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Historias

Copa América 1975: memorias del subcampeón

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Foto:

Para ver el minuto a minuto del partido Colombia vs. Paraguay en la Copa América haga clic en este link.
Corría el primer tiempo en El Campín cuando el árbitro pitó una falta a unos 25 metros del arco. Era octubre de 1975 y caía en Bogotá una lluvia mansa. Ponciano Castro había practica-do muchas veces ese chute de media distancia con pelota quieta y en el Deportivo Independiente Medellín había comprobado su efectividad. Entonces se lanzó al cobro y el balón fue cayendo antes de que el arquero peruano, Ottorino Sartor, pudiera encontrarlo. El rebote lo confundió y al final la pelota pasó rozándole los guantes. Ese fue el único gol en la primera final que jugó la Selección Colombia.
Pero hasta la gloria se olvida. El prodigio de la memoria se atrofia con los años convirtiendo el pasado en niebla. Y son pocas las veces que la Selección Colombia ha tenido la gloria o ha esta-do cerca de ella. La primera, por mucho tiempo, fue la única: el subcampeonato de la Copa Amé-rica de 1975, en la que después de tres partidos contra Perú, la tricolor perdió definitivamente y vio a los de la banda roja levantar la copa en el Estadio Olímpico de Caracas. Los personajes —los protagonistas— juntan recuerdos con dificultad, algunos con más claridad que otros, pero para la mayoría las imágenes están empañadas. Los años hicieron su trabajo.
Algunos datos certeros: se trataba de la edición número 30 de la Copa América, que hasta entonces se había llamado Campeonato Sudamericano. Fue una de las pocas que no tuvieron una sede fija, así que se puso en marcha el mismo mecanismo de partidos de ida y vuelta que siempre ha tenido la Copa Libertadores. El torneo empezó con tres grupos de tres equipos y Uruguay –por ser el último campeón– tenía entrada directa a las semifinales, que también constaban de partidos de ida y vuelta. Con la final sucedía lo mismo, pero si cada equipo ganaba un partido se organizaba un último juego de desempate, en una ciudad neutral. Fue un formato confuso y demorado que solo se puso en práctica en tres oportunidades: 1975, 1979 y 1983.
A Colombia le correspondió el grupo C y demostró su superioridad absoluta en contra de Ecuador y Paraguay, ganando los cuatro partidos y pasando directamente a la semifinal, donde se enfrentó a Uruguay, el campeón vigente. El primer partido fue en Bogotá y la tricolor ganó por 3 a 0; ya en Montevideo perdió por un gol, pero la diferencia a favor llevó a Colombia a la final contra Perú. Se sabe también que la Selección perdió el campeonato en Caracas –el tercer partido, que se jugó en un territorio neutral– después de que Colombia ganara en el Campín y Perú en el Nacional, de Lima. Esa es la historia, a grandes rasgos, que recogen las enciclopedias. Pero muchas preguntas quedan en el aire: ¿Cómo se vivió esa Copa América? ¿Quiénes fueron los responsables de la primera gloria futbolística de Colombia?
Una alineación inolvidable. Arriba: Arturo Segovia, ‘el Toto’ Rubio, ‘Pescadito’ Calero, Miguel Esco-bar, ‘Boricua’ Zárate y Pedro Zape. Abajo: Jairo Arboleda, ‘el viejo willy’, Nelson Silva Pacheco, víctor Campaz y Ponciano Castro
—Trabajamos con mucha anticipación y teníamos los jugadores para desbaratar cualquier sistema ofensivo. Teníamos al interior derecho a Jairo Arboleda y a Oswaldo Calero en el medio campo. Y teníamos al argentino Hugo Lóndero, que se había nacionalizado y era un goleador —dice Efraín Sánchez, el Caimán, a los 93 años, con la voz queda y ronca, recordando a toda velocidad los nombres de la nómina añeja que él dirigió hace 44 años—. El sistema funcionaba con la defensa: Calero asistía en jugadas de laboratorio, pero dando un esquema táctico para que no trataran de entrarnos ni por la derecha ni por la izquierda. Óscar Bolaño defendía por un lado y Arturo Segovia, por el otro. Y Jairo Arboleda jugaba en el medio campo: era un amigo del fútbol en esa posición, era un 10 que manejaba todos los sistemas y podía explotar el potencial de todos sus compañeros. Esa concentración duró muchísimo y entrenábamos todos los días. Todos los días, dele y dele, hasta que por fin se pudo soltar bien el equipo y entonces les di autorización para comen-zar a trabajar así. Los mismos jugadores vieron los resultados y todos se felicitaban.
En 1975, el Caimán tenía 49 años y era uno de los futbolistas más respetados del país. Había jugado en Junior, en América, en Millonarios, en Medellín, además de haber pasado por el San Lorenzo, de Argentina, por el Atlas, de México, y de haber estado con la Selección Colombia en el Mundial de Chile de 1962. Era conocido por su decencia y severidad; además tenía el ojo de la experiencia, pues en sus últimos años tuvo que ser arquero y entrenador al mismo tiempo, lo que le valió el respeto de muchos. Él decidió que la sede de la Selección sería Bogotá: dormían en un hotel Dann Carlton del centro y entrenaban de lunes a sábado en el Club de Empleados Oficiales; la con-centración empezó en marzo y terminó el 28 de octubre.
—Esa concentración fue muy larga, empezamos en marzo y terminamos como en octubre —dice el exdelantero Ponciano Castro en la sala de su casa en Medellín. A sus 66 años, todavía conserva la figura maciza del atleta.
Para Colombia, la Copa América 1975 empezó en el estadio El Campín el 20 de julio. El primer rival fue Paraguay y el marcador se mantuvo en ceros hasta el minuto 75. El Caimán, con voz cansada, recuerda que en ese momento la hincha-da estaba tan impaciente que empezaron a tirarle encima hasta huesos de pollo.
Ponciano Castro, autor del único gol de Colombia en las finales, antes del partido contra Perú en Bogotá
“Decidí meter a Ernesto Díaz y me hizo el gol del triunfo. Fue un galope letal por la izquierda, con enganche y zapatazo que dejó al arquero Almeida doblado en el piso, como un montoncito de escombros”, le dijo el entrenador en el 2007 a la revista Semana. El siguiente rival fue Ecuador, al que enfrentaron en Quito, donde Colombia ganó 3 a 1. Y luego volaron todos a Asunción para enfrentar de nuevo a Paraguay.
—Me acuerdo muy bien de que volamos en-cima de los Andes, fue muy bonito. Pero ese vuelo fue larguísimo: siete horas en un avión de hélice, qué cosa tan cansona.
Ese día, el 30 de julio, todo se puso mucho más tenso. En Asunción, la Selección Colombia terminó enfrentada con la policía. Pese a los años, es el Caimán quien tiene el recuerdo más claro: el arquero paraguayo, Ever Hugo Almeida, se enfrentó a Willington Ortiz y la policía terminó adentro de la cancha. Todo sucedió en el minuto 40, cuando Ernesto Díaz marcó el único gol del partido después de una asistencia de ‘el Viejo Willy’. El Caimán sostiene que en la celebración Ortiz se burló del arquero paraguayo y que unos minutos después Alcides Sosa decidió agarrarlo a patadas. El árbitro expulsó al defensa paraguayo, pero los ánimos estaban tan cargados que cuan-do finalizó el primer tiempo comenzó una batalla campal en la que terminó metida la policía.
“Almeida agredió al colombiano y al intervenir otro colombiano, Díaz, ardió Troya”, escribió el cronista Néstor Verdina en una nota que le dio la vuelta a todo el continente al día siguiente. “En medio del desorden general se pudo ver a jugadores de ambos bandos corriendo de un lado a otro y amenazándose con gestos aireados, hasta que ingresó la policía a pedido del referee. Óscar Veiro, juez de línea, resultó lesionado al querer intervenir para calmar los ánimos y eso bastó para que el árbitro dispusiera la suspensión por falta de garantías”.
Las radiofotografías de los periódicos muestran escenas dantescas, como a Willington Ortiz corriendo frente a un policía que lo persigue con un bolillo. Para el cronista es claro que todo el episodio se desencadenó por la presión del público paraguayo, que no hacía más que abuchear a su selección mientras aplaudía al conjunto colombiano, que estaba haciendo muchos más méritos para llevarse el partido. Por su parte, el arquero Pedro Zape recuerda que cuando vio correr des-pavoridos a sus compañeros por todo el campo, él fue el único que se quedó en la cancha: “Me daba desconfianza de que aprovecharan la confusión para meternos un gol”.
En el camerino, después de la pelea, todos bromearon sobre salir a la cancha acompañados por perros y alguno dijo que había que partir a esos malnacidos. Paraguay era puro temor bajo la sombra del dictador Alfredo Stroessner, pero el Caimán, que era un hombre artero, típico costeño que no se deja amilanar por nadie, salió a la can-cha mirando hacia las tribunas, donde finalmente encontró al temido dictador sentado en el palco, a quien saludó repetidas veces para sacarle una sonrisa, lo que finalmente ocurrió y tranquilizó los ánimos de los paraguayos. “Le agradezco a la gente el cordial y simpático comportamiento”, dijo el Caimán esa tarde en una emisora local, y explicó que aunque intentó hablar con los árbitros para reanudar el partido, ellos ya habían tomado una decisión que no tenía reversa.
De vuelta en Colombia, la fase de grupos ya estaba definida y el último partido, contra Ecuador, ratificó el invicto de Colombia con un 2-0 en El Campín.
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La semifinal fue uno de los retos más gran-des para Colombia, pues pertenecía al grupo C y por azar su rival sería el campeón inmediatamente anterior: Uruguay. Se sabe que la serie empezó en Bogotá, donde la tricolor marcó tres goles y no recibió ninguno. En Montevideo, en cambio, todo fue más difícil. En la cancha del Centenario, los colombianos conocieron la verdadera garra de los uruguayos: tres jugadores terminaron lesionados, con distensiones musculares, daños en la rodilla y hasta conmoción cerebral. Los reclamos frente a las decisiones arbitrales desembocaron en la expulsión del Caimán, de su asistente técnico y del masajista, que terminaron viendo el partido en medio de las barras más bravas de los charrúas. Al final, en una entrevista, el Caimán dijo una frase memorable: “Uruguay fue un verdadero ciclón que arrasó no solo a los colombianos, sino que acabó hasta con el fútbol”.
Fue una Copa América caracterizada por las patadas y las lesiones. A la Izquierda, willington Ortiz en el partido contra Ecuador, en Bogotá. A la derecha, ‘el viejo willy’ llegando a Bogotá, con el brazo lesionado, después del partido contra Uruguay en Montevideo.
–Allá, en Uruguay, Zape tapó dos penaltis –recuerda Ponciano Castro–. Yo estaba lesiona-do después de haber jugado en Bogotá, tenía una molestia en una rodilla. Pero nos dieron muy duro porque ellos tenían que ganar por más de tres goles. ¡Clasificamos por la actuación de Zape! El árbitro estaba como cargado y había muchas personas molestándonos porque nosotros nunca dejamos de atacar.
–Hubo tres penaltis en ese partido –recuerda Zape–. El primero, Fernando Morena lo botó por encima. Y el segundo se lo tapé: el balón rebotó y me lancé para atraparlo, cosa que logré; pero entonces me cayó encima Morena con una patada porque él quería rematar. Ahí empezó el problema que me tuvo por fuera de las canchas por casi dos años: me lesioné un hombro, sentí cuando se me salió, y Oswaldo ‘el Pescadito’ Calero, que en paz descanse, me hizo una curación rápida. Jugué con el hombro luxado casi cuarenta minutos.
–¿No fue raro que cobraran tres penaltis?
–No, fue un partido muy normal. Lo que pasa es que siempre que Colombia llegaba a un estadio extranjero, todos querían pasar por encima como diera lugar.
Al final, Colombia solo perdió por un gol que Morena marcó, también en un penalti, al principio del partido. El 1 a 0 fue suficiente para clasificar a la final contra Perú.
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La selección peruana de 1975 –que resultó campeona– era la heredera del conjunto que en el mundial de México 1970 tuvo una participación estelar y que sin duda hubiera llegado muy lejos de no haberse encontrado con el Brasil de Pelé en los cuartos de final.
El primer partido en El Campín tuvo lleno absoluto: EL TIEMPO habla de 60.000 asistentes –la capacidad actual del estadio es de 35.000– que celebraron como si fuera definitivo el gol de tiro libre ejecutado por Ponciano Castro. Una semana después, en Lima, Colombia fue derrotada por dos goles y la Conmebol estipuló que se jugaría un tercer partido de desempate en una cancha neutral: el estadio Olímpico de Caracas, en Venezuela.
—El director de la Conmebol era un peruano, el doctor Teófilo Salinas, y el partido en Caracas lo jugamos ocho días después. Eso les convino a ellos porque recibieron apoyo de unos jugado-res, que jugaban en el Barcelona y que no les habían prestado para los primeros partidos –dice el Caimán.
Pedro Antonio Zape, fue una de las figuras de Colombia. En los últimos cuatro partidos atajó tres penaltis, dos de Uruguay en las semifinales y uno de Perú –que cobró Cubillas–, en el tercer partido de la final, en Caracas.
Los jugadores eran Teófilo Cubillas, del Porto, y el ‘Cholo’ Sotil, del Barça, que en el minuto 25 hizo el gol que le dio a Perú el campeonato. “La parte complementaria resultó casi un monólogo en favor de Colombia”, escribió Hernán Peláez, que vio el partido como enviado especial de EL TIEMPO en Caracas y describió cómo la delantera colombiana luchó hasta el último minuto contra la defensa férrea de Perú, que organizaba Chumpitaz.
–Al final perdimos por un gol –dice el Caimán–. Recuerdo que en ese partido Arboleda les hizo un doble túnel a Sotil y a Cubillas, de ida y vuelta. Ellos inmediatamente lo abrazaron al ver esa proeza; ya eso no pasa.
–¿Y Willington? –le pregunto.
–Tenía un problema en la columna vertebral y no pudo jugar. Ese Willington era un genio.
De hecho, muchos creen que Colombia perdió porque Ortiz no pudo jugar las finales.
—Willington no pudo jugar, pero él pudo hacer la diferencia. Willington era un espectáculo, pudo ser tan bueno como Garrincha —dice uno de sus compañeros, Eduardo Retat.
—Willington estaba lesionado y no pudo jugar. Eso hubiera hecho la diferencia —dice Hugo Lóndero, el argentino que para esa época era una de las estrellas del Atlético Nacional.
—¿Cómo que no jugué? ¡Claro que sí, hombre! Yo tenía un problema en el codo izquierdo y me puse una venda en el codo derecho para des-pistar a los peruanos, pero claro que jugué —dice Willington.
Y tiene razón. Aunque se perdió las dos primeras finales, ‘el Viejo Willy’ fue titular en la de Caracas y no hizo más que desbordar, con pique y velocidad, para hacerles pases a Ernesto Díaz y a Campaz.
“No hay por qué llorar ni lamentarse. Las finales son para jugarlas y, por consiguiente, para ganarlas o perderlas”, escribió Peláez. Y sí: 44 años después, ese segundo puesto sabe a triunfo y a leyenda.
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