En este portal utilizamos datos de navegación / cookies propias y de terceros para gestionar el portal, elaborar información estadística, optimizar la funcionalidad del sitio y mostrar publicidad relacionada con sus preferencias a través del análisis de la navegación. Si continúa navegando, usted estará aceptando esta utilización. Puede conocer cómo deshabilitarlas u obtener más información aquí

¡Hola !, Tu correo ha sido verficado. Ahora puedes elegir los Boletines que quieras recibir con la mejor información.

Bienvenido , has creado tu cuenta en EL TIEMPO. Conoce y personaliza tu perfil.

Hola Clementine el correo baxulaft@gmai.com no ha sido verificado. VERIFICAR CORREO

icon_alerta_verificacion

El correo electrónico de verificación se enviará a

Revisa tu bandeja de entrada y si no, en tu carpeta de correo no deseado.

SI, ENVIAR

Ya tienes una cuenta vinculada a EL TIEMPO, por favor inicia sesión con ella y no te pierdas de todos los beneficios que tenemos para tí.

Historias

El encanto de la piel erizada

Erizar viene de erizo. Y el erizo, digamos las cosas como son, es un animal repugnante. Me parece oír los primeros gritos en contra de lo que acabo de decir. Y sé también que, en voz más baja, habrá alguien clamando por el erizo pigmeo africano, elevado a la categoría de animal doméstico, y a cuya imagen y semejanza la industria de los muñecos de peluche ha incrementado considerablemente sus ventas.
No son tan apetecidos como los osos, pero hay almacenes que cobran mucho por un erizo que servirá, sobre todo, para coleccionar entre sus innumerables púas de algodón ácaros diminutos que harán más frecuentes las visitas al pediatra del niño al que se lo regalaron.
Repugnante, sí, y peligroso. Recuerdo desde los ocho años a un hombre que daba alaridos, en las playas de Santa Marta, porque acababa de pisar un erizo. Erizos de otros, por supuesto. Erizos de mar, que son aún más repugnantes y más peligrosos. Y más retrecheros: se esconden entre las rocas y asoman las púas cuando ven acercarse un pie humano.
Muchos años después de aquella escena que me horrorizó casi tanto como la proyección de Tiburón, me invitaron con mi mujer a uno de los paraísos sobre la tierra, que se llama Zapallar, en el litoral chileno. Nos sentamos a almorzar con unos buenos amigos frente a ese mar embravecido que golpea las rocas y se levanta varios metros en un espectáculo de verdad emocionante. Luego de una copa de un buen blanco, frío y ligeramente espumoso, anunciaron con entusiasmo casi infantil la llegada de un manjar llamado erizo. Aún no olvido su sabor a yodo ni su consistencia un tanto babosa. Pasé la prueba aquella vez, pero no me interesa volver a probarlo.
Del erizo sólo me llama la atención la injusta comparación que se establece entre este animal y la piel de una mujer cuando se asoman los poros, en una sucesión de pequeñísimos montículos. Injusta, digo, porque la imagen del erizo -sobre todo la del erizo de mar- es desagradable y capaz de producir, si no miedo, un inmediato rechazo. Es como si llevara un aviso de precaución, un grito para mantenerse alejado. Es un cepillo de cerdas gruesas y duras de los que se utilizan para arrasar casi con todo.
Creo que no hay comparación posible con el erizo que resulte elogiosa o benéfica.
A menos, por supuesto, que se hable de la piel erizada, que está en relación directa con el deseo. Se ha erizado porque está excitada, porque ha mordido el anzuelo del deseo. O está erizada por otros motivos y se ha convertido ella misma en el anzuelo, para despertar en otros el deseo, para provocar, para tentar, para distraer, para invitar al gozo, para alborotar la carne, para poner en jaque la conciencia, para mover al pecado.
Lo otro son personajes indeseables que se erizan porque llevan la vida de mala gana, porque están aburridos con lo que son, porque odian a la humanidad. Y reaccionan así, como un erizo (que asoma las púas cuando se siente amenazado, cuando se sabe en peligro) cada vez que alguien les pide un favor o les exige una explicación. Suelen ser funcionarios de ventanilla, burócratas sin remedio, que parecerían darle razón a su existencia poniendo trabas, demorando los procesos, incomodando a la gente. Sonríen con sarcasmo cuando descubren que tienen de dónde agarrarse para amargarles la vida a los demás.
Y se ponen como un erizo -no su piel sino ellos: los hombros puntiagudos, el pelo imantado, los dedos estirados como varillas de paraguas- cuando encuentran los papeles en regla, cuando no saben cómo complicarles la vida a quienes tienen enfrente. Se erizan, sí, pero no como la modelo que acompaña este texto sino como los gatos de las tiras cómicas cuando caen en la trampa del ratón inteligente y perverso al que persiguen y reciben una descarga eléctrica que no les deja pelo en su sitio.
Por eso, porque me resultan repugnantes los erizos, incluso los erizos pigmeos africanos, me parece que eso que llamamos piel erizada debería tener otro nombre: piel de mandarina, por ejemplo.
Las abuelas inventaron eso de la piel de durazno para elogiar a las mujeres que han logrado -sin bótox, claro está, que es uno de los más graves atentados contra la estética- conservar una piel lozana, como de bebé.
Fíjense con atención en un durazno. En un buen durazno que apenas llega a la mayoría de edad. Quiero decir, en un durazno de buen tamaño que está a punto para ser comido. Apenas a punto: unas horas atrás aún le faltaba, y le quedan, eso sí, varios días por delante. Es un durazno con una relación en perfecto equilibrio entre carne y piel: no le sobra, no le falta, ni una ni otra. Su color tiene de amarillo y tiene de rojo sin ser ni lo uno ni lo otro. Y lo mejor: tiene unos pelos delgadísimos, casi invisibles, que invitan a la caricia. A una caricia sin segundas intenciones: amor puro.
Ese es un durazno. Una fruta tierna por definición. Otra cosa es la mandarina, cuyo punto ideal necesita un alto porcentaje de dulzura, es cierto, y algo de acidez. Sin ese toque ácido, la mandarina pierde su gracia. Sin el dulce, es una fruta imposible.
Una mandarina es poco atractiva. Ante la redondez casi perfecta de un durazno de vitrina, las mandarinas suelen aparecer achatadas, deformes. Tienen, de la inmensa gama de verdes, uno de los menos provocativos. Mejoran cuando están del todo maduras, pero es cuestión de pocas horas: no demoran en hacer evidente su prematura vejez.
Sin embargo, tiene una particularidad que la acerca al terreno de la sensualidad: una mandarina dan ganas de abrirla pronto, de llevársela a la boca. Mientras el durazno -como esas niñas bien que van perfectamente peinadas, que siempre están bien puestas- es para exhibir en el frutero de la casa, la mandarina provoca comerla o exprimirla sin más demora.
Su sabor cuenta, claro que sí. Es tan rica, que por un vaso de su jugo -a pesar de ser tan común y corriente- cobran varios miles en los restaurantes de renombre. Pero hay algo definitivo, más allá de ese sabor un poco dulce y un poco ácido: su piel. Es una piel femenina en busca de deseo.
Entiendo cuando hablan de una mujer cuya piel se ha erizado, pero lo que imagino no es una piel con púas repugnantes sino, por el contrario, una piel de mandarina. ¿Se acuerdan que, de niños, uno jugaba a tomar entre los dedos índice y pulgar un trozo de cáscara de mandarina para apretarlo y ver cómo salía el jugo por sus poros? Algo así sucede con la piel de una mujer cuando unas palabras bien dichas al oído le generan una descarga que alborota sus poros y le deja la piel como si se tratara de una lija de seda. Sí ya sé que suena contradictorio, casi imposible, pero así es: una lija de seda.
Porque es necesario sumarle algo de dureza y algo de rudeza al candor y a la belleza para que provoquen, para que despierten el deseo, para que alboroten los sentidos. Y pocas imágenes los alborotan tanto como el de una piel erizada -hechas antes todas las aclaraciones sobre lo mal utilizado del término pero lo aceptado que se tiene-, pocas sensaciones tan gratas como la de deslizar un dedo sobre la piel de una mujer, de la mujer a la que uno quiere, y sentir cómo se va erizando poco a poco, lentamente. Cómo la seda va adquiriendo dureza: pequeñísimos puntos que se disparan, al mismo tiempo que se dispara el deseo.
Cómo el durazno se convierte en mandarina. Y cómo la mandarina de la piel de ellas nos convierte en erizos, a nosotros sí, los que miramos, los que sacamos las púas cuando queremos atacar.
Por Fernando Quiroz - Fotografía Pizarro
Modelo: ELSA MAZABEL // Maquillaje y pelo: Álex Ospina // Producción y styling: Carolina Baquero Farah 
icono el tiempo

DESCARGA LA APP EL TIEMPO

Personaliza, descubre e informate.

Nuestro mundo

COlombiaInternacional
BOGOTÁMedellínCALIBARRANQUILLAMÁS CIUDADES
LATINOAMÉRICAVENEZUELAEEUU Y CANADÁEUROPAÁFRICAMEDIO ORIENTEASIAOTRAS REGIONES
horóscopo

Horóscopo

Encuentra acá todos los signos del zodiaco. Tenemos para ti consejos de amor, finanzas y muchas cosas más.

Crucigrama

Crucigrama

Pon a prueba tus conocimientos con el crucigrama de EL TIEMPO