahn, Karl Lagerfeld, Angelo Tarlazzi, y Fournier. Ropas amplias, pliegues, dos faldas, dos pantalones, dos capas, un sombrero. Se acercan hacia la cámara, pero lo hacen con las miradas perdidas en los costados o en un punto del techo o del suelo. No se fijan en Newton, detrás de la cámara, sino que se esmeran en mostrarle un odio afilado. El fotógrafo se venga.
Quizá lo hace por aquellos ignorados alguna vez por mujeres hermosas. Y dispara de nuevo a las cuatro mujeres, otra vez encaramadas a sus tacones, otra vez caminando rabiosas hacia la cámara, pero desnudas. Como en Goya, otro trozo de deseo atrapado en dos dimensiones. Las faldas -y los pantalones- que todos perseguirían, retirados sin esfuerzo por un ángel armado con cámara. Como al cerrar los ojos frente a una rubia en un vagón de metro, pero mejor. En abril del año pasado, un coleccionista pagó 241.000 dólares para llevarse a casa Sie Kommen (Naked and Dressed) en una subasta en Christie's.
Y los vale. El gesto de Newton es por los que han dejado de luchar por mirar bajo unas enaguas desde la distancia, han abandonado el porno y se han enriquecido visualmente con la imaginación, y después de observar un rato a una mujer, logran ver todo a través del abrigo, o consiguen desabotonar la blusa. No es la fantasía la que trabaja en esto. En realidad, la fantasía es una incapaz. El entretenimiento íntimo de esos largos viajes no existiría si antes no se hubieran intercambiado revistas, películas con los compañeros de clase; si no existieran Marilyn Monroe o Gwyneth Paltrow, la vecina de asiento del bus desaparecería repentinamente bajo su abrigo: como estaba cuando la encontramos al entrar. La Santa Inquisición, en el fondo, sabía "qué fines se propuso" Goya. Mirando mujeres totalmente vestidas he pasado feliz durante cientos de esperas en consultas médicas, velatorios, aeropuertos, restaurantes de hamburguesas, despachos vacíos, colas para comprar entradas de conciertos.
Miré a Violeta y me llené de dudas por culpa de Max. Ya no la quería en mi cama, o por lo menos no quería tenerla de verdad.
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